05.13: Un nuevo rumbo


Las luces de los cirios amenazaban con apagarse, como si notaran la inminente llegada del amanecer y por lo tanto, su inutilidad. Un amanecer que traería un nuevo día para casi todos los que se congregaban en torno al cuerpo fugaz de la gitana.

Porque aquella noche debía ser su última noche. Así lo habían decidido los presentes: la inconsolable Peligro, el aun más triste que de costumbre Notario, el impaciente Pepo, y el frío "Capitán" de los Defensores de la Alameda, un tipo esquelético, con cara de lagarto, nariz ganchuda y ojos demasiado juntos.

–¿Está todo preparado?­–dijo el viejo mirándole.
–Cuando queráis.

El cuerpo de la mujer que se escondía entre las sábanas apenas se movía. Hoy, su boca consumida estaba reseca. La respiración apenas audible, la tez marchita, casi muerta. Un suspiro exagerado de la Peligro pareció tragarse todo el aire de la habitación.
–Me quedo–dijo–Me quedo, no puedo hacerle esto.
El Notario la abrazó. Ahora él parecía mucho más grande que ella, mermada por la enfermedad.
–No le haces mal alguno, al contrario, le ayudas a pasar este trance que ya se le ha alargado demasiado.
–No puedo hacerlo.

El tipo al que todos llamaban capitán la miró de una forma que, con otros ojos menos mezquinos, hubiera transmitido ternura.
–Tú no has de hacer nada. Déjame a mí, no es la primera vez.
–Pepo, sácala de aquí.
–¡No…!

Hicieron falta tres hombres para arrancarla de la vera de su amiga moribunda. Por fin, quedaron a solas el capitán y el cuerpo marchito de la gitana.

­–A todos ha de llegarnos este momento­–dijo sacando una gran jeringuilla de su bolsillo­–Espero que entiendas porque hacemos esto y no se te ocurra volver del más allá para tocarme las pelotas.
Clavó con cuidado la aguja en el vientre consumido de la anciana y empezó a vaciarla con lentitud. Los brazos de la vieja se fueron relajando casi de inmediato. El rostro perdió su rugosidad, el mentón cayó hacia un lado. Por fin todo el contenido de la jeringuilla desapareció de la vista y en la habitación sólo quedó la respiración entrecortada del capitán.

Las primeras luces del alba sorprendieron a la Alameda tiñendo de color las oscuras fachadas de los edificios. Algunos cazadores remisos buscaban refugio con sus presas al hombro.  Las brasas casi apagadas de las hogueras apenas proporcionaban calor a los pocos “defensores” que no se habían ido a dormir.

Un convoy de la Guardia Real pasó sobre los restos de uno de los fuegos alterando con su entrada la rutina del nuevo día. Dos tanquetas biplaza flaqueaban por delante y por detrás a dos SUV blindados de distinto tamaño.
El movimiento nervioso de la artillería de las tanquetas, lejos de mostrar su poderío, daba cuenta del miedo de sus tripulantes.

Llegaron hasta el extremo sur y giraron rodeando los restos de las columnas monumentales del paseo para volver a tomar el camino hacia el norte, siguiendo el sentido obligatorio de la circulación, algo que naturalmente nadie más hacía. Cuando llegaron a la altura del templo de las adoratrices se detuvieron.

Una figura desaliñada, vestida con un traje prebélico y una simple gabardina, se apeó del SUV más pequeño para cruzar el parterre lleno de trastos abandonados y subir los cuatro escalones del edificio.
Al poco volvía a salir acompañada de otras cuatro con sus respectivos trolis. El grupo se dirigió al vehículo de atrás, más grande que el primero. La figura de la gabardina abrió la puerta y les invitó a entrar. Apenas se entretuvo un segundo antes de volver a cerrar y regresar a su vehículo.

El Capitán de los Defensores de la Alameda, desde la ventana de la primera planta, vio cómo se ponían de nuevo en movimiento hacia las afueras de la ciudad. Se quedó observándolos hasta que se perdieron entre las calles. Luego miró la hora en su nuevo e inútil teléfono quantum, salió de la habitación, bajó las escaleras y abandonó el edificio a paso ligero.

