05.16: Oscura mar
–Toma.
El aparato era extraño, reconocible, pero extraño. Un teléfono celular, del tamaño habitual antes de la Guerra, extrañamente grande en la pequeña mano del japonés.
–¡Lo has recuperado!
Jotabé lo tomó con delicadeza, como si se fuera a deshacer en sus manazas.
–Deberías haberme avisado que lo llevabas.
–No podía saber…
–¡Cómo que no!–El semblante de Watanabe se había enrojecido súbitamente.–¿Dónde crees que estamos?
El francés lo miró desde la litera de abajo. A pesar de su tamaño, en aquella posición, parecía más pequeño que su amigo.
–Lo… lo siento…
–Has estado a punto de hacer que nos echaran. Sabes lo que significa esto para mí.
Jean Baptiste sintió cómo la ira le colmaba la sangre.
Hacía apenas una hora que habían embarcado en el Mensajero del Mar como un par de amigos entrañables, ¿por qué ahora parecía que Tsetsu lo odiaba?
Recordó que nada más subir se habían encaminado hacia la oficina de alistamiento del buque, siguiendo las indicaciones de dos amables azafatas, cuando de pronto se encontraron ante un par de tipos mal encarados.
–Nombres.–Dijo en castellano el más alto de ellos, un tipo delgado, de proporciones reptiloides: brazos y piernas largos y delgados, piel tirante, cabeza redonda y pequeña al final de un largo cuello, barbilla casi inexistente y nariz minúscula. Sus ojos oblicuos parecían dos botones demasiado separados, su boca, una larga línea paralela al mentón.
–Él es Jean-Baptiste Legrand y yo Tsetsu Watanabe.
–Nacionalidad.
–Argentina.
–¿Argentina de antes de la Guerra o de después?
–De después.
–Nacionalidad anterior.
Recordaba cómo su amigo inspiró.
Siempre hacía eso para relajarse. Él lo había intentado alguna vez, pero nunca le funcionaba. Seguro que, aparte de suspirar, hacía algo más. Se lo preguntaría. Cuando a Watanabe se le pasara el enojo.
–Nacionalidad anterior.–Había vuelto a preguntarle el lagarto.
–Él, francés. Yo, japonés.
–Denme sus documentos.–Dijo el otro, un tipo ancho y bajo, cuadrado como una ficha de mahjong. Su cabeza también era cuadrada. Un pequeño mechón de bello ralo le colgaba del grueso labio inferior. Jotabé hubiera jurado que era bizco pero era difícil saberlo con aquellos párpados casi redondos.
–¿Los de antes o los de después de la Guerra?
Afortunadamente para él, los chinos no tenían suficiente dominio del castellano para detectar su sutil ironía.
–Los que les acaban de dar en la oficina.
Recordaba cómo mientras comprobaban el resultado del test se había vuelto para mirar a las azafatas. Una de ellas le sonrió y se sonrojó. No había nada que le gustara más que una mujer vergonzosa. Se preguntó si las chicas harían la travesía y si podría volverlas a ver.
–Pongan aquí sus equipajes.–Le había dicho el tipo larguirucho.
Y entonces comenzó todo.
Encontraron el teléfono móvil de hacía siete años, cuando ellos eran la Alianza Inverosímil y se habían dedicado a salvar el Mundo caer dentro de un agujero olvidando que el peor enemigo del Hombre es el propio Hombre.
–¿Qué es esto?–Preguntó el lagartija.
–Es… es… un móvil… un celular de antes de la Guerra.
–No tiene más que un valor sentimental.–Aclaró Watanabe mientras lo fulminaba con sus ojillos japoneses.
–¿Y cómo es que funciona todavía?
Recordó cómo se echó la manaza a su cabeza de rojo cabello intentando encontrar una excusa plausible. Nunca se le daba demasiado bien razonar en situaciones de estrés. Eso le solía decir Tsetsu, aunque siempre pensó que lo hacía por no llamarle simplemente torpe.
–Aquí mi amigo lo carga todos los días… es un pequeño tic que tiene, no sé si me entiende.
Los chinos se habían mirado el uno al otro antes de que la ficha de dominó tomase una determinación.
–Pues eso tiene fácil solución. Queda requisado este…–miró la parte trasera del aparato,–… Quantum.–Y se lo guardó en el bolsillo.
