05.18:Ben-Al-Madina
El paso de las montañas había sido especialmente duro, sobre todo llegando a la cima, donde en algunos tramos el camino se borraba engullido por la Naturaleza. No sólo se trataba de objetos caídos, troncos o rocas, sino de la desaparición total del asfalto, resquebrajado por años de hielo y calor, cubierto de lodo y matorrales, incluso árboles jóvenes parecían haber encontrado en él su lugar para crecer.
La vida parecía querer borrar cualquier rastro de aquella raza maldita que había intentado destruirla.
Fue un tramo incómodo y peligroso, con continuas paradas, retrcesos y tímidos avances. Con peligrosos pasos entre paredes inestables o al borde de amenazantes barrancos. Sin embargo, Gallardo lo disfrutó como hacía años viendo animales que huían del rugido de los motores, arroyos de agua cristalina, miles de tonalidades del verde, flores y frutos.
Pero el excomisario no sólo disfrutaba de la vista artificiosa que le transmitían las pantallas. También analizaba el significado de aquellas dificultades: La zona hacia la que viajaban estaba casi incomunicada con el resto del país. De espaldas al interior, el mar sería su única vía de comunicación. Un mar lleno de enemigos que evidentemente no respondían a ninguna autoridad cómodamente enterrada bajo la roca. Un mar de piratas y gente “libre”. Quizá tenía ante él la oportunidad de ver cómo habían evolucionado otros compatriotas, no supervivientes entre los restos de la civilización, sino creadores de un nuevo tiempo.
Una extraña excitación juvenil le asaltó. De pronto, Gallardo sintió un profundo deseo de conocer ese nuevo pequeño mundo hacia el que se dirigían.
Y para marcar ese cambio de perspectiva ante él se abrió de pronto la inmensa vista de una bahía luminosa, infinita en el horizonte.
–¡Joder!–Se le escapó.
El sol estaba casi en su cénit cuando iniciaron el descenso. Ladera abajo, el bosque se iba convirtiendo poco a poco en una mezcla caótica pero bella de enredaderas y ruinas. Una suerte de guirnalda de terrazas vegetales que rodeaban, al fondo, una pequeña localidad blanca y limpia junto a gran puerto en el que un par de grandes barcos de vela fondeaban plácidamente. Las finas líneas de espuma de las olas se desbarataban al llegar a la arena volcánica de la playa.
–¡Joder!
–¿Le ocurre algo don Alfonso?–La voz no parecía preocupada.
–No… no. Sólo que, demonios, qué cosa más… bonita.
–Sí que lo es.
El vehículo redujo la marcha, como si sus tripulantes estuviesen recreándose en el espectáculo. De nuevo, aceleró.
–Aún queda más de media hora, hasta llegar al nivel del mar.–Dijo la voz del intercomunicador.
–Tómense el tiempo que necesiten.
–Puede ampliar las imágenes tocando la pantalla, y mover el plano a derecha e izquierda.
–¡Ah! Gracias.
Gallardo quería ver desde aquella altura todo lo que pudiera, sabedor de que ahora tenía la oportunidad de contemplar el lugar al que se dirigían como nunca. Amplió y movió la imagen sin problemas y empezó a tomar notas mentales de lo que mostraban las cámaras.
Benalmádena era apenas un grupo de unas veinte calles entrecruzadas de forma caótica junto al puerto, una estructura de gran capacidad en la que los dos veleros no eran los únicos barcos. Una decena de pequeñas embarcaciones se distribuían por los embarcaderos más cercanos a las casas.
Sin duda eran los restos de un puerto deportivo. Las zonas más cercanas a tierra parecían restauradas, pintadas y reparadas, mientras que el largo espigón que lo cerraba parecía deteriorado en su extremo más lejano.
Las casas de la localidad no deberían tener más de dos o tres plantas, aunque destacaba entre ellas una construcción un poco más alta, quizá cinco plantas, que tenía el aspecto de ser un edificio singular en el centro del paseo marítimo.
Había gente caminando por las calles, laborando junto a los barcos y en las terrazas de las casas. Nadie diría que allí había habido una Guerra apocalíptica. De nuevo sintió cosquillas en el estómago.
En el horizonte pudo ver algunos barcos más, aunque fue incapaz de determinar su tamaño ni a qué distancia estaban.
Los vehículos circulaban ahora por asfalto casi intacto, con las orillas de las cunetas desbrozadas, limpias y cuidadas. En el bosque que les rodeaba se veían algunas construcciones abandonadas, cubiertas por la vegetación que las volvían, casi invisibles.
El número de construcciones fue aumentando. Pasaron junto a un parque de atracciones ruinoso, pero sin duda evocador. La población había abandonado aquellas cotas, muertas hacía años, pero la vegetación no había perdido el tiempo y ya ocupaba el lugar que antes le habían arrebatado. La luz del sol era exultante, el colorido emocionante, la soledad inmensa.
–Guardia, ¿Tiene datos medioambientales?
–Por supuesto don Alfonso.–Hubo una pausa.–La temperatura es de veinte grados, la humedad del ochenta por ciento, el viento sur-sureste de nueve ochenta kilómetros por hora.
–¿Y la radiación?
–Veinte milisieverts por día.
–¿Zona gamma?
–No, es zona… Delta.–El guardia parecía sorprendido.
–¿Se puede vivir sin protección?
–Según nuestros parámetros, algunas horas diarias, pocas. Pero si, parece una zona bastante segura. Quizá al cambiar la dirección del viento pueda subir la radiación.
–Es bueno saberlo.
Gallardo pensó que si entornaba los ojos, si se olvidaba del pasado reciente, podría ver la vida como algo nuevo, ajeno a los restos de una civilización acabada.
