05-05: El Muelle de las Delicias


Aunque la mañana se había levantado fresca y luminosa, la temperatura fue subiendo conforme pasaban las horas hasta llegar a los treinta grados al medio dia.

Las miles de personas que trabajaban normalmente en os muelles y pantalanes del puerto de Rio Grande, en la provincia de Tierra del Fuego, siguieron haciéndolo aunque en condiciones más duras, descargando cientos de gigantescos contenedores de decenas de cargueros procedentes de Shanghái, Singapur, Melbourne, Christchurch o Ciudad del Cabo bajo un sol inclemente impropio de la latitud.
Las mercancías: productos sanitarios, electrónica, lana, carne, trigo, arroz y maíz, guardadas en grandes cajones de acero y plomo, se entrecruzaban colgando de gigantescas grúas sobre las cabezas de los estibadores mientras eran descargadas, transportadas y vueltas a cargar de un buque al otro.
Eran enormes portacontenedores de nombres evocadores como el de “La Princesa del Pacífico” o  “Légolas” y no tan exóticos como el del “Wellington” o el del “Impala” que movían el comercio del mundo civilizado, al sur del hemisferio sur.

Pero el puerto de Rio Grande se había llenado ese día además de decenas de miles de curiosos congregados para contemplar el atraque del primer carguero radioresistente que llegaba a la costa argentina. Una nave formidable, de trescientos metros de eslora, cincuenta de manga y 12 de calado cuya estructura, totalmente cerrada, destacaba sobre la de sus hermanas con sus entrañas llenas de contenedores a la vista.

Durante todo el día anterior las televisiones estuvieron hablando de su espectacular cubierta pivotante, de sus condiciones de vida a bordo, su capacidad, velocidad, sistema de autodefensa y mil curiosidades más que hicieron las delicias de los aficionados a la tecnología. Los más perspicaces sabían que también era una hito político, pues con “El Mensajero del Mar” se iniciaba una nueva era de comercio con las zonas más al norte del trópico de Capricornio.
Sólo la gran potencia superviviente, China, tenía la capacidad de ampliar los mercados hasta zonas cuyo nivel de radiación empezaba a ser mortal haciendo un alarde de desarrollo e innovación tecnológica.  Un paso más para el afianzamiento de su liderazgo mundial, extremo este último que entusiasmaba particularmente a los comentaristas más famosos de la televisión de Tierra del Fuego: Yue-Ying y Wen-Hua.

El buque no defraudó. Visto a pie de muelle aparecía como una impresionante estructura de formas gráciles y aerodinámicas más apropiadas para una aeronave que para un barco de transporte. Su casco azul oscuro, perfectamente pintado, le hacía destacar de los otros cargueros, llenos de bollos, desconchones y parches de distinto color. El Mensajero era un barco nuevo, no cabía duda.
Los encargados de la operación de atraque no solo tenían que vigilar el movimiento de aquella mole de diez mil toneladas para que su casco impoluto no sufriera el más mínimo rasguño, también debían coordinarse con la seguridad del puerto que mantenía un perímetro para contener a los curiosos.

Pero la novedad no distrajo al gigantón pelirrojo que tiraba con fuerza de un enorme carro cargado hasta arriba de cajas de madera cuando pasó junto a los alegres tumultos de bienvenida. En lugar de eso, giró hacia su derecha adentrándose con toda esa aparatosa carga en el reguero multicolor del Muelle de las Delicias, un reguero de gente multicolor entre una desordenada urbanización de tenderetes y almacenes a la sombra de los grandes barcos.

El olor de su propio sudor se mezclaba con el de las especias, los kombak picantes, el whiskey australiano, el bacalao en salazón, los choripanes, el perfume barato y el petróleo.
Tiraba de su carro chocando contra hindúes, australianos, maoríes, afrikáners, tailandeses, chinos y argentinos, pero sobre todo chinos. Miles de chinos.

A pesar de su fuerza sin límites se movía por el muelle con extrema lentitud, cuidando de no tirar a estibadores, mercaderes, compradores, turistas, borrachos y putas que parecían haberse puesto de acuerdo para impedirle el paso.