En el cálido interior del segundo SUV, Hana empezó a quitarle el abrigo a la pequeña Tsetsuko que no dejaba de mirar las imágenes artificialmente nítidas de la calle en sus falsas ventanillas.
–No toques nada, Tsetsuko-chan.
–¿Qué es, por qué se ve así?
–Son pantallas de televisión.–Aclaró el notario sin apartarse de los gimoteos de la Peligro.–Muestran las imágenes del exterior del vehículo.
–Se vé raro porque tienen visión infrarroja…–Empezó a decir Pepo.
–¡Ejem!–Le interrumpió el notario dándole con el pie.–No hables, Maru, no le viene bien a tu garganta.

En la cabina presurizada de pasajeros, dos filas de asientos enfrentadas acogían con holgura al Notario y la Peligro en un lado y a Hana, su hija y Pepo en el otro. Entre ambos habían quedado en el piso las cuatro maletas iguales. Pepo, vestido de viuda tenía un aspecto ridículo. De hecho, la pequeña ya había preguntado si La Peligro y él eran “hermanas”.
–Son Hermanas de las Adoratrices de la Negra Señora.–Había aclarado el Notario con cierta sorna.

La pantalla que ocupaba el lugar de la ventanilla izquierda parpadeó un segundo antes de mostrar la imagen de Gallardo.
–Bueno, perdonad que no me haya entretenido antes, los chicos de la Guardia querían que saliéramos cuanto antes de la ciudad. ¿Cómo estáis?
–Bien…–Contestó el Notario con el rostro de la Peligro oculto en su pecho.
–No te apenes, mujer.–Respondió.
–Déjala, todos tenemos derecho a llorar.
–Tienes razón. Bueno, Tsetsuko, te lo voy a decir a ti porque creo que te puedes encargar de la organización. ¿Me escuchas bien?
–Perfecto, señor comisario.–Dijo la niña orgullosa de ser la encargada de lo que fuera aquello.
–Saldremos por la ruta 92, en dirección al este. Al llegar a la salida 106 vosotros tomaréis hacia el noreste, en dirección a la colonia que os ha sido asignada, mientras que nosotros y los vehículos de escolta viraremos al sureste, rumbo a mi nuevo destino. Espero que todo vaya bien.
–¿Cuánto falta para la salida 106?–Preguntó impaciente la pequeña.
–Algo más de una hora. En el asiento de atrás tenéis una pequeña trampilla para acceder a bebidas y algunos alimentos, por si queréis desayunar. ¿Te acuerdas de los pastelillos de chocolate?-Tsesuko asintió-También hay.
–¡Qué bueno!
–Por cierto, no toquéis nada más. Vigila especialmente a “la Maru”, le gustan mucho los botones.
–Vale, señor comisario, no le quitaré ojo de encima.–Dijo mirándolo con desconfianza.
–Mientras no nos separemos, podremos comunicarnos de vez en cuando.
–Gracias.
–Gracias, Gallardo. Te debemos una.–Intervino el Notario.
–Ya me la pagaréis. Hasta ahora.–La pantalla volvió a mostrar el exterior del vehículo.

Acababan de salir del entramado de callejuelas del casco antiguo y circulaban ya por una zona despejada, siguiendo el cauce del río. La luz natural era aquí la suficiente como para ver el paisaje sin necesidad de trucos ópticos. Los colores eran ya los propios de una fría mañana de invierno.
Pepo se apoyó en una de las maletas y buscó la trampilla en el asiento de atrás. La abrió y removió el interior hasta sacar un par de paquetitos de papel.
–¿Alguien quiere comer algo?
–Ejem…–Dijeron casi al unísono el Notario y la pequeña Tsetsuko.
El joven volvió a dejar los paquetes donde estaban y cerró la trampilla. Luego retornó a su asiento y agarró sus manos intentando demostrar que ya no volvería a tocar ni a decir nada.
–Abróchense los cinturones.–Dijo una voz varonil desde algún sitio.