Los vehículos redujeron la marcha bruscamente. Gallardo volvió a enfocar las pantallas frontales al camino. Un SUV color blanco se interponía ante ellos.
–¿Qué ocurre?
–Un control de la autoridad local. Lo esperábamos, no se preocupe.
“La autoridad local”. A eso debería referirse Barbosa cuando hablaba de este lugar como un reducto de intereses ajenos a los de la Corona. Una especie de cantón dominado por pescadores, piratas y traficantes. Aquél vehículo blanco, inmaculado, no era más que un símbolo de ese poder local. Una demostración de fuerza e independencia. Gallardo pensó que no le iba a ser fácil entresacar todos los hilos que movía ese poder pero estaba dispuesto a empezar inmediatamente. Aunque antes tenía que tener noticias de sus amigos.
–Agente, ¿habrá llegado ya el otro vehículo a la colonia Los Maizales?
No hubo respuesta. Los vehículos ya se habían detenido y un par de individuos, vestidos con monos blancos, conversaban con la tripulación del primero de ellos.
–Agente… me ha oído.
–Sí. Le hemos oído. Hemos perdido el contacto con el vehículo de su “familia”.
–¿Y eso qué significa?
–Nada. La radio no funciona especialmente bien en estos tiempos, demasiadas interferencias.
–Está bien, si tienen alguna noticia les agradecería que me lo comunicasen.
–Así lo haremos.
Gallardo decidió que la falta de noticias eran buenas noticias de sus amigos. Si todo había ido según lo previsto, ahora estarían lejos del vehículo que les había transportado en un refugio de disidentes en las montañas del noreste.
Los agentes locales habían regresado ya a su vehículo y lo apartaban hacia un lado para dejarles paso.
La comitiva de la Corona reinició su marcha pasando junto al SUV de la autoridad local. No era totalmente blanco, tenía un pequeño distintivo en la puerta delantera: una estrella dorada de cinco puntas inscrita en un semicírculo negro. Parecía el logotipo de alguna vieja marca de cerveza, pero sin duda, debía ser el escudo de la ciudad.
Llamaron la atención de Gallardo las palabras escritas bajo él: Ben-Al-Madina. Parecía el antiguo nombre árabe de Benalmádena. Quizá fuese una nueva demostración de independencia o, quizá, una concesión a posibles alianzas con poblaciones del norte de África, a poco más de cien kilómetros de distancia.
En cualquier caso, tomó nota y volvió la mirada a las pantallas frontales.
El camino continuó entre las ruinas abandonadas hasta llegar a una alambrada de espinos en la que, de nuevo, encontró el escudo de “Ben-Al-Madina”. Un par de agentes de blanco la abrían para franquear el paso del convoy.
Entrar en el círculo de calles habitadas de la ciudad supuso un nuevo vuelco en el corazón de Gallardo. Desde la montaña pudo ver algunos transeúntes, ahora podía ver a decenas de personas de todas las edades, vestidas con ropa colorida y nueva. La gente sonreía, se saludaba y sobre todo, se apartaba de los vehículos de la Guardia Real como si trajeran la peste. Las madres corrían a por sus niños para ponerlos bajo su protección.
–¡Niños!
–Si… al aire libre. ¡Qué irresponsabilidad!–La voz del intercomunicador parecía indignada.
–¿Tiene lecturas de radiación?–Volvió a preguntar Gallardo.
–Si.–Se hizo un silencio que el excomisario no supo interpretar.
–Pues dígamelas.–Dijo por fin.
–Di… diez milisieverts por día… ocho.
–¿Está seguro?
–Es lo que pone aquí, don Alfonso.
La comitiva, precedida por un vehículo de la ciudad, se fue abriendo paso lentamente entre los habitantes que se entregaban a sus quehaceres cotidianos acercándose hasta el edificio más alto. Tras una lenta travesía urbana, por fin llegaron al pie de las escalinatas de lo que a todas luces era el centro de poder político: el Gobierno de Ben-Al-Madina, como rezaba en su frontispicio.
–Parece que le va a recibir el mismísimo gobernador.
En la puerta de entrada, una pequeña representación esperaba a que de los vehículos bajase el representante de la Corona.
–No se acerque todavía. Espere, necesito analizar la situación.
–Como quiera, pero no deberíamos hacerles esperar.
Gallardo aumentó la imagen para observar más de cerca a las personas que le esperaban en lo alto de la escalinata.
En el centro, adelantado, un hombre de aspecto afable, sesentón, con una buena tripa, lo cual era sorprendente en aquellos tiempos. Tenía sin duda todo el aspecto de ser el gobernador de la ciudad.
Sin embargo, observándolo bien, parecía un hombre despreocupado, feliz y tranquilo, lo que no cuadraba en la mente del excomisario para una persona que tenía que lidiar en un conflicto que podría tildarse de “internacional”. Evidentemente aquél era un hombre de paja.
Además, estaba flanqueado por dos rubias vestidas de traje de chaqueta que no tenían aspecto de asesoras sino más bien de secretarias. No, definitivamente aquél no era el hombre con el que debía ponerse en contacto.
Dos matones de aspecto magrebí flanqueaban el grupo.
Gallardo alejó la imagen para sacar una panorámica del edificio. En la segunda planta, un rostro asomaba tras unas cortinas. Acercó allí la imagen. Era un hombre de unos cuarenta y pocos. Aunque no podía apreciar demasiados detalles, parecía tener buen aspecto, como todos los habitantes de Ben-Al-Madina. Miraba a su comitiva con preocupación.
Ahí estaba su hombre. Contó las plantas, las ventanas y miró la puerta. Casi podía saber cómo llegar a su despacho.
–Guardia, puede continuar.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario