05.14: El Diván de la Reina (I)



La sala estaba a oscuras, a pesar de contar con tres grandes lámparas metálicas que colgaban a baja altura sobre una larga mesa. Quizá, el que su madera fuese de ébano contribuyera, aun cuando ésta estuviese acribillada de incrustaciones de hueso, lapislázuli y cerámica.
La mesa, muy gastada, conservaba un viejo aire de nobleza. La luz parecía ser absorbida por su madera y las paredes de ladrillo sin enlucir, a metro y medio de distancia, apenas se distinguían. Como un pozo oscuro, concentraba la atención de los que se habían reunido a su alrededor.

Al fondo, en el extremo, se sentaba el General Mata con uniforme de campaña, un viejo robusto aunque no muy alto. Su calvicie llegaba casi hasta las sienes y la nuca. El rostro, cuadrado, perfectamente afeitado, lucía un fino bigote pegado al labio superior que le otorgaba un rancio aire militar.

A su derecha  se encontraba el Ministro de Salud Nacional, doctor Eusebio Veneroso. Delgado y pulcro. Sus lentes redondas de pasta, los pliegues de piel que colgaban de su mandíbula y se fruncían en el apretado cuello de su bata blanca y la propia indumentaria parecían indicar que había sido sacado de su laboratorio en plena investigación, hacía muchos años. Sus grandes manos de finos y largos dedos huesudos descansaban sobre unos papeles que reordenaba de forma obsesiva.

A su lado se sentaba el Jefe Nacional de la Guardia Real, el coronel Íñigo Robledano. Más joven y fornido que los otros dos, sus pobladas cejas se unían con el inicio del nacimiento del cabello ocultando casi toda la frente. De fuertes manos, grandes orejas y ancha nariz, todas ellas velludas, el coronel parecía lo que era, un hombre rudo y tosco. El uniforme añil que vestía, de tela común, estaba tenso, a punto de reventar bajo la presión de su musculatura. Lo que no dejaba ser un truco. A Robledano le gustaba llevar ropa de algunas tallas menos.

A la izquierda del general, el Obispo de Toledo, monseñor Bermúdez de Castro. Es posible que en otro tiempo hubiera sido un gordo jerarca de la curia pero ahora sólo parecía un saco de huesos envuelto en una enorme sotana de color rojo apagado, casi pardo. Sus ojillos vivos se hincaban como dardos de acero allá donde se posaban. Sus manos permanecían una junto a la otra, como las de un águila o un buitre que sobrevolara sobre su presa. Tenía más fama de lo primero que de lo segundo, aunque en la Corte todo era objeto de controversia.

A su lado la única persona que vestía de manera informal, una camisa blanca y unos pantalones vaqueros muy gastados. A pesar de su apariencia, el Ministro de Infraestructuras, el Ingeniero Emérito Luis Sánchez de Gandarilla era un setentón. Pero conservaba el aire de su juventud: alto, recto y bien proporcionado; sólo su rostro, surcado por mil arrugas, daba cuenta de su edad. Su cabello intacto,  aunque blanco, y su increíble energía y determinación la desmentían con igual vehemencia.
Sánchez de Gandarilla era el impulsor del sistema de colonias, el constructor de las murallas de la ciudad y el diseño de su perímetro defensivo, entre otros ambiciosos proyectos, y también tenía sus papeles con notas, menos pulcras y ordenadas que las del doctor Veneroso.

Por último estaba Martin Barbosa, recién llegado del sur. Había tenido tiempo para asearse, cambiarse y acicalarse. Su traje negro con rayas diplomáticas rojas, sus manos de uñas esculpidas, su afeitado exhaustivo y limpio, su escaso cabello peinado pero con un toque de rebeldía y su corbata granate firmemente anudada le prestaban un toque de varonil distinción que un perfume demasiado floral ponía en duda.

Había intentado sentarse a la izquierda de Sánchez de Gandarilla para evitar los acechantes ojos del obispo. Pero el General le había indicado con un firme gesto que ocupara un lugar junto al troglodita Jefe de la Guardia. “Así podremos representar la evolución de la especie”, pensó Barbosa mirando de soslayo al coronel.

