05.23:...y un chino.
Llamó su atención la luminosidad del interior del puente. Allí no relampagueaba la luz de emergencia como en los corredores de la cubierta uno, ni siquiera oscilaba ligeramente como era lo esperable en una iluminación artificial vista a hipervelocidad. Allí la luz era casi tan clara y estable como la luz del sol.
Se encontraba frente a un mamparo azul, más alto que él aunque no llegaba a alcanzar el techo. Junto con la pared exterior formaba un corredor circular que giraba a ambos lados. Un cartel con un par de conocidos símbolos Han le miraba a los ojos. Su mente lo ignoró. De tanto verlos llegaron a formar parte del mobiliario: “peligro”. Todo era “peligroso” en el Mensajero.
Si fueran ciertos los muchos carteles de peligro que había encontrado hasta ahora ya debería estar acompañando a los cangrejos ciegos del lecho atlántico.
Pero este se explicaba un poco mejor. A su derecha había alguna literatura en caracteres más pequeños que indicaba las consecuencias que tenía entrar en aquél recinto sin autorización. Avisaba de la existencia de sensores y cámaras, algo de lo que nadie hubiera dudado, pero ninguna referencia a que aquello era el puente. “A lo mejor no lo es”
Miró arriba y a los lados. Por todo el perímetro del puente se extendía una franja blanco-azulada que era la responsable de la iluminación. Antes de decidirse a ir por la derecha o la izquierda, la densa atmósfera empezó a transmitirle los olores de aquél lugar.
Olía a aparatos electrónicos: soldadura, cera caliente, plástico, metal..., pero también a comida rancia, sudor y almizcle. Como el resto del barco. Quizá los que allí trabajaban no pudieran salir ni para mear. Eso explicaría la imposibilidad de encontrar aquellas puertas abiertas, incluso durante las largas noches que había pasado esperando a que alguien entrara o saliera.
“Una sala estanca en un buque estanco.”
A esas alturas de su excursión no habrían pasado ni dos minutos desde que Jotabé y él fueron arrojados al suelo por un brusco movimiento tras lo que parecía una explosión. Si acaso, el francés estaría ahora empezando a darse cuenta de que su amigo no estaba allí para ayudarle.
Su tiempo y el tiempo real iban a velocidades muy distintas, así que una vez dentro no tenía porqué apresurarse. Se decidió por el corredor de la derecha. El suelo era azul oscuro, como las paredes, y como ellas, parecía almohadillado. Dejó deslizar su mano por el mamparo mientras caminaba. Tenía un tacto gomoso.
La pared terminó de pronto, dejando ver el puente en su totalidad. Y la visión fue decepcionante.
El centro de control de aquella mole de trescientos metros de eslora era un óvalo de no más de cuatro por tres metros. La parte trasera se amparaba en el semicírculo formado por la pared que acababa de dejar atrás. Un par de sillones, con apariencia de ser cómodos y envolventes, se fijaban al suelo frente a una consola formada por pantallas llenas de imágenes de botones de todos los colores y formas. Sobre uno de los teclados gráficos descansaba un bol de plástico con restos secos de fideos.
La pared en el extremo opuesto era una gran pantalla curva dividida en numerosos cuadros con imágenes distintas. Consiguió identificar en uno de ellos una panorámica de la bodega con cientos de tubos de plástico y sus correspondientes soldados durmientes y en otra el rostro de un militar de alta graduación, a tenor de la edad y el número de condecoraciones que le colgaban del pecho. Otras mostraban distintas panorámicas del exterior del Mensajero: corredores, puertas, maquinaria, partes del casco y sobre todo del mar. Decenas de pequeños cuadros representaban indicadores del más variado estilo: barras verticales, números, diagramas de líneas, matrices y escalas de colores.
La sala estaba dividida en dos por una gran mampara semitransparente cargada también de planos y organigramas que formaban una amalgama de líneas luminosas. Y frente a ella, del lado de la gran pantalla, pudo descubrir al único tripulante del puente. Casi pasaba desapercibido, clavado como un mueble.
