05.28: Éxodo II


Desde la sala de monitores, los campamentos que rodeaban a la capital, bajo la mirada digital de los drones, se asemejaban a un naufragio ocre de lona, madera y chapa.

Por sus calles, si es que se les podía llamar así, apenas se veía a algunos perros flacos de aspecto inapetecible caminando tras unos cuantos humanos. Lisiados, tarados, ancianos, niños deformes; caminando sin rumbo sin saber qué había pasado con la gente.

Y la gente se había ido a la periferia.  Inmensas masas pardas agolpadas para ver cómo, desde pequeñas elevaciones, los Misioneros del Éxodo les conminaban a iniciar la larga marcha hacia el sur con rostros fieros, amenazadores. Viéndoles se podía imaginar el rugido de sus voces desgarradas avisando de mil y una desgracias para aquellos que no hicieran lo que "Dios esperaba de ellos".

Algunos primeros planos del gentío que les escuchaba mostraban como la mayoría ya llevaba sus escuálidos enseres encima, a modo de hatillos o mochilas. Otros en cambio parecían observarlo todo como meros espectadores, sin estar persuadidos todavía de la bonanza del viaje, creyéndose aún con la capacidad de decidir.

Tras los operadores de los helicópteros teledirigidos que servían las imágenes, Martín Barbosa, el ingeniero Luis Sánchez de Gandarilla y el coronel de la Guardia Real Íñigo Robledano tensaban los músculos sin abrir la boca.

Era el momento de la verdad.

Ahora sabrían si toda la estrategia del éxodo había calado en la población de indigentes que asediaba la ciudad desde hacía más de cuatro años. Y los tres miembros del Diván de la Reina que miraban las escenas rezaban para que así fuese. Al menos eso pensaba Barbosa.

La puerta de la sala de control se abrió dejando paso al doctor Eusebio Veneroso, a la sazón Ministro de Sanidad de la Corona. Como era habitual en él, vestía una bata blanca inmaculada.

–¿Cómo va la cosa?
–La mayoría parece que va a seguirles.–Respondió el ingeniero hablando para sí mismo.
–Parece que abandonan a los viejos y tullidos.–Dijo Robledano señalando a algunas pantallas.
–Al final todos somos iguales.

Barbosa aprovechó la incipiente conversación para pasar revista.
–¿Cuáles son los siguientes pasos, coronel?

Robledano carraspeó. No se sentía cómodo con la subordinación al Valido que le habían impuesto los planes del éxodo y era habitual que tardara en dar respuesta a sus solicitudes. Pero Martín sabía que sólo tenía que guardar un prudente silencio para obtener su respuesta.

–Ejem. Son las…–Miró su reloj.–…tres de la tarde. Nos hemos desviado apenas media hora del calendario previsto, lo que situaría el momento del inicio de la marcha sobre las diecisiete horas.
–¿Y la llegada al primer punto de avituallamiento?

Sánchez de Gandarilla pareció despertar de su letargo.
–Los primeros peregrinos podrían llegar sobre las veinte horas.
–Eso es una hora después de la puesta de sol.–Martín meneó la cabeza.–Demasiado tarde. Debe caerles la noche con el estómago lleno. Dormirán satisfechos y a la mañana siguiente estarán dispuestos a continuar.
–No podemos hacerles caminar más deprisa.–Dijo el coronel, cómodo con la contrariedad del valido.
–Entonces debemos hacerles partir antes. No más tarde de las dieciséis horas.
–Pues ya me dirá cómo. No podemos obligarles a irse, fue una de sus máximas cuando todo esto empezó.

La idea de que los miles de refugiados debían sentir la decisión de irse como suya fue en realidad de John Auger. Y lo explicó perfectamente en una de las primeras reuniones: “La gente hace mejor las cosas si cree que lo hace por decisión propia”. Una vieja táctica de márquetin que no pensaba explicarle a aquél troglodita musculoso.

