Caminaba con cuidado.
Aunque la hipervelocidad le permitía pasar junto a una tripulación de maniquíes sin ser visto, también cambiaba su percepción de la luz artificial. En esas condiciones solía ver como a través de una persiana más o menos tupida. Pero las luces de emergencia del Mensajero del Mar debían ser de muy baja frecuencia, nada que el ojo humano a velocidad normal pudiese apreciar. Él en cambio lo veía todo a rápidos fogonazos que le mostraban su alrededor como una sucesión de imágenes estáticas.
Un minuto del tiempo normal se convertía en una eternidad para él. No corría, no tenía por qué hacerlo. Caminaba casi a tientas por los corredores del Mensajero en dirección contraria a los marineros chinos que iniciaban un despliegue por la cubierta.
Tuvo que dejar a su amigo Jotabé en el suelo del baño con la palabra en la boca y la mano extendida. En ese instante aún debería estar creyendo que él estaba allí, ayudándolo a levantarse. Pero qué mejor ocasión para entrar en el puente que una situación de emergencia, pensó de repente. Y lo abandonó.
En unos minutos de tiempo normal, la popa de la cubierta uno se llenaría de chinos nerviosos y armados, dispuestos a disparar a cualquiera que no mantuviera la calma ni la disciplina suficientes. Lo podía ver en sus rostros de cera. Tensos, ceñudos, asustados.
La capacidad para moverse a la velocidad del rayo no le permitía atravesar las paredes, de hecho, le costaba caminar a través de la atmósfera, extrañamente densa, a mitad de camino entre el aire y el agua. Sin embargo podía respirarla sin dificultad, lo que no dejaba de ser uno más de los misterios que rodeaban a esta habilidad regalada en una lejana mañana de primavera.
Caminaba con precaución porque no veía con claridad, pero también porque intentaba pasar entre los marinos sin siquiera rozarles. Algunos de ellos estaban congelados en el aire, en el instante justo entre que un pie abandonaba el suelo y el otro aún no llegaba a pisarlo. Un pequeño cambio de posición y al siguiente paso el pobre tripulante podría encontrar el suelo donde no lo esperaba. Un traspié supondría una caída y en aquél estrecho pasillo, una caída en cadena. Era uno de los trucos más sencillos de utilizar para ralentizar un despliegue o persecución.
Pero no tenía intención de convertirlos en una troupe de payasos de circo. No precisamente ahora que estaban nerviosos, asustados y armados.
Lo importante era llegar al puente, ver lo que allí había, ver el rostro del auténtico capitán. Y si pudiera encontrar un lugar en el que esconderse, pasar a velocidad normal para escuchar sus gritos nerviosos, comprender sus órdenes y conocer el reporte de daños.
Quería saber qué había causado la explosión. Cuál era la gravedad. Si podrían seguir navegando hacia su destino o si estaban a punto de zozobrar.
Se deslizó hacia un lado a centímetros del rostro crispado de un marinero.
Y qué si se hundían. Después de todo no sabía si realmente era eso lo que deseaba. Mientras caminaba volvió a sumergirse en su mar de dudas.
Porque habían pasado siete años. Tras una guerra apocalíptica. Años de caos, invierno nuclear y olvido. Su familia ya no era más que una foto desvaída, apenas un recuerdo borroso. Y doloroso.
La mañana en que Jotabé le despertó, un par de semanas atrás, sin saberlo, se había rendido. Sin ser consciente, Tsetsu Watanabe había decidido olvidar la vida anterior a la Guerra. Algo en su interior había tomado una decisión: rehacer su vida, volver a casarse, tener otros hijos y pasar las páginas de Hana y Tsetsuko como algo que pudo ser y no fue.
Pero apareció Jotabé, como un gigante anaranjado y sonriente, con aquél insensato plan de regreso a Europa y al pasado.
No se lo dijo, ni siquiera él lo sabía entonces, mientras desayunaba bombardeado por el entusiasmo infantil de su compañero.
“Volveremos a buscar a tu familia, es nuestra ocasión.”
Y se había dejado arrastrar hasta allí, con el corazón confundido por una decisión a medio elaborar. En aquel asunto los acontecimientos fueron más rápidos que él. Justo cuando estaba a punto de decidir traicionar a los suyos, a su memoria y a sí mismo se reabrió la puerta de la esperanza.
Pero esperanza de qué. Lo intentaba, llevaba dos semanas intentándolo. Volver a sentir entusiasmo, ilusión, amor. Volver a sentir el deseo de acariciar a su hija, de besar a su mujer, de vivir juntos de nuevo.
Pero parecía inútil. Pensar le ahogaba, el miedo a no volverlos a encontrar luchaba con el miedo del reencuentro en una trampa de la que no sabía cómo salir. Sintiéndose ruin y despreciable ni siquiera podía confesar sus dudas. Debía luchar contra sí mismo en silencio. Así que intentaba revestir su angustia de mal humor, preocupación o sigilo, especialmente ante el bueno de Jotabé.
Pero se notaba. La gente no es tonta, incluso la gente tan sencilla como Jean-Baptiste.
“¿Te ocurre algo, Tsetsu, estás demasiado serio?”, le preguntaba de vez en cuando. “Verás, es que no sé si deseo volver a ver a mi familia.” Qué clase de monstruo era. En qué se había convertido.
Un fogonazo iluminó un enorme extintor a veinte centímetros de su cara justo a tiempo para esquivarlo.