Durante el tiempo que emplearon hasta llegar a la salida 106 apenas hablaron. Hana hizo algún comentario a su hija sobre lo que veían por las ventanas electrónicas, pero la niña, a pesar de llevar cerca de seis años sin salir del piso del Notario, no mostró ningún interés. Los grandes tramos de terreno cubiertos de rastrojos o la aparición de algunos campamentos improvisados a lo largo de la ruta no eran especialmente llamativos.

De vez en cuando pasaban junto a una pared o valla publicitaria desvencijada en la que alguien había pintado la letra griega alfa, para recordar que estaban en una zona donde la radiación era mayor a los ciento veinte milisieverts por día. Los escasos habitantes que vagaban por los campamentos, en su mayoría ancianos, desconocían su significado, aunque éste estuviese estrechamente relacionado con su soledad y abandono.

Por fin, la ventana parpadeó y volvió a aparecer el rostro anguloso del comisario Gallardo.
–¿Cómo va la cosa?

Observó en su pantalla una imagen de gran angular de la cabina. La Peligro parecía dormida contra la pared contraria a la cámara, el Notario también parecía somnoliento. Hana y Tsetsuko estaban jugando a algo con sus propios dedos y Pepo miraba a través de las “ventanas”.
–Ah, hola, señor comisario.–Intervino Tsetsuko.–Todo muy bien, un poco aburrido. Hemos desayunado y esta señora no ha tocado nada.
Pepo hizo un gesto de asentimiento hacia la cámara.
–Perfecto. Pues ya estamos llegando al punto de separación. Vuestra colonia se llama “El maizal”…–Miró algo que estaba fuera del campo de visión de la cámara.–Está a unas tres horas de camino, en zona beta… mucho mejor que ésta. Por cierto, Tsetsuko, ¿Has comido alguna vez palomitas de maíz?
–No.–Miró a su madre buscando la confirmación.
–Pues te van a encantar.–“Supongo”, pensó recordando que en la Colonia de los Girasoles jamás había visto un girasol.
La pequeña sonrió.
–Cuando estemos instalados cada uno en su sitio nos pondremos en contacto de nuevo. Buen viaje… y recordad, no toquéis nada.
–No se preocupe, señor comisario. Buen viaje.

Pepo,  Hana y el Notario se despidieron con un gesto y la pantalla volvió a mostrar el horizonte donde ya empezaban a apreciarse algunas pequeñas elevaciones del terreno. A penas unos minutos después, por las ventanas de la derecha, vieron como el SUV y las dos tanquetas viraban hacia el sureste para continuar su camino. Ahora estaban solos. Todos se miraron sin decir nada.

–Peligro…–Movió delicadamente su hombro.–Peligro, despierta…
El rostro de la mujer parecía haber sufrido un fuerte golpe. Tenía los ojos hinchados de llorar y una arruga marcada que le cruzaba el mentón izquierdo con la forma del perfil de la puerta, donde había tenido apoyada la cabeza.
–¿Qué…qué… hemos llegado ya?
–No, pero acabamos de separarnos de Gallardo y su escolta.–La pequeña la miró y le guiñó uno de sus ojitos.–Será mejor que te espabiles.

Durante un buen rato guardaron silencio. De vez en cuando cruzaban alguna mirada, como si quisieran decirse algo, pero las bocas permanecieron cerradas. El conductor y el acompañante no escuchaban nada ni nada podían sospechar mirando la imagen de los pasajeros en la pantalla del salpicadero.

La carretera empezó a trazar curvas más o menos cerradas conforme el vehículo subía hacia los montes cercanos. Pasaron junto a una casa con el signo beta pintado en la fachada. De una de sus ventanas colgaba un gran trapo de color rojo. Hana y su hija se miraron.
–Mamá… necesito hacer pis.
–No podemos parar, TSetsuko-chan. No está permitido.
–Pero es que me hago pis...

