05.30: Pequeño Nuevo Mundo


La Alameda estaba repleta de personas que se cruzaban de lado a lado con esa prisa inexplicable que lleva la gente de la ciudad, como si fuese a acabarse el mundo.

El bar de enfrente de la comisaría ya alojaba a sus clientes más tempranos apurando el primer café con que empezar la jornada.

Las madres arrastraban a sus hijos hacia los autobuses escolares. Ellos, aun dormidos, ellas en cambio, frenéticas nada más empezar el día.

Los jubilados se agolpaban en torno de los quioscos para saber lo que había pasado en el mundo el día anterior. Apenas les serviría para iniciar la charla de media mañana con sus camaradas,  alrededor de sus respectivos chatos de vino, para luego llevarles a la cuestión fundamental: El sentido de la vida.

El olor a azahar lo inundaba todo, esparcido desde las miles de florecillas blancas que se abrían paso entre la fronda de los naranjos como anzuelos a la espera de que algo las polinizara.

Abejorros adolescentes se rompían el cuello siguiendo con el olfato el paso de otras flores, de largas piernas y breves camisetas, que también expelían su aroma arrobador para su sufrimiento y disfrute.

La figura a la vez orgullosa y accesible de Antonia López apareció por un extremo del paseo caminando con alegre seguridad. A pesar de la distancia sus miradas se encontraron. Ella hizo un gesto con la mano. La intensa luz de la mañana arrancaba reflejos azulados de su pelo azabache y sus enormes ojos color miel parecían arder con el sol.

–Gallardo…

Esa voz.

Un extraño olor a éter le llegó con fuerza ocultando casi por completo el aroma de la primavera. Su cuerpo empezó a enviarle mensajes contradictorios. ¿Si estaba de pié, porqué tenía la sensación de estar tendido?

–Gallardo, ¿me escucha?

Las imágenes de la Alameda se fueron oscureciendo, cubiertas por un velo marrón oscuro, casi negro, apenas surcado por hilos rojizos. Tenía los ojos cerrados. Los abrió.

Un fuego blanco quemó sus retinas. Volvió a cerrarlos. El fuerte olor a alcohol medicinal le secaba la nariz. También le escocía la espalda y le picaba la entrepierna. Se sintió repentinamente incómodo. Volvió a abrir los ojos.

Otros, azules como el mar en verano, le miraban interrogantes a medio metro de los suyos.

–¿Me reconoce?
Pudo oler su aliento a café.
–¿Quién podría olvidarla señorita?–Dijo por cortesía. La voz salió ronca de su garganta reseca.
Fue a incorporarse. Estaba inmovilizado.
–No haga esfuerzos, espere a que llegue el doctor.
–¿Qué ha pasado?

Pero la chica había desaparecido. Giró la cabeza hacia la derecha.

Se encontraba en una habitación pequeña y luminosa. Un pitido cadencioso sonaba en algún lugar que no alcanzaba a ver. Se esforzó para mirar hacia abajo. Estaba atado a la cama mediante una gruesa cincha que le pasaba por encima del pecho. Tampoco podía mover los brazos ni las piernas. Una sonda colgaba sobre su cabeza dejando gotear un líquido transparente que se escurría por un tubo de plástico.

Empezó a recorrer sus recuerdos. Le costaba trabajo alcanzar los más recientes.

Las voces fueron apareciendo poco a poco:
“La Reina quiere que vaya a Benalmádena”
“Bienvenido a Ben-Al-Madina”
“Soy Benavides de la Rosa, el anterior enviado de Su Majestad” “Tome, póngase esto y se curará”.

Intentó echarse mano al abdomen. La compresa. Benavides le había dado una compresa. Decía que tenía una sustancia que le curaría el cáncer pero al ponérsela perdió el conocimiento.

Su memoria se iba recomponiendo a trozos, como un puzle con demasiadas piezas. Barbosa, el valido de la reina. Le había encargado algo. ¿Por qué había aceptado? Tsetsuko, la niña de sus ojos, la hija de Tsetsu y Hana.

Las últimas piezas se resistían. Algunas eran imprescindibles para entenderlo todo.

Hana, vivía en la ciudad pero iba a visitarle. El vivía encerrado. La Colonia de los Girasoles. Si, Hana iba y venía pero sus amigos vivían en medio de las ruinas de la ciudad, en la vieja y destruida Alameda.

Barbosa. Un cuarentón estirado. Enviado de la reina. Querían saber quién mandaba en Benalmádena. ¿Lo había averiguado?

–Gallardo, amigo mío… ¡Por fin!
Creyó reconocer la voz pero no estaba seguro. Su rostro apareció ante él.
–¡Uf…!–Sintió como una mano le apretaba el antebrazo.–Hemos temido por tu vida, créeme.