–No repartan los víveres del mediodía.–Intervino el ministro de sanidad.
–¿Y eso no es expulsarles?
–No exactamente. Los Misioneros tendrán una respuesta para ellos. Es lo convenido. ¿No?
–Efectivamente, pero deberíamos avisarles ya para darles tiempo a acelerar la marcha.

El coronel miró al resto de interlocutores esperando que confirmaran o rebatieran la sugerencia del valido. Nadie hizo gesto alguno.
–Coronel…–Insistió Martín–Convendría avisarles ya.
–Está bien.–Dijo de mala gana.

El jefe de la Guardia Real se acercó murmurando maldiciones al teniente jefe de operaciones de la sala que también puso cara de sorpresa. Luego se volvió al grupo.
–He dado orden de que un helicóptero sobrevuele a la gente avisando que no se les proporcionará más comida.
–Perfecto, coronel. Eso es perfecto para iniciar una revuelta.
–Pero… ¿no ha dicho que…?
–Ande, dígale al jefe de operaciones que venga y observe la diferencia.


El coronel gritó al teniente para que cortara la comunicación de radio y se acercara al grupo.
–Mi coronel.
–Aquí lo tiene Barbosa, es todo suyo.
–Gracias coronel. Teniente, por favor, cancele el anterior mensaje y dígale a los hombres del helicóptero que transmitan éste otro: “Por problemas en el servicio de abastecimiento no se podrán lanzar víveres hasta mañana a las diez de la mañana.”

El jefe de operaciones asintió y se alejó hacia la radio intentando recordar el mensaje con la vista puesta en el suelo.

–Bien. ¿Cómo van los preparativos para los que hayan decidido quedarse?

El ministro de sanidad inspiró.
–A partir de la media noche les serán lanzadas bolsas especiales de comida que ahora mismo están siendo cargadas en los hangares de la zona sur. Recibirán con ellas una fuerte dosis de morfina que les hará caer en un sueño muy profundo.
–Como además llevarán varias horas sin comer seguro que no dejan nada en el plato.–Añadió Robledano con sorna, aún molesto por el asunto del mensaje.
–Sobre las tres de la madrugada,–prosiguió Veneroso,–con todo el personal de guardia debidamente protegido, bombardearemos los campamentos con gases lacrimógenos.

Barbosa esperó a que continuara, pero el ministro de sanidad parecía haber acabado.
–¿Y ya está?¿Los dormiremos y luego les haremos llorar?
–Será más que suficiente, valido. El bromuro de bencilo en conjunción con la morfina es letal, sobre todo con ancianos, enfermos y niños.
–¿Qué pasa con el personal civil y los sacerdotes coronel?
–Está previsto tenerlos en la ciudad antes de las once de la noche, no debe preocuparse por ellos.
–En el peor de los casos sólo sufrirían irritación de ojos y garganta o algún episodio de asma.
–Bien. ¿Y mañana?
El coronel prosiguió.–Nada más salir el sol, desplegaremos la compañía de élite Castro, que peinará los campamentos para "borrar" a los posibles supervivientes y cuando todo esté despejado, entrarán las brigadas de zapadores con su maquinaria  para transportar los cuerpos a las fosas y desmantelar los campamentos. Mañana por la noche Toledo estará rodeado del fuego purificador.

El coronel y el ministro de sanidad parecían no tener ningún tipo de remordimiento. No es que Barbosa los tuviera, desde luego, pero le pareció bastante obscena la forma en que aquellos dos hablaban de aquél desagradable asunto.

–Perfecto. Esperen en cualquier caso mi visto bueno antes de dar cualquier paso, es importante que todo sea… quirúrgico.–Miró al ministro de sanidad y este le devolvió una sonrisa.
–Avísenme si hay alguna novedad, estaré en mi despacho.

Todos hicieron un gesto excepto el ingeniero, que seguía sin quitar ojo de las pantallas.

