05.29: Éxodo III


La habitación olía a sexo.

Había desconectado el sistema de circulación de aire a propósito. Quería concentrar ese olor. Lo necesitaba.

No supo cuánto lo necesitaba hasta aquella mañana, tras la reunión con los Misioneros del Éxodo, cuando abandonó el salón donde aquella turba la vitoreaba.

Era la misma gente que unos segundos antes, cuando apareció a cara descubierta, la había mirado con miedo, con asombro, con asco.

Ella, que desde el mismo instante en que se inició la Guerra había perdido su vida mientras era bombardeada por mil fragmentos de cristal furiosos. Ella, que desde entonces se había ocultado avergonzada bajo una capucha de monje y una coraza de reina feroz, ella se había mostrado tal como era ante decenas de hombres. Desnuda, sin coraza.

Pero cuando terminó su discurso se retiró corriendo, seguida por el general y alguien más que no recordaba. Entró en su cámara y cerró la puerta en sus narices, temblando.

–Señora… ¿se encuentra bien?–Oyó decir a Marcela, su ayuda de cámara, a través del muro.
–Si… no… déjame sola.

No soportaba que la vieran llorar.

Y lloró como no había llorado en años. A pesar de los vítores que le acompañaron en la lejanía, a través de los corredores subterráneos de la ciudad; de las felicitaciones del general que caminaba de prisa tras ella, de las sonrisas que se encontró por el camino. A pesar de todo eso sentía una profunda sensación de vacío, como si estuviese suspendida en el aire sobre un enorme agujero y no encontrara lugar al que asirse.

Se vio en el espejo y sintió odio. Apagó las luces. No quería verse, no quería que la vieran, no quería ser quien era, no quería vivir donde vivía.

Y entonces llegó él. Llamó a la puerta. Ella no contestó, ni siquiera le oyó realmente. Sólo sintió una ligera brisa y el sonido sordo de la puerta al cerrarse.

En cambio percibió su olor, limpio y denso a la vez. Cálido. 

–¿Te ocurre algo?–Sus pasos se acercaron en la oscuridad.
–Déjame… necesito estar sola.

No le hizo caso. De alguna manera logró aproximarse. Su mano la tocó, un poco más cerca, oyó su respiración calmada, sintió el calor húmedo de su aliento. La abrazó.

La mano de él recorrió su pecho hasta llegar a su cara. Los dedos, hábiles, fueron acariciando una a una las hendiduras y costras de su rostro.
–Sabes que para mí estas marcas son la muestra de tu valor. Tu enorme valor para haber llevado a tu país hasta aquí.

Fue a besarla. Ella retiró la cara y se apartó.

–Me gustaría no tener que pasear con ese estigma.

Él insistió.

De nuevo volvió a encontrarla en la negrura de la Cámara Real. Ella también parecía querer ser encontrada.

–Te avergüenzas de lo que deberías estar orgullosa.


Le abrió la bata y la deslizó sobre sus hombros hasta que cayó al suelo. La abrazó como a una chiquilla asustada. Su boca buscó su boca. La encontró.

Ella se estremeció mientras luchaba contra sus monstruos. “Es mentira”, le decían, “Él no te quiere, no te desea.¿¡Cómo puede quererte!? Sólo quiere tu poder.” Pero él no escuchaba los avisos de la mente de la reina, estaba en otra cosa. Serpenteaba por su cuerpo, buscando algún resquicio donde alojarse.

Ella hizo ademán de separarse pero él la retuvo.
–Has estado realmente fantástica.
–Me he sentido como un animal de feria. ¿Viste cómo me miraban?
–Sí.–Sus manos parecían querer cubrir su cuerpo por completo.– Con adoración. Como se mira a una reina. Su reina.

La tomó como se toma una pluma y la llevó al lecho. Siguió moviéndose seguro, como si viera en la oscuridad. El sonido de los zapatos al caer, el cinturón al desabrocharse le dijeron que se estaba quitando el traje, pero a pesar de todo, sus manos no dejaron en ningún momento de tocarla.

