05-12: La partida



–Amor, ¿cómo es que partís?
–Lo siento cariño, no puedo entretenerme
Continuaron caminando cargados con dos pequeñas mochilas por entre los tenderetes más madrugadores. Algunos turistas, venidos del sur y del oeste, tanteaban sus primeros objetivos: una jarra de mate con su nombre, una calculadora electrónica, una linda figura de porcelana china…

–Me lo acaban de decir…–Surgió de repente, como una fiera.–¡Te marchas!
–Lo siento, Guillermina, es largo de contar.
–Llegamos tarde.–Apuntilló su amigo
–¡Callá la boca!–La mujer lo miró con odio. Parecía tener dos caras, una agria y desagradable para Tsetsu y otra dulce y afable para Jean Baptiste.–¿Cuándo partís? ¿Cuánto tiempo? ¿Dónde vas? Decime. Mi marido aún duerme, vayamos a la trasera…
–Lo siento, de veras. Es un asunto que no puede esperar.

El japonés no se atrevió a pronunciar palabra alguna limitándose a mirar con insistencia la mala imitación de Citizen que abrazaba su muñeca. La pescadera por su parte había pasado de las palabras a los hechos e intentaba devorar a su amigo empezando por la boca, los mofletes, los ojos, el cuello…
Él parecía tener alguna dificultad para desengancharse de todos y cada uno de sus brazos, que aunque eran sólo dos, reaparecían a cientos. Por fin, logró alejarla lo suficiente para que comprendiera que la cosa no iría a más.
–Te llamaré, lo juro.
–¡No jures, tu palabra no vale nada, malnacido!–Gritó.

–¡Vámonos!–Susurró al japonés tomándolo por el brazo y metiéndolo entre la muchedumbre–Ahora vienen los llantos.
–¡Eres un maldito hijo de la gran puta sin entrañas!

Mientras se escabullían, sus gritos se desvanecían en el bullicio, aunque Tsetsu miraba de vez en cuando hacia atrás, temiendo que aquella loca les siguiera.
–Cómo puedes soportarla.
–Bueno. Ella es muy temperamental… en cualquier circunstancia.
–Eres un… un…
–¿Valiente?–Completó con satisfacción.
–¡Vete a la porra!

Continuaron así durante el recorrido hasta la sede del Consorcio del Puerto, inmersos en un río de gente bajo un cielo levemente cubierto que anunciaba sin embargo un día espléndido. La figura grande y llamativa de Jotabé, de pelo rojo y piel blanca, sobresalía de entre la multitud, al contrario que la frágil, oscura y diminuta del japonés.

El Consorcio se situaba al principio de una gran fila de edificios administrativos, más allá de la hiperactividad del mercado y la zona de carga y descarga. Era una construcción grande y sin personalidad: cuatro paredes, ventanas y un gran tejado a dos aguas. Sólo las banderas de la Provincia de Santa Cruz, la República Argentina y la C.E.E.S. le distinguían de los edificios vecinos.

Frente ellos, la impresionante estructura del Mensajero del Mar parecía haber surgido de la bruma con la fría luz del sol naciente. Un fantasma azulado y amenazante que sin embargo ya congregaba a los primeros curiosos, impacientes por iniciar la visita turística.

–Pero… ¿no es en el barco?
–No, Tsetsu. La selección se está realizando en las oficinas de la Comunidad Económica. El barco está lleno de turistas, y los chinos no quieren publicidad.
–De acuerdo. Déjame hablar a mí.
–No te preocupes, sólo sé algunas palabras en chino y son más propias de la alcoba que de la oficina.
–A propósito…–Tsetsu se detuvo en seco a cincuenta metros de los primeros edificios.–¿Cómo te las vas a arreglar todo este tiempo?
–¿A qué te refieres?
–Que van a ser muchos meses sin… ya sabes.
–¡Ah bueno…!–Comenzó a caminar sin esperar a su compañero.–Supongo que como tú.