Era extraño que no hubiese en la reunión ningún representante de las finanzas. Pero Mata prefería ser él el que informara sobre éstas. Así concentraría más poder, incluido el de saber con cuánto dinero contaba la Corona. Una ventaja estratégica que le hacía comportarse como el auténtico dueño.

Cuando entró Barbosa en aquella sala, un Hammam de la época de Al-Mamún, los gritos que se escuchaban desde el otro lado de las puertas cesaron. Pero fue sólo el tiempo justo para que él presentara sus escusas. La discusión se retomó rápidamente.

–Como le estaba diciendo,–explicaba el doctor Veneroso,–es necesario antes transportarles a algún lugar que podamos sellar con cal y lodo, el problema no es deshacernos de los vivos, sino de los muertos.
El obispo se removía incómodo.
–¡No debería estar escuchando esta barbaridad!
–Pues salga, eminencia. Cuando llegue la Reina podrá entrar con ella.
–Da igual, no me parece cristiano planificar el exterminio de miles de personas.
–Considere que la radiación que bombardea sus cuerpos destruye las cadenas de ADN de miles de células cada minuto, sus defensas son incapaces de acabar con las mutaciones. En realidad ya están condenados. Sólo queremos evitarles sufrimientos.
–Lo que usted quiere es evitarse el sufrimiento de ver cómo la gente se le va muriendo alrededor.
–¿Y usted qué es lo que quiere?

“Ya están otra vez con lo mismo.” Pensó Barbosa. Sabía que nunca llegarían a un acuerdo porque no discutían realmente de lo que les preocupaba: El doctor quería demostrar su habilidad matando miles de personas en un pis-pas, y el obispo temía que sin esas legiones de pobres hambrientos, su capacidad de presión sobre la reina se vería seriamente dañada. Para eso tenía a sus sacerdotes, decía, para guiar al rebaño Los miserables que se hacinaban en los valles de alrededor no le importaban a ninguno de los dos. A él tampoco, pero no tenía claro qué se podía hacer: echarlos, habría propuesto el coronel Robledano. Hacer un muro más alto, habría propuesto el ingeniero. ¿Y él? ¿Qué podía hacer un antiguo gestor de fondos de inversión con aquello? No tenía ni idea.

Unos golpes en las puertas avisaron de que la Reina se dirigía ya hacia la sala.
–¡Silencio!–Se impuso el general. Todos le obedecieron.–Cuando termine la reunión podemos proseguir en mi despacho.

Los nervios se fueron calmando. Excepto los del obispo, que parecía más inquieto que de costumbre.

Por fin, las dos hojas de madera se abrieron empujadas por los brazos de dos Guardias de gala. Una figura delgada y oscura, con la cabeza cubierta por una capucha que ocultaba su rostro hizo su entrada. Los presentes se levantaron haciendo que sus sillones rechinaran contra el piso de barro cocido.

Se sentó enfrente del General e hizo un gesto para que los demás también lo hicieran. Restaba un buen cuarto de mesa vacía hasta llegar a Barbosa y la luz de las lámparas no alcanzaba a iluminar el lugar que ocupaba. La reina quedó en penumbras, como las paredes, como las puertas que se acababan de cerrar tras ella.

–Buenos días, señores.–Todos inclinaron el cuerpo levemente.– General, cuando guste.

–Buenos días Majestad. El orden del día de esta reunión del “Diván” de la Reina se ha visto alterado a última hora.–La forma en que había pronunciado la palabra diván indicaba un claro desacuerdo con aquella nomenclatura arabizante.–Además del asunto principal, nombre en clave Punto Rojo, trataremos sobre las gestiones que el valido de la reina ha realizado en el suroeste y su Majestad nos presentará un nuevo proyecto que, sin duda, contribuirá a hacer más fuerte la unión de esta nuestra nación.

El general hablaba con una mezcla de prepotencia y subordinación que a Barbosa siempre le había intrigado. No terminaba de saber cuál de los dos temperamentos era el verdadero talante del militar.

–Señor Barbosa, estamos esperando su informe.–Dijo haciéndole salir de sus cavilaciones.

