Martín Barbosa caminaba por los corredores subterráneos de la Nueva Toledo como una exhalación, repartiendo órdenes, comprobando informes y observando los movimientos de todos los que, como él, ultimaban los preparativos para después de la reunión con los Misioneros.
Nuevamente estaba a punto de demostrarle a la Reina su capacidad de organización, su determinación, su inteligencia y lealtad. Y nuevamente, pensaba, la vieja bruja obviaría todo aquello considerando que no era más que lo esperado.
El General Mata, en la última semana, se había encargado de ponerle todas las zancadillas posibles para conseguir matar dos pájaros de un tiro: a él y al estratega del Éxodo, John Auger, el americano que había aparecido tan de repente que casi nadie sabía qué cojones pintaba en la Corte de Su Majestad.
El General y él sí que sabían lo que hacía. Sobre todo por las noches entre las sábanas de la bruja. Y eso, que en otro tiempo sería sinónimo de escándalo, materia de secreto de estado, pero no más que un entretenimiento procaz, en la actualidad era un auténtico ataque al poder establecido.
Porque la Reina no sólo había cambiado su carácter, macerado en el desahogo nocturno, sino que había dado un giro brusco a los objetivos estratégicos del Reino.
La idea de Auger de llevar a los miles de refugiados al límite de la futura colonia china de Benalmádena para utilizarlos como escudo contra posibles tentativas expansionistas de los asiáticos fue recibida por todos como una visión nueva a tener en cuenta.
Hoy era la única opción y significaba mucho más que eso. Representaba el poder ascendente del Director Ejecutivo del Consejo Científico-Lógico de la Corona.
“¡Menudo nombre!”, pensó mientras comprobaba, a demanda de un funcionario, que en la lista de asistentes a la reunión no faltaba nadie.
Y hubiera estado de acuerdo con el General si no fuera porque de los dos pájaros que se quería cargar uno era él mismo y además el más pequeño y frágil. Mata no lo sabía, pero ya había perdido aquella batalla. El americano había plantado su estandarte en la alcoba de la Reina y tenía intenciones de continuar con la conquista.
Ahora lo que le pedía el sentido común era estar al lado del Consejo Científico-Lógico y eso es lo que había hecho: movilizando a los sacerdotes de los campos de refugiados en coordinación con el Obispo, reorganizando a los infiltrados junto con el coronel Íñigo Robledano, que atendió solícito algunas órdenes de eliminación de candidatos poco receptivos y animando a Sánchez de Gandarilla en el despliegue de la infraestructura necesaria para la marcha de los peregrinos.
Ahora en el Gran Salón estaban los cien hombres seleccionados, aleccionados y sobornados que conformaban el cuerpo de líderes necesario para iniciar el desmontaje y traslado de miles de personas que no tenían nada que perder y quizá, algo que ganar.
Se detuvo ante la puerta. Miró su reloj. Las nueve. Hora de entrar. Tragó saliva. Le temblaba la mano intentando alcanzar el pomo. Alguien se le adelantó. John le miró con una sonrisa perfecta y la abrió por él.
–Has realizado un trabajo excepcional. La Reina ya está informada, y probablemente exprese su reconocimiento en la próxima reunión del Diván. Ahora, simplemente, disfruta de tu triunfo.
Le cedió el paso.
El ruido en el interior era atronador. Si normalmente cabrían cincuenta personas de pie con dificultad, ahora, con casi el doble, parecía el interior de un vagón de esclavos camino de Mauthausen.
Además se había reservado uno de los extremos para situar la plataforma desde la que el Obispo, el valido y Su Majestad dirigirían unas palabras a los Misioneros del Éxodo, comprimiéndolos aún más.
El salón fue construido para dar cobijo a la sala fría del hammam de Toledo, cientos de años atrás, en una época en que un baño público no era considerado un lugar obsceno. Ahora era el Gran Salón, el único espacio suficientemente grande en los subterráneos de la ciudad para reunir a un grupo numeroso. Hoy le pareció ridículamente pequeño.
El señor Obispo de Toledo, Bermúdez de Castro, acababa de terminar la misa. Y lo había hecho en términos milenaristas, arengándolos como el mejor de los monjes guerreros de la edad media. Un papel que, por cierto, acababa de desempeñar perfectamente, sin duda con alguna aportación del nuevo fichaje de Su Majestad.
Los misioneros gritaban movidos por la pasión, la grandeza de su destino, la convicción de estar cumpliendo una misión divina. Y por otros motivos menos dignos.
Por una parte, ese estado le facilitaba el trabajo de hablar a continuación. Sin embargo también le dejaba un público demasiado excitado, quizá poco propenso a tomar notas y a entender instrucciones racionales. Barbosa dejó que los vítores y salmos se acallasen antes de empezar a hablar.
–¡Hermanos!–Gritó por fin para forzar el silencio.–Su Santidad ha hablado con la Verdad en los labios.–El obispo aún resoplaba junto a Auger en una esquina del hammam, excitado como un pujil tras una velada de boxeo.–¡Pero Dios nos ayudará sólo si sabemos buscar las oportunidades que Él nos ofrece!