Tsetsu apretó el paso para ponerse a su altura.
–¿Y cómo me las arreglo yo?
Jotabé siguió caminando sin darle importancia a la conversación.
–Supongo que como todo el mundo: realizando “trabajos manuales”.
El japonés se paró un segundo, intentando desentrañar el significado de semejantes trabajos. De pronto volvió a aligerar, enojado.
–¡Creo que te equivocas…!¡Yo no he hecho “eso” en mi vida!
–Pues bien… yo si lo haré. Estoy casi seguro.–Se giró un momento y lo miró sonriente.–En cualquier caso, creo que podría descansar un tiempo.–El japonés no contestó. Aun estaba sorprendido de que su amigo pensara que él hacía “esas cosas…”

Se detuvieron en la entrada. El interior del edificio estaba lleno de gente: trabajadores sentados con cara de aburrimiento en una hilera de sillas de plástico rojo, armadores nerviosos haciendo cola frente a un mostrador atendido por una mujer gorda y malhumorada y personal ejecutivo con traje y corbata o vestidos demasiado formales que parecían ir de un lado a otro con prisas, como si el asunto que les reclamaba fuera a desaparecer de sus pantallas.

Un guardia de seguridad que había junto a la puerta les interceptó.
–¿Qué buscan?
–Este… tenemos noticias de una selección de personal para embarcar en uno de los buques atracados.
Les miró con suspicacia.
–¿Tienen experiencia?
–Eh… no.–El japonés se había quedado en blanco pero Jotabé intervino con habilidad.
–No... demasiada, pero nos comentaron que la experiencia no era necesaria.
El guardia hizo un gesto de fastidio.
–Un momento. No se muevan de ahí.

Se volvió a sentar en su taburete, tras un ridículo mostrador, y tomó un teléfono. Se giró hacia la pared y empezó a hablar en voz baja.
–¿Por qué no le has dicho que venimos a por lo del Xin Shi Hai?–Susurró el pelirrojo.
–Si no quieren publicidad es que no quieren publicidad.
Jotabé tuvo que reconocer que para los razonamientos lógicos, Tsetsu Watanabe era mejor que él. También se movía más rápido, infinitamente más rápido.

El guardia se volvía de vez en cuando para mirarlos de arriba a abajo, seguramente los estaría describiendo. Por fin tapó instintivamente el auricular y preguntó.
–¿Saben chino Han?
–Unas mil quinientas palabras.–Contestó Tsetsu.
–Yo algunas menos.
De nuevo, el guardia se volvió hacia la pared.

–Digamos que unas mil cuatrocientas treinta menos.–Completó Jotabé al oído de su compañero.

El guardia habló un rato más pero por fin colgó el teléfono.
–De acuerdo, siéntense ahí. Ya les llamarán.

La dispar pareja se intentó acomodar entre la decena de marinos que ya esperaban a que fuera su turno. De vez en cuando, el guarda recibía una llamada y hacía subir al ascensor a uno de ellos, pero el proceso parecía demasiado lento.

Pronto Jotabé empezó a mostrar impaciencia. Intentó moverse por aquél vestíbulo lleno de gente, pero el guarda parecía ubicuo y siempre terminaba interponiéndose en su camino. Sólo le dejó acercarse una vez al WC y otra a la máquina de bebidas calientes que había en un rincón, detrás de ellos.

–Quédate quieto, hombre.–le pidió Tsetsu.
–Uf… es que tardan tanto.
–Toma.–Le dio la revista que estaba leyendo.–Trata sobre barcos, ilústrate.

Un par de chicas hizo una visita a la máquina de bebidas y empezó a comentar cosas sin perder de vista a Jotabé, que ojeaba ya con interés el “Grandes Buques de China”.
–Voy a hacer pis.–Murmuró Tsetsu levantándose.

Mientras seguía las innecesarias pero exhaustivas indicaciones del guarda, una de las chicas se acercó al absorto lector con un vaso de plástico humeante entre las manos.
– Perdone, ¿no será usted Jean Baptiste Legrand?
El pelirrojo levantó la mirada de los barcos.
–Mais oui! ¿Nos conocemos?–Se levantó y arrojó la revista como si ya la hubiese leído.