No debía tener más de veinticinco años. Vestía la casaca de campaña en azules y verdes que ya había visto en otros miembros de la tripulación por lo que se confundía con el fondo, pero no era un militar. Sus pantalones eran vaqueros y su pelo parecía demasiado largo y desaliñado para la disciplina castrense. En el bolsillo izquierdo de la guerrera tenía el rótulo con su nombre y cargo. Tsetsu entrecerró los ojos para poder leerlo: Wei Shou, Bianqushou.
Así que aquél era el “bianqushou” del barco. No tenía ni idea de qué era o para qué servía un bianqushou, pero lo que si podía asegurar es que no se hallaba ante el capitán del Xin Shi Hai.
Wei parecía recién levantado, bastante desaseado, y miraba algunos gráficos de la mampara con ambas manos en los bolsillos como si lo que mostraban no fuera con él. Su viejo instinto de policía le dijo que el chico no tenía demasiada autoridad ni responsabilidad. “Ni interés", añadió para sí.
Le dejó atrás y continuó caminando por el corredor, ahora tras la enorme pantalla. A la derecha había una puerta entreabierta, asomó la cabeza. Era un camarote con tres camas.
El cuartucho, aunque bien amueblado y pertrechado, tenía el orden y la higiene del dormitorio de un colegio mayor: las camas deshechas, algunas sábanas arrugadas, muchas prendas de vestir y algunos zapatos se distribuían aleatoriamente por el suelo y las puertas de los armarios abiertas dejaban ver más montones de ropa y calzado en su interior.
“¿Aquí nadie revisa nada?”
Los otros dos ocupantes debían ser también muy jóvenes, porque al conocido olor a choto que impregnaba las herméticas entrañas del Mensajero se añadía el característico que producen las glándulas hormonales a pleno rendimiento.
Regresó a la sala del puente para volver a observar al chico.
“Es como Pepo”, pensó, “más delgado pero igual de desaliñado. Un tecnólogo sin demasiada vida social. ¿Qué hará aquí encerrado?”
Siguió caminando, rebasó el dormitorio y giró tras las pantallas del puente. Una columna empotrada a su derecha le llamó la atención, había visto algo similar hacía muchos años, en mitad del desierto sudanés. Era una parrilla de bulbos alineados ortogonalmente, cualquiera hubiera pensado incluso en un elemento ornamental, pero él sabía que aquello no podía ser otra cosa que una matriz de partículas.
“Las matrices de partículas están formadas por celdas de confinamiento electromagnético. Permiten aislar, manipular y observar partículas subatómicas, y en especial, partículas entrelazadas.” Les intentó explicar Pepo una remota mañana en la sede de la Fundación. Recordó cómo todos hicieron un esfuerzo por entenderlo porque en sus manos tenían cada uno un teléfono móvil especial que utilizaba este tipo de partículas.
“Las partículas entrelazadas son pares de partículas que tienen una característica singular: cuando una cambia de estado, la otra también. Si consigues alejarlas puedes saber, observando una, qué estado tiene la otra. El problema era que su observación era imposible sin alterar precisamente ese estado. Hasta que los ingenieros de Morgendämmerung crearon estas células de aislamiento. Cómo lo consiguieron era un misterio, y la naturaleza de las partículas entrelazadas en nuestro universo uno aún mayor. El resultado práctico, no obstante, era una auténtica revolución en las comunicaciones. Mediante el uso de pares de partículas alejadas entre sí se establecía un canal de transmisión de información que teóricamente no conocía las distancias, las interferencias ni las intrusiones y además era virtualmente instantáneo. Ya fuera de una habitación a otra o de un extremo al otro de la galaxia, dos personas podían mantener una conversación fluida y clara.”