Barbosa salió de la sala y se adentró en el laberinto de pasadizos que comunicaban las construcciones subterráneas de la Nueva Toledo pensando en cómo John Auger habría contado sus éxitos a la Reina y en la cara que pondría el general Mata cuando supiera que un civil le arrebataba las alabanzas de Su Majestad. Al dar vuelta a un recodo se dio de bruces precisamente con él.

–General…–Dijo con la intención de no detenerse.
–Barbosa, le estaba buscando. Si tiene un minuto.

Tanta amabilidad le extrañó. Se detuvo y dio media vuelta.
–Si general, ¿en qué puedo ayudarle?–El también sabía ser amable.
–Me gustaría hablar con usted a cerca de los cambios que se están produciendo últimamente en la Corte.

“Acabáramos. El general se quita la careta.”

–Si lo desea puede venir a mi despacho.
–Mejor no. Nunca se sabe quién puede estar escuchando.–Sonrió. Parecía extrañamente nervioso.–¿Qué opina del ascenso del americano?
–Eh…–“Eso es ser directo.”
–Si se refiere a la confianza que tiene depositada en él la Reina, la verdad es que no tengo ninguna opinión al respecto.
–Ya…–El general midió sus palabras.–¿No cree extraño que ese hombre haya aparecido de la nada?
–El nos contó que…
–¡Oh vamos, Barbosa! ¿De veras creyó su historieta de la comunidad levantina que sacó adelante con sus propias manos?
–No le entiendo, general… todos hemos hecho cosas increíbles en estos años, sin ir más lejos usted…
–¡Déjese de chorradas!–El general susurraba, pero parecía gritar como un sargento chusquero.–Yo soy el general de la Corona porque era el único militar que estaba en el Palacio Real cuando estalló la guerra, y usted es un mercachifle de tres al cuarto al que le pilló todo a menos de dos metros de Su Majestad. Ella misma es la reina porque la auténtica realeza salió huyendo como alma que lleva el diablo. Aquí todos somos unos oportunistas.

Barbosa guardó en su subconsciente las palabras “mercachifle de tres al cuarto” para revisarlas luego. Ahora prefería estar tranquilo.
–En ese caso, quizá John Auger tuvo la oportunidad de estar en el momento oportuno en el lugar indicado.
–Ya. Pero ¿acaso usted se ha movido para mejorar su posición?

“Llevo siete años haciéndolo, hijo de puta, como todos.”

–No, por supuesto. Siempre he estado a las órdenes de la Corona.
–Pues él ha recorrido media península para llegar aquí. Nadie recorre medio millar de kilómetros para nada.
–Eso también nos lo explicó cuando se presentó. Dijo que creía que podía ayudar a…
–¡Y dale con lo que dijo!–El general parecía a punto de estallar.–¿De veras usted le creyó?

“¿Quieres saber la verdad? De acuerdo.”

–Verá general. Si la operación éxodo sale bien, Auger habrá demostrado su capacidad y entonces es posible que todas sus dudas se despejen. ¿No cree?

–Ya.–El general dio un paso atrás, sorprendido por lo directo del mensaje.–Si todo sale bien…
–Eso es.
–Entonces quizá será mejor que hablemos mañana. ¿Le parece?–La actitud del militar había cambiado radicalmente y ahora se mostraba mucho más calmado y frío.
–Cuando usted desee mi general.
–Suerte.
–Igualmente.

El militar continuó su camino bajo la atenta mirada de Barbosa hasta que se perdió en uno de los cruces.

Siempre que decía lo que pensaba se sentía como desnudo. Expuesto. Y eso le producía desazón. Pero en este caso la frase “Si todo sale bien” en la voz de Mata martilleaba una y otra vez en su cabeza: “…. Si todo sale bien… Si todo sale bien…”

¿Tenía realmente todo bajo control?
Una imagen apareció en su mente y la sangre pareció huir de su rostro.

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