No habían pasado cinco minutos cuando Watanabe volvía del excusado. Encontró a su compañero en plena ceremonia de apareamiento, como solía denominarla para sacarle de quicio. Las chicas ondulaban sonrientes a cada lado del francés que hablaba moviendo las manos con emoción mientras las miraba sonriente. Cuando pasó a su lado, Tsetsu hizo un gesto que dio por finalizada la “sesión”.
–Bueno chicas, tengo que dejaros.
–¿Pero vas a embarcar en el Mensajero del Mar?–Dijo una haciéndole morritos de disgusto.
–Yo soy así, no puedo parar en ningún sitio.–Respondió hinchado como un palomo en una cornisa.
–Pero volverás a Rio Grande, ¿verdad?
–No sé dónde me llevará la mar, pero volveré. Tan cierto como que hay corrientes marinas.

Las chicas estamparon dos besos cada una en las mejillas del gigantón lo suficientemente cerca de la comisura de los labios como para que éste supiera que su cortejo había sido exitoso.

Cuando tomó asiento su amigo le miraba sonriente y orgulloso.
–“No sé a dónde me llevará la mar…”. ¡Ni que fueses el mismísimo Drake!
–Son técnicas sencillas. Las miras, ves lo que desean escuchar y se lo dices… es fácil.–De pronto se giró enojado.–Oye, ¿¡has estado escuchando!?
–Por supuesto… y también he estado arriba, dónde enrolan para el Xin Shi Hai.
–Bueno, y ¿cómo es, qué preguntan?
–Antes quisiera hablar contigo de algo importante.

Jean-Baptiste intentó acomodar sus anchas espaldas en la pequeña silla de plástico de la sala de espera. Watanabe hablaba tan poco que cuando decía que algo había que aprovecharlo como el agua en el desierto.
–Soy todo oídos.

Dejaron pasar a uno de los marineros en espera removiéndose en sus asientos con torpeza. Cuando por fin logró pasar, Tsetsu empezó a hablar en voz baja.
–¿Sabes a dónde va ese buque?
–Claro Tsetsu, te lo he contado yo.
–Me refiero a si sabes qué significa dónde va.
Jean-Baptiste suspiró y contestó con un lacónico-Sí.

–La radiación no es ya la misma que en los días siguientes a la guerra, excepto quizá en Rusia o Estados Unidos, pero el mundo entero recibe aun niveles letales y lo hará por muchos, muchos años. Sólo el extremo sur de América, donde estamos, Sudáfrica, Nueva Zelanda y Tasmania podrían considerarse zonas saludables.

Jotabé sabía todo eso, como cualquiera que viera los noticiarios o los informes semanales de habitabilidad global, pero escuchó a su amigo como si realmente le estuviese contando algo nuevo.
–Recientemente, sondas automáticas han detectado niveles relativamente bajos en una franja de diez grados en torno al ecuador. Es lo que los chinos denominan el Xìn fēng. El Mensajero del Mar iba a explorar esa zona.

El francés continuó callado.
–Por lo que me contaste no es ahí a donde se dirige en realidad sino al Mediterráneo. Sus intenciones no están claras, pero parece que su cargamento de armas cortas nos podría indicar que piensan venderlas. Quizá a algún oligobierno de la zona. No quedan estados ni existe en Europa o América ningún cliente organizado. Estaremos hablando por lo tanto de grupos, regiones o mini estados. Imagino un escenario de continuos enfrentamientos y escaramuzas. No tengo ni idea qué esperan recibir a cambio, pero lo que sea que utilicen para pagarles estará peligrosamente contaminado.

Tsetsu le miró. El francés seguía observándole en silencio.
–¿No tienes nada que decir?
–No, de verdad. Es muy interesante. No lo había pensado pero seguro que tiene que ser como lo cuentas.
–Está bien.–Le miró con desconfianza.–Mientras que aquí la radiación no supera, en el peor de los casos, los 5 milisiervets al día, en el Mediterráneo se han tomado lecturas de hasta 200, lo que significaría una muerte segura en cuestión de pocos meses.

Tsetsu volvió a esperar a que Jotabé dijese algo, pero el pelirrojo continuaba mirándole sin pestañear. Estaba claro que sus argumentos no lo estaban conduciendo hacia el objetivo previsto. Tomó aire.
–¿Seguro que me estás entendiendo?
–Tsetsu, por favor, ni las mujeres rubias ni los hombres musculosos tienen porqué ser tontos.
El japonés suspiró.