Se moría de vergüenza sólo con pensarlo. Inventó aquello de “Normales, tenemos que parecer normales, nadie puede sospechar que tenemos poderes extraordinarios.” Era la excusa que había encontrado para justificar su indecisión.
Y era fácil para él pasar desapercibido. Era un mequetrefe, un hombre cobarde, mediocre, inútil y despreciable. Alguien al que no merecía la pena mirar. Pero Jotabé se encogía de hombros y le sonreía. Porque para él era imposible no llamar la atención.
Sus brazos eran tan anchos como los muslos de un estibador, sus pectorales parecían dos montes gemelos y sus piernas eran dos columnas de puro músculo. “Bueno, pues si alguien te pregunta, di que son sólo fachada, músculo de gimnasio”, le respondía.
¿Pero quién mea cerca pudiendo hacerlo a dos metros?
Además el carácter afable y algo fanfarrón de Jotabé se lo impedían. En el breve tiempo que llevaban embarcados se había convertido en una leyenda: El forzudo escarlata le llamaban. Y le llamaban una y otra vez: “Che, forzudo, ayudános con las camas. Forzudo, levantá las taquillas un momento…” Hasta la tripulación del Mensajero le reclamaba cuando necesitaba de su fuerza. Y él acudía siempre con entusiasmo.
“Bakayaro!”
Jotabé le gustaba a todo el mundo, incluso a los putos racistas chinos. Lo mimaban y saludaban como si de un héroe de lucha libre se tratara: “El forzudo escarlata”. En cambio su apodo distaba mucho de ser halagador: “el japo estreñido”. Así que los chicos, cuando se dignaban dirigirle la palabra era para decirle cosas como “Japo, ¿desayunáte limones?” o “Japo, ¿Cuánto hacé que tenés taponado el orto?”.
Pasó con dificultad por la compuerta del Gugong atestada de hombres quietos como estatuas pero no dejó de pensar en “el forzudo”, abandonado en medio del charco de meados de “el compadrito” Velencoso.
En lo peor de su ser, se alegró. Si no hubiese sido por Jotabé no estaría enfrentándose consigo mismo, en una lucha en la que no había victoria posible.
“Bakayaro!”
Claro que si no hubiese sido por él todavía seguiría en Ushuaia, trabajando como semi-esclavo para los militares chinos. Jotabé era endiabladamente optimista. Desesperaba ver cómo nada le afligía, le preocupaba ni le amedrentaba más de cinco minutos. Sólo tenía que expresarle una duda, un temor, una leve inquietud y a las dos horas aparecía él con la solución a todos los males del mundo. Una solución que siempre consistía en un cambio radical, una acción temeraria, una idea descabellada. Pero ahora no podía contarle nada. Sólo de pensarlo se le hacía un nudo en la garganta.
De él fue la idea de escapar de Ushuaia. “¿Para qué?”, le preguntó. “Para estar más cerca de tu familia”, improvisó. Más cerca… ¡a seis mil kilómetros! Pero le siguió hasta Rio Grande. Porque Jotabé sabía cómo revestir sus planes de emoción.
Y al cabo de los años, cuando nadie se acordaba porqué estaban en Rio Grande, le bastó escuchar a un par de fugitivos en una taberna de borrachos para tener la idea feliz de volverlo todo del revés.
Se detuvo ante una mujer que hablaba por teléfono. “Dónde estás Hana”. Se acercó. Los flases de la luz de emergencia apenas le permitían distinguir sus facciones pero era más alta que su esposa y su rostro era más alargado. “Cómo serás ahora”. La imagen se oscureció una fracción de segundo y su mente la sustituyó por una calavera.
Navegaban hacia un mundo inexistente persiguiendo una quimera. Su antiguo sueño, su antiguo deseo. Acercó la nariz para percibir el olor de la mujer rozándola sin querer con sus labios. Tanto tiempo sin estar con una mujer aguardando encontrarse con ella y ahora...
Reemprendió la marcha sin volver la vista atrás y al doblar un recodo se vio frente a las puertas del puente de mando. Las dos hojas deslizantes apenas distaban treinta centímetros la una de la otra. Estaban a punto de cerrarse. O iniciando la apertura. Sintió como la adrenalina tensaba sus músculos.
Todas aquellas incursiones nocturnas le habían servido para olvidar su tormento. En realidad le importaba un rábano qué había en aquél buque, sólo necesitaba no soñar. Y lograba olvidar mientras caminaba entre estatuas.
Pero había ido descubriendo cosas, cosas inquietantes. Sólo la posibilidad real de un naufragio que pondría fin a sus días le había devuelto la zozobra. Ahora estaba allí, frente al último lugar inexplorado del Mensajero del Mar. Después de que atravesara aquellas puertas no habría más misterios, sólo esperar y quizá morir ahogado en mitad del Atlántico.
Se mordió los labios y notó un regusto extraño. Un sabor casi olvidado. Y comprendió que no quería morir, que debía terminar su viaje, fuera lo que fuera que pudiese encontrar. De pronto supo que debía luchar por recuperar su vida.
Podía dejar de ser un “japo estreñido”, pero no podía dejar de ser un “japo”: un hombre honorable, fiel y valiente. Y además no era uno, eran dos. Le acompañaba su mejor amigo, un auténtico camarada dispuesto a morir junto a él para ayudarle a conseguir su sueño recupeado.
Enganchó en el aire su dedo meñique y prometió no dudar nunca más. Y con la elasticidad de un gato se deslizó entre las hojas entreabiertas y entró en el puente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario