09.11: Arriba es abajo
Hacía un buen rato que el SUV y las dos tanquetas de la Guardia Real que lo escoltaban habían abandonado la seca monotonía de la Mancha para adentrarse en las estribaciones de los Montes de Toledo. Barbosa dormitaba intranquilo en la cabina de pasaje. La radiación se encontraba en el nivel más bajo posible para aquella latitud: 25 mSv/dia, bastante lejos de los 120 mSv de una zona alfa, como la del suroeste de la península. Pero en su sueño, aún sentía la sensación de estar siendo bombardeado por millones de partículas.
La cabina trasera de los SUV de transporte de la Guardia Real era un habitáculo protegido por una doble coraza antirradiación: una capa exterior de pintura de plomo y una plancha de dos milímetros y medio de grosor del mismo metal. Viajaba pues en una burbuja en medio de un mar tóxico, aunque en su sueño este detalle no mitigaba su aprensión.
Conseguir un aislamiento completo en un transporte de personas no era fácil. Además del blindaje, el vehículo contaba con un mecanismo de filtrado atmosférico muy eficiente y un cierre estanco. Incluso carecía de ventanas, si bien, unas pantallas estratégicamente colocadas eliminaban cualquier sensación de claustrofobia.
Delante, en la cabina del piloto y el guardia de apoyo, un estrecho y grueso parabrisas de vidrio de plomo proporcionaba visión directa, pero generalmente este visor estaba cerrado. La tripulación prefería utilizar sus propias pantallas, situadas en el salpicadero.
En aquellos tiempos estar al aire libre era muy peligroso.
En cualquier caso, los dos agentes vestían un uniforme radioresistente completo que les permitía abandonar el vehículo en caso de necesidad durante un tiempo limitado.
Los pasajeros también tenían sus uniformes radioresistentes, pero éstos se hallaban en un pequeño arcón entre la mampara de separación de ambas cabinas y sus piernas. Barbosa lo estaba usando en ese momento como reposapiés.
Un socavón en el caminó le despertó. Sudaba.
El cielo estaba plomizo, amenazando lluvia, y su hiriente luz le obligó a entrecerrar los ojos. Tocó la pequeña pantalla que tenía frente a él y todas cambiaron a negro. Al activar el intercomunicador, apareció la imagen deformada del rostro del piloto.
–¿Queda mucho?–preguntó.
–Acabamos de pasar Sonseca.
Tocó de nuevo la pantalla y el resplandor volvió a la cabina.
Pudo ver cómo efectivamente en el horizonte se veían ya las torres de vigilancia de los campamentos de refugiados: millones de tiendas de lona encerradas entre los valles que rodeaban a la capital. Las cuchillas de las alambradas que orillaban el Camino Real destellaban contra el sol bajo las nubes y el tráfico era ya relativamente denso.
En la lejanía, algunos bosques pequeños y ralos se adherían a las laderas de los montes como sanguijuelas verdosas.
Repasó mentalmente sus notas de la misión.
Como siempre empezó por pensar algo agradable; eso le permitía llegar a los asuntos problemáticos con mayor carga de autoconfianza, otra de las enseñanzas del señor Borcegui.
Podía sentirse satisfecho, pensó. Al fin y al cabo había conseguido lo que le había llevado al sur: movilizar a Gallardo hacia la Costa del Sol. Obvió conscientemente el breve y desagradable desencuentro con Su Majestad y su amenaza de destierro.
Había tenido que hacer algunas concesiones contra su criterio: ¡Individuos de zona alfa insertados en zonas de menor radiación! Iba en contra de los principios de segregación y depuración establecidos por el gobierno de Su Majestad.
Pero era tanta la fe que la Reina tenía puesta en aquél miserable viejo que no recibiría ninguna amonestación por esa pequeña falta; de todas formas, él había estado muy firme y, aduciendo “dificultades insalvables”, había conseguido separarlo de sus amigos. Así tendría toda su atención puesta en el encargo de Su Majestad y él conseguía no dar su brazo a torcer.
Miró a las falsas ventanas de la cabina con una sonrisa de satisfacción.
Los campamentos de refugiados ya rodeaban el camino cubriéndolo todo del tono blanco polvoriento de sus tiendas. Muchos niños, agarrando con sus manitas la alambrada, miraban los vehículos que pasaban. Algunos tenían enormes cabezas, o piernas deformes. Otros parecían normales, hasta que gritaban como posesos al paso del SUV.
Apartó la vista con desagrado y la dirigió al horizonte.
Los adultos, enfrascados en sus míseras vidas de supervivientes, apenas miraban al ancho Camino Real. Para ellos, la gente de “arriba” no servía para nada. Apenas algunos paquetes de comida, filtros para el agua y aspirinas. Nada que les permitiera abrigar una esperanza de mejora. Y sin embargo nada les movía a alejarse de aquél asedio.
¬“Estúpidos”
Recordó las palabras del general Mata: “Si no se van, tendremos que tomar medidas contundentes.”
Todos sabían a qué medidas se refería, por eso nadie le preguntaba por ellas. Tampoco nadie, ni la misma Reina, le decía que se olvidara de aquello. Y es que era muy posible que algún día tuvieran que preguntárselo y, entonces, esos miserables que abarrotaban los valles comprenderían lo que ellos representaban para los de “arriba”.
“Parásitos”
Un helicóptero azul sobrevoló a ras el vehículo y se dirigió a través del mar de lona hacia el este en dirección a una estrecha columna de humo negro. Amplió la imagen.
Un tumulto de cientos de cuerpos intentaba alejarse del humo arrollando a otros habitantes, sus tiendas y sus pertenencias. Unos disparos desde el helicóptero impactaron contra la primera fila de refugiados. Conectó el audio.
El sonido de miles de voces quedas formaba un murmullo ensordecedor. Se escucharon más disparos, y gritos lejanos. Y una voz metálica que apenas podía distinguir, aunque sabía perfectamente lo que estaría diciendo: “Volved a vuestra zona.”
“O morid bajo las balas”
Otro bache.
–Estamos a punto de entrar en el primer perímetro defensivo, señor.
–Gracias. ¿Qué ocurre?
–Se ha declarado un incendio a la derecha, al parecer un grupo de exaltados ha empezado a quemar las tiendas provocando la estampida de los refugiados. La Guardia se encargará de ellos, no se preocupe.
Tampoco él hubiera permitido que aquella marea humana se hubiese congregado en los alrededores de la capital. Apenas disponían de víveres y energía para el Gobierno de su Majestad, así que “amamantar” a esa turba de desheredados inútiles era un gasto inasumible.
Pero la Reina, tan decidida para algunas cosas, no parecía tener aun claro qué hacer con ellos.
–Cualquier día una de esas revueltas se volverá incontenible.–Reflexionó en voz alta.
El piloto no contestó.
Por fin el vehículo cruzó una compuerta abierta y se detuvo ante otra que le cerraba el paso. Un rótulo cubría sus cerca de dos metros de anchura: “Manténgase alejado, peligro de muerte.”
–Vehículo VS-38i de regreso a la ciudad. Permiso para entrar.
La radio gorjeó antes de contestar.
–Informe de tripulación.
El piloto se identificó, luego lo hizo con su compañero y finalmente con él. Los sensores de la puerta ya habrían detectado e identificado las huellas de calor de ellos tres, pero las ordenanzas de seguridad exigían la identificación de palabra.
–Santo y seña.-Dijo la voz metálica de la radio.
El piloto tecleó su contraseña en un teclado junto al volante. También era una exigencia de seguridad. Cayó en la cuenta de que a él no le habían facilitado ninguna contraseña.
La desazón se abrió camino en su autocomplaciente cerebro: ¿A caso la Reina no confiaba en él?
“Bruja”
Por eso no llevaba la escolta que había elegido, sino la que le habían impuesto. “Le hemos asignado un ATO”, le dijeron. Apoyo Táctico Operacional. Un nombre muy apropiado.
Un grupo de hombres que apenas cruzaban palabras con él y que parecían no acatar sus órdenes más allá de las que coincidían estrictamente con la misión.
