05.19: La poderosa seducción del señuelo
Cuando se abrió la puerta del SUV, Gallardo inhaló con ganas el aire impregnado del olor de los pinos y el salitre del mar. Siete milisieverts era la última lectura que le había trasladado el Guardia. Algo insignificante.
Sus pulmones parecía que querían más y más aire, como si fuesen infinitos. Soltó una bocanada sólo para poder inspirar la siguiente. ¿Puede el olfato alegrar la vida de una persona? Evidentemente sí. Gallardo cambió de humor al instante. Olvidó los años de sufrimiento, de miseria y enfermedad. De pronto se sintió joven, fuerte, vivo.
Su figura decrépita pareció desplegarse mientras salía del coche. Se giró para tomar la gabardina. Pensó que le sobraría, aún doblada en su brazo, así que tuvo la intención de dejarla arrugada en el interior y dar un portazo, pero recordó que aquella triste prenda estaba impregnada de demasiados recuerdos. La tomó y la plegó sobre su brazo con cuidado, intentando que pareciera una gabardina doblada y no un trapo sucio y viejo.
La luz del sol le quemaba, aunque su piel agradeciera ese extraño y casi olvidado cosquilleo que le daba fuerzas.
Los guardias también salieron al exterior. Sus extraños trajes radioresistentes de color añil parecían ahora extravagantes e incómodos a la vista de los curiosos que se habían congregado en las calles aledañas. Gente vestida casi de verano, con gran parte de su bronceada piel a la vista.
Se mantenían a prudente distancia, expectantes pero recelosos. Los adultos explicaban a los más jóvenes lo que estaban viendo. Sus rostros reflejaban una mezcla de curiosidad y compasión.
El excomisario se alisó el cabello y se dirigió hacia la escalinata con paso firme, fue capaz de subirla a la carrera, cual niño de quince años. Sin darse cuenta, se encontró bajo la galería donde la primera autoridad de la ciudad le esperaba con una sonrisa de oreja a oreja.
–Alfonso Gallardo, supongo.
–El gobernador de... Ben-Al-Madina…–Usó el nombre de la ciudad con clara intención adulatoria.
–Bienvenido, estábamos deseando de que llegase.–Le estrechó la mano con franqueza. Nadie, ni siquiera él, podía pensar que no estaba siendo bien recibido.–Pero entre. Hace demasiado calor.
Gallardo sentía calor, pero lo echaba tanto de menos que se hubiera quedado allí hasta que el crepúsculo enguyera el sol, pero asintió y siguió a su anfitrión a través del arco de entrada al edificio. Aparecieron en un gran patio repleto de macetas de helechos, pilistras, palmeras y geranios con flores de mil colores. En el centro, de una pequeña fuente de cerámica, emanaba un discreto chorro de agua cuyo sonido repiqueteaba alegre.
–Le presento a Katerina y Larisa, sus asistentes para lo que desee.
Katerina era muy joven y esbelta. Su rostro era redondo, sus ojos enormes y azules. El cabello, rubio y brillante, le caía liso por los hombros como un manto dorado. Sus labios gruesos abrían en una sonrisa el hueco a unos dientes blancos y perfectos. Sus pechos eran generosos pero proporcionados a su porte. El traje la ceñía dando seriedad a una figura que insinuaba curvas sinuosas.
Su compañera Larisa era pelirroja. Un poco menos alta que ella y aún así le sacaba una cabeza al excomisario. También era menos corpulenta aunque en ningún caso menos voluptuosa. Su mirada parecía sonreírle con ojos oblicuos y azules como el océano.
Gallardo hacía tiempo que no sentía esa sensación en su entrepierna, apenas un cosquilleo, algo olvidado. Se puso rojo al pensar que las dos chicas hubiesen podido notarlo.
–Encantado. Pero no será necesario.–Se obligó a decir.
–Bueno, en cualquier caso, no queremos que eche nada en falta.
“Si supieras… todo es un hermoso regalo.”
Algo en su ágil mente le estaba avisando de una cierta pérdida de control pero Gallardo era también un hombre, y tenía ganas de embriagarse de aquello, aunque no fuera lo que parecía. Definitivamente desconectó su superyó y se acercó a darle un par de besos a cada chica.
Las dos tuvieron que inclinarse para acercarle el rostro, pero lo hicieron con naturalidad y alegría, como si rozar aquellas caras de ángel con la de un viejo demacrado y enfermo no les importara.
Olían a rosas o a regaliz, o a una mezcla. Desde luego, olían a limpio. “Cómo oleré yo”, pensó aturdido. Pero las chicas se colocaron una a cada lado y continuaron sonriendo como si no hubiesen notado nada extraño.
–Si lo desea, podemos llevarle a su alojamiento para que descanse y pueda ponerse cómodo.