¿Era él el que mandaba en Benalmádena?
–¿Benavides?
–¡Dios nos libre! A Benavides ya le hemos leído la cartilla. Lo que hizo fue una temeridad.
Volvió a intentar incorporarse.
–¿Por qué estoy atado?
–Cosas de los médicos. ¿De veras no me reconoces?

¿Era él el que mandaba en Benalmádena?
–¿Es usted el gobernador?
–Correcto. Mi nombre es Emilio Falcón, pero te recuerdo que nos tuteábamos.

El no mandaba realmente. Recordó que sabía eso pero no el porqué. Volvió a intentar liberarse.
–Estamos esperando al doctor, ten paciencia. Después de todo este tiempo creo que puedes esperar un poco más.
–¿Cuánto tiempo llevo así?
–Quince días largos.
–La compresa estaba envenenada.
–La compresa estaba bien,–La voz tenía un ligero acento.–El que estaba envenenado era usted. Mucho más de lo aconsejable para ponérsela. Las medicinas deben administrarse con precaución.

Emilio volvió la cabeza.
–Doctor, creo que nuestro enfermo ya se encuentra en perfecto estado.
–Eso lo tendré que decidir yo. Salga un momento por favor.

El gobernador desapareció de su vista. En su lugar, el rostro redondo y circunspecto de un oriental llenó casi al completo su campo de visión.
–Abra la boca y saque la lengua, he de ver cómo va la recuperación de su flora bacteriana.
El excomisario hizo lo que le había pedido. “Es un invento chino”, recordó. El médico le raspó la lengua con algo áspero y desapareció.
–Pueden liberar al paciente pero manténganle el suero hasta nueva orden.

Unas manos frías empezaron a soltar las cinchas que le ataban mientras un zumbido bajo su cuerpo inició el movimiento de la cama para cambiar su postura. En un minuto se vio libre y sentado frente a un par de enfermeras que recogían el material retirado y lo guardaban en bolsas de plástico.

Ahora podía decirlo: era Alfonso Gallardo, medio espía, medio diplomático. “Quién manda en Benalmádena”. Sabía que no lo había averiguado aún.

La puerta de la habitación volvió a abrirse y el cuerpo regordete del gobernador reapareció. Pudo ver la figura exuberante de Larisa en el pasillo. ¿O era Klarisa?

–Bueno, creo que lo peor ha pasado.
–¿Usted cree?
–Desde luego, nada más hay que verte.–Emilio miró a derecha e izquierda.–Espera.–Retiró algo de un estante y se lo acercó.–Mira, compruébalo tú mismo.

Tomó el pequeño espejo redondo que le ofrecía.

Tardó un segundo en reconocerse. Era él. Él tal y como había sido hacía siete años. Tenía algunas arrugas más, sobre todo en el cuello y en torno de los ojos, pero su piel tenía buen color y estaba en general tersa. Sus encías no estaban hinchadas ni sangraban, sus ojos tenían brillo y parecían más grandes. Y su pelo no tenía el aspecto de una pelusa de estropajo reseco.

–Se ve que me ha sentado bien el descanso.
–No sólo eso, amigo mío, nominalmente ya no tienes ningún tipo de cáncer, estás como decimos por aquí, “como una pera”.

–¿Ha sido gracias a la compresa?
–La compresa te hubiera matado. Como dice Juanito, cada cosa sirve para lo que sirve. Si no llega a ser por las chicas que te oyeron caer no lo cuentas.

–Entonces fue Benavides el que me la dio. Sí, recuerdo que me comentó que liberaría una sustancia mágica que…

–¿Mágica?–Emilio estaba exultante, como si realmente se alegrara de su recuperación.–No existe la magia amigo, es sólo Ciencia.

–Una ciencia un poco peligrosa.

–Si no se usa adecuadamente. El ignorante de Benavides no llegó a enterarse de cómo funcionaba, por eso le llamaba magia. Pero seguro que ya lo ha entendido, ¡Ya lo creo!
–Espero no haberle metido en un lío.
–Nada que no se merezca, no hay nada más peligroso que un tonto con un bote de pastillas.–Se rió de su propio chiste.

–¿Y cómo lo ha solucionado “Juanito”?
–Que no te oiga llamarle así.–dijo susurrando.–Se llama Wuan, pero aquí todos le llamamos Juanito.
–Ya, procuraré no olvidarlo.
–Siguieron el protocolo normal. Te quitaron la compresa y limpiaron tu sangre. ¡Has dejado seco a medio Ben-Al-Madina, vampiro!
–Lo siento. No sé qué decir.
–No digas nada, debías recuperarte y aquí todos nos echamos un cable cuando es necesario.
–Entonces es vuestra sangre la que me ha dado este aspecto.–En su voz había algo de decepción.