En un instante, ella sintió su peso aplastándola, sus manos sujetándola con fuerza, su boca buscándole el cuello.

“Como las fauces del león buscan la garganta de la presa”

Pero de nuevo, aquella sensación olvidada acalló las voces. Y entonces se abandonó, dejándole hacer, cediéndole todo el poder.

Y ahora estaba allí, mirándole sin verle, en las tinieblas húmedas de las entrañas de la ciudad.

Dormía en paz, como duerme un niño después de un largo día de verano. Se sentó junto a él haciendo que los muelles de la cama crujieran involuntariamente.

–¿Qué…?–Se removió entre las sábanas–¿Qué pasa..? ¿Lett? ¿Dónde vas?
–Tranquilo, descansa.–Le puso la mano en el pecho.–Deben ser las tres. Pediré que nos traigan algo de comer.
–Espera…–Se giró hacia la lámpara que había en la pared, junto al cabecero.–Te enciendo la luz.
–¡No!–Tarde. La luz iluminó la estancia. El cuerpo perfecto de él frente al rostro roto de ella. Crispó la mano hasta clavarle las uñas.–Apaga esa luz.–Ordenó.

John le obedeció instantáneamente.

–¿Ocurre algo?
–No quiero que me veas.
Le oyó suspirar.
–Como quieras sweety, pero déjame que sea yo quien se ocupe.
–No. No quiero que te vayas.
–No voy a ninguna parte, sólo voy a avisar a Marcela. Ella se encargará de todo lo necesario.

“Sobre todo de contárselo hasta al último mono.”

–Déjalo. Prefiero que no te vea.
–Está bien. Como quieras.

De pronto se oyeron voces. Algún grito. Golpes.

John encendió la luz y la reina se cubrió el rostro instintivamente.
–Ve al baño y enciérrate. Rápido.–Dijo él poniéndose en pie.
–¿Qué… qué ocurre?
–Voy a averiguarlo, pero haz antes lo que te he dicho.

El americano se puso el pantalón, los zapatos y la camisa casi en un movimiento. Los gritos del exterior llegaban nítidos.
–“¡Debo hablar con él!”
–“Pues vaya a su habitación… ¿qué le hace pensar que está aquí?¿cómo se atreve?”

La puerta del baño se cerró y el cerrojo también. John se miró un instante en el espejo, se acomodó el pelo y se ajustó la camisa. Luego se dirigió a la puerta y la abrió.
–¿Qué ocurre?

La boca de Marcela quedó abierta, pero lo que quiera que fuera a decirle al hombre que luchaba por zafarse de los brazos de dos enormes guardias reales no salió de ella.
–Barbosa… ¿Cómo sabía que estaba con Su Majestad?
Los guardias aflojaron la presa, pero aún no soltaron totalmente al valido.
–Sa… sa…sabía que tenía una reunión con ella,–mintió–¿no recuerda que me lo dijo?
–Déjenlo, por favor, tenemos que hablar.
–Lo siento, señor. Sólo obedecemos órdenes de Su Majestad.
–Está en el baño… pero pueden creerme, ella también quiere que…
–Que pase el señor Barbosa.–Dijo la voz de la reina desde detrás de la puerta.

Los guardias se miraron un instante y soltaron al valido como si de repente hubiesen notado un chispazo.
–Discúlpenos Majestad… creíamos.
–No importa Marcela, haz hecho lo correcto. ¿Te importaría traernos algo de comer para los tres…?

El valido cruzó el umbral y John cerró sin esperar la respuesta.

–¿Qué ocurre Martin?–La cara de John expresaba preocupación. Sabía que ese hombre no habría cometido la torpeza de presentarse en la Cámara Real a buscarle si no existieran poderosas razones.

