05-04: Las Adoratrices



Al ponerse el sol, la oscuridad se derramaba por las calles de la vieja ciudad como una copa de vino negro. Sólo esporádicas hogueras lograban dibujar trazos de luz en las aristas de algunos edificios.
En el interior de la vivienda, las titilantes llamas de las velas también dibujaban líneas en el anguloso rostro de Tsetsuko, apaciblemente dormida.

-Viéndola así, cualquiera diría que es feliz.
-Los niños se adaptan rápidamente. Somos los adultos los que no concebimos esta ...

El viejo hizo un gesto de dolor.
-¿Estás bien?
-Ha debido ser el pescado. A saber de dónde lo habrán sacado ese par de ladronzuelos.
-El otro día traje aspirinas, ¿te doy una?
-No es lo más recomendable… déjalo, ya se pasará.

Mientras hablaba, el viejo se estaba poniendo una vieja gabardina aún más sucia que la chaqueta a la que cubría. Hacía calor, pero él siempre tenía frío.
-¿Te vas?
-Hace mucho tiempo que no sé de las chicas, solo será un rato.

Hana lo miró con preocupación.
Aquél viejo demacrado le había acogido en su casa y había terminado convirtiéndose en el profesor, compañero de juegos y protector de su hija, algo por lo que siempre le estaría agradecida. Pero, quizá por egoismo, temía que le pudiese ocurrir algo. De todas formas, intentó ocultar su miedo con un escueto...
-Ten cuidado.

Hana contempló como su frágil figura se fundía con la penumbra mientras se alejaba por el pasillo. Oyó la cerradura, pero ya no fue capaz de distinguirle. Cuando la puerta se cerró, se giró para volver a mirar a la pequeña. Hubiera dado su vida por sacarla de allí, por llevarla a un lugar mejor, pero su vida, como la de todos los que allí vivían, no valía absolutamente nada.

Bajar las escaleras medio rotas a oscuras podía ser una temeridad, sobre todo para un anciano achacoso. Pero después de tantos años, José Antonio, sabía perfectamente dónde estaba cada falla, cada obstáculo; y bajaba como lo haría un ciego bien acostumbrado.

Además, mientras bajaba, se le iban dilatando la pupilas haciendo que sus ojos empezaran a vislumbrar algunos retazos de luz que le ayudaban a orientarse: la línea del suelo, en la puerta de la casa de los gemelos, el punto de luz de la mirilla de doña Concha, siempre encendido, o el tenue gris oscuro del final de las escaleras…  También se le aguzaba el oído, mostrándole un mapa mental de lo que se movía a su alrededor, como el arañar de las garras de las ratas sobre el piso, siguiéndole escaleras abajo.

-Hoy tampoco va a ser vuestro día, amiguitas, mala suerte.
Sus silenciosas compañeras, como si realmente le hubiesen entendido, empezaron a abandonar su escolta.
Para cuando salió a la puerta de la calle caminaba solo. Callejeó esquivando los coches abandonados, los montones de escombros y los agujeros de la calzada de forma instintiva. Al llegar a la Alameda, el cielo estrellado iluminó el paseo con sorprendente nitidez.

La posibilidad de ver la Vía Láctea en su majestuosa plenitud era una de las cosas buenas que tenía aquél mundo devastado. Y no era poco, porque le demostraba que seguía estando allí, en el universo de siempre.

A la luz de las estrellas, en el amplio espacio del bulevar, podía distinguir algún que otro merodeador que se movía aprovechando las sombras. A ambos extremos de la avenida, sendas hogueras marcaban los puestos de control de los “Defensores de la Alameda”. Lugares que durante la noche concentraban la furtiva vida nocturna de aquella ciudad muerta: maleantes, jugadores, trapicheros y putas. Nada que atrajese al viejo tío Noti.

En el centro del paseo se erigía una casa, razonablemente en pie, otrora sede de la Fundación para la Universalización de la Gracia y el Arte. Un recuerdo de cuando el Mundo podía pensar en algo más que en sobrevivir.
Recordaba cuando hacía ese mismo paseo en una ciudad luminosa y alegre, donde nadie huía de su vecino. En estos momentos, acercarse a alguien que se moviera entre las sombras hubiera sido demasiado arriesgado y hasta los “valerosos” que patrullaban la noche se limitaban a estar junto a su hoguera, y cuanto más grande fuera ésta, mejor.

Pero el viejo hacía tiempo que había perdido el miedo, así que él mismo era una de esas figuras que se movían en la oscuridad.