–Sí, la verdad. El camino hasta aquí ha sido algo pesado. Los guardias también estarán…
–No se preocupe por ellos, mis muchachos ya se están encargando.
–De acuerdo, pues… cuando desee.
Katerina y Larisa al unísono señalaron con sus manos un arco al fondo del patio. El Gobernador y Gallardo se adelantaron y ellas se colocaron detrás para seguirles.
–Tenemos preparada una cena para esta tarde a la que asistirá una importante representación de la ciudad. Somos una villa pequeña pero próspera, dadas las circunstancias. Sin embargo entre nosotros hay armadores, agricultores, pescadores y constructores que suponen nuestra principal riqueza y están deseando hablar con el representante de su Majestad.
–Habrá también algún comerciante, supongo.–Gallardo no quiso utilizar la palabra pirata.
–Y comerciantes, naturalmente. También podrá hablar con alguno de ellos durante la cena.
–Perdone, no recuerdo su nombre.
Katerina se había adelantado y les señalaba unas bonitas escaleras de mármol y madera que subían girando hacia la derecha.
–Es que no se lo he dicho–Le echó un brazo por encima. Era gordo y saludable, y su brazo pesaba una tonelada.–¡Qué despistado soy! Me llamo Emilio Falcón, pero puede llamarme Emilio a secas. ¿Alfonso?
–Por supuesto, Alfonso a secas.
–¿Y si nos tuteamos?, para romper el hielo.
–Por mí no hay inconveniente.
Una nueva alerta se encendió en la cabeza del demacrado excomisario pero de nuevo la hizo callar: “Luego, luego…”
–¿Y cómo está la Corte? Tengo entendido que están haciendo grandes progresos con su programa de recolonización.
–No crea que puedo decirle gran cosa. En realidad este empleo de representante de la Corona me ha venido por mi proximidad al sur. No soy lo que se dice un hombre de la Reina. No en el sentido en que cabría esperarse de un representante.
Giraron a la izquierda en el rellano y siguieron subiendo por el segundo tramo. El gobernador no había contestado nada a su “confidencia”. Gallardo estaba seguro de que no le había creído en absoluto, aunque lo que le había dicho era lo más cercano a la verdad que podía decirle.
–¿También vive… vives aquí?
–¡Oh…!–Emilio miró al largo pasillo de puertas que se abrió ante ellos.–No. Aquí no vive nadie. Digamos que esta ala del Palacio de Gobierno hace las funciones de Hotel. Recibimos bastantes visitas aunque pocas provenientes de la Meseta.
–Es un camino difícil.
–Sí. Es mucho más fácil llegar en barco.
De nuevo Katerina se había adelantado y se había detenido junto a una puerta. Un cartel en árabe y castellano rezaba: Isbilya. El gobernador se percató de que a Gallardo le había llamado la atención.
–Nombramos las habitaciones con nombres árabes, como nuestra ciudad. Hay que estar a bien con los vecinos.
Larisa abrió la puerta. Efectivamente, aquello ejercía de hotel y aquella era una típica habitación de hotel de antes de la Guerra: Luminosa, limpia, ordenada y relativamente acogedora.
–Tenéis muchas relaciones con el norte de África. He visto en la puerta un par de guardias con aspecto magrebí.–No quería haber dicho eso, pero lo había hecho.
–Son Agmed y Said. Buenos chicos, muy leales y resolutivos.–El gobernador se quedó en el dintel de la puerta mientras él entraba acompañado de Larisa.–Dos buenos fichajes.
La alerta golpeaba sobre su consciencia como una maza. El cosquilleo de emoción se empezaba a transformar en dolor de tripa.
–Oh, desde luego. Entonces…
–Larisa te mostrará la habitación y luego esperará aquí fuera junto con Katerina. Podrás tomar una ducha y descansar si lo deseas, aún faltan algunas horas para la cena. Sobre el mueble tienes naranjas y manzanas, pero si necesitas cualquier otra "fruta" solo tienes que asomar la cabeza.-El gobernador le guiñó un ojo.
Gallardo estaba confuso. Ni en sus mejores momentos había sido tratado con tanta procacidad. No supo qué contestar, así que el gobernador insistió.
–Cuando estés preparado, avísalas.
–¿Preparado?
–Si… para la cena...–El gobernador sonrió satisfecho.–¿Qué pensabas?
–Nada. Estoy un poco cansado.
–Pues ni una palabra más. Hasta esta tarde.
Afortunadamente para él, Katerina y Larisa no eran dos prostitutas de lujo contratadas para montarle un trío lésbico sino dos guardias entrenadas para vigilarle y, llegado el caso, reducirle, arrestarle o torturarle, quién sabe.
O quizá fueran ambas cosas.
