05.17: Caminando entre Bandoleros
Tsetsuko no se lo podía creer pero habían llegado. Estaban exactamente en la entrada de una gruta como las que solía ver en los libros que le enseñaba el tío Noti.
Llevaban más de tres horas caminando entre rocas, arbustos, bosques, cañadas y barrancos. Nada especialmente peligroso, nada especialmente duro, pero tres horas eran demasiadas para sus mal entrenadas piernecitas.
Le dolían los glúteos, los muslos, las rodillas, especialmente las rodillas. Por no hablar de la hinchazón del tobillo derecho y del increíble dolor de pies o la picazón que sentía por todo el cuerpo después de haberse arañado con jaras, zarzas, enebros y mil arbustos más que no lograba identificar.
Su madre, el tío Noti, la Peligro e incluso aquel señor mal encarado al que todos llamaban Diablo le preguntaban de vez en cuando si estaba bien. Pero ella no iba a ser un obstáculo, por supuesto que no. Así que siempre había contestado que sí.
Sólo la mirada de su madre le había dicho “se que mientes, pero estoy orgullosa de ti”, lo que le dió fuerzas para seguir adelante.
–¡Ay!–Dijo la Peligro dejándose caer sobre un saliente de la pared junto a la entrada de la cueva.–¡Dios de mi vida…!¡Qué ganas tenía de llegar!
–No se siente aún, señora.–Replicó Diablo pasando junto a ella.–Aún queda un buen trecho.
La mujer suspiró y se volvió a levantar. Tampoco ella quería ser un obstáculo, aunque sólo el tío Noti le había preguntado alguna vez cómo estaba. Y estaba cansada, y triste. Y parecía tenerle miedo a los que habían ido a buscarles, especialmente al señor al que todos llamaban Diablo.
A Tsetsuko tampoco le caían bien.
Cuando, hacía tres horas, ella y su mamá hicieron lo convenido fingiendo unas irrefrenables ganas de hacer pis y se escondieron entre los arbustos, oyeron un siseo desde algún lugar a su izquierda.
–Shhh…Shh… aquí… venid aquí.
Hana, su mamá, tardó un segundo en localizar su procedencia.
–¡No se alejen demasiado!–Gritaba uno de los agentes por los altavoces del vehículo de la Guardia Real. Pero su madre la tomó de la mano y le indicó una vereda para que la siguiera.
Rodearon un grupo de matorrales y se encontraron con un hombre apostado tras ellos. Les hizo señas para que se agacharan y se pusieran a su lado.
El hombre tenía buen color, pero poca chicha. Parecía un esqueleto recubierto por un pellejo marrón. Sus ojos saltones parecían no querer perderse nada, moviéndose inquietos de un lado a otro, de arriba abajo. Tenía la cabeza cubierta por un pañuelo negro del que salían regueros de sudor que se enredaban en sus grandes patillas.
A Tsetsuko le recordó a los salteadores de caminos de los libros del tío. Si no hubiera sido porque les habían dicho que guardasen silencio, Tsetsuko le habría preguntado a su madre si aquél señor no le parecía un bandolero. Luego, durante la larga marcha campo a través, comprendió que efectivamente eran bandoleros, pero no comentó nada.
De repente oyeron un trueno, dos. Dos disparos. “El Canijo”, que era como supo que llamaban al bandolero que les acompañaba, les dijo alarmado:–No se muevan de aquí.–Y salió agachado, corriendo por entre los arbustos, en dirección a la curva de la carretera donde estaban los demás.
Ni su madre ni ella pudieron saber qué pasaba. Se oyó un grito, golpes, voces que decían frases cortas, más golpes, pero Hana y Tsetsuko se mantuvieron escondidas como conejos, abrazadas la una a la otra, sin atreverse a mover un músculo. Muertas de miedo.
Por fin llegaron los cuatro bandoleros, Diablo, un señor con los dientes amarillos y mal alineados, los ojos como dos líneas oscuras y la barba rala. Parecía ser el jefe. El Canijo, el más escuálido de todos. El Gamba, un joven con las piernas más largas de lo normal y el Redondela, un señor achaparrado con cara de luna. Todos iban de negro, sucios. A Tsetsuko no le gustaba cómo olían. Y sus manos, siempre se fijaba en las manos de la gente. Sus manos eran ásperas y rudas, de uñas corvas, rotas y sucias, como garras.
