05-09: El Mensajero del Mar


Las salchichas saltaban sobre el aceite enredándose en las tiras de panceta como si sintieran vergüenza de verse desnudas ante la intensa y codiciosa mirada de quién las despojaba de sus ropas de carne y tocino.
El forcejeo producía un ligero vapor aromático que se despegaba de la sartén hasta llegar a las fosas nasales del autor de aquél aquelarre culinario y le rodeaba para expandirse a sus espaldas sigilosamente con la intención de impregnar cualquier cosa que se encontrara en su camino y tuviera el número suficiente de poros.
Navegando se logró introducir por la rendija bajo la puerta cerrada del pasillo en busca de nuevos territorios que conquistar. Y tuvo suerte, otro par de fosas nasales aspiraban incautas su llegada.

Watanabe encogió un par de veces la naricilla oriental antes de abrir los ojos. El techo aún cubría la estancia, lo que no era poco para su pesadilla. Suspiró. El aroma le había abierto las ganas de comer y estas le habían salvado. Pegó un respingo y se sentó sobre el borde de la cama.

La afición por el vino de flores de Han hacía que su cabeza pareciera el cruce de San Martín con Belgrano el día de paga. Pero el desayuno le aliviaría, si no la cabeza, si el agujero del estómago. Se levantó, tomó su bata de rizo y se calzó sus chanclas sobre sus pies con calcetines. No era aún capaz de mantenerse totalmente erguido pero tenía la suficiente lucidez para ir a mear. Abrió la puerta.

-Bonjour Monsieur!-Dijo el francés al oír el portazo en el pasillo. No hubo respuesta.

El pelirrojo, cubierto con la sábana a modo de túnica, parecía un gladiador peleándose con los fogones. Apartó el condumio del fuego y lo empezó a volcar sobre un par de platos en la mesa redonda del pequeño comedor. La lechosa luz del amanecer entraba por el balcón. Sobre la mesa ya había una jarra de té, una de café, un par de zumos de naranja, una barra de pan cortada en gruesas rebanadas y un par de cuencos de fruta.

-¡La comida se enfría!-Dijo sentándose con la mirada embriagada por la emoción.

La puerta del pasillo volvió a abrirse dejando escapar el sonido lejano de la cisterna. La figura de Watanabe parecía especialmente pequeña cuando apareció en la embocadura del pasillo. Arrastraba los pies y se sujetaba la bata como si tuviese frío. Sin decir nada se sentó frente a él, miró el panorama alimentario y, por fin, dijo:
-¿No quedaba salmón?
-No, hoy toca desayuno argentino.-Le respondió con la boca llena. El plato de Jean Baptiste estaba enterrado por una montaña picuda de carne y grasa, al contrario que el de su compañero que tenía una disposición más novelle cuissine.
-¿Celebramos algo?
-Espero que sí.

Empezaron a dar cuenta de sus platos sin abrir la boca nada más que para comer, pero el francés no apartaba la mirada de su compañero. Tal y como lo veía ahora tenía el pelo revuelto y los ojos cansados. Sus movimientos eran torpes y lentos cuando tomaba un trozo de salchicha o cortaba una loncha de panceta. Incluso cuando tomó la taza de té parecía que se le iba a caer.
Jotabé en cambio estaba al cien por cien. No sólo había hecho el desayuno, también había recogido el salón, abierto el balcón para que se ventilara, fregado la vajilla del día anterior y reordenado el frigorífico.

-¿Tengo monos en la cara?-Preguntó Watanabe sin levantar siquiera la mirada.
-No, pero los vas a tener.

Al igual que con la taza, Tsetsu se mostraba torpe para atrapar el sentido de las palabras que llegaban a sus oídos, así que continuó desayunando sin más.

Estuvieron en silencio un buen rato, hasta que, terminado su plato, Jotabé se echó hacia atrás y bebió un largo sorbo de café templado.

-¿Cómo te fue ayer con Han?
-Bien. Cumplió lo pactado. Esta mañana se llevan todo el cargamento, el almacén va a quedar casi vacío.
-Vaya.
-Tendremos que espabilar, hay que comprar más cosas si no ya me dirás de qué vamos a vivir.
-No tienes por qué preocuparte.
-Además estuvimos hablando de los tipos que nos visitaron. Al parecer pertenecen a una nueva familia. Nosotros seríamos uno de sus primeros “clientes”.
-¡Qué suerte!
Watanabe levantó por fin la vista. Al contrario que él, el pelirrojo estaba recién duchado, tenía el rostro despejado, una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja y una mirada intensa y brillante que no se apartaba de la suya
-Pero…¿¡Qué te pasa hoy!?
-Tengo una sorpresa. Llevo todo el rato queriéndotela contar, pero prefería que estuvieses despierto. ¿Lo estás?

El japonés hizo una rápida introspección: el dolor de cabeza ya estaba remitiendo, el té empezaba a hacer su efecto estimulante y la realidad iba encajando sus piezas.
-Sí, creo que sí.
-Está bien. Nos vamos.
-A dónde.
-A casa.
-¿Qué casa? Ya estamos en casa.
-Me refiero a casa, donde viven tu mujer y tu hija.

Ningún excitante artificial tiene el efecto instantáneo de la adrenalina. Watanabe sintió cómo el calor llegaba a todos los rincones de su cuerpo en un instante. Sus ojos se abrieron de par en par y la mano que aún sujetaba la taza de té tuvo que soltarla.
-¿Cuándo?¿Cómo?

-Tranquilízate, tenemos tiempo. Verás…
Empezó a recoger los platos vacíos dejando sólo las bebidas calientes. Se movía con diligencia arreglando la cocina y el fregadero, sin dejar de hablar, sin dejar de ser observado por su amigo que con los sentidos embotados por la frase “nos vamos a casa”, no escuchaba a penas las explicaciones anexas que éste le estaba dando, solo buscaba las claves: “cuándo” y “cómo”.

-Anoche, después de visitar a Ai, la que tiene el puesto de mantús en el Muelle de las Delicias, me fui a tomar una copa al garito de Taylor, ¿recuerdas? El que está detrás de los almacenes del espigón.

Watanabe no prestaba atención, quizá ya estaba de camino a casa. Pero Jotabé se sentía inspirado, así que sin esperar más feedback que el que le proporcionaban los negros ojos oblicuos de su compañero, prosiguió.

“El garito de Taylor, por si no lo sabes, es un antro que abre a la hora en que cierran los almacenes y talleres del puerto y cierra media hora antes de que vuelvan a abrir. Un lugar perfecto para volverse a encontrar con estibadores, mercaderes, marineros, carteristas, descuideros, mecánicos y oficiales fuera de servicio. No hay mujeres, no es el lugar para eso.

“Allí se habla de viajes, ocasiones de negocio, historias y personas mientras se bebe whisky australiano traído por algún transporte desde Nueva Zelanda o Tasmania. Matarratas sería un mejor nombre para lo que allí se bebe, pero como ya te he dicho, es lugar para contar historias y hacer planes, la bebida es sólo la llave que abre las bocas.

“Sin embargo a nadie se le ocurre pedir nada más. Taylor también sirve cervezas, pero están reservadas para hidratar a los que ya están tan borrachos que otro whisky les provocaría una muerte instantánea.

“A mí me gusta el sitio, aunque como sabes nunca he probado nada más fuerte que la cerveza y, hay que reconocerlo, Taylor me las vende. A regañadientes, pero me las vende.

“Anoche me dirigí allí con el firme propósito de aclarar qué se escondía detrás de los tipos esos que comentabas. Primero estuve con Wey Wong, el dueño del La Dulce Sirena. Me pareció un buen candidato a ser “protegido”.

