05.02: Hana
La colonia de Los Girasoles era una de las pocas construcciones recientes en los alrededores de la ciudad. Se encontraba a prudente distancia, unos doce kilómetros, y como todos los nuevos asentamientos, en una hondonada del terreno.
Vista desde el camino no era más que una corona de hormigón inclinada hacia el interior. El muro estaba sembrado de cristales rotos, para que aventurarse a trepar por el fuera visto como algo difícil e incluso doloroso.
El recinto disponía de dos puertas, una al norte, que conectaba con la antigua y deteriorada red de carreteras y otra al sur, que llevaba a la vieja ciudad. Ambas entradas estaban cerradas por una compuerta de acero y vigiladas por una semiesfera de hormigón que servía de garita, control y, dado el caso, bunker de defensa. Además, a lo largo de todo el perímetro disponía de pequeñas torretas lo que le daba al conjunto un aspecto carcelario.
Una vez franqueada la entrada el visitante podía descubrir un grupo de conchas diseminadas en aparente desorden. Parecían como setas anchas y achaparradas que casi rozaban con el borde del sombrero el césped artificial, de un intenso verde esmeralda. Todo el conjunto se organizaba en un terreno con desniveles que facilitaba la evacuación del agua hacia el exterior. No había caminos, ni puertas ni nadie a la vista.
Las viviendas se encontraban realmente enterradas bajo esas cúpulas de hormigón especial contra la radiación. Una estrecha franja de ventanas a lo largo de su perímetro circular servía para recibir la luz natural que se colaba entre la cubierta y el suelo. Era una forma discreta de impedir la radiación proporcionando una ilusión de vida al aire libre.
Todas las viviendas se conectaban a través de una red ortogonal de calles subterráneas mediante la que se podía acceder también a una plaza con aparcamientos, otra con distintos servicios e instalaciones y un tunel principal que iba de norte a sur y terminaba en dos rampas sellada por sendas compuertas. Así, para ir de la casa de un vecino a la de otro no era necesario exponerse al poco recomendable aire libre. La atmósfera interior era filtrada por un sistema de ventilación interior y los habitantes de la colonia podían respirar tranquilos: “Viva como antes”, aseguraban sus promotores.
En el entramado de túneles de la colonia no había actividad alguna a esa hora. Los colonos probablemente ya estarían encerrados en sus pequeñas casas circulares disponiéndose a cenar e irse a la cama. Sólo la pequeña figura de una mujer desenganchaba una bicicleta en la plaza de aparcamientos entre un par vehículos.
La mujer, con buen criterio, ya vestía un traje radioresistente que consistía en un mono con mascarilla, guantes, capucha y polainas. Su tejido, una espuma especial cargada de partículas de plomo, aislaba no solo del frío y la lluvia sino también de la invisible y letal radiación. Era una vestimenta muy costosa que pocos podían permitirse, por lo que la ocultaba bajo un viejo y poco atractivo uniforme de combate.
Cuando se abrió la compuerta sur, la luz del atardecer, pastosa, ocre y seca, hirió sus pupilas tras la mascarilla. A pesar de estar cerca el otoño seguía haciendo mucho calor. De todas formas, era de agradecer que, ese día, no hubiese sucedido algo desagradable o peligroso, como que lloviera o soplara el viento del sur.
La mujer, bajo el abrasador abrigo de la espuma, los guantes, el uniforme y la mascarilla, esperó pacientemente a que la compuerta de acceso al subterráneo se cerrara para que la del muro exterior empezara a deslizarse. Cuando tuvo espacio suficiente para que su estrafalaria figura cupiese, se puso de pié sobre el pedal derecho y apoyó todo su peso para salir cuanto antes.
Tras la compuerta, se topó con una tanqueta de la Guardia Real que le impedía el paso. Tuvo que frenar con los pies en tierra y casi cae bajo sus ruedas pero los coches ignoraron sus dificultades y la rodearon para colarse por la entrada.
