05.24: La Cueva de las Mujeres
–Mamá, ¿qué es un galán?
Hana volvió la cabeza un instante y siguió cosiendo. Intentaba unir las piezas del uniforme de un Guardia Real que acababan de descoser para adaptarlo a las piernas de El Gamba, mucho más largas.
–¿Un galán?, nunca había escuchado esa palabra.
–Eso es porque nunca has visto ninguno.–La Madroñito, la señora bajita y redonda que la solía ayudar con la costura, soltó su contagiosa risita.
–¿Pero qué es?–Insistió.
La Juana se acercó con un par de tazas de achicoria caliente.
–Un galán es una animal mitológico, niña. Como los dragones o los unicornios.
A Tsetsuko aquella mujer grande y desgreñada, con la cara llena de arrugas, voz cavernosa y rictus de mala uva le daba miedo.
–Pero… –Se dirigió a La Madroñito, como si la otra vieja no estuviese allí. –Un hombre puede ser un galán. ¿No?
La gordita suspiró y levantó la mirada de la tela.
–Sí, hija mía, si es de los que trata a una mujer con delicadeza y finura…
–¡Pero eso es los dos primeros días! –gritó La Juana mientras se alejaba para que todas las mujeres de la cueva la escucharan.
La Cueva de las Mujeres era una caverna de generosas proporciones dentro de la gran gruta donde se refugiaban las casi sesenta personas que formaban la banda. Cuando La Peligro, Pepo, el tío Noti, su madre y ella llegaron, El Diablo les dijo que ellas debían quedarse allí. Y desde aquél día ninguna de las dos había puesto el pié más allá de la cortina de tejido radioresistente que la separaba del resto.
La Juana decía unas veces que las mujeres estaban allí para protegerse de la radiación, otras, que era para impedir que los hombres hicieran “de las suyas” y así evitar “situaciones embarazosas” y otras, simplemente, que las tenían allí encerradas para que no pudiesen opinar sobre los asuntos que ellos consideraban exclusivamente suyos, o sea “todos”. Hoy era de la segunda opinión.
–Luego se convierten en eso que tenéis ahí afuera.–Siguió gritando a las cuatro paredes.–¡Una sarta de gañanes que sólo piensan con lo que les cuelga!
Hana miró a su hija y le hizo un gesto para que no le hiciera caso.
–Yo tuve una vez un novio.–Prosiguió la gordita con la mirada perdida en el infinito. –El Manué, el de la Sole, ¡Qué guapo… y qué “mirao pa” mis cosas!
Tsetsuko dejó de clasificar los hilos por colores y la miró con los ojos muy abiertos.
–¿Y qué pasó?
–¡Ay!–se volvió compungida hacia la costura .–El día que estalló la Guerra había ido con su padre a vender una vaca y ya nunca más se supo de él.
Otra chica, joven y delgada pero con una barriga con forma de sandía, se acercó caminando con dificultad. Tsetsuko le miró la tripa e intentó imaginar cómo podía caber allí un niño. También le miró el pecho. Tenía las tetas más grandes que había visto en su vida. “Eso es porque están cargadas de leche, para alimentar al bebé.” Le había aclarado su madre.
–Aquí tenéis más trozos de tela de ésta. No he podido entresacar más. ¿Será suficiente?
–No sé, este Gamba tiene unas piernas demasiado largas.
–¡El Gamba todo lo tiene largo!– Rosita se giró hacia la voz que acababa de gritar.–¡Y canijo!
Decenas de risas brotaron de la penumbra. A Hana pareció incomodarle la conversación.
–Por cierto, chinita,–dijo en un cuchicheo mientras se sentaba con torpeza junto a Tsetsuko.–¿Y ese interés tuyo por los galanes?¿acaso te ronda algún muchacho?
–¡Uy, uy, uy!¡Que la chinita “sachao” novio…!–La voz de La Madroñito revotó en las paredes seguida de otro coro de carcajadas.
–¡No digáis tonterías!–refunfuñó su madre.–Sólo tiene nueve años, ¡cómo va a tener novio!
–Hija, yo no sé en Japón. Pero aquí ésta,–señaló a la que estaba embarazada,–los ha tenido desde que era más pequeña que un rábano. Nada más salirle esas tetas.
De nuevo un coro de carcajadas resonó por la cueva.
–¡Cá la boca, cagarruta de cabra!–La mujer se volvió a levantar.–¡Hazle caso a La Juana, chinita, los hombres cuanto más lejos mejor, mira lo que me han hecho a mí!–Y se agarró la barriga con las dos manos.
–¡Te lo dice ella, que siempre tienen alguno encima!–Gritó otra voz desde la penumbra.
–¡Envidiosas!
Las risas y los comentarios soeces tardaron en acallarse un buen rato, sonrojando cada vez más a su pobre madre. Y aunque Tsetsuko no terminaba de entender qué era un galán, si sabía que su madre no estaba para más preguntas, así que decidió no volver a abrir la boca.
Además, aquella noche sería la primera vez en su corta vida en que iba a saltarse las normas y prefirió no tentar a la suerte.
–Toma,–Dijo al cabo La Madroñito.–Creo que este trozo te viene bien ahí.
–Gracias.–Contestó su madre con sequedad.
–No te pongas así, mujer, ya sabes cómo es La Rosita.
Hana no contestó y Tsetsuko se sintió incómoda en medio de la tensión, así que prefirió cambiar de aires.
–¿Dónde vas?
–A ver a los chicos.–La madre la miró alarmada.–… A los pequeños, me refiero.
–De acuerdo, pero no te pierdas de vista.