–Perdón Majestad.–Martín se irguió apoyando las manos sobre la mesa. Hablaba para la reina, aunque no podía ver si ésta le miraba o no.
–Podríamos resumir mi informe con un “misión cumplida”. Alfonso Gallardo se dirige en estos momentos a Benalmádena para hacerse con el encargo de su Majestad.–Sabía cómo decir las cosas para que, siendo poco, pareciese mucho. No obstante añadió.–No pretendo aburrirles con los detalles.

–Hay un detalle que si nos gustaría conocer.–El General dijo aquello con aire de amenaza.–¿Qué le ha ofrecido a cambio?

Barbosa se giró hacia él con semblante relajado: “deja que crea que el que manda es él”.
–Nada oneroso para la corona, mi general: cuatro personas de su elección han sido sacadas de la zona alfa y son conducidas en estos momentos hacia la colonia Los Maizales, en la Sierra Norte. Permanecerán convenientemente aisladas de los colonos “normales”, claro está.

Íñigo Ruíz se removió a su lado. Algunos Guardias Reales debían estar transportándolos pero sus oficiales no le habían informado. Pareció anotar algo mentalmente pero no dijo nada.
–Si su Majestad desea preguntar algo más…–Comentó Mata tomando algunas notas en sus papeles.
–Prosigan.

La voz de la reina sonaba seca y metálica pero ella lograba darle un aire solemne casi teatral. Sin embargo, ninguno de los allí presentes se hubiese atrevido a tomar aquello como un signo de debilidad. La Reina ya había demostrado con creces que no le temblaba la mano a la hora de firmar la defenestración, el destierro, la cárcel o incluso la muerte de quien coqueteaba con la desobediencia.

Por esa razón, nadie, ni siquiera el arrogante General Mata se atrevía a cuestionar sus deseos, incluido el de llamar Diván a una simple reunión de gabinete. Al menos en su cara.

–Pasamos al siguiente asunto. Punto Rojo. Como General al mando, me corresponde a mí dar cuenta de su progreso.–“Cómo no”, pensó Barbosa, volviendo a acomodarse en su sillón.

–El Mensajero del Mar debería estar zarpando en estos momentos de Rio Grande. Las comunicaciones de onda corta son bastante difíciles y el español de nuestros socios no es demasiado bueno, así que hemos tenido que contentarnos con una explicación del retraso muy vaga. Sin embargo, todo parece ya en orden, al menos eso nos aseguran.

–¿Cuánto tardarán en llegar?–Preguntó la reina.
–Si no hay más contratiempos, treinta días.
–¿¡Treinta días!?–Interrumpió el Jefe de la Guardia Real.–Ni que fuese un cayuco.
–Es mucho más grande que un cayuco.–Aclaró el Ministro de Industria.–Funciona con la fuerza combinada del viento y el sol.  Nada de combustibles fósiles ni propulsión nuclear.
–¡Qué chorrada!–Insistió el coronel–Con la de mierda que hay ya en la atmósfera, qué más da un poco más.

–Evidentemente a nadie le preocupa ya el cambio climático.–Intervino el general con cierta satisfacción.–Pero hacia donde navega es difícil encontrar un litro de gasolina, como usted bien sabe. Además, las reservas de material fisible son escasas y nuestros “amigos” parecen no querer desprenderse de su arsenal nuclear.–Nuevamente, el general dejaba entrever su desacuerdo con las directrices de la corona pronunciando amigos con un inconfundible tono de duda.

–Bueno, pues…–la reina pareció no haberlo notado,–está claro que tenemos poco tiempo para que el comisario Gallardo tenga atados todos los hilos que teje el poder local en Benalmádena. ¿Cree que Mi Guardia estará en condiciones de facilitar toda la información necesaria en menos de diez días?

–Creo que no ha escuchado bien, Majestad.–Contestó confuso el coronel.–Estamos hablando de treinta días.

–Estamos hablando de diez días. Los que dispone usted y sus hombres para conseguir que Gallardo termine su mapa de intereses, enlaces y objetivos. Después llegará el momento de desactivar cualquier atisbo de insurrección, cosa en la que usted, coronel, también tendrá responsabilidad. Mientras tanto, aquí Sánchez de Gandarilla y el General deberán trazar y construir la frontera que separará Benalmádena del resto del estado. Para cuando llegue el Mensajero del Mar la plaza tiene que estar deshabitada, aislada del resto del territorio y en perfecto estado.