–El plan… el plan… hay una cosa que…
–Siéntese señor Barbosa. Y cálmese.–La reina ya vestía su túnica encapuchada, aunque por debajo de ella Martin pudo verle los pies desnudos.

El valido buscó una silla y se sentó. Estaba pálido y respiraba entrecortadamente.
–Hay una cosa que no está bien.
John ayudó a la reina a sentarse ofreciéndole una silla. El permaneció de pié junto a ella y frente a Martín.

–Hasta ahora todo ha ido fenomenal.
–Sí, pero he sido un torpe… he estado todo el tiempo vigilando los pasos del general y los del coronel, pero apenas he supervisado las actividades de Sánchez de Gandarilla.

John suspiró y apretó con fuerza el hombro de la reina.
–El ingeniero se estaba ocupando de los puntos de avituallamiento.–Le recordó a su majestad.
–Es un técnico, seguro que sólo se ha preocupado por asegurar que todo estuviese en regla, medido y pesado. Ya lo conocemos.

–Pero es que acabo de hablar con el general… me… me–tragó saliva.–Me ha preguntado, tanteando mi posición respecto a usted.

–Ya. Supongo que es su obligación.–Auger no parecía afectado.
–¿Su obligación? Lleva dos semanas intentando torpedear su proyecto. ¿Cree que esa es su obligación?
–Quizá crea que yo no debería estar aquí.
–Exactamente eso es lo que cree.
–El señor Auger estará donde la reina quiera que esté.–La voz de ella sonó dura, como si de pronto hubiera adquirido consciencia de su posición.

–Por supuesto majestad, nadie pone en duda su autoridad. Sin embargo, el general…–Se removió incómodo antes de volverse hacia el americano.–El caso es que me dejó pensando. ¿Y si cuando los primeros exiliados lleguen al punto de avituallamiento no hay nada?

El director ejecutivo del Consejo Científico-Lógico Nacional pareció caer en la cuenta.

–¿Eso podría pasar?
–Ya le digo que he sido un estúpido. Ha sido el único aspecto del éxodo que no he supervisado personalmente.
–¿Qué ocurriría entonces?–Preguntó la reina no queriendo ser ella misma la que dedujera las consecuencias.

–Creo que es mejor no pensarlo.–Contestó secamente.–Vamos Martín, tenemos muy poco tiempo. Cuántos helicópteros de transporte hay disponibles ahora mismo.

Martín se levantó e hizo un gesto a la reina, que se había quedado con la boca abierta.
–Quince, pero sólo dos están disponibles, los otros están siendo cargados o lo están ya con las bolsas de comida especial para los que hayan quedado en los campos. Pero aunque estuviesen disponibles los quince ni en cuatro días serían capaces de dejar suficiente comida en los lugares indicados.

Auger se detuvo en seco junto a la puerta y se giró hacia Barbosa.
–No sé si es un hombre creyente, pero si lo es, le sugiero que rece porque sus temores sean infundados, de lo contrario nuestras vidas, las de todos, penderán de un hilo.
–Pero…–La reina se levantó irritada.–¿Me pude explicar alguno de los dos qué pasa?

Martín miró al americano esperando a que éste respondiera.

–Imagina–Una fina película de sudor daba brillo a su frente.–Los misioneros llegan a donde debería estar la comida pero no hay nada. De repente su credibilidad cae por los suelos, la gente se rebela, aparecen voces que piden el regreso. Se produce una lucha entre los partidarios de volver y los de seguir.
–Los misioneros sabrán como reconducirla.

–Los misioneros no tienen comida para darles. Han incumplido su primera promesa, aparecen como “falsos profetas”. La gente se dará la vuelta.
–Pero, si se dan la vuelta...
–Nos encontrarán en plena “operación limpieza”.
–No hay valla ni perímetro de seguridad que pueda detener a una multitud de hambrientos desengañados.
–¿Y a quién crees que culparán del engaño?
–¡Dios mío!
–¿Y quién les dará la razón?

Los dos hombres salieron sin esperar la respuesta.

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