05.03: Barbosa
Mientras el SUV oficial aguantaba resignado los cincuenta chorros de agua a presión que parecían querer perforarlo, en su interior, Barbosa miraba aquél engendro mecánico. Recordaba cuando había aprobado su construcción, el diseño más económico y compacto de los que le habían presentado.
Un túnel de descontaminación era casi un calco de los túneles de lavado de las gasolineras de antes de la Guerra, sólo que la bomba, los conductos y las boquillas eran de mayor tamaño y resistencia y habían sido desprovistos de escobillas y cepillos. Todo en aras de conseguir que el agua pudiese arrastrar por si sola cualquier partícula que se hubiese adherido a la carrocería, por pequeña que esta que fuese.
No era cuestión de limpieza, sino de seguridad. El polvo estaba cargado de partículas radiactivas que luego eran transportadas por manos, ropa y zapatos hacia el interior de las casas, de los cuerpos, de las células. Había que eliminarlas de la carrocería y aquellos chorros a presión parecía que lo intentaban. Ahora pensaba si no habría sido demasiado rácano en el presupuesto, porque era él el que podía contaminarse si el diseño que finalmente eligió no era todo lo eficiente que debiera.
Se quitó el pensamiento de la cabeza. En aquellos días había que quitarse tantas cosas de la cabeza que la gente parecía drogada, como ida. Pero no se podía ser consciente de todo porque la realidad era insoportable. De hecho, había veces que tenía que tomar pastillas para poder seguir adelante. Pero hoy no podía ser uno de esos días. Hoy necesitaba los cinco sentidos para enfrentarse al encargo de la Reina.
Por fin, el arco metálico que había dado unas cuantas pasadas a lo largo del vehículo se retiró hacia atrás y una señal acústica en el salpicadero indicó al conductor que debía salir del espacio de descontaminación.
El primer blindado de la Guardia Real les estaba esperando en la rampa de salida para acompañarles al aparcamiento de la colonia. Tendrían que esperar de todas formas a que el segundo vehículo fuese descontaminado antes de salir, de modo que volvió a encender su ordenador para repasar la biografía de su interlocutor.
Alfonso Gallardo había sido inspector de la Policía Judicial de Madrid durante la famosa investigación del caso de Johnny el Penumbra, un sicópata que estuvo a punto de acabar con medio Banco Mundial. Se había distinguido por sus dotes deductivas que le llevaron a estar casi a un tris de atraparlo, sólo se lo impidió un incidente aéreo que acabó con la vida del individuo.
A los pocos meses, logró sustituir al Comisario Jefe de una de las comisarías de la ciudad cuando su titular se jubiló. Tuvo alguna salida de tiesto fugándose a Japón en plena crisis del Monstruo de Fukushima, donde también sus pesquisas lograron desmantelar una célula de la todavía desconocida Mörgendammerung.
Durante aquellos años, allá donde hubiera algún peligro mundial lograba estar Gallardo. Sin embargo, durante las setenta horas que duró la Guerra, estaba en su puesto. Y desde allí logró preservar un pequeño destacamento de fieles que entregaron su salud e incluso sus vidas a favor de la conservación de algo de orden durante los Días del Caos.
Fue rescatado del incendio de una de las casas del barrio de su comisaría cuando todos le daban por muerto.
Barbosa levantó la mirada de la pantalla y suspiró.
Era un héroe, no cabía duda. Y los héroes son muy populares. Quizá por eso fue atendido en uno de los pocos hospitales medianamente dignos de la Meseta. Órdenes de arriba le reservaron una vivienda en la colonia Los Girasoles, un lugar destinado a técnicos e ingenieros de primer nivel con la misión de reconstruir y repoblar el sur devastado por la radiación.
Cómo fue a parar allí un héroe de cincuenta y tantos años era una de las decisiones inexplicables del Nuevo Régimen. Pero allí estaba, y hasta allí había tenido que viajar él, Matías Barbosa, Valido de la Reina.
Volvió a consultar la pantalla. Comprobaba algunos mapas y cifras cuando sonó la voz del conductor a través del intercomunicador.
-Los hombres ya están preparados señor. Cuando desee puede salir.
Barbosa apagó la pantalla, la plegó y se la guardó en el bolsillo interior de su chaqueta azul marino. Pulsó el botón de apertura de la puerta y esta se separó de la carrocería con un sonido neumático para empezar a deslizarse hacia detrás dejando el hueco libre. Algunas gotas de agua aún se escurrían desde el techo.
Barbosa se quedó quieto. No le apetecía mojarse. El conductor secó el dintel de la puerta con su propia mano enguantada en goma radioresistente y le hizo una seña para que saliera.
Era un tipo menudo aunque de movimientos ágiles y vigorosos. A pesar de su edad, cuarenta y dos años, su aspecto era excelente: el color de su piel era saludable, su negro cabello, si bien nacía a partir de la línea de las orejas, era abundante y tenía brillo. Su barba perfectamente recortada envolvía una boca cuya sonrisa le dejaba mostrar una dentadura blanca y regular. Era evidentemente que apenas había estado expuesto a la radiación.
