05.20: Un cuento chino
Notó el sabor metálico de su propia sangre en la boca reseca. La manzana fue apetitosa. Y dura. Y sus dientes se movían más de lo deseado. Tragó saliva.
Se había quedado dormido… ¿cuánto tiempo?
Se irguió sentándose sobre la cama como un resorte. El sol continuaba alto, al menos su luz luchaba con fuerza contra las cortinas de plástico metalizado de la habitación. Hacía calor.
Un latigazo de calambres le recorrió desde la zona lumbar hasta la punta de los dedos, o al revés, no podía determinarlo, pero lo despertó por completo. Contempló sus piernas, pellejo sobre hueso. Su sexo, escondido entre un pequeño revoltijo de vello púbico reseco. Su barriga, un acordeón de pliegues de delgado pergamino. Todo de un cerúleo blanco verdoso. Se cubrió con la bata de rizo avergonzado.
A quién quería engañar. Es posible que Ben-Al-Madina olvidase los años de penuria, de muerte y sufrimiento y se mostrara alegre y orgullosa hasta casi la insolencia. Un lugar soleado, lleno de jóvenes lozanas y hombres gordos y satisfechos. Pero él llevaba en sus entrañas el veneno radiactivo que le devoraba lentamente desde hacía años marcándole como una fecha de caducidad. Una fecha próxima, lo suficiente para que todo aquello no fuese más que una ilusión, una especie de última voluntad del condenado.
Qué le importaba realmente el encargo de la Reina, otra que también tenía una fecha en el calendario de los finados. Para qué quería saber quién movía los hilos en aquella ciudad, edén incógnito para sus sentidos atrofiados por la miseria y el moho.
Llamaron a la puerta.
–¿Si?
–Tiene visita.–Dijo la voz de una de las chicas con fuerte acento del este.
–Un momento… ¿Quién es?
–Soy Benavides de la Rosa, el anterior embajador de Su Majestad.
Esto era inesperado. Pensaba que localizar al traidor de la Corona le resultaría imposible, pero allí estaba, al otro lado de la puerta. No convenía hacerle esperar.
–Entre.
–Tiene usted que abrir, está cerrado.
“¿Cerrado? ¿Seguro que las gorilas de la puerta no tienen la llave?”–Se levantó.–Ya le abro.
Gallardo abrió la puerta.
–Entre, perdone, aun no me ha dado tiempo de vestirme.
–Gracias chicas,–Dijo el visitante a las dos fornidas y tetudas guardapuertas.–Avisaremos si necesitamos algo.–Y cerró.
El tal Benavides seguía teniendo cara de sapo, pero ahora no era un canijo cabezón, sino un rechoncho sin cuello aunque continuaba siendo cabezón. Un gran sapo de piel bronceada y saludable.
–No se preocupe. Necesitaba charlar con usted antes de la cena.
Gallardo miró de nuevo su habitación. Una única silla ocupaba un rincón. Sobre ella un pantalón marrón doblado cuidadosamente y en su respaldo, una camisa colgada. A sus pies, un par de zapatos de cuero marrón. No recordaba que estuviesen allí cuando llegó.
–Espere que le despeje esto.–Retiró la ropa y la examinó un segundo antes de depositarla con cuidado sobre la cama arrugada. Un ovillo de calcetines cayó al suelo. Lo recogió. El pantalón era de lino suave. La camisa, de color beige, también era ligera. Todo planchado, limpio y fragante. Se preguntó de dónde sacarían los detergentes, aquella ciudad no debía tener demasiadas industrias.
–Esta ropa no es mía.
–Seguro. A mí me hicieron lo mismo. Les gusta la limpieza.
–¿Quiere decir cuando usted llegó?
–Sí. Estaba tan desorientado como usted. Pero usted juega con ventaja.
–¿De veras?
–Sin duda. Estoy yo para ponerle al corriente.
Gallardo lo volvió a mirar. Vestía una cubana de mil rallas celeste que le recordó a su abuelo, allá por los años cincuenta. Le caía como una túnica corta desde la barriga cubriendo la cintura del pantalón, blanco, impecable.
–No voy a negarle que la Reina está intrigada por su paradero.
–Pues como ve, estoy muy bien.
–Tengo entendido que abandonó sus compromisos sin dar explicaciones.
–Entiende bien, amigo.–“Otro que me quiere”, pensó con sorna.–Una vez que conozca esto, usted también querrá olvidarse de la pesadilla de allá arriba.
–Bueno, he de reconocerle que estoy impresionado. Parece que aquí no haya contaminación alguna.
El sapo tomó la silla que le ofreció su anfitrión mientras él se sentaba enfrente sobre el borde de la cama.
–Hay momentos. Sobre todo cuando cambia el viento y viene del oeste o del norte. Ahora estamos con viento sureste, una situación ideal. La gente sale a la calle, pasea por la playa, se baña en el mar. Pero he de reconocerle que no siempre es así.
–Ya, no obstante usted prefiere este clima.
–Sin duda. Y usted me dará la razón cuando lleve aquí unos días.
“Ya veremos. Por lo pronto ya he desentrañado el treinta por ciento de los misterios.”–Supongo que eso no es todo lo que ha venido a contarme.
–¡No!–El sapo sonrió.–Lo más importante viene ahora. ¿Cómo me ve?
“Como un sapo a punto de reventar” –Le veo bien. Muy…
–Gordo.
–Bueno, iba a decir saludable.
–Perfecto. Esa es la palabra: saludable.
–No le entiendo.–Gallardo sabía a qué se refería, pero quiso dejarlo que se explicara. Le picaba la curiosidad.
–Cuando llegué aquí estaba como usted, escuálido, enfermo, sin fuerzas. No se lo tome como algo personal.
–Gracias. No sabía que se notara tanto.