-¡Adiós, amor de mi vida!-Le gritó Guillermina la pescadera, ante la furibunda mirada del gordo de su marido.-Esta noche “salimos” a pescar.
-¡Voy corriendo!-Contestó sin volverse a admirar mejor sus pechos abundantes y prietos.
-¡No te olvides de mí!-Le gritó desde el lado contrario Miranda, una chica menuda pero con cara de pícara, mientras recolocaba la fruta de su puesto-¡Esta tarde estaré sola!
-Esta tarde no voy a poder-Siguió tirando.
-Wǒ de jiǎo zǒu jìn nǐ de jiā!-Dijo la dulce vendedora de mantús, con su cara de melocotón.
-No puede ser… tengo mucho trabajo.

Por fin logró doblar una esquina y salir del bullicio en dirección a los almacenes exteriores, aunque el rugido de la masa le acompañó durante un buen rato.

Las calles de Rio Grande eran perpendiculares, anchas y, normalmente, desoladas. Pero con forme se acercaban al puerto se iban llenando de tenderetes, bullicio y alegría. El joven caminaba ahora en dirección contraria, hacia el almacén, con lo que a cada paso podía acelerar un poco más. Debía hacerlo, so pena de tener que discutir de nuevo con su socio por haberse entretenido “entre las piernas de alguna hembra”.

Él podía explicar una y mil veces que correr por el muelle abarrotado era imposible, y sobre todo tirando de un carro de una tonelada de peso, pero su socio creía que en realidad no era la carga que transportaba detrás la que le impedía ser diligente, sino la que transportaba entre las piernas.

Cuando por fin llegó a la altura del almacén, un enorme SUV negro mal estacionado le cortaba el paso. No era extraño que algún marchante o proveedor se acercara para cerrar un trato o cobrar algún pedido, pero aquél vehículo tenía un aspecto demasiado señorial, impropio de los asiduos del negocio, gente mucho más modesta.
Así que apoyó el tiro sobre el suelo y se secó el sudor con un pañuelo que le sobresalía del bolsillo trasero del vaquero antes de acercarse a la puerta de atrás con sigilo.

Él y su socio sabían que se movían en un mundo duro, cruel incluso, y ya habían tenido más de un encontronazo con otros comerciantes, clientes insatisfechos y algún proveedor aprovechado, así que ya sabía lo que debía hacer ante cualquier sospecha. Un viejo vicio de cuando ambos eran mucho más que héroes.

Sólo tuvo que dar un golpecito con la mano en la chapa de la puerta para encontrarse con una nota en su poder, como caída del cielo.

“Unos chinos nos quieren cobrar por no sé qué servicio de seguridad, para mí que son de la Mafia y se han equivocado… Se prudente.”

Jotabé, treinta y tantos, alto, musculoso, pelirrojo, guapo y francés había perdido la paciencia hacía muchos años, después de perder la inocencia adolescente que le había acompañado demasiados años. Ahora tenía que contar hasta diez más de una vez al día para no liarse a golpes contra cualquiera que le quisiera cantar una milonga.
Pero su socio, Tsetsu, un japonés con pinta de niño pero con más sentido común que muchos chamanes, le tenía dicho que si hacía falta, contara hasta cincuenta. Eso era mucho pedirle, y la palabra Mafia le había elevado el nivel de adrenalina más allá del límite tras el cual era incapaz de contar ni siquiera hasta dos.
Así que no hizo lo de siempre: escribir una nota, ponerla en su mano y volver a dar un golpe en la puerta, sino que rodeó a grandes zancadas el almacén y apareció en toda su plenitud en medio del portalón principal.



-¡Hola!-Dijo sin poder disimular la tensión en su sonrisa.
En el interior del almacén, iluminados por la luz del día y algunos focos, tres tipos de aspecto impecable, traje negro, corbata negra, camisa blanca y zapatos brillantes holgazaneaban por entre las estanterías de cajas como si buscasen algo, mientras un cuarto, igualmente trajeado, hablaba con Tsetsu con el mostrador de por medio. Al saludar Jotabé, se giró, lo miró, y volvió a encararse con el japonés.