–No, por desgracia no tenemos ese poder. Lo primero era que tu organismo se estabilizara. Luego te sometieron a nanoterapia, pero esta vez como debe ser, de forma lenta y progresiva. Los médicos sugirieron que durante el proceso debías estar en coma inducido para evitar daños en tu cerebro. Por lo que veo, tenían razón. ¿Te crees capaz de recordarlo todo?
–No sé, probemos. Pregúntame algo.
–¿Qué te ha traído a Ben-Al-Madina?
–Su Majestad…–Hizo una pausa. “Su Majestad me envió para que averiguara quién manda en Benalmádena”. Esa era la verdad, y también recordaba que no debía contar la verdad.–… me envió como representante de la Corona.
–Veo que sí. Al menos recuerdas “lo importante”.–¿Había sarcasmo en aquellas palabras?¿Podía el gobernador sospechar que esas no fueran realmente sus directivas? Era posible.

La puerta se volvió a abrir para dejar paso al doctor y las dos enfermeras. El chino no tenía pinta de llamarse “Juanito”, evidentemente, ni tampoco de que le hiciera gracia que le llamaran así.

–Todo perfecto, señor Gallardo. Está usted totalmente curado y puede abandonar el Centro.
El excomisario intentó darle las gracias, pero se volvió, entregó una tablilla a una de las enfermeras y se perdió por un lado del pasillo mientras la otra empezaba a retirarle la vía del brazo.

–Perfecto. Ahora te sugiero que te vistas y te dejes acompañar por Larisa y Katerina hasta tu apartamento. Recuerda que aún tenemos esa comida pendiente.

–Sí, claro.–Cuando hizo ademán de levantarse sintió un pequeño mareo, aunque las piernas y los brazos le obedecieron con fuerza.–De hecho creo que tengo bastante hambre.

–He dado orden de que inicien los preparativos pero no creo que podamos tenerlo todo listo hasta la noche. Le diré a las chicas que te encarguen algo ligero para saciar ese apetito. El tiempo se nos echa encima.

–¿Por qué tanta prisa?
–¡Ay amigo! ¡Tengo tantas cosas que contarte!–El gobernador se dirigió a la puerta.–Por ahora será mejor que estires las piernas y respires aire fresco, este ambiente es deprimente.

Abrió la puerta y se detuvo ante las guardarespaldas–No lo perdáis de vista.–Creyó oírle susurrar.–Que disfrutes de tu salud recuperada.–Y se fue.

Emilio tenía razón. Había recuperado la salud.

Las enfermeras le ayudaron a llegar a la ducha, afeitarse e incluso a ponerse un impecable traje marrón con raya diplomática. Al cabo de una hora caminaba escoltado por el paseo marítimo.

Cuando, contra las protestas de Larisa y Katerina, las dejó en la balaustrada y se quitó los zapatos para pisar la playa, el tacto de la arena caliente le cosquilleó en los pies, y los recuerdos y las sensaciones se mezclaron en su cabeza como savia vivificante. Se movía con seguridad y fuerza, a pesar de llevar tantos días inmovilizado, y sus sentidos parecían especialmente receptivos. Era él, el viejo Alfonso, el de antes de la Guerra, y a la vez parecía uno nuevo, rejuvenecido.

Inspiró mirando el horizonte curvo del mar y distinguió en el aire los aromas de la sal, la arena mojada, el pescado que descargaban de una chalupa en el muelle, a su izquierda, y los pinos de las colinas próximas. Una mezcla definida e intensa.

Miró al cielo de azul homogéneo, apenas manchado por algunas nubes altas. El mar era verde como el jade cerca de la playa, pero luego, tras una línea imaginaria, se volvía azul marino oscuro. Las casas del otro lado de la bahía eran de un blanco deslumbrante y aún así podía distinguir el añil de los marcos de las ventanas y el rojo terracota de sus pretiles y las flores rosas y malvas de sus arriates.

El sonido lejano de los gritos  infantiles al jugar se mezclaba con el ronroneo de los motores de las barcas, las voces de los marineros, el graznido de las gaviotas o el batir de las olas, pero no se perdían los “lánzame la pelota” o “ha sido falta” de sus vocecitas. Sus sentidos. No, su cuerpo entero era un inmenso receptor.    

Ahora podía comprender por qué el anterior enviado de la Corona había traicionado a su país quedándose a vivir allí. La elección era fácil, entre una vida triste, subterránea y mórbida y otra fresca, libre y llena de belleza.

“Es como una droga, una vez que lo pruebas quedas enganchado” recordó decir a Benavides mientas acariciaba la cajita con compresas que le había entregado una de las enfermeras.

El Alfonso Gallardo astuto, el deductivo, también despertó: “¿Realmente son todo ventajas?”

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