La antigua sede de la Fundación tenía las rejas arrancadas, el pequeño parterre delantero lleno de objetos inservibles y malas yerbas y la puerta principal abierta de par en par. Una vela ardía en cada una de sus ventanas dándole a la fachada un discreto equilibrio que invitaba al transeúnte a pasar a su interior.

José Antonio subió los cinco escalones de piedra y se detuvo en el umbral para acostumbrarse a la luz. El patio central de la casa había sido reconvertido en una especie de sala de oraciones. Sillas, sillones y bancos del más variado origen llenaban la planta casi al completo. Un par de viejas dormitaban en sendos sillones, no se sabe si porque fueron a rezar y perdieron la consciencia o simplemente fueron a dormir al abrigo del templo.

Todo estaba orientado hacia la pared del fondo, donde una nevera metálica, “prestada” por algún bar desaparecido, hacía las veces de altar. Cubierto por una sábana, apenas lograba esconder la marca de cerveza rotulada en su costado.

Tras él, a la luz de cuatro cirios de considerables proporciones, una figura femenina vestida con un mono ajustado de color negro, el pelo recogido y unas gafas redondas de soldador, dominaba el salón desde un pequeño pedestal. José Antonio la miro y volvió a sentir admiración por el extraordinario parecido que habían conseguido las chicas con un maniquí de El Corte Inglés, un poco de pintura, cola blanca, y unas mallas de bailarina. Aquella figura era casi exacta a La Ninja de los Peines tal y como la recordaba.

Con cuidado, atravesó el patio, sorteando el desorden de asientos sin rozar ninguno de ellos, y se dirigió a una puerta entreabierta que había tras la figura. Al pasar junto a ella le echó una tímida ojeada como si esperase verla volver la cabeza para decirle: “Dónde vas Notario”.  Pero no lo hizo. Porque no dejaba de ser un maniquí, un tiesto inútil.

Pegó un par de golpes en la puerta y no esperó respuesta para terminar de abrirla.

Entró en una sala pequeña, con una mujer sentada en un sillón de orejas en el centro rodeado de un círculo de velas de aceite. La mujer alta y flaca vestía de negros encajes, como una viuda. Al entrar, levantó el rostro y se quedó mirándole. La luz de las velas, agitadas por el inusitado movimiento, proyectó mil copias temblorosas de su sombra en las paredes. Una voz cavernosa pareció salir de todos los sitios a la vez.
-Qué deseas hermano.

El viejo terminó de entrar y cerró la puerta tras de sí.
-Déjate de formalismos, soy yo

-¡Hombre, el lechuguino!-La mujer se levantó con dificultad y se remangó las enaguas para pasar por encima de las velas.-¡Menos mal, estaba empezando a agarrotarme!
-No viene demasiada gente, ¿verdad?
-Muy de vez en cuando llega alguien, me cuenta su vida y deja algo de comer, pero es tan de vez en cuando que tengo que llevarme toda la noche para sacar para un par de platos.
-¿Y la Maru?

Cuando estuvieron los suficientemente cerca, José Antonio pudo distinguir los rasgos marcadamente viriles de La Peligro. Antes de la Guerra estaba gorda, y podía disimularlos, pero ahora parecía la mismísima muerte que viniera a llevárselo.
-Si no hubieses estado desaparecido dos semanas sabrías que ha empeorado.
-Qué tiene.
-¡Qué va a tener, lechuguino! Cáncer, como todos.
-¿Dónde está?
-Arriba, pero me ha dicho que no deje entrar a nadie, que está muy asquerosa.
-¿Y tú como la ves?
-En las últimas. Le han salido metástasis en el cuello y los brazos, no quiere comer y sólo le pide a Dios que se la lleve pronto. Está pasándolo realmente mal.
-¿Puedo hacer algo?
-No.-La Peligro apoyó la espalda en la pared. Parecía agotada, o rendida.-Uno de los defensores me ha traído morfina, no sé de dónde coño la habrá sacado. Después de todo no son malos chicos.-Suspiró.-Ahora está drogada.

El viejo se dejó caer contra la pared junto a ella y guardaron silencio durante un buen rato, dejando que el sonido de sus respiraciones formara una conversación ininteligible.
-Cuando se vaya…-Dijo por fin-Deberías cerrar este chiringuito, no está bien lo que estáis haciendo.
-¿Cerrarlo?-La mujer se puso tensa-¿Y de qué iba a vivir?
-Puedes venir a casa con nosotros.

-Ah, se me olvidaba que nadabas en la abundancia. ¡A duras penas sacáis para vosotros tres, más todo el que se te apunta! No, mejor lo dejamos como está.
-Sabes que siempre estuve en contra de esta farsa: “Las adoratrices de la negra señora” ¡Es patético!

-Si supieras… Nos llega gente desesperada, que no ve futuro,  y nosotros le hablamos de La Señora, de que un día volverá y nos salvará a todos y la gente vuelve a respirar, y a sonreír.

La voz de la Peligro, al decir esto, era cálida, arrulladora. José Antonio no se dejó engañar.
-¡La gente no ve futuro porque no lo hay! Y vosotras lo que hacéis es engañarla. Mira a la pobre Maru, ¿de qué sirve creer en algo que no va a suceder?

La Peligro guardó un silencio culpable.
-Porque tú eres consciente de que mentís. ¿Verdad?

Se levantó las enaguas y volvió a cruzar el círculo de velas
-¿No te habrás creído tus propias mentiras?-Insistió.
La Peligro agachó la mirada. El viejo suspiró entendiendo el gesto como una respuesta. Se dio la vuelta para salir pero las palabras de ella le detuvieron.

-No sé qué decir. Todos necesitamos creer en algo.

La mano del viejo agarró el pomo.
-Creer es de ilusos.-Contestó.-Hay que pensar cómo salir de aquí, no esperar a que nos saque alguien que no existe.-Se giró hacia ella y aguardó un instante antes de terminar.
-Si vuelve en sí, dale recuerdos de Hana y de mí.

Cruzó entre las sillas y salió a la escalinata de la entrada. Tropezó con un encapuchado menudo que entraba en ese momento. Ninguno de los dos se disculpó. “Otro incauto”, pensó.

Al final del paseo, la hoguera norte agolpaba entorno de si a una nutrida clientela. Se oían risas y gritos. El viejo pensó en acercarse: De pronto quería saber de qué se reían, qué motivo podían tener para estar contentos. Quería saber en qué creían.Pero se detuvo a bastante distancia cuando recordó a Hana y su pequeña Tsetsuko.

Ella si era algo en lo que creer, por lo que luchar todos los días contra aquella lenta e infame extinción. Quizá ella si sobreviviera gracias a su madre, y a él, y sus desvelos por mantenerla a salvo de la contaminación. Era una esperanza pequeña, pero suficiente para seguir adelante.

Inspiró con fuerza y cambió de rumbo. Ahora volvería a casa, con “su familia”, algo de lo que nunca había disfrutado hasta entonces. Una sonrisa arrugaba aún más su rostro cuando se cruzó con un cazador de ratas, con su rifle de aire comprimido y un buen manojo de presas al hombro.

-Perdone…-El tipo de la capucha despertó a una de las ancianas dormidas.-Perdone.
La vieja abrió los ojos y pegó un respingo aterrorizada.
-No tema. Sólo quería preguntarle… ¿qué es todo esto?

La mano huesuda de la vieja señaló temblorosa a la puerta entreabierta que había tras el maniquí. El pequeño hombrecillo inclinó la cabeza en agradecimiento y se dirigió hacia el fondo observado por las dos “feligresas”.

-Qué deseas, hermano.
-Quería saber qué… qué hay aquí.

La Peligro se preparó para soltar su retahíla mil veces contada. Habían ensayado muchas fórmulas y al final se habían decidido por una rápida y contundente.

-Somos las Adoratrices de la Negra Señora. Hace siete años, el universo estuvo a punto de desaparecer. La Negra Señora lo evitó, pero no consiguió que el Hombre, en su locura, destruyera su propio mundo. Nosotras sabemos que ella volverá y pondrá las cosas en su sitio. Colabora dejando algo de comida, leña o velas y podrás preguntarnos lo que quieras, hermano. Si eres lo suficientemente generoso, podrías ser uno de los elegidos para vivir en el Nuevo Mundo que habrá de llegar.

-¡Jooder Peligro! ¡Menudo negocio!
La mujer se levantó y cruzó la línea de velas mirando extrañada al encapuchado.
-Pe… ¿Pepo?
El hombrecillo se echó hacia atrás la capucha. Era delgado y prácticamente calvo, pero sus facciones recordaban a las del tecnólogo de la Fundación, sin duda.
-No… soy “el Enviado Divino”… -Dijo riéndose.
Los dos se abrazaron con fuerza.
-Pero… chiquillo…-Lo separó de sí para mirarle bien.-¿Dónde has estado todo este tiempo? Te dábamos por muerto.
-Y casi lo he llegado a estar.-Se alejó de ella con tristeza.-Por cierto, ¿no tendrías nada de comer?, llevo cuatro días sin probar bocado.
La Peligro lo miró como si fuera el hijo pródigo.
-Algo hay, algo hay.-Dijo juntando las manos.
-Gracias Peligro.
-No me las des a mí. Dáselas a la Negra Señora.

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