-¿Quién es ese?
-No se preocupe, es mi socio. Entra Jotabé, estos señores vienen a ofrecernos ayuda. -“No metas la pata”, parecía estar pidiéndole con la mirada.

-¡Ayuda! Estupendo…
El musculoso pelirrojo había comprobado que su socio estaba relajado, lo que quería decir que tenía la situación bajo control.
Porque si él era capaz de levantar mil kilos con  la alegría que cualquiera pone al agarrar una caja de galletas, el japonés podía moverse a una velocidad tal que los demás parecían inmóviles estatuas de cera mientras él hacía y deshacía a su alrededor, así que probablemente su socio ya había hecho “su trabajo”.

Ahora podía contar. Y contó exactamente diez. Justo los pasos que le separaban del mostrador.

-Tengo un carro abarrotado de chismes ahí fuera, pueden acompañarme.
-No sea estúpido. ¿Tenemos pinta de porteadores?-El chino parecía ofendido.-Ofrecemos seguridad.
La llegada del gigantón había llamado la atención de los tres esbirros que dejaron de holgazanear y empezaron a acercarse al grupo para colocarte entre éste y el portalón.

-Lo siento amigos, no necesitamos ayuda de ese tipo.-Contestó Jotabé, que había observado el movimiento por el rabillo del ojo.
-Eso les he dicho yo.-Ahora tenían que mirar al joven del mostrador.-Ya hemos pagado la tasa de seguridad del Consorcio del Puerto.
-Es cierto.-Ahora tenían que mirar de nuevo al pelirrojo.-Además el Consorcio del Puerto está en vuestras manos, como todo.
-¿A qué manos se refiere?-Se giró para preguntar al japonés.
-Mi socio quiere decir que el comité del consorcio está formado casi en su integridad por ciudadanos chinos.
-Nosotros no somos del consorcio.-Intentaba explicarse.-Somos chinos, pero no los mismos chinos.-El tipo sonrió gélidamente mientras pronunciaba las últimas palabras que le parecieron especialmente agudas.

-Debe disculparme.-Vuelta a mirar al francés.-La verdad es que a pesar de los años que llevan ustedes por aquí, siguen pareciéndome todos igual.
-Quizá tendríamos que mostrarle las diferencias.-Dijo uno desde detrás dando un paso hacia adelante.
-Eso estaría bien.-Añadió el japonés absolutamente sereno.-¿De qué seguridad estamos hablando?
-¡Vaya!-El mafioso pareció suspirar.-Parce que por fin nos estamos entendiendo.
“Yo no lo juraría”, pensó Jotabé sin perder de vista al chino que se le había colocado justo al lado.
-Nosotros podríamos evitar que les robasen, o que algún vándalo le prendiera fuego a estas preciadas mercancías. Incluso, si lo desean, evitarles de tener que pagar al consorcio ese.
-Interesante… pero me temo que nuestros magros beneficios no nos permitan ese plus de seguridad de que nos habla. Porque supongo que sus servicios costarán dinero. ¿O me equivoco?
-Sólo un diez por ciento de sus ganancias.
Jotabé soltó una carcajada.
-¡Es un servicio realmente barato! Un diez por ciento de lo que ganamos es una miseria.
-En ese caso, tendríamos que revisar la tarifa.

El chino estaba poniéndose realmente nervioso con aquellos estúpidos que no paraban de hablar y hablar a un lado y otro sin percatarse de que su situación se había vuelto realmente desesperada.
-De momento, deberían de depositar una fianza de mil australes.
-¡Mil australes!-Jotabé miró a su socio por encima de su interlocutor.-¿Tenemos fondos en el cajón amigo?
Tsetsu echó debajo del mostrador cuando cuatro aplicadores de cola térmica le encañonaron al unísono.
-¡Ni un movimiento!-Gritó el jefe.
-¿Nos vais a pegar?-Contestó Jotabé haciéndoles caer en la cuenta de que no portaban armas sino herramientas.
-¡Zǔzhòu!