Lo que más sorprendió a Pepo fue que todos aceptaran el fenómeno con naturalidad. “Es una aberración, una violación sin precedentes de las leyes de la física”. Tsetsu no dudaba que a un físico le pudiera parecer aquello desconcertante, a ellos en cambio les resultaba sumamente práctico. “Cobertura hasta debajo de una montaña”, resumió La Peligro.
Pero había una limitación: la matriz de bulbos con las parejas de las partículas de sus teléfonos debía estar alimentada por electricidad y conectada a la red de telecomunicaciones global. Por eso, cuando se desató el holocausto nuclear en el Hemisferio Norte, sus teléfonos quedaron inutilizados. Un fallo que les dejó incomunicados en Ushuaia, a miles de kilómetros de sus amigos.
Sin embargo tanto él como Jotabé continuaban llevándolos encima, encendidos, con la esperanza de que en algún momento pudiesen volver a conectarse. Para él era como un fetiche que le mantenía unido a su antiguo grupo y a su familia aunque en siete años aquellos teléfonos no hubieran mostrado otro mensaje que el de “Sin conexión”.
No contó los bulbos porque la matriz tendría una profundidad que desconocía, pero calculó que era imposible que llegaran a mil, así que pensó que no estaban ahí para comunicarse con los soldados de la bodega. La otra noche estimó su número y si de verdad eran soldados mutantes al estilo de la desaparecida organización neonazi Morgendämmerung, estarían controlados mediante un dispositivo químico teledirigido. Lo más probable sería que esa otra matriz de partículas estuviera en un lugar bastante más seguro que un barco en medio del océano, camino de la vieja y destruida Europa.
Continuó caminando por el corredor hasta encontrar otra puerta que daba a un pequeño cuarto de baño. Al menos tenían retrete, lavabo y ducha, aunque no la usaran. No vio ni rastro de los otros dos tripulantes, sólo más ropa sucia tirada por todas partes.
“Tecnología espacial, higiene medieval. Casi como Pepo.”
Volvió a aparecer por el otro lado de la sala de control sin ver a nadie más. El chico seguía mirando con desinterés los datos del panel transparente, en la misma posición que lo había dejado hacía apenas un minuto, un minuto suyo.
Buscó un lugar en el que esconderse de las cámaras y del chico para pasar a velocidad normal y poder entender qué ocurría ahí fuera.
El baño parecía un buen lugar. Los chinos habían tenido el pudor de no situar en ellos cámaras de vigilancia, al menos no de forma visible. Si no le bastaba con las voces y sonidos que llegasen desde la sala de control siempre podía volver a buscar otro lugar mejor.
Cuando estuvo de vuelta en el baño hizo ese juego mental que conseguía que su velocidad y la del mundo fuesen la misma. La atmósfera se diluyó a su alrededor, la luz se volvió más estable y una ola de olores, sonidos y voces se estrelló contra sus sentidos.
–¡Reporte de daños!
–¡Suministro eléctrico restablecido!¡Existe algunos desperfectos estructurales en babor, pero nada grave!
–¡¿Qué ha pasado?!
–Ha sido una detonación, en el agua, a una media milla del casco. El sonar ha mostrado durante un instante la aparición de un objeto que se aproximaba, probablemente un torpedo, y el escudo subsónico ha logrado engañarle.
–¿Origen?
–Desconocido, señor. Estamos intentando averiguarlo. Puede que sea un submarino silencioso.
–Envíen aviones de reconocimiento.
–Están despegando, mi general. En unos minutos habremos llenado la zona de bollas de detección magnética.
–Envíen también aviones de ataque, puede que los necesitemos.
–A sus órdenes, señor.
Los gritos llegaban con nitidez y el lenguaje era bastante comprensible para Tsetsu pero las voces eran todas metálicas, provenían de los intercomunicadores.
“Absoluto control remoto. Como un drone gigantesco. Entonces… qué hace ese chico…”
Su pensamiento fue interrumpido por la puerta del baño al abrirse. El rostro sonriente de Wei Shou apareció en el dintel.
–¡Señor Watanabe! Por fin nos vemos cara a cara.
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