–En fin, voy al grano: No veo razón alguna para que adentres en ese infierno.
Y se calló aliviado de haber dicho lo que realmente pensaba.

–¿Has terminado?
Asintió.
–¿Qué razones tienes tú para hacerlo?
–Ya sabes cuáles son.
–Claro que lo sé. Y llevamos años esperando este momento, ¿por qué ahora te cuestionas el que yo te acompañe?
–Me parece peligroso.–Pensó lo siguiente un segundo.–Y, sinceramente, creo que no hace falta que vengas.

El francés apoyó los codos sobre las rodillas y le miró desde abajo. Era difícil saber qué pasaba por la cabeza de Tsetsu, pero lo que acababa de decir no era lo que pensaba, de eso estaba seguro.

–Gracias por tu “sinceridad nipona”.–Dijo con sorna.–Pero creo que te equivocas. A mí también me gustaría volver a ver a mis familiares y amigos, poder ayudarles. Traerlos aquí.–Sin darse cuenta, empezaba a elevar el tono de voz.–Sé que en Francia seguramente ya no quedará nadie, con sus cincuenta centrales nucleares como fuentes eternas de radiación, pero más al sur tenemos a los compañeros de la Alianza.
Algunos marineros empezaron a interesarse por su conversación.


–Puedo encargarme yo solo. No tenemos por qué arriesgarnos los dos.–Contestó al rato, de nuevo en un susurro.
–No es lo que habíamos acorda…

–¡Eh!–Le interrumpió el guarda desde la puerta.–Son los siguientes, ¿A qué esperan para subir?

Se miraron y levantaron casi a la vez.
–Tomen el ascensor a la primera planta, cuando se abran las puertas, un compañero les conducirá a la entrevista.

Entraron en la cabina y se giraron hacia las puertas. Guardaron silencio mientras se cerraban, pero cuando el ascensor empezó a moverse, Watanabe le entregó un papel arrugado con algunos signos escritos. Jean-Baptiste lo miró extrañado:

–¿Qué es esto?
–Son las respuestas correctas al cuestionario que te van a pasar. Es Han simplificado, procura no equivocarte, algunas respuestas se diferencian en un pequeño trazo.–Respondió Tsetsu sin mirarle.

–¿Estás seguro?¿No serán falsas?
–Nada me gustaría más, pero si quieres venir, esas son las respuestas correctas.
Cuando las puertas se abrieron, un par de gigantones chinos les hizo señas para que les acompañasen.

Al cabo de un rato ya caminaban, con sus pequeñas mochilas a la espalda, camino del Mensajero del Mar. Después de todo, había sido menos complicado que negociar entre ellos mismos.

Mientras subían la rampa metálica que les conduciría a su nuevo destino, Jotabé miró de soslayo a su alrededor. A la derecha, en la lejanía, la luz del sol teñía de rutilante color la actividad del puerto: La enormes grúas color verde primavera, los contenedores, naranja, amarillos, marrones, azules. Los tenderetes, arena, a rayas rojas o verdes y blancas, el cielo azul intenso. La multitud, de mil colores, alegre y despreocupada.
Y miró al frente, al portalón inmenso que se abría en el costado azul del Xin Shi Hai a su oscuro interior, como un presagio de los días que habrían de venir. Por fin miró el rostro infantil de su amigo, a su izquierda. La mirada fija al frente, la sonrisa reprimida, el paso decidido.
Y recordó el día en que conoció a Tsetsu en la Fundación. Llegó, se acercó a la mesa, y se puso a su lado sin que nadie lo notara. “Cuál será el superpoder de éste esmirriado”, se había preguntado mientras engullía los tamales de la buena de Fernanda.

Ahora, subiendo esa rampa que le alejaría de una vida relativamente feliz, sintió una profunda añoranza de aquellos tiempos. Echó su pesado brazo sobre el hombro del japonés.
–No digas nada. Sé que no te gusta que te toquen, pero tenía ganas de abrazarte.
Tsetsu agarró su hombro por debajo del brazo.
–No me gusta que invadan mi espacio personal, pero los amigos siempre son bienvenidos.

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