Los tipos empezaron a rebuscar bajo sus chaquetas, en la cintura, miraban por su alrededor intentando encontrar sus armas.
-¿Ve?-Dijo el japonés, que sin que nadie lo hubiese notado, se había situado junto a su socio.-En realidad nosotros no necesitamos ayuda y ustedes no pueden proporcionárnosla.

-¡Gōngjí!-Gritó el jefe a la par que daba un salto hacia el joven nipón. Pero él ya no estaba allí. En su lugar se encontró con el puño de su socio que a su cara le pareció estar hecho de acero puro.

La sangre empezó a brotar con fuerza de su nariz mientras caía medio aturdido en el suelo. Detrás de Jotabé, los tres chinos trajeados empezaron a moverse como figurantes de una película de Kung-Fu, tomando posiciones para iniciar un ataque coordinado contra el agresor de su jefe.
En realidad fue un intento de tomar posiciones, porque el endiablado japonés aparecía y desaparecía junto a ellos mientras daba patadas y golpes por todas partes. Uno a uno fueron cayendo de rodillas con las manos en la entrepierna.

No hubo necesidad de insistir, el jefe se levantó tambaleándose y dijo algo en chino, aunque con evidentes dificultades. Los cuatro matones, repentinamente malheridos, iniciaron una discreta retirada sin dejar de mirar a esa extraña pareja.
-Creo que nos volveremos a ver.-Dijo el que llevaba la voz cantante y la nariz sangrante.
-Siempre que quiera, amigo. Aquí estamos a su disposición.-Contestó Jotabé sonriéndole con los puños cerrados a ambos lados de su cara.

El coche arrancó y salió a toda velocidad. Jotabé se encogió de hombros y se volvió hacia su socio.

-¿Cuándo llegaron?
-Apenas hace cinco minutos.- Tsetsu se dirigió al mostrador y abrió el cajón.-Pero volverán pronto, les he quitado las pistolas.-Sacó una de las armas y se la mostró con cara de no haber roto un plato.-Pero seguro que no tienen ningún problema en conseguir más.

-Mientras no nos pillen desprevenidos.
-Quizá deberíamos haberles hecho caso, no tenemos cien ojos para vigilarles.
-¿Te refieres a que deberíamos pagarles?-El francés empezó a despejar una zona del almacén para hacer sitio a la nueva mercancía.-¿Le vamos a pagar a todos los gilipollas que vengan a la ciudad?
-No sé. Estos no parecían pertenecer a una organización de gilipollas. Algo me dice que podemos tener problemas.
-No hay que preocuparse, hay que o-cu-par-se.
-Ya… Deja la filosofía oriental de mi cuenta.
-Bueno, tú me enseñas y yo aprendo, maestro.
-Déjate de coñas. Vamos, tenemos que inventariar el material, esta noche vendrá Hao y me gustaría deshacerme de todo esto.
-Bueno, qué prisas…-Dijo mientras salía en busca del carro.-¡Mañana también estaremos aquí… ¡-Gritó-¡Como todos los días!

El japonés no contestó, llevaban muchos años allí, en Argentina, lejos de su casa, que quizá ya ni existiese. No pudo evitar echar un vistazo a la foto de una joven y un bebé que había pegada en el mostrador. Su mano se paseó por encima de sus rostros, como si los estuviese acariciando. Un nudo en la garganta le cortó la respiración un segundo.
-Demasiado tiempo.-Murmuró.
-¿Qué decías?-Contestó el francés entrando con el carro.
-Na… nada.-Retiró la mano de la foto.-Nada. Vamos a trabajar.
-Venga, a lo mejor me da tiempo para dar una vuelta por ahí. Esta noche parece “La Noche de las Necesitadas”
-¿Es que no te cansas?
-Pues no, la verdad-dijo sonriendo.-Pero si llega el día, tú serás el primero en enterarte, mi amor.
Tsetsu levantó una ceja mientras le miraba con cara de burla.
-Anda, ayúdame a descargar y lárgate, mariconazo.

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