05.15: El Divan de la Reina (II)
La reina pulsó en algún lugar de la mesa y las puertas se volvieron a abrir. La figura de un hombre alto se recortó contra la leve luminosidad del pasillo. Caminó con tranquilidad hasta situarse junto a su sillón.
–Majestad…
–Siéntese señor director.
El hombre continuó por su derecha hasta llegar al asiento que había justo delante de Barbosa. Separó la silla con cuidado de no hacer ruido y tomó asiento. Nada más sentarse la luz de las lámparas iluminó su rostro.
Era un tipo alto, muy bien vestido. A Barbosa le pareció más joven que él. Era rubio, rostro cuadrado y simétrico, ojos azules y boca ancha. Se diría que era un tipo familiar, sus movimientos, su mirada y su aspecto transmitían seguridad y confianza. Sus manos eran grandes y cuidadas, su traje beige combinaba a la perfección con su corbata marrón. Barbosa sintió un ligero pinchazo de envidia: era tan elegante como él, pero mucho más guapo.
–Señores, les presento a John Auger, ex agregado comercial de la Embajada de los Estados Unidos y Director Ejecutivo del Consejo Científico-Lógico Nacional.
El tal Auger sonrió e inclinó la cabeza en dirección a la reina que desde su rincón a oscuras parecía estar analizando todas y cada una de las miradas de estupefacción de los que le rodeaban.
–Para evitar una pérdida de tiempo en presentaciones y resolución de dudas, me permitiré presentar yo a nuestro nuevo miembro.–Dijo el general, claramente incómodo con aquél encargo.–Él ya sabe de nosotros.
El general inspiró con tanta energía que parecía que todo aquello fuese una tortura.
–Al señor John Auger le alcanzó la Guerra durante una visita comercial al puerto de Valencia. Allí pasó los Días del Caos durante los cuales logró fundar una pequeña comunidad de compatriotas.
Todos sabemos qué les ocurrió a los ciudadanos americanos y rusos que tuvieron la desgracia de ser identificados como tales durante los meses siguientes a la conflagración. La comunidad de Auger no sólo logró sobrevivir, sino que hoy en día es una de las más prósperas del Mediterráneo.
Nadie tuvo ningún tipo de remordimiento al recordar los saqueos y linchamientos de los Días del Caos, pasó lo que pasó. Sin embargo todos sintieron una ligera picazón al escuchar lo de “próspera”. El Mediterráneo era un nido de piratas y prosperar en ese ambiente sólo podía significar una cosa. De pronto, en el ambiente flotaba una duda: ¿Quién era realmente el americano que les miraba con tanta afabilidad?
–Pasados los años del Invierno,–prosiguió el general,– John dejó su comunidad perfectamente integrada entre los locales y se encaminó hacia Toledo con el firme propósito de contactar son su Majestad.
–Por lo que puedo observar, con bastante éxito.
–Déjele terminar, eminencia.–Intervino la reina.
–Ha estado detenido, ha sido interrogado y, llegado a oídos de Su Majestad el tesón de tan extraño visitante, por fin se produjo el encuentro.
–Un encuentro fructífero, espero.–Intervino Auger en un perfecto castellano.
–Sin duda, director. Gracias General, el señor Auger continuará con su presentación.
El americano mantuvo unos segundos un silencio voluntario para crear el clímax apropiado. Barbosa conocía muy bien esas tretas, las usaba constantemente. Sin embargo no pudo evitar abrir sus oídos todo lo que pudo.
–Durante los Días del Caos sucedieron muchas cosas de las que no nos podemos sentir orgullosos. No me refiero a los americanos, sino a todos los habitantes del planeta. La falta de dirección política, la escasez de medios, la sensación de pérdida irremediable hizo aflorar en nosotros los peores instintos, aquellos que creíamos erradicados por nuestra condición humana.
«Pero también sucedieron cosas buenas. Algunas personas, las mejor dotadas, las más preparadas y constructivas, logramos salir adelante. En esta mesa estoy rodeado de una buena muestra de tesón, valentía y determinación.
“Un poco de vaselina, señores.”
Barbosa lo escuchaba pero además lo observaba. Se movía con calma y seguridad. Todo lo que estaba diciendo lo tenía más que ensayado, y por ahora sus interlocutores reaccionaban como él esperaba.
–Pero ahora, después de haber pasado lo peor, nuevamente las personas sobresalientes se ven reflejadas en aquellas otras que no están a su altura. De nuevo, el gran ser humano se ve perdido entre la mediocridad, enredado en pequeños asuntos cotidianos.