El caso es que en ese momento no se sentía con fuerzas ni para lo uno ni para lo otro, así que decidió seguir el consejo de su “amigo” Emilio y, cuando Larisa lo dejó a solas, abrió el grifo del agua caliente de la bañera y contempló cómo se empezaba a llenar mientras se desnudaba.
El vapor tuvo la deferencia de empañar el gran espejo que cubría una de las paredes del baño evitándole la contemplación de su cuerpo decrépito.
Rebuscó en la repisa como un turista tacaño. Había gel, champú, una esponja, jabón, colonia, albornoz, zapatillas…
“Desde luego, parece un hotel.”
Por fin se metió en el baño y empezó a restregar con furia cada resquicio de su piel marchita. Parecía querer borrar años de exposición a la contaminación radiactiva, y años en general. La visión de las chicas seguía pulsando su hombría, aunque con tímidos resultados. Finalmente se tendió en la bañera y dejó que el agua le acariciara hasta que se quedó dormido.
Al cabo de un buen rato se despertó tiritando de frío.
Se puso el albornoz sin secarse y se echó en la cama aun chorreando. Frente a él había un pequeño aparador de hotel, con unos cuantos cajones y un hueco para la silla formando un escritorio. Sobre él, junto al cuenco de fruta, había una pequeña televisión. ¿Llegaría hasta aquí la Televisión Real? Buscó el mando. Estaba en la mesilla. Encendió el aparato.
No había emisión. En ningún canal. Desconectó el aparato y se tumbó con los brazos cruzados bajo la cabeza. El techo estaba limpio, recién pintado o casi. Dejó su mente en manos del Gallardo más profesional.
Empezó a enumerar los datos que le había dejado Barbosa en una grabación. Se la habían puesto poco después de separarse del vehículo de sus amigos cuando ya la comunicación con ellos era imposible. Órdenes del propio Barbosa.
La ciudad de Benalmádena fue de las primeras en salir de la zozobra que dejaron los días del Caos, tras la Guerra. El invierno nuclear no especialmente duro en esta latitud. No como en la Meseta, donde se cebó llevándose por delante cosechas, ganado y vidas humanas.
También fue de las primeras en ponerse en contacto con otras en su misma situación iniciando una especie de federación de ciudades. Cuando los exploradores de la Corona llegaron allí ya eran una comunidad floreciente.
Barbosa le había asegurado que las relaciones fueron muy bien hasta que las amistades peligrosas del sur y del Mediterráneo en general las enfriaron. En la actualidad, Benalmádena pertenecía al Reino sólo de forma nominal. En realidad, como había podido apreciar, las relaciones eran casi inexistentes.
Pero la Corona no quería dejar escapar esa "perla junto al mar", en palabras de Barbosa. Hacía unos meses habían enviado un representante real para que restableciera una suerte de vasallaje de la ciudad a la capital. Sin embargo los contactos se perdieron. Nadie sabía nada de él. Un tal Benavides de la Rosa, un tipo diminuto con cara de sapo. Esa era una de las tareas que le había encomendado el valido de la Reina: localizar al tal Benavides.
Gallardo podía imaginarse lo que ocurrió: si le habían recibido como a él, el tipo debió de pensar que para qué iba a volver a la miseria de la Meseta si se podía quedar en aquél paraíso de pinos, arena y sol. En cualquier caso, el asunto Benavides no era el prioritario.
La Reina quería saber quién controlaba Benalmádena, como aún creía que se llamaba, qué papel jugaba la piratería en el gobierno de la ciudad y con quién o quienes tendría que contactar para intentar volver a tomar el control de la misma.
Su función era la de diplomático y espía. Un clásico, pensó. No era su fuerte. No había crímenes, no al menos de los que él estaba acostumbrado a investigar. Sólo había que ver, oír y anotar. Y volver. Había aceptado para sacar a sus amigos de la ciudad infecta, pero ya que estaba allí estaba dispuesto a divertirse viendo cómo era en realidad aquella "perita en dulce"
Y lo que había visto era tan bello como la trampa de una planta venenosa. Eso pensaba el Gallardo serio. Otra parte de sí mismo intentaba convencerse de que aquello era real. Una voz, su voz, sonó con sorna en su cabeza.
“¿Real? El Palacio del Gobernador no es más que uno de los miles de hoteles de la costa. Las secretarias no son solícitas meretrices sino gorilas con tetas, los guardias no son funcionarios sino mercenarios y el gobernador no es el que gobierna.”
Tuvo que reconocer que en Benalmádena nada era lo que parecía ni se llama como se debería de llamar. Cerró los ojos y se dejó vencer por el cansancio, reconciliado con su otro yo, perspicaz y desconfiado.
Sin pensarlo, se levantó para tomar una manzana. Era pequeña pero tenía un aspecto excelente. Le dio un mordisco con su frágil dentadura. Sintió el jugo de la manzana sobre el dolor de las encías. “Ben-Al-Madina. Bonito nombre.”
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