Un par de agentes, con el típico mono color añil de la Guardia Real, le precedían haciendo a la vez de protectores y guías. Otro par caminaba en pos suya. El resto se quedó junto a los blindados vigilando que nada ni nadie se acercara a los vehículos oficiales.
Los pasillos que unían el aparcamiento con las casas de la colonia no eran otra cosa que túneles, aunque su iluminación y la pintura de sus paredes le hicieran parecerse a estaciones de metro o pasajes peatonales, alegres y despejados.
La cabeza de un colono se asomó por una de las puertas de entrada para observar la comitiva que caminaba a buen paso. Uno de los agentes hizo una seña para que volviese a sus asuntos y la cabeza desapareció.
A la mitad del corredor principal, los dos agentes que caminaban delante del grupo se apostaron a ambos lados de la puerta de una de las casas. Era el número A-17, el lugar al que se dirigían. Uno de los policías que caminaban por detrás de Barbosa aceleró el paso y se colocó delante de él deteniéndose justo en la puerta. Fue a poner su mano sobre una placa metálica de color azul que había justo en el centro cuando el valido le detuvo.
-¿Qué hace agente?-El guardia le miró asustado.
-No hay que perder las formas. Mejor llame a la puerta y permita al inquilino que le abra.
No tuvo necesidad de hacerlo, la puerta se abrió. Un anciano alto y esquelético, vestido con una bata de color marrón o gris sucio apareció ante ellos. Tenía los ojos hundidos, la piel reseca y pálida, la barba de cuatro días, los pelos mal peinados y parecía sufrir alguna enfermedad. Era el aspecto normal de un sureño en aquellos tiempos.
-Estaba esperándole señor Barbosa. Pasen, no se queden ahí.
Se apartó para dejarles paso. El valido hizo un gesto a los guardias para que permanecieran fuera y entró en la casa.
Lo primero que encontró fueron cinco escalones que subían hacia el centro de la planta circular. Una segunda puerta, ésta de un material mucho más liviano, daba paso a un salón que ocupaba la mitad de la construcción.
Justo enfrente, un sofá de algo parecido a la piel se extendía a lo largo de la pared circular. Cuando terminaba, a su izquierda, era para dejar hueco a una pequeña mesa en forma de arco que se unía al mostrador perpendicular de la pequeña cocina. El cuarto de baño, una puerta a la izquierda de la entrada, terminaba de completar todo lo que podía ver. Predominaba con mucho el color blanco, nada acogedor pero si limpio y luminoso. Una hilera seguida de ventanas rectangulares coronaba la parte alta del muro circular. La noche había caído y a través de ellas no se veía absolutamente nada.
Barbosa también sabía cómo eran aquellas casas, todas iguales. Un par de habitaciones en forma de sector circular se encontraban a la derecha de la entrada.
Gallardo le señaló al sofá y a la mesa.
-Siéntese donde desee.
-La mesa parece buen sitio. Si no le importa.
-No se preocupe por mí. ¿Quiere café o té?
El valido carraspeó. Por nada del mundo se tomaría algo en aquellas latitudes, por mucho que hubiese sido filtrado y depurado. La visión del cuerpo ajado de Gallardo no hacía más que darle argumentos para no hacerlo.
-No gracias. No estoy bien del estómago.
-Suerte tiene de tener aún un estómago del que quejarse.
Barbosa se sentó en la silla que daba al muro, de cara al centro de la estancia. Gallardo lo hizo en una de las que estaban enfrente. Las miradas de ambos se encontraron sobre la mesa, fijas durante un instante. Barbosa recordó lo que le habían dicho: “Es imposible engañar a Gallardo” y retiró la mirada hacia el mobiliario que les rodeaba.
-Parece que su nuevo hogar es confortable.
Gallardo miró a su alrededor como si no lo hubiese visto nunca.
-Se refiere a mi nueva celda.
El valido giró la cabeza hacia el sureño. No parecía sorprendido, sabía que iba a tener ese tipo de “dificultades”.
-Estamos gestionando la concesión de un vehículo, pero ya sabe que son de importación y, últimamente no somos capaces de exportar nada. No tenemos bienes.
-Ya. De todas formas no se conducir.
-Podríamos enseñarle.
-Olvídelo, no merece la pena. Sólo he expresado un cierto cansancio de esta pared circular. Me gustaría volver a la vieja ciudad.
-Eso es una temeridad, y más en su delicado estado de salud.
-Preferiría pasar mis últimos días junto a mis amigos. Odio a este vecindario que me mira como si fuese un apestado.
“Los entiendo”, pensó Barbosa. -Bueno, al menos hemos conseguido que alguien de la ciudad le visite todos los días. Eso es una excepción que hacemos por su bienestar.
-La chica arriesga su vida a cada viaje. Le he insistido para que no venga, pero ella no hace caso. No crea que me gusta lo que han “conseguido”.
Ahora si empezaba a incomodarle. Parecía que nada de lo que dijera podía cambiar la actitud de su interlocutor. Probó de nuevo.