El tipo puso una mano gorda como un guante de goma inflado sobre la rodilla desnuda de Gallardo.
–Entiéndame. Me refiero a que yo también sufría las consecuencias de la exposición a la radiación. No podría jurarlo pero estoy casi seguro de que estaba enfermo de algún tipo de cáncer.
–Y el aire del mar le ha curado.
“¿Por qué todo el mundo me toca?”, se removió incómodo pero aquella mano grasienta seguía en su rodilla.
–¡Ja, ja, ja…!–La carcajada sonó sincera. Gallardo desconocía su propia vis cómica.–Es mucho más sencillo que eso. O más complicado, según se mire.
El gordo retiró por fin su mano de la pierna del excomisario para meterla en uno de los anchos bolsillos de su cubana.
Sacó un paquete cuadrado, una bolsa de plástico transparente envolvía lo que parecía un paño o gasa.
–Este es el secreto.–Se lo ofreció.
Gallardo tomó el paquete con curiosidad y cierta timidez. Tenía grabadas unas letras chinas en tinta azul semitransparente.
–¿Y esto es…?
–Cómo explicárselo. Verá.
El visitante empezó a contar cómo aquel parche se adhería a la piel, los tres símbolos que indicaban su operatividad, su eficacia y su caducidad, cómo aquello detectaba la presencia de células mutantes en la sangre y cómo liberaba alguna sustancia “mágica” que atacaba sólo a esas células, eliminándolas y limpiando el cuerpo del enfermo.
–Quiere decir que esto es capaz de eliminar los efectos de la radiación.
–Por supuesto. Míreme. ¿Cree que tengo alguna enfermedad?
–No sabría decirle… –“¿Obesidad?”,–No sé a dónde quiere ir a parar.
Gallardo se levantó. De pronto sintió a aquél tipo gordo demasiado cerca. Se levantó y retrocedió hacia un lado. Tenía ganas de quitarse de la rodilla la sensación húmeda de su mano sudada.
–Quiero ayudarle.
–A qué.
–A curarse. Póngase esa compresa y deje que trabaje un par de días. Se sentirá mejor, más fuerte, más vigoroso.
Miró el paquete que aún llevaba en la mano.
–¿De dónde la ha sacado?
–Es un invento chino.
–Los chinos no se aventuran tan al norte, ¿acaso han viajado a China?
–No, en realidad no. Nos las traen los comerciantes africanos, ellos las compran en Ciudad del Cabo. Son caras.
–Ya imagino. ¿Y cómo es que me regala una?
–La primera siempre es gratis. Las siguientes se las debe de ganar usted.
–Como las drogas.
–Bueno, es adictivo en cierto modo. Cuando uno las prueba se siente especialmente bien y quiere más.
–Olvídese.–Tiró la compresa sobre la cama.–No deseo engancharme a nada ni pienso traicionar a...–“¿A la Reina?”.
No terminó la frase. Evidentemente no sentía lealtad, devoción ni afinidad con la Corona. ¿Por qué trabajaba para la Reina? Los ojos de sapo de Benito le miraban decepcionados. Parecía no comprenderle pero él no estaba para dar demasiadas explicaciones.
–Está bien.–Se levantó.–No tiene porqué contestar ahora. Se la dejo por si cambia de opinión.–Le miró fijamente, casi desafiándole.–Por cierto, traición es una palabra muy fea. Digamos que me independicé de los de arriba y ahora trabajo sólo para mí.–Remarcó las últimas palabras mientras se dirigía a la puerta.
–Llévese su medicina, le hará falta.
–No se preocupe por mí. Preocúpese por usted. Úsela.–Y salió.
Gallardo se quedó mirando la puerta.
Cuando creía todo superado, el sol, las chicas, las comodidades, la fruta… aparecía aquello: Una curación total de su enfermedad. Eso sí era una tentación. Y su superyó no daba señales de alarma, como si le diera la razón al sapo que acababa de salir. “Preocúpese por usted.”
“Mierda, dí algo.” Pensó. Pero ya estaba abriendo la bolsita. Sacó la compresa y la desplegó. Era cuadrangular, tenía textura algodonosa. La cara interior estaba húmeda y su borde era adhesivo, con una cinta protectora alrededor. Se la acercó a la nariz. Olía a jazmín y a medicina. La cara exterior tenía tres símbolos pero no recordaba para qué servía cada uno. Se dirigió al cuarto de baño y se puso frente al espejo. Lo tuvo que limpiar con la manga de la bata. Sólo una parte. Si se hubiera visto la cara de miedo se habría reído, pero sólo había limpiado lo justo para verse el abdomen.
Las manos le temblaban tanto que le costó trabajo retirar la cinta protectora del adhesivo. Se buscó un hueco. “Sin vello” recordó al sapo. Inspiró profundamente y se pegó la compresa con todo el cuidado que le permitieron sus temblores. Se quedó mirando su barriga reseca con el parche blanco. No sentía nada, a parte de la humedad y algo de calor. “Y si es un veneno”… le asaltó como un latigazo, “qué más podía desear su antecesor que su desaparición”. El sudor le caía por la frente. Pero a parte del calor no sentía nada.
De las tres figuras, la última, un triángulo, se tiñó de naranja. El color se fue oscureciendo hasta casi volverse rojo. “¡Sangre!”. Pero no, el triángulo significaba algo que intentaba recordar. ¿Algo malo? Decidió quitarse aquello justo cuando empezó a sentir un ligero cosquilleo en la piel. Era como un hormigueo que se extendía desde su abdomen por todo él “una sustancia mágica que ataca a las células enfermas…” Fue lo último que pudo pensar.
De repente todo se volvió negro.
El cuerpo de Alfonso Gallardo cayó como un títere sin cuerdas junto al lavabo.
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