Martín Barbosa improvisaba, sabedor de la difícil tarea de reconducir a aquella turba de energúmenos hacia la planificación estructurada de un proyecto. Su proyecto, como le acababan de confirmar.
Los misioneros no habían sido escogidos de entre gente de la Iglesia. No había dónde escoger. Los pocos clérigos de que disponía el obispo eran viejos en su mayoría pero sobre todo eran demasiado cobardes. Nada que ver con aquellos hombres.
La mayoría eran líderes menores de los refugiados que rodeaban la capital a lo largo del valle del río Tajo. Peligrosos, incultos y, hasta hacía un par de semanas, enemigos declarados de la Corona.
Ahora eran “Hijos Pródigos”, en palabras del señor obispo. Mercenarios disfrazados de Cruzados sería una mejor definición, pensó mientras volvían a acallarse los gritos.
–La Corona,–prosigió,–en su infinita bondad, ha querido favorecer este movimiento espontáneo de su pueblo para buscar nuevas oportunidades en el sur.
De nuevo vítores.
–Y me ha encargado que os facilite la buenaventura, haciendo que vuestro duro éxodo os sea más llevadero hasta llegar a la Tierra Prometida.
Sus notas hablaban de “facilitar comida” y “llegar a Benalmádena”, pero las palabras “buenaventura” y “Tierra Prometida” le parecieron más apropiadas para el ánimo que había levantado Su Santidad.
Hubo intentos de vitorear, pero se impuso el siseo de los más preocupados por lo incierto del viaje. Barbosa había conseguido despertar su lado más pragmático. Ahora eran todos suyos.
–Os están distribuyendo unos mapas con los puntos de avituallamiento, donde podréis recoger víveres para vosotros y vuestros seguidores. Están diseminados, tendréis que dividiros por distintos caminos, en dirección sur-sureste. Así podréis conducir mejor a vuestro pueblo. Sólo aquellos que sigan las indicaciones que os están entregando llegaréis al Sur sanos y salvos.–Otra idea suya. Situar “migas de pan” para obligarles a seguir adelante evitando la tentación del retorno.
Un grupo de Guardias Reales iban entregando unos rollos de papel con los mapas de las rutas hacia el sur. Algunos misioneros, a pesar de las estrecheces, lograban desplegarlos, observando cómo en ellos se indicaban los lugares de los que le había hablado el Valido.
Mientras esto ocurría, Barbosa abandonó el atril para dejar sitio a la Reina, que se situó ante él vestida como siempre, túnica basta de lana marrón y capucha que le ocultaba prácticamente el rostro.
–¡Pueblo!–Dijo con su voz cascada y chillona–¡Os habla vuestra Reina!–De repente, se descubrió la cabeza.
Un murmullo retumbó en las paredes abovedadas de ladrillo. Ninguno de los misioneros había estado nunca en presencia de la Reina, y casi ninguno de los miembros de su corte había logrado verla con claridad. Ahora se mostraba a plena luz.
Su rostro era como el de una calavera recubierta de pergamino viejo, roto por mil cicatrices. Su mirada torva, sus labios finos y agrietados y su voz. Su voz era un chirrido agudo y estremecedor.
–Aquí me veis, como nadie me ha visto nunca.
Guardó un largo silencio. Buscaba la mirada de los misioneros una a una. Los asistentes se la devolvían. Vio sorpresa, repugnancia, admiración febril. Nada que no hubiera esperado.
–Contemplad lo que el tiempo y el sufrimiento por mi pueblo han obrado en mí. De qué os sorprendéis. Habréis visto esto mismo miles de veces, en los miles de rostros que hoy confían en vosotros. Como veis, yo sé lo que mi pueblo está sufriendo porque soy una más de vosotros.
Barbosa miró a John Auger, sonriendo satisfecho casi oculto en su rincón.
“Una escenificación brillante.”
–Debéis llevar a mi pueblo a buen puerto. Debéis conseguir que él y sus descendientes puedan tener una vida mejor. Una vida que el Altísimo reserva para las almas puras, como las de esas personas que os aguardan para caminar con vosotros hacia una nueva tierra de provisión.
El salón prorrumpió en gritos de admiración. El cordón de Guardias Reales que rodeaba el atrio donde hablaba la Reina intentaba sujetar a la masa que quería acercarse más a esa mujer rota que les hablaba del futuro.
–No tengáis compasión de mí. Quedaré aquí vigilante cumpliendo con la misión con la que Él me ha cargado aunque en ello tenga que dejar mi vida.
Barbosa miró los ojos del americano. Cualquiera diría que él mismo iba a emprender el incierto viaje hacia el sur.
“Cuatro palabras y mil kilos de emoción. Brillante.”
–¡Id en paz!
El salón estalló de júbilo. Los misioneros lloraban, gritaban que la salvarían, que volverían a por ella, que Dios tendría misericordia. Barbosa sabía que aquél fervor tenía corto recorrido pero ahora él mismo se sentía emocionado.
Cuando sus ojos se encontraron con los de John se estableció una comunicación silenciosa:
“Perfecto”, le decía el americano.
“¡Eres un pedazo de cabrón!”, quería decirle él, con la admiración de un pupilo a su maestro.
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