-Los chinos han inventado un nuevo medicamento. Una especie de sustancia absorbe-radiación. Te lo tomas y puedes pasear por ahí como si tal cosa, luego meas y todo se va por el retrete. A lo mejor podríamos conseguirle un tratamiento.
-¿Y cómo piensan pagarlo?¿Con el dinero del coche?
Mientras decía esto, Gallardo no paraba de mirarle a los ojos. Aunque Barbosa no era consciente, distraído en decir algo que le agradara, le estaba haciendo un examen en profundidad.
Ya había descubierto que el valido de la Reina era un intrigante, un tipo que escondía siempre sus intenciones bajo una cortina de amabilidad. Probablemente tenía demasiados intereses económicos en el sistema de recolonización. Si estaba allí era porque le iba a pedir que hiciera algo. Diría que era por la Reina, o por la patria, o por sus amigos. En realidad el primer beneficiado sería el mismo Barbosa.
-Y bien.-Dijo Gallardo interrumpiendo el inicio de alguna otra frase amable pero innecesaria-¿Qué ha traído por el sur a tan insigne funcionario?
-Veo que no hay forma de que se relaje.
-Sí. En cuanto se marche. Me tomaré una de esas pastillas que me dejan todos los días en el cesto de vituallas y me quedaré profundamente dormido.
El valido se rindió definitivamente. Sacó su ordenador y lo desplegó sobre la mesa. La pantalla parpadeo y mostró un mapa del sur.
-Bien, pues acabemos cuanto antes. Lo que la Reina quiere de usted es que comande una unidad de intervención aquí, en el puerto de Benalmádena.
-¿Estamos hablando de drogas?
Barbosa levantó la mirada y lo miró sorprendido.
-Actualmente, el tráfico de drogas es una de las últimas preocupaciones de la Reina. Hablamos de piratas.
-Piratas.-Gallardo sonrió mientras se echaba contra el respaldo de su silla.-Qué romántico.
-Déjese de sorna.-Ahora se comportaba como era realmente, o casi, pensó Gallardo.
-Mantenemos un raquítico comercio a través del norte de África, pero como ya debe saber por la televisión, los ataques de piratas son frecuentes y el coste empieza a superar al beneficio. Si cortamos esta vía nos asfixiaremos económicamente y quizá terminemos volviendo a los Días del Caos.
Gallardo había escuchado en la Televisión Real, la única televisión que existía, todo aquello de los piratas, pero siempre pensó que no era más que propaganda: “búscate un enemigo exterior y así nos verás como amigos”, le había comentado a Hana. Pero la sola idea de que los Días del Caos pudiesen volver le revolvió el estómago.
-¿Y qué tiene eso que ver con el puerto de Benalmádena?
-Creemos que es allí donde residen los jefes de dos de sus principales flotas. No es una información segura, eso lo tendría que averiguar usted.
Gallardo unió sus manos sobre la mesa. Aunque parecía que fuera a ser imposible, se mostró aún más abatido.
-No me queda tiempo ni energía para afrontar esa misión. Dígale a la Reina que gracias por su confianza, pero me resulta del todo imposible.
-No debe preocuparse. Además, sabemos que usted es más hombre de despacho que de acción. Dirigiría todas las investigaciones desde aquí.
Gallardo lo miró decepcionado, Barbosa captó su mensaje.
-Bueno, al menos hasta que le consigamos un coche y un chófer. Entonces es posible que podamos trasladarlo a la Costa del Sol. El ambiente allí es bastante más saludable que el de este valle infecto.
-Está improvisando, señor Barbosa. No es propio de usted.
El valido hizo algo de lo que ni el mismo se creía capaz. Tomó entre sus manos las huesudas manos de calavera del excomisario.
-Créame señor Gallardo, es usted la única persona que puede ayudarnos. Todo el mundo que tiene dos dedos de frente ha abandonado el país, sólo quedamos unos pocos como usted o yo, o como la Reina. Necesitamos de su sabiduría y capacidad.
Gallardo retiró sus manos, las de Barbosa estaban sudadas y frías y su tacto era repugnante. Sin embargo no quiso echar más leña al fuego haciéndole saber que ellos no eran iguales, ni que en realidad, nadie de arriba quería bajar más allá de la Sierra y por eso habrían pensado en él.
-Le prometo que lo pensaré.
Barbosa se levantó como si estuviese reventando por ir al excusado.
-Perfecto. ¿Cuándo tendré la respuesta?
-Mañana por la mañana. En realidad no me tomo la pastilla que me dejan todos los días en el cesto, podré pensarlo toda la noche.
Aún tuvo ganas de soltar una sonrisa. El valido saludó a Gallardo con una ligera inclinación, una costumbre japonesa que se había extendido para evitar el contacto entre personas desconocidas. El sureño le imitó con una mueca a modo de sonrisa.
Cuando por fin quedó a solas se dirigió a la cocina para preparase la cena como todas las noches. No había tomado una decisión, pero sin darse cuenta se puso a tararear algo parecido a una melodía.
-¿Vamos al coche, señor?-Le preguntó el oficial que estaba en la puerta.
-¡No, por Dios! He de lavarme las manos.
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