«Creo que no podemos perder ese espíritu de grandeza que dirigió nuestros primeros pasos. Su Majestad se decidió a sacar adelante la nación, aun cuando no parecía quedar nada que salvar. Debemos seguir su ejemplo.
«Una mañana, al levantarme y ver a mi comunidad me dije: no podemos limitarnos a conservar lo poco conseguido, hay que ir hacia adelante y conquistar nuevas metas, hay que hacer resurgir a esta nación.
–Perdone, señor… ¿Aurgin?–Interrumpió el coronel.–¿Por qué un ciudadano extranjero podría estar interesado en salvar a nuestra nación?
El americano sonrió. Sus dientes eran perfectos, su voz grave pero clara y su mirada limpia.
–Por mucho ímpetu que tengamos, no podemos derribar un muro a cabezazos. No nos engañemos, mi país ya no existe. No hay nada que yo o diez mil como yo pueda hacer para recuperarlo. Sin embargo ustedes han demostrado que aquí sí se puede luchar y conseguir salir adelante y me gustaría poner a su disposición mis ideas y mi voluntad para alcanzar los objetivos que nos vayamos marcando.
–El señor Auger ya es ciudadano de nuestro país.–Intervino la reina.–Por lo tanto, ya no es un ciudadano extranjero. Sus ideas tienen un fuerte componente filosófico que nos ayudará a comprender nuestra situación y nos abrirá un camino prometedor. Algunas veces cuesta trabajo saber qué es lo que tenemos que hacerca. John sabe cómo analizar la realidad desde una perspectiva nueva, adaptada a ella, pero con los mismos objetivos de siempre: vencer a la adversidad.
La palabra “filosófico” había alertado al obispo que creía ser el sustentador moral del reino. Tuvo que esperar a que terminara la reina para atreverse a intervenir.
–¿Estamos hablando de filosofía o de creencias?
John se separó hacia atrás y miró al obispo como si no se hubiera sentido herido.
–Las creencias nos ayudan a explicar todo aquello que no tiene explicación. Son fundamentales para el ser humano, nos mantienen cuerdos en medio de la locura.–Se volvió para hablar con todos los demás.–Yo hablo de Ciencia, de Lógica, de explicaciones de la realidad reconocibles. De datos para tomar decisiones correctas, de fiabilidad y certeza. Los líderes como ustedes no pueden trabajar por intuición, ni siguiendo libros escritos hace miles de años en un contexto totalmente distinto. Estamos en el siglo XXI. Me atrevería a decir en el siglo I, si empezamos a contar desde la destrucción de todo lo anterior. Es el momento de desprenderse de viejos arquetipos y desentrañar nuestra realidad de ahora para tomar conciencia de ella y modelarla a nuestro antojo, como siempre hemos hecho.
“¿Es un iluminado o un farsante?”, se preguntó Barbosa.
–Bueno, por lo que se ve, a Su Majestad ya la ha convencido.–Dijo el doctor Veneroso con un cierto aire de fatalidad.
–Yo no pretendo convencer a nadie, recuerde, no se trata de creencias.–La sonrisa de Auger era encantadora pero su mirada era firme.–Su Majestad simplemente me brinda la oportunidad de poner a su disposición mis ideas. Si éstas no satisfacen el bien de la nación, me retiraré por donde he venido.
“Y si las ideas no son suficientes, entre las piernas tengo algo que quizá le interese más a esta momia.”
Como si la reina hubiese escuchado los pensamientos de Barbosa, su mano derecha salió de la penumbra y tomó la del americano.
–Seguro que todo irá bien.
Los presentes vieron salir la mano de la reina de su rincón oscuro y tocar la de Auger y sintieron que parte de su poder se había perdido, enterrado para siempre bajo aquél gesto. El ministro de Salud Nacional emitió un leve suspiro, pero el General no estaba dispuesto a perder ni un ápice de posición sin pelear.
–Bueno, pues ya que están hechas las presentaciones, podríamos, si su Majestad lo desea, poner sobre la mesa el primer asunto que hasta ahora somos incapaces de resolver. Quizá, el Consejo Científico-Lógico pueda conseguir desatascarlo.
–¿A qué se refiere, General?–La mano de la reina había vuelto a esconderse en la oscuridad como un resorte.
–Me refiero, por supuesto, al asunto de los refugiados, esas miles de criaturas que rodean al capital esperando a que hagamos algo "por ellas".
Las miradas de todos se volvieron hacia el rostro rubicundo del exdiplomático norteamericano. “Le está invitando a participar", pensó Barbosa. "Lo van a machacar”
–Es un asunto interesante. Sin duda. Una buena ocasión para poder demostrar la forma de cómo trataríamos los asuntos desde una perspectiva Científico-Lógica.