Pero, ¿qué misión tenía encomendada el ATO? Llegado el caso seguro que le hubieran dejado tirado en el sur sin ningún tipo de reparo.
“Cabrones”
Su mecanismo de autodefensa se puso en marcha y se tranquilizó. En realidad la Reina no confiaba en nadie.
“No la culpo”
–Ventana de entrada en tres minutos y cuarenta y nueve segundos.–Sonó la voz de la radio.
La compuerta exterior, a sus espaldas, empezó a cerrarse lentamente dejando al SUV y su escolta en tierra de nadie. El bullicio de los miserables amainó tras la muralla de más de cuatro metros de alto que acababan de pasar.
No solo ellos esperaban a que la segunda compuerta se abriera, había más vehículos.
En el procedimiento de entrada, las puertas se abrían y cerraban muro a muro, deteniendo el tráfico en los espacios intermedios. Era imposible que alguien no autorizado se colara por aquél férreo mecanismo hasta llegar a la ciudad sin antes ser detectado, detenido y abatido. No había alternativa.
Unas patrullas de guardias reales, con el uniforme de campaña azul verdoso, se desplegaron desde pequeñas garitas adheridas a los muros. Revisaban el interior de todos y cada uno de los vehículos. Barbosa tuvo incluso que salir del suyo para que un soldado comprobara que viajaba solo en la cabina. Fue una operación de segundos durante la cual el valido estuvo expuesto a la radiación ambiental sin protección alguna.
En un momento, todos los ocupantes habían sido verificados y se encontraban de nuevo al abrigo de sus vehículos. Las patrullas volvieron a sus garitas y la compuerta interior empezó a abrirse.
–Tiempo de apertura, un minuto y veinte segundos. Esté atento a la señal y pase cuanto antes.
Tras un tedioso proceso que se repitió otro par de veces por fin llegaron al penúltimo perímetro.
Mientras las hojas de la compuerta giraban la última muralla apareció ante ellos, mucho más alta que sus hermanas. En el espacio que les separaba, una multitud de soldados azul añil parecía presa de una actividad febril, caminando entre pequeños edificios diseminados. Decenas de vehículos les esquivaban en un trasiego aparentemente caótico.
Pasar entre aquél ajetreo no era ya un asunto de seguridad sino de paciencia.
–Avíseme cuando hayamos llegado al aparcamiento.–Dijo Barbosa desconectando las pantallas.
–Como desee, señor.
Aun tuvieron que pasar un control de acceso interno antes de llegar a la rampa que les conduciría bajo el río hacia las entrañas de la ciudad.
Toledo era un bastión militar desde los tiempos de la ocupación romana. Su situación estratégica, en una península formada por un meandro del río, la conveirtió en una plaza casi inexpugnable. Pero llegó la civilización con sus autovías y trenes de alta velocidad. La ubicación de la ciudad se convirtió entonces en una desventaja, estrangulada entre el río y los montes cercanos.
Destruida la antigua capital del reino por el bombardeo de las cercanas bases militares, los incendios y los saqueos de los Días del Caos, Toledo volvió a aparecer como un lugar idóneo: Una ciudad medieval para un mundo que había retrocedido mil años.
Se reconstruyeron murallas, se dinamitaron puentes, se erigieron bunkers y se instalaron piezas de artillería y pistas de aterrizaje. Y por último, se rehabilitaron viejos aljibes, baños árabes y romanos, monasterios y catacumbas que horadaban toda la montaña sobre la que se erigía la ciudad para dar cabida a la inmensa estructura subterránea de la nueva capital.
Ahora la gente importante vivía bajo tierra, en confortables construcciones de origen romano, árabe o medieval acondicionadas con los últimos artilugios tecnológicos importados de las colonias chinas, mientras que la superficie había quedado para acantonar las fuerzas militares que debían defenderla. Arriba era abajo y viceversa.
Mientras caminaba por uno de los túneles de piedra y ladrillo en dirección al salón de la Reina, el frescor húmedo del aire subterráneo acarició su rostro reconfortándolo. Había regresado al hogar.
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