Ahora su amigo se lo traía de vuelta, podía imaginar lo sencillo que le habría resultado recuperarlo con su hipervelocidad, pero aún así estaba abochornado.
–¿No tienes nada que decir?
–Tsetsu no seas cabrón. Sabes que daría mi vida porque consiguieras reencontrarte con tu mujer y tu hija.–De hecho es lo que estaba haciendo, y él lo sabía.
Es posible que los ojos del japonés se cubrieran de una película de humedad, pero Jotabé no lo hubiese jurado.
–Tienes razón…–Inspiró de nuevo.–Debemos deshacernos de estos aparatos, al menos debemos esconderlos en algún lugar que no puedan relacionar con nosotros.
El dormitorio 104, donde les habían instalado, era un cuarto de cuatro por doce metros con treinta y tantas camas en literas de a tres dispuestas en dos filas. Jotabé ocupaba una de las de abajo y a Watanabe le había reservado la que quedaba justo encima de él. La tercera la ocupaba un tipo flacucho con cara de estar huyendo de las autoridades locales, nada que el francés no pudiese controlar. Afortunadamente para ellos no se encontraba por allí.
–¿Y en aquella rejilla de ventilación?
No había terminado de hablar cuando notó que el teléfono ya no estaba en su mano.
–Perfecto.–El japonés se dirigió a su taquilla para guardar sus pocas pertenencias.
Jotabé se tumbó. La litera de Watanabe quedaba tan cerca de su cara que dudaba incluso que pudiera darse la vuelta sin engancharse en los muelles. Las puntas de los muelles le recordaron al humor de su amigo.
No sabía cómo hacer para mantener una relación más fluida. Quizá cuando zarparan y se viera que el momento de llegar a encontrarse con su familia se aproximaba y que nada podía impedirlo se relajaría.
Por otra parte estaba el pequeño detalle de que lo más probable era que su mujer y su hija hubiesen fallecido durante la Guerra, o durante los Días del Caos, o durante los años del Invierno Nuclear, pero no sería él el que le hablara de aquella posibilidad.
«Atención, todos los recién enrolados preséntense en la cubierta cero»
Jotabé pegó un respingo y se dio contra la malla de muelles de la litera.
–Merde!
–Esos somos nosotros ¿no?
Los marineros de las otras literas empezaron a moverse con pereza.
–Vos no sé,–dijo uno de la fila de enfrente.–Nosotros tres acabamos de embarcar, y el mensaje era en español.
–Tiene razón.–Alegó un tercero.–Eso debe referirse a nosotros.
–Pues andando.–Watanabe ofreció una mano al dolorido Jotabé para ayudarle a salir el agujero de su litera.
Mientras caminaban por el corredor siguiendo los indicadores de cubierta cero, en perfecto chino Han, el japonés le dijo casi en un susurro.
–Lo siento.
Jotabé lo miró desde sus casi dos metros de altura.
–No basta con sentirlo, lo que debes hacer es controlar tu mal humor.
–¿Basta con un propósito de enmienda?
–Más o menos.
–De acuerdo. Prometo ser bueno.–Canturreo con sorna.
–Ego te absolvo.–Jotabé le echó su enorme brazo sobre los hombros.–Ya vamos a estar rumbo a casa, deberías cambiar esa cara de catador de vinagre.
–Ya…–Giraron a la derecha tras pasar en fila india por una estrecha escotilla.–Hay algo que me inquieta y no sé qué es.
“Me lo imagino.”, pensó el pelirrojo.
Seguir los carteles en Han hacia la cubierta cero no era complicado. Un cero es un cero, incluso en chino. La fila de hombres se iba uniendo a otras filas que provenían de corredores adyacentes engrosando una marea humana que caminaba siguiendo las indicaciones. Afortunadamente, los corredores se iban ensanchando conforme se unían a otros, acomodando a más y más gente.
Eran cientos de personas ya cuando el piso se empezó a torcer hacia arriba, iniciando una pequeña elevación en dirección a la cubierta.
Cuando Tsetsu y Jean-Baptiste salieron a ella quedaron boquiabiertos.
No era la primera vez que estaban en un portacontenedores, pero este era distinto. No había un montón de contenedores encajados entre los costados del barco, sino una cubierta plana, con apenas algunas marcas en el suelo que señalaban compuertas y trampillas en toda la superficie mediante líneas color anaranjado, con grandes números pintados en los espacios que encerraban. Y lo que más impresión les causó fue la cúpula.