Detrás de ellos cuatro iban la Maru, el tío Noti y la Peligro. No llevaban las maletas, sólo unos hatillos sujetos a la espalda, como jorobas de tela. La de la Maru era grande y cuadrada.
–¡Vamos… no perdamos tiempo!–Ordenó Diablo cuando pasaron junto a ellas.
El tío ayudó a su mamá a colgarse a la espalda su propio hatillo.
–No te preocupes por tus cosas.–Le dijo,–llevamos todo lo necesario.
En aquel momento se sintió mal por no llevar su propia mochila improvisada, como todos. Ahora lo agradecía, porque hacía mucho calor.
Y así fue como iniciaron aquella travesía por la sierra.
Los bandoleros caminaban seguros, rápidos, decididos. Se veía que conocían la sierra como la palma de su mano. Como buenos bandoleros, pensó.
En cambio ellos tenían que mirar más de una vez a dónde ponían el pie, qué rama había que apartar y cuál era la senda que debían seguir si no querían equivocarse o sufrir algún percance. Ella se quedaba atrás, mirando las florecitas, las orugas, una lagartija, pero su madre la llamaba para que apretara el paso.
Afortunadamente, al cabo de un rato, los bandoleros comprendieron que tendrían que ir más despacio. A partir de entonces todo fue un poco más fácil, aunque los amigos de Diablo no paraban de protestar por la lentitud de la marcha.
Ella tampoco podía disfrutar de los intensos olores, de la cálida luz del sol ni del azul hiriente del cielo como le hubiese gustado, pero no protestó. Algo le decía que su vida había cambiado para siempre y que ya tendría tiempo de recrearse.
Al cabo de un rato, se acercó al tío Noti en un ensanche de la vereda por la que caminaban.
–Tío, ¿Queda mucho?
–No lo sé, pequeña. Estos señores nos llevan a su escondite, así que es posible que estemos dando algunos rodeos para evitar que nos sigan.
–¿Qué les ha pasado a los guardias?
El viejo tardó un segundo en contestar.
–Nada.
–Como escuchamos unos disparos…
–Fue de advertencia. Se han quedado en el coche, pidiendo ayuda por radio.
–Y si nos siguen.
–No. Tienen miedo de salir al aire libre. Además, la radio no funciona bien aquí, y Diablo le ha quitado una pieza al coche para que no funcione. No creo que supongan ningún problema, pequeña.
Tsetsuko había observado cómo las botas del Gamba y Diablo habían goteado algo rojo oscuro durante el principio de la marcha. Podría haberle preguntado que de dónde había salido aquella sangre, porque no le cabía duda de que aquello era sangre. Pero sabía que el tío no le diría nada más.
Y era cierto. José Antonio, el tío Noti para Tsetsuko, había elaborado la versión sobre la marcha, mientras apartaba ramajos, pero la realidad había sido muy distinta.
Lo que pasó mientras Hana y ella temblaban de miedo tras los matorrales es que el estúpido del conductor del vehículo intentó sacar su arma. Recibió dos disparos seguidos en el costado que le destrozaron la cara, el brazo derecho y parte del pecho.
La Peligro gritó asustada. Pepo se arrojó sobre su maleta, en el suelo del coche, y el Notario se quedó clavado en el asiento desde donde pudo ver como el otro guardia intentaba ponerse de pie tirando de su arma.
Diablo gritó algo y otro bandolero apareció como de la nada.
En dos largas zancadas se situó junto a la puerta del vehículo, agarró al guardia aturdido por la capucha del uniforme azul y le pasó una faca de veinticinco centímetros por el cuello. El guardia tosió un borbotón de sangre desde su nuez hacia los cristales de la puerta. Luego el Gamba le soltó dejándolo caer sobre el suelo y se limpió la navaja en el pantalón antes de plegarla y guardársela.
Sin pronunciar palabra, y bajo la estrecha vigilancia de Diablo, habían sacado las cosas de las maletas y hecho unos hatos de ropa con algunas prendas más grandes que echaron a la espalda. Nadie dijo nada, nadie se volvió a comprobar si el conductor estaba vivo, nadie preguntó por qué había pasado aquello.
Eran tantas las cosas ocurridas durante los días del Caos que ni siquiera el charco de sangre que iba dejando correr el cadáver del copiloto les llamó la atención. Sin embargo, el viejo tío Noti agradeció que la pequeña no hubiese estado presente.