“Wong es hermético, como todos los chinos, y prácticamente sólo habla cantonés. Tuve que echar mano de Castro, en de la Fenwick del muelle cuatro. De todas formas no logré enterarme de mucho, quizá La Dulce Sirena ya no sea tan dulce. Así que me senté en el mostrador solo, esperando a que llegara Marcelo, el buzo. Al parecer estaba “pescando”.

“Un par de tripulantes del Xin Shi Hai, con su llamativo mono de neopreno radioresistente, apareció de pronto a mi derecha. Ya era extraño verles vestidos de azul eléctrico a aquellas horas y en aquel sitio, pero llegaron empapados y jadeantes, como si hubiesen venido nadando desde las Malvinas. Se acercaron a Taylor y empezaron a hablar en su jerga oriental. Quizá, pensé, tenían ganas de tomar algo fuerte para entrar en calor. El camarero no estaba muy por la labor, y discutía con ellos a gritos para hacerse entender en el estruendo de risas, gritos y golpes que suele animar el Kangaroo.

“Me empecé a fijar en ellos. Eran unos chinos raros, altos y fornidos. Nada que ver con los  esqueléticos y diminutos a los que estamos acostumbrados. Me dio la sensación de que más que marinos mercantes eran soldados. Mis intuiciones no son demasiado de fiar, así que pegué el oído para ver si era capaz de atrapar alguna palabra sencilla que me diese más pistas. Los tipos me miraban de vez en cuando, quizá sospechaban que me estaba enterando de algo, así que me tuve que volver hacia la mesa de billar para que se olvidaran de mí.

“Un golpe a mis espaldas me hizo mirar al espejo del fondo. Uno de ellos había sacado una bolsa de plástico con un buen fajo de yuanes en su interior y lo había puesto sobre el mostrador. Nunca vi un movimiento más rápido del cabrón de Taylor. La bolsa desapareció tras la barra y el camarero salió de detrás de ella casi en un solo paso. Luego desapareció por la parte de atrás con amigables sonrisas y afectuosos palmadas en la espalda.

“Llevaría ya un buen rato allí cuando los clientes empezaron a protestar en la barra, pidiendo más y más veneno australiano. Yo apuré mi botella y abandoné el bar por la puerta principal para rodearlo y llegar al callejón trasero donde, efectivamente, pude encontrarlos negociando aunque de forma mucho más tranquila.

“Aunque la iluminación del callejón era prácticamente nula, Taylor me vio y me llamó.
-Come here, ginger!
-La gente está nerviosa.- Dije acercándome con cara de inocente.-Si quieres, atiendo el bar mientras terminas.- El bueno de Taylor se moriría antes de dejar su negocio en manos de otro, así que la respuesta no me sorprendió.
-Y una mierda. Pero me puedes ayudar. Te presento a…-Evidentemente no sabía sus nombres.
-Hao-Dijo el más alto.
-Yong-Añadió el otro.
-Necesitan pasar la noche, sólo esta noche. Pagan bien.-Apostilló.-¿Podrías buscarles algún sitio?

“Podría haber contestado que buscasen alojamiento en un hotel, o en la cercana fonda de Martina, pero si no querían alojarse en el Mensajero del Mar era porque tendrían algún problema, y me daba la impresión de que ese problema les estaba pisando los talones.
-Por una noche quizá. Cuatrocientos australes.-Puse la mano delante de la cara de Taylor.-Cada uno.-Añadí cuando lo vi solícito a pagarme.
-Eres un hijo de puta, ¿lo sabes?
-Este no es mi negocio, y los problemas pueden salir muy caros.

“El australiano me pagó de mala gana y nos fuimos caminando a buen paso por entre los almacenes hasta llegar al nuestro. Entramos y les apañé un par de colchonetas en un rincón. No pudimos hablar mucho, pero por lo que logré entender se habían fugado del Xin Shi Hai. Así que nada más cerrar la puerta del almacén me volví al Kangaroo para aclarar más cosas con su dueño.