Hizo un ojiji y se alejó.
Cuando las dos costureras se quedaron a solas, La Madroñito levantó la mirada hacia Hana.
–No seas tan dura, mujer. Estamos encerradas aquí como panarras, deja que nos riamos un poco. Lo del novio no ha sido más que una broma.
Hana le echó una mirada fugaz y volvió a la costura.
–No me gustan esas bromas delante de mi hija. Es demasiado pequeña.
–Todas hemos sido pequeñas e inocentes. Pero el mundo ha cambiado tanto. Ahora no es como antes, ahora una mujer tiene que espabilarse, endurecerse. No debes protegerla como si fuera una princesa, reservando su mundo de fantasías, debes enseñarla a ser fuerte. Cuanto más sepa, mejor preparada estará para esta mierda de vida que nos ha "quedao".
–Eso es lo que tú piensas.
–Pues quizá seas tú la primera que tenga que cambiar. Esto es lo que hay, y cuanto antes lo aceptes, mejor será para ti y para tu hija.
–Además, no me gusta lo que decís de los hombres. No todos son así.–Su voz era casi imperceptible, cuidando de que ninguna otra mujer escuchara lo que acababa de decir.
–Hija, es posible que antes fuera como tú dices, pero ahora… mírales.– Miró con asco hacia la salida de la cueva.–La Juana tiene razón, son como una manada de perros.
–Su padre es un hombre bueno.
–¿Es?¿Es que aún vive?¿Y dónde cojones está?
–En Argentina.
–¡Uy… Argentina!–La miró con compasión.–Eso está a un mundo de aquí muchacha… nadie puede asegurarte que…
–¡Está vivo!–Sin querer levantó la voz.–Y no tengo la menor duda de que volverá a por nosotras.
–Ya, ya…–La Madroñito se encogió de hombros y volvió a la costura.
Ninguna de las dos volvió a abrir la boca en toda la tarde.
Por la noche Tsetsuko estaba aún más inquieta, aunque intentaba parecer normal mientras se acurrucaba junto a su madre, bajo la manta que compartían. Se abrazaron. Era el único momento del día en que ambas recuperaban la intimidad perdida.
–Tsetsuko.–le susurró al oído en japonés.–¿Qué es eso de un novio?
La niña tragó saliva.
–Nada mamá, eso son cosas de estas mujeres, ya sabes…
–Espero que no me mientas. Siempre me has dicho la verdad, ¿no?
“Pero esta noche no te la puedo decir”
–Si mamá. No te preocupes, duérmete tranquila.
La madre la apretó entre sus brazos, como si temiera perderla.
–¿Te acuerdas de papá?
“Otra vez eso.”
–Me acuerdo que tenía el pelo negro, y que era muy fuerte y me tiraba por el aire y luego me recogía.
“En realidad no me acuerdo, eso me los has contado tú cien veces.”
Hana le acarició la cara.
–Un día volverá y nos llevará con él a un lugar mejor, donde podrás conocer a gente como tú. Gente sana, divertida y buena.
–Claro que sí, mamá.
–Prométeme que nunca vas a hacer ninguna tontería. ¿Vale?
–Te lo prometo.–“¿Se lo podía prometer?”
–Ahora tenemos que estar aquí, pero este no es nuestro hogar. Algún día nos iremos con papá, y el tío Noti y los demás amigos, pero hasta que llegue ese momento deberás hacer todo lo que yo te diga. ¿De acuerdo?
–De acuerdo mamá.
–Buenas noches cariño.–Le dio un beso en la frente.
–Buenas noches mamá.
Cuando El Cucharilla le propuso la hora para el encuentro pensó que sería demasiado tarde, que seguramente estaría dormida, pero aceptó con la ligereza con la que se comprometen los chicos de su edad. Sin embargo allí estaba, despierta, contando las horas por los pitidos del reloj de La Juana: las nueve, las diez, las once…
¡bip-bip! Las doce.
Su madre dormía con placidez, igual que todas.
Retiró el brazo de su cintura y esperó un segundo para comprobar que no se había dado cuenta. Luego se escabulló como una lagartija y volvió a colocar la manta para que su madre no notase frío.
En la oscuridad se ató los zapatos y se puso de pie. No podía ver nada, pero durante todo el día, con la escusa del juego con los pequeños, había estado memorizando el camino a través de la cueva hasta la cortina.
"Cuatro pasos hacia adelante y giro a la derecha, dos pasos más, giro a la izquierda, diez pasos, todo recto en dirección al ronquido de La Juana. Stop. Girar de nuevo a la derecha. Un paso. Giró a la izquierda, otros doce pasos hacia el frente."
Podía notar cómo la respiración de las mujeres había quedado atrás, aquél debía ser el lugar.
Alargó la mano… un poco más. Allí estaba la cortina que cerraba la cueva.
–¿Cucharilla?–Susurró.
–Estoy aquí.–Oyó a su izquierda. Siguió la cortina sin dejar de tocarla en dirección a su voz hasta que sus manos se encontraron. Sintió como el corazón le latía con fuerza.
–Sal por aquí.–Le dijo él echando a un lado la tela.
Cuando estuvieron fuera notó cómo le buscaba la mano para tomársela. La de El Cucharilla era áspera y fuerte, impropia de un chico de doce años, pero también era cálida y acogedora. La apretó con fuerza, como si de aquella mano dependiera su vida.
–Vamos… camina por donde yo camine y no me sueltes.
Su voz, mitad de hombre mitad de niño, sonaba firme, segura. En el silencio, ella notaba latir también su corazón. Desbocado. Como el suyo.
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