Después de más de una hora de camino, el Canijo se detuvo e hizo señas para que todos guardasen silencii. Esperó un instante, aguzando el oido. De pronto gritó: –Todos a cubierto… ¡un juguete!
Tsetsuko no sabía que los juguetes fuesen tan peligrosos, pero no tuvo más remedio que correr de la mano de su madre hasta esconderse bajo la frondosa copa de un árbol con forma de seta. Los bandoleros se habían arrojado al suelo, entre matorrales, dejándoles a ellos los sitios más resguardados. Diablo hizo algunas señas a Pepo para que se escondiera mejor.
Estuvieron callados mucho rato, sin saber por qué. Hasta que a sus oídos llegó un pequeño zumbido constante, como de un motor. Su madre le señaló al horizonte por encima de una loma que acababan de pasar.
Un helicóptero de juguete la sobrevolaba con movimientos indecisos perdiéndose tras ella en dirección contraria. Poco a poco, el sonido se fue atenuando hasta que ni el fino oído del Canijo pudo escuchar nada. Diablo sólo tuvo que mirarle para saber que el peligro había pasado.
–Arriba, continuemos.
Se pusieron en pie y recompusieron la fila para seguir avanzando. Ella se agarró a la mano de su madre sin comprender demasiadas cosas.
–Qué era eso, mamá.
–Es un helicóptero de juguete de la Guardia Real, por la ciudad pasaban de vez en cuando. No son muy peligrosos. Dicen que apenas son capaces de ver por dónde van y no llevan armas. La gente los derribaba con piedras, no dejan de ser juguetes modificados.
–Y qué busca.
–Supongo que a nosotros.
El camino se estrechó y la pequeña tuvo que soltarse para caminar de nuevo en fila. Así continuaron otra hora más hasta llegar a una grieta en el terreno cubierta por matorrales duros y deformes.
–Descansaremos aquí un rato.–Dijo Diablo de mala gana.–Esos equipajes están medio deshechos.
Mientras volvían a reconstruir sus hatillos, se enteró del nombre de los que formaban la banda. El largo de piernas desproporcionadas era el Gamba. Miraba de forma extraña a su madre. Le sonreía, enseñando una dentadura con dos grandes mellas a cada lado de los dientes que le daban un aire caballuno. Su mamá se había dado cuenta y la llamó.
–Hachimitsu o shattodaun shimasu. Soshite, watashi no chikaku ni taizai suru.
–Shitaga-tsu.
–¿Qué farfulláis?–Les increpó acercándose.
Recordaba como su mamá se había interpuesto entre él y ella pero no le había contestado. El tío Noti si.
–Hablan en japonés de vez en cuando.–Dijo sin dejar de apañar su equipaje.–Porque son japonesas, por si no se ha dado cuenta usted.
–Por mí como si son marcianas. Aquí se habla en cristiano, ¿entendido?
–¡Gamba!–Gritó su jefe sin moverse.–Deja a las mujeres. Son invitadas, no debemos olvidarlo.
–¡Bah!–Protestó el otro escupiendo en el suelo.
Decididamente, pensó Tsetsuko, aquellos señores no le gustaban nada.
Cuando se pusieron de nuevo en camino, su madre y ella procuraron siempre estar juntas y lo más lejos posible de aquél larguirucho deforme. Si le hubiesen visto rebanarle el cuello al Guardia, seguro que hubieran intentado alejarse mucho más…
El último tramo fue el más duro. Caminaban pesadamente, incluso los bandoleros. De vez en cuando, alguien hablaba con alguien. Una frase, una pequeña queja: qué calor, qué cansancio, qué dolor… Tsetsuko fue tomando confianza, olvidado el incidente con el largirucho.
Recordó que la señora vestida de negro, cargada con ese bulto cuadrado que parecía pesar bastante, no había dicho nada en todo el camino y se acercó a ella.
–Hola, señora.
La mujer se giró hacia ella y le sonrió.
–No soy una señora… soy un señor vestido de señora, jovencita.
–¿Cómo la Peligro?
–No exactamente. Él… ella quiere ser una señora. Yo no. Estoy disfrazado…–Dijo susurrando con complicidad, como si eso fuera un secreto.
–Entonces, usted no es La Maru…
–No. Mi nombre es Pepote. Y esto de andar por ahí, con las piernas recién depiladas me está matando. Creo que me he arañado con todas las plantas del monte.
Tsetsuko se rió, era simpático, aunque le gustaran mucho los botones y hubiera tenido que estar vigilándolo durante todo el trayecto que hicieron en coche.
–¿Qué llevas ahí? Parece pesado.
–Es una cosa muy importante. Pero ahora no sirve para nada. Tengo que… arreglarla.
–Tsetsuko-san!–La llamó su madre–Ven junto a mi… no te alejes.
–Bueno señora… señor Pepote. Hasta luego.
–Hasta luego preciosa.–Le volvió a sonreir.
Y así fue como llegaron a la cueva. Todos estaban muy cansados, pero cuando pasaron al interior, el aire se volvió fresco y húmedo, aliviándoles.
Tardaron un rato en acostumbrarse a la falta de luz antes de continuar la marcha.
Diablo y el Redondela tomaron unas antorchas que había en la entrada y las encendieron para alumbrar el camino. Aunque oscuro, era mucho más fácil de que en el monte. Parecía que caminaban por una vereda tallada en la roca.
El camino daba varios requiebros. En un instante, perdieron de vista la boca de la cueva, quedando sólo iluminados por las antorchas. Por fin, tras una media hora más de marcha, empezaron a ver algunas luces al fondo, se oían gritos que saludaban a los recién llegados. Diez o doce hombres, todos vestidos de negro, se acercaron a ellos.
–Joder…–Dijo uno.–Cuánto habéis tardado.
–Aquí los señores, que iban un poco lentos.–Dijo Diablo sin detenerse.–Cucharilla, lleva a las señoras con las otras mujeres…
Un chico, un poco mayor que Tsetsuko pero también vestido de bandolero, se apartó del grupo y se acercó a ellas.
–Venid conmigo. Es por aquí.
No llevaba antorcha, parecía saberse el camino de memoria, pero Hana y su ella tuvieron muchos problemas para avanzar.
–¿Voy yo también?–Preguntó la Peligro.
–No. Tu eres viej.., mayor, y… bueno, no importa. Tú puedes quedarte con los hombres.–Diablo intentaba ser cortés, aunque le costaba grandes esfuerzos.
Después de un par de giros, un par de antorchas en la pared mostraron unas cortinas color azul añil. Estaban hechas con uniformes de la Guardia Real cosidos unos a otros. Tsetsuko pudo distinguir sus formas.
El chico les descorrió la cortina y les hizo señas para que entraran.
–Pasad.
Cuando la pequeña pasó junto a el Cucharilla sus ojos se encontraron. Era un niño, como ella, pero miraba como si ya supiese demasiadas cosas. A Tsetsuko le pareció muy mayor, y le gustó cómo le sonrió.
–¿Tu no entras?
–No.–Contestó sonrojándose.–Los hombres no podemos entrar.–Dijo hombres con orgullo, y a ella le hizo mucha gracia.
–Vale, nos vemos luego. Mi nombre es Tsetsuko.–Le besó en la mejilla.
–Yo... yo...
–Eres Cucharilla, ya lo sé.
–Tsetsuko... Entra de una vez.
En el interior había muchas mujeres, vestidas con ropas de colores desvaídos. También había algunos niños, de distintas edades, incluso había una niña de la edad su edad, que se acercó casi de inmediato a ella.
–¿Quieres agua?
–Gracias, si… hay…–Había niños, niños pequeños. Hacía tanto tiempo que no veía niños.
Mientras la chica la tomaba de la mano y se la llevaba hacia el interior, una mujer grande se dirigió a su madre.
–Venga por aquí, señora… ¿habla mi idioma?
–Sí, gracias… ¿Qué es esto?
Era una gran oquedad en la roca, como una cueva dentro de la cueva. Las mujeres estaban cosiendo, o preparando algo de comida, jugando con sus pequeños o charlando entre ellas.
–Este es nuestro refugio, es el sitio más seguro para las mujeres y los pequeños.
–Esa… mujer… está…
–Está a punto de parir. Esperemos que todo vaya bien.
–Pero… No recomiendan.
–¿Quién, la Reina? Aquí la reina no manda una mierda.
–Ya… pero…
–No se preocupe señora, soy médico. Sabemos lo que hacemos. Acompáñeme.
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