Eran un par de vehículos que acompañaban por delante y por detrás a un SUV último modelo. Entraban por el camino del sur. “¡Ya tienen que haber dado vueltas!”, pensó la mujer, porque los coches oficiales siempre venían de arriba.
Mientras las tanquetas y el sedán se detenían a la espera de la apertura del túnel, la compuerta exterior inició la maniobra de cierre.
-Hasta mañana “Anita”.-Sonó una voz metálica proveniente de la garita.
-Hasta mañana,- Contesto hablándole a la pared.-¿Es alguien importante?
-Son de arriba. No sé más.-La voz bajó el tono.-Bueno, sí, que van a la casa de tu jefe, así que tú sabrás.
-Mi jefe es muy reservado, y yo no pregunto.
El busto de un joven sano y sonriente, vestido con un uniforme azul, apareció en un rectángulo del muro. Era una proyección, pero parecía un cartel pegado a la pared.
-Sin embargo, a mí sí me preguntas.
Hana miró a los hojos del joven y su sonrojo podía apreciarse incluso tras el cristal tintado de la mascarilla.
-Es verdad.-Volvió a ponerse de pié sobre el pedal derecho.-Perdona, no puedo entretenerme.-Y se escabulló en dirección a la vieja ciudad.
El vigilante, en el interior de la garita, observó por una de sus pantallas de vigilancia cómo se alejaba por el camino polvoriento. La verdad es que aquella muchacha era muy discreta, pensó. Aún no sabía si era china, japonesa o coreana. Ni dónde vivía o si estaba casada o no.
Cuando vino por primera vez, acompañada por el propietario de la casa en la que trabajaba, tuvo que retenerla. Porque las normas eran claras: nada de extranjeros ni gente local. De alguna forma, la chica aparecía como nacional en los documentos que el propietario le mostró y el rango de éste le permitía ciertos privilegios. De hecho, él también era un ciudadano local. Todo aquello le resultó muy extraño, pero sus jefes le dijeron que acatara sus órdenes.
No, realmente no sabía prácticamente nada de ella, sólo que su rostro y su mirada le dejaban sin palabras.
Lo que si le quedó muy claro es que el propietario de la casa había sido un tipo importante. Un héroe de los Días del Caos. Por eso vivía allí, en una colonia de gente privilegiada: tranquila, vigilada, relativamente cómoda. Sin embargo, era la primera vez que tenía constancia de que aquél colono fuera realmente importante para la gente de arriba, porque lo que acababa de pasar era un coche oficial escoltado por la Guardia Real, algo realmente novedoso por aquellas latitudes.
-Puerta sur…-Chasqueó su radio.-Puerta sur… ¿Algún problema?
-No señor.
-Estate atento, no queremos sorpresas.
-Sí señor.
-Bien. La Guerra. Qué parte de la Guerra queréis conocer.
-¡Cómo era todo antes de la Guerra!-Se adelantó Tsetsuko.
-¡No…!-Protestó Juan.-¡Háblanos de los misiles!
-¡Eso, eso…! Háblanos de las armas.
El viejo suspiró arrepentido de haber transigido al deseo de los gemelos. Los chicos no conocían nada que no fuera aquella existencia mísera y se merecían un poco de fantasía e ilusión. Pero, sin embargo, lo que realmente les entusiasmaba eran las narraciones de la hecatombe.
-Os voy a hablar de las armas, más concretamente, de lo que causaron las armas.
-¡Lo sabía!-Jorge volvió a dar un golpe sobre la mesa.-¡Sabía que terminaría contándonos algo triste!
-Las armas son tristes. Entiendo a Tsetsuko: quiere saber cómo era todo antes, pero a vosotros…
-Mi padre dice que si nosotros hubiésemos usado las armas antes, todo habría sido distinto.
-¿A quién te refieres con “nosotros”?
-A nosotros.-Juan señaló al grupo.