Toda la cubierta del Mensajero del Mar, más de trescientos metros de eslora por cincuenta de manga, estaba protegida por una inmensa cúpula de arcos transversales y largueros longitudinales que sustentaban un recubrimiento color gris oscuro.
Decenas de miles de pequeños leds blancos alumbraba todo el inmenso hangar resultante con una luz fría, precisa y omnipresente, sin sombras. El enorme espacio tenía un aspecto irreal.
–¡Joder con los chinos!–Murmuró el francés mientras caminaba por en medio de la cubierta alejándose de la boca de salida y de los otros marineros.
El sonido no reverberaba, aunque debería hacerlo, dadas las proporciones de aquél espacio. A lo largo de los costados, Tsetsu observó grandes hileras de ventanas tras las que podían verse personas vestidas con el azul eléctrico de los uniformes de la tripulación. El mismo azul que recubría el exterior de la nave.
Se giró y comprobó cuánta gente habían logrado enrolar en los pocos días de escala en Rio Grande.
–Debemos ser más de mil.–Dijo Watanabe.
–Reconozco a algunos, un par de borrachos de la cantina, algún estibador… Pero de todas formas no sé de donde han sacado tanta gente.
Un pitido se clavó en sus oídos como un punzón obligándoles a tapárselos. Fue un segundo, luego un par de golpes secos resonaron por todo el hangar. Finalmente se escuchó una voz:
–Huānyíng lái dào Xìnshǐ Hǎi.
–¿Qué ha dicho?
–Bienvenidos al Mensajero del Mar.–Sonó en los altavoces como respuesta mientras en el centro de la cubierta se materializaba la imagen del busto de un hombre de unos cincuenta años. Una cabeza redonda de piel amarillenta, pelo negro muy bien peinado, orejas prominentes y cejas en arco.
Sonreía con esa sonrisa falsa de los chinos, aunque su mirada era sincera y tranquilizadora, casi paternal. Movía los labios pero lo que decía no parecía ser lo que se oía. Estaba siendo traducido.
–Soy Yang Yi, jefe de la misión comercial a bordo de este maravilloso buque, nuevo embajador por el mundo de la Nueva República Popular de China. En estos momentos, acabamos de levar anclas y nos dirigimos a la bocana del puerto para iniciar nuestra travesía.
La imagen fue sustituida por las que tomaban las cámaras exteriores del buque. Efectivamente, el barco se estaba separando del muelle ante la mirada de cientos de curiosos que movían pañuelos y vitoreaban. No se oían el rumor de los motores, solo la voz del traductor.
–Si tuviera que empezar por algo, diría que están ustedes embarcados en el primero de una serie de transportes que reabrirá el comercio mundial. Forman por lo tanto parte de la mayor empresa de la Historia: la reconstrucción de nuestra civilización. Junto con nosotros, son ustedes los nuevos pioneros de la Humanidad y pueden sentirse orgullosos de formar parte de este ambicioso proyecto liderado por nuestro gobierno.
Tsetsu miró los rostros de los que estaban a su alrededor. No tenían pinta de pioneros, más bien de gente desesperada que se había enrolado para ganarse unos australes.
–Viajaremos a lo largo del océano Atlántico en dirección al Norte, devastado por la Guerra y la radiación.
Un mapa del mundo apareció en la pantalla. Una línea sinuosa unía Rio Grande con el Estrecho de Gibraltar. La gente emitió un murmullo de consternación. Tsetsu dedujo que aquella era una novedad para la mayoría de los allí presentes.
–No teman, en el interior de el Mensajero del Mar estaremos seguros. Su cobertura protectora elimina el 95% de la radiación gamma, la más peligrosa. El resto será aún menor que la que estaban recibiendo antes de embarcar.
–¡Qué suerte!–Gritó uno con sorna.
–No obstante, nuestro trabajo no nos permitirá permanecer en el buque siempre. Llegados a nuestro destino tendremos que exponernos a la radiación de forma directa.
Yi guardó silencio, dejándoles tiempo para protestar. Tras unos segundos de murmullos, contnuó su arenga.
–La buena noticia es que seremos inmunes a la radiación.