El coronel inclinó la cabeza ante el evidente enfado de la reina.
–Respecto de esto último, quiero volver a decir que sacrificar la soberanía nacional, aunque sea de un pequeño enclave, es un error que podríamos pagar muy caro.
–Hemos hablado de eso, General. Ya están fijados los términos del acuerdo, no hay nada que pensar.
–Me refiero a que…
–Si se refiere a renegociar la soberanía resultante de nuestro tratado, ya le he dicho, y le puedo asegurar que ésta es la última vez que lo haré, que no hay nada que cambiar.

La reina bajó el tono. Parecía querer controlar su genio. Tomó aire y continuó.
–Benalmádena será una colonia china en los mismos términos que lo fue Gibraltar del Reino Unido. Olvide para siempre sus sentimientos patrios. Necesitamos armas y un canal comercial con el exterior. No disponemos de barcos, no somos capaces de luchar contra la piratería del Mediterráneo, no podemos salir al Atlántico ni subir hacia el Norte. Sólo podemos ceder territorio, y lo estamos haciendo a muy buen precio, créame.

–Si le parece más digerible,–intervino Barbosa,– piense en Benalmádena como en la mitad norte o el suroeste de nuestro país: zonas alfa que conviene no visitar.

–Las zonas alfa serán algún día zonas beta,–"aunque ni usted ni yo lo veremos” pensó Barbosa.–Benalmádena puede ser sólo una cabeza de playa para un desembarco a gran escala.

Por fin lo había dicho. Ese era un temor no sólo del general, sino de todos los presentes. Sabían lo que los chinos habían hecho con Tasmania, Mossel Bay o las Malvinas y cómo desde ahí habían ido extendiendo sus tentáculos tierra adentro.

–General.–La paciencia de la reina parecía estar al límite.–A ver cuando se entera de que el Mundo ha cambiado. Daría mis dos piernas por estar en la situación de Tierra del Fuego o Sudáfrica. Si los chinos se han interesado por nosotros, solo podemos darle gracias a Dios. Es como si nos hubiera tocado la lotería, ¿lo entiende?

Barbosa si lo entendía. De hecho, la reina acababa de usar sus propias palabras, cuando le explicó que estar bajo el paraguas chino, o bajo sus botas, era la única salida para aquél reino de miseria.

El silencio cayó sobre los reunidos que  miraban fijamente los arabescos de la caoba sin atreverse a levantar el rostro. Sólo el general, rojo de ira, mantenía los ojos en el lugar en que se suponía debía encontrarse la reina.
–Lament…–tragó saliva antes de continuar.–Lamento haber enojado a su Majestad, pido disculpas por mis “obsesiones”.

“¡Qué cabrón!”, pensó Barbosa, “hasta disculpándose lanza pullas.”
–Yo también les pido disculpa, señores. No es propio de una reina este comportamiento, ruego me permitan achacárselo a mi lacerante dolor por el sufrimiento de mis súbditos.

La reina también tenía mucha munición verbal para contrarrestar la poco elegante arrogancia de Mata, pero realmente había perdido los nervios y eso la hacía bajarse de su engolada forma de hablar para volver a lo que, seguramente, era su auténtica versación.
–Queda un último punto.–Intervino nervioso el Obispo.–Es una propuesta vuestra, Majestad. Nos encantaría escucharla de sus propios labios.

Barbosa miró al hombrecillo envuelto en tela marrón y pensó que se podía ser más hijo de puta que él, pero nunca más viscoso.

–Pues me temo que les decepcionaré. El siguiente tema lo presentará su responsable, el nuevo miembro del Diván, Director Ejecutivo del Consejo Científico-Lógico Nacional.

Los presentes se miraron extrañados. Nadie tenía ni idea de qué diablos era aquél Consejo. Barbosa miró al general, que permanecía impasible, aunque todavía algo sonrojado. A su lado, el obispo tampoco parecía sorprendido, de hecho algo debía saber, y lo que sabía le tenía muy preocupado.

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