Pepo pegó dos fuertes golpes en la chapa que separaba la cabina de pasajeros de la de los guardias. Tuvo que repetir un par de veces, a cada cual con más fuerza, pero por fin, el rostro del copiloto, deformado por la proximidad de la cámara, apareció en la pantalla de la izquierda.
–¿Qué ocurre?–Dijo de mala gana.
–Mi hija necesita hacer pis.
El guardia miró a su compañero.
–No podemos detenernos, vamos sin escolta. Que aguante.–Cortó la comunicación.

De nuevo dos golpes. A Pepo le empezaba a picar la mano.
–Le he dicho que no podemos detenernos.
–¡Es que se me va a escapar!
–Pues muy bien, niña. Te lo haces encima.–Volvió a cortar la comunicación.

En la cabina de conducción, el que manejaba el volante se giró hacia su compañero, ambos iban enfundados en su uniforme azul añil de espuma radioresistente que les cubría cual traje de buzopor, solo un pequeño círculo se abria para dejar a la vista el rostro.
–¿Estás loco? Como lleguemos con el vehículo con la cabina de pasaje llena de meados radiactivos ningún jefazo va a querer viajar en él, tendrían que tirarlo. Nos pueden montar un consejo de guerra por arruinar bienes de la Corona.
–¡Y quién se va a dar cuenta!
–Cualquiera con un poco de olfato imbécil… Estamos entrando en zona beta, en breve llegaremos al puesto de control. Cuando nos detengamos, que se baje y mee. Díselo.

De mala gana, el copiloto conectó el intercomunicador.
–Está bien. Aguanta un poco, vamos a llegar a un control entre zonas, ahí podrás hacer pis.
–Gracias señor guardia.–Dijo la pequeña con cara de no poder resistir las ganas de mear.
–¿Podrás aguantar?
–Creo que si… creo.
Cortó la comunicación.
–Ésta se nos mea antes de que lleguemos al control.
–Mira, ahí parece que podemos parar. Total, no nos va a ver nadie.
–De acuerdo.

El SUV salió de la deteriorada carretera y frenó en un claro rodeado de arbustos. Un grupo de árboles de aspecto enfermizo formaba un pequeño bosquecillo. El copiloto conectó el intercomunicador.
–Está bien, niña. Ya puedes salir. Que alguien la acompañe, pero no se alejen demasiado del vehículo, o no podemos garantizar su seguridad.

Un ruido metálico en la única puerta, a la derecha, liberó el cierre de seguridad. La puerta se entreabrió levemente. Pepo tomó el picaporte y terminó de descorrerla. El aire fresco, con aroma a pino y tierra húmeda, picó en la naricilla de Tsetsuko. Nadie podría decir que aquél aire estaba casi tan envenenado como el de la ciudad.
–Voy contigo,–dijo Hana desabrochándole el cinturón de seguridad a su hija.–Espérate a que me desate.

Salieron del coche y empezaron a caminar sobre la gravilla polvorienta de la cuneta hasta perderse de vista tras los primeros árboles.
–¡No se alejen tanto!– La voz del guardia sonó por los altavoces exteriores haciendo que un grupo de pajarillos saliera huyendo de entre las ramas.

Pasaron unos largos minutos. La madre y la hija parecían tomarse su tiempo mientras en la cabina, el conductor empezaba a ponerse nervioso.
–Deberías salir, no podemos dejarlas caminar solas por ahí, podrían escaparse.
–¿Y ahora lo dices?–Escupió una maldición y se puso la mascarilla antiradiación. Comprobó que su pistola reglamentaria estaba cargada y sin seguro y abrió la puerta para salir. No llegó a poner el pie en el suelo cuando un fuerte golpe desde arriba le hizo caer entre la puerta y el vehículo.

-¡¿Pero…?!
Un tipo pequeño, delgado, de tez morena,  nariz aguileña y grandes patillas de hacha apareció entre los arbustos. Llevaba una recortada de cartuchos de caza con la que encañonaba al piloto a través del hueco de la puerta.
–Mueve un músculo y te descerrajo dos tiros.–Dijo con la calma de quien sabe muy bien lo que tiene que hacer.

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