Jotabé miró extrañado a su amigo. En la pantalla apareció una imagen animada de lo que parecía ser una célula.
–De hecho, ya somos inmunes a una cierta cantidad de radiación. Digamos que la radiación “normal”. Nuestras defensas son capaces de eliminar aquellas células cuyo ADN se ve afectado por ella. El problema es cuando la radiación deja de ser normal y sobrepasa unos ciertos límites, entonces nuestras defensas no pueden trabajar al ritmo de destrucción celular. Las células dañadas se reproducen sin freno y el organismo pierde la batalla.
–¿Tú crees que esta gente se estará enterando de algo?
–Por si acaso… mira…–Tsetsu señaló a los costados del enorme hangar. Un grupo de vehículos acababan de ser izados por algunas plataformas y los estaba rodeando.
–Nuestros químicos han creado un mecanismo para ayudar a nuestras defensas en el trabajo extra.–En pantalla apareció una figura con forma de diamante.–Disponemos ahora de una molécula que es capaz de eliminar las células enfermas. Está encerrada en el interior de una carcasa inteligente que sólo se abre cuando se topa con una mutante. Si me permiten la expresión, es una especie de francotirador que lucha, uno a uno, contra un enemigo reconocido.
–Joder con los chinos.–Susurró ahora el japonés.
–Nuestro cuerpo regenera automáticamente las células eliminadas por otras nuevas, sanas si lo alimentamos convenientemente. No tenemos por lo tanto porqué preocuparnos.
Los murmullos de extrañeza iban incrementando el volumen de la multitud. Nadie había entendido nada, como preveía Jotabé. En pantalla apareció una joven casi desnuda, lo que atrajo inmediatamente la atención de la mayoría de los hombres haciéndoles callar. El silencio volvió a reinar en la cubierta cero.
–Para disponer de estas defensas extra, se les entregarán unos paquetes de compresas como las que ven en la imagen. Deberán llevar adherida a su cuerpo permanentemente al menos una de ellas. Todo el tiempo. La compresa dispone de tres indicadores químicos: un punto verde, que indica que está operativa, un aspa azul, que indica que debe cambiarse y un triángulo naranja que indica que su carga no es suficiente para los daños que se están produciendo.
La mujer se puso la compresa sobre el vientre. Señaló las tres marcas con el dedo y sonrió a la cámara.
–Cuando la compresa, a través de la piel, detecta un nivel demasiado alto de células dañadas, libera una cantidad de anticuerpos equivalente. Sólo la necesaria. Cuando la disponibilidad de moléculas desciende por debajo del umbral de seguridad, el aspa azul aparece. Es el momento de retirar la compresa y poner una nueva.
La modelo de la pantalla seguía los pasos que indicaba la voz.
–Cuando la cantidad de células dañadas es mayor de la que puede combatir, la compresa nos pide ayuda extra mostrando el triángulo naranja. Es el momento de poner una segunda compresa.
Uno de los vehículos laterales se acercó a la primera línea de la multitud. Abrió sus puertas y de él salieron un par de tipos enfundados en azul eléctrico que les hicieron señas para que se acercaran. Iban armados.
–Ahora les van a repartir su primer paquete de compresas. Por favor, guarden el orden y tomen uno. Luego, regresen a sus dormitorios y pónganse una en alguna parte de su cuerpo que no tenga vello. Disponen de todo lo necesario para asearse y afeitarse. Después del almuerzo podrán hacer todas las preguntas que deseen. Gracias por su colaboración.
–Vamos, tengo muchas cosas que investigar aquí.
–Si… nunca creí que fuera a terminar llevando compresas.
–Por lo que se ve, no deja de ser quimioterapia portátil. No me gusta demasiado. Y hay otras cosas que tampoco me gustan.
Los dos amigos estaban ya en la primera cola esperando su turno. Otros vehículos iban aparcando en línea con el primero para repartir más paquetes. Los recién embarcados formaban filas sin protestar.
–Como qué.
–Esto no es un barco de transporte. Más parece un portaaviones cubierto… ¿ves?, no hay contenedores, ni grúas, solo una larga pista salpicada de trampillas y elevadores.
–¿Un barco de guerra?
–Creo que sí. Nosotros no seríamos más que el personal civil. Tiene que haber mucha gente aquí abajo, gente como esa que nos entrega los paquetes.
–Militares.
–A cientos.
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