Nadie contestó.
–Bien. Tengo que reconocer que ya hemos estado reflexionando sobre el tema y conocemos las distintas posturas de cada uno de ustedes.
“¿Conocemos?¿Es que hay más gente en el puto Consejo ese a parte del guaperas?”
El “guaperas”, como lo había nombrado Barbosa en su cabeza, miró a Eusebio Veneroso y le sonrió.
–En primer lugar, no podemos contemplar la opción de “eliminarlos”. Es moralmente inconcebible, técnicamente imposible y políticamente contraproducente.
El ministro de salud fue a abrir la boca pero el americano se giró hacia el coronel Íñigo Robledano.
–Por otra parte, representan en las actuales circunstancias un serio problema de seguridad que obliga a los efectivos de la Guardia Real a vigilar a sus ciudadanos justo en el momento en que quizá deberíamos estar vigilando a los “visitantes”
Sin duda se refería a los chinos. Barbosa miró de soslayo al coronel y sintió cómo el americano acababa de hacer un nuevo amigo.
–Ahora bien, la compasión no es un fin en sí misma.–Dijo hablando hacia su derecha, en dirección al obispo al que no podía ver sin moverse para esquivar el corpachón del ingeniero Sánchez de Gandarilla.–Debemos de resolver el problema de estas personas con soluciones a largo plazo, algo que les dé esperanzas y les permita abrigar un futuro. Eso es lo que esperan de nosotros.
El obispo se removió inquieto. Había algo en aquellas palabras que encerraba un propósito desconocido. John Auger jugaba con las expectativas de todos, creando un ambiente que le favorecía. En eso, pensó Barbosa, es un maestro. Ahora estaba mirando al general se tomaba tiempo, calculando las palabras justas que tendría que decir.
–Y tenemos un problema mayor, al que le deberíamos dedicar todos nuestros esfuerzos: la cesión de soberanía sobre una parte del territorio nacional en favor de un gobierno extranjero cuyas intenciones últimas nos son desconocidas.
“Bravo”, pensó Barbosa mientras se giraba hacia el americano con involuntaria admiración.
–Sé,–“Ahora le toca al Ingeniero”–que vamos a intentar hacer todo lo técnicamente posible para minimizar el riesgo de extensión de esa pérdida de soberanía. Pero no podemos pedirle al Ministro de Infraestructuras que haga milagros. No basta con un perímetro de defensa pasiva, ni aun añadiéndole un refuerzo militar que por otra parte es difícil y costoso.
“¿Cuando me va a mirar a mi?”. Barbosa estaba inquieto.
–Estábamos hablando de los refugiados,–interrumpió el general.–¿Por qué ha cambiado de tema? Nadie ha pedido su opinión respecto de la pérdida de soberanía.
–Es cierto, sin embargo, si unimos los dos asuntos quizá podamos resolverlos a la vez.
Los que estaban alrededor de la mesa se quedaron mirándolo, esperando a que continuara.
–La colonia china, en Benalmádena, no sólo tendrá una frontera alrededor con muros, vallas y acuartelamientos. También tendrá la mayor colonia de este país en el sur. Una colonia formada por los miles de refugiados que rodea la capital.
–¿Piensa trasladar los campamentos de refugiados a Benalmádena?
–Yo no. Irán ellos solos. Buscando una nueva oportunidad.
–Una tierra prometida.–Intervino el obispo.
–Efectivamente.
–Y cómo va a conseguir moverlos de ahí.
–Eso será misión de su eminencia. Sabemos que dispone usted de cientos de hombres y mujeres que recorren los campos de refugiados para confortar y darles sentido a las vidas de esa pobre gente.
El obispo hinchó el pecho involuntariamente. Orgulloso.
–Es hora de que dejen de hablar de la otra vida y les ayuden a organizar ésta. Crearemos las condiciones necesarias para iniciar un éxodo hacia el sur.
Se hizo un silencio espeso. Barboza pasó su mirada de uno en uno. El obispo aún se regodeaba en el último halago, el ingeniero se había enredado en algunos gráficos, el Jefe de la Guardia Real parecía estar pensando ya en el traslado de los refugiados, el Ministro de Salud Nacional parecía deprimido... Y el general...
–Suena bien.–Dijo.
–Suena bien.–Dijo el obispo.
–Perfecto,–intervino la reina.–¿quién organizará todo eso?
El americano por fin miró a Barboza.
–Nadie mejor que usted, Martín.–Aquello le había pillado de improviso.–Ha demostrado con creces ser el más indicado.
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