Jotabé puso doscientos yuanes en la mesa, entre la taza de Watanabe y la suya. El japonés apenas protestó entre dientes por la conversión del almacén en improvisado motel, pero parecía más intrigado en saber qué tenía aquello que ver con poder volver a casa, a ver a su esposa y su hija, que en conservar su negocio impoluto.

“El bar estaba hasta los topes y Taylor no podía pararse a charlar con nadie, así que tuve que esperar un buen rato, lo que me permitió presenciar cómo más de veinte efectivos de la Guardia de Aduanas nos sometían a identificación y cacheo exhaustivos. Buscaban a los chinos, pero se fueron con las manos vacías. Nadie, por supuesto, recordaba haber visto a un par de tipos mojados enfundados en neopreno azul. El alcohol es lo que tiene.

“Pero la irrupción de las fuerzas del orden cortó la dinámica del Kangaroo, que terminó vaciándose poco después. Era mi momento. Mientras ayudaba a Taylor a recoger el local, pude enterarme de lo que él y los chinos habían estado hablando tanto rato en el callejón. Y lo que me contó me dejó estupefacto.

“Al parecer, el Xin Shi Hai no es un carguero radioresistente con algunas medidas de autodefensa, es un puto barco de guerra con algún espacio en sus bodegas. Y por lo que se ve, no se dirige a Belem y a Camerún, sino al Mediterráneo.

-¡Al Mediterráneo!-Era lo más cercano a casa que había escuchado Watanabe en toda aquella retahíla de su compañero.
-Efectivamente. Por lo que estos tipos saben, el Mensajero no es paloma sino halcón. Sus intenciones quedan un poco confusas, pero sus bodegas están llenas de municiones, misiles y armas cortas.
-¿Pistolas?
-Sí. Lo cual no descarta una verdadera travesía comercial, aunque de características demasiado militares.

-Bien… y dónde entramos nosotros.
-Al parecer, estos dos tipos no son los únicos desertores. Hay muchos más. Porque las condiciones de protección contra la radiación no son tan buenas como dice la propaganda, y una cosa es ir a Camerún, y otra muy distinta es meterse justo en el nivel de radiación más alto del mundo. Así que la tripulación del Mensajero del Mar se ha visto seriamente mermada.

-Por eso han alargado su estancia, no es porque quieran que los turistas los visiten, es porque no tienen tripulación suficiente para navegar.
-No exactamente. Al parecer el bicho se mueve solo. La gente que va dentro tiene la misión de entablar “relaciones comerciales” una vez llegados a su destino.
-El imprescindible factor humano.
-Más o menos. El Xin Shi Hai debe ser algo así como un drone de dieciocho mil toneladas.
-Pero…
-Espera. Ahora viene lo mejor. Las autoridades de Shanjai están presionando al capitán del Mensajero para que zarpen cuanto antes, por lo que la búsqueda de los desertores debe concluir cuanto antes. Han empezado a tantear a la colonia china para ver si alguien se apunta, piden mucho y no cuentan la verdad, aunque al parecer en los muelles ya todo el mundo la sabe.
-O sea, que han abierto un banderín de enganche al que no acude nadie.
-Prácticamente. Al principio pedían mucho: que si español, italiano, inglés, chino, tanto de alto, fuerza, experiencia en navegación… Ya casi cualquiera les sirve.
-Pero nadie en su sano juicio se apuntaría a abandonar las bonitas costas de Tierra del Fuego para meterse en la boca del lobo.
-Nadie excepto… nosotros.-Bebió un largo sorbo de café casi helado.-Así que ve haciendo el equipaje.
-Ya lo he hecho.
-¿Cómo…?¿Mientras hablaba?
-Te estabas enrollando demasiado y tenía ganas de moverme.
-¡Hijo de puta…!
-No te quejes, también he hecho el tuyo.



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