-Dile a tu padre que nosotros no teníamos ese tipo de armas. En ese aspecto éramos insignificantes.
-Entonces, ¿por qué nos atacaron?
-Ni siquiera nos atacaron a nosotros. Digamos que somos lo que se denomina daño colateral.
“Ya está hablando raro.”-Se oyó a Juan murmurar al oído de Tsetsuko.
-Es verdad tío Noti, al final estamos hablando de… política.-La chica dijo la última palabra casi en un susurro.
-¡Shhh!-Jorge se encogió, como si quisiera pasar desapercibido.-No digas eso.
El viejo se removió incómodo en la silla.
-Sí. Es mejor que no habléis de lo que no entendéis.
-Está bien, hablaremos de los dichosos misiles-Se levantó y tomó la vela para dirigirse hacia una de las estanterías.- Creo que tengo por ahí un libro de armamento. A ver…
Cuando la bicicleta abandonó la carretera casi borrada por el polvo y empezó a rodar por las calles del extrarradio, la mujer volvió a observar la ciudad.
Los edificios permanecían en pie, pero su antigua imagen limpia y ordenada había desaparecido. Ahora eran calaveras de cemento, con sus ventanas negras como cuencas sin ojos y sus entradas siniestras, como grandes fauces que pudieran devorar a quien pasase junto a ellas.
Las calles estaban desiertas, demasiado oscuras para que una mujer joven se aventurara a atravesarlas en su bicicleta. Casi no quedaban escombros o coches abandonados, como en los Días del Caos, aunque alguno aún servía de madriguera a extrañas criaturas.
Los gatos y los perros hacía años que no se atrevían a dejarse ver porque se habían convertido en una fuente de proteínas. Claro que la vida de las personas tampoco tenía demasiado valor en aquellos tiempos. Pero a pesar de su aspecto frágil, ella sabía defenderse bastante bien, al menos es lo que creía ella.
En algunas esquinas, grupos de hombres se iban reuniendo para patrullar la noche. No eran una garantía de nada, porque lejos de defender la ley, aquellas pandillas más bien imponían la suya propia, bastante agena al bien común.
Justo antes de llegar a la Alameda, se encontró de bruces con los “Defensores de la Alameda”, una banda formada por antiguos ladronzuelos del barrio cuyo pomposo nombre no conseguía hacer que los pocos vecino que aún quedaban por allí les evitaran como al estroncio 90.
-¿A dónde vas, chinita?-Le gritó un de ellos, un tipo con cara de cuervo y encías sangrantes que vestía con unos vaqueros y una camiseta vieja de Dolce & Gabanna. La bicicleta hizo un giro en último extremo para no atropellarle.
-Llevo prisa amigo, tengo marido e hijos que atender.
-¡Si te quedas te atenderemos nosotros!
-¡Y podrás tener más hijos!- Gritó otro.
Todos rieron.
Por ahora “Los Defensores” habían mantenido una cierta distancia, pero cada noche se volvían más osados. Pensó que pronto tendría que cambiar de recorrido, pero desechó la idea: “Más vale lo malo conocido”, oyó decir a la voz de tío Noti en su cabeza.
-¿Veis? Esto era un misil nuclear.-El huesudo índice del viejo señalaba la fotografía de un cohete saliendo de un agujero en medio de un prado en el que pastaba mansamente el ganado.
-¿Eran muy grandes?
-Pues casi tan grandes como este edificio.
-¡Uau…! ¡Qué chulo!
-¡Qué mierda…!-Protestó Tsetsuko-¡Esos trastos son los que han dejado todo destruido!
-Pero son impresionantes… son como enormes…-Juan se tocó la entrepierna y le guiñó un ojo a su hermano.
-Si… son como…
-¡Ya está bien!-Intervino el viejo.-¡Sois carne de sicólogo!
Los tres reprimieron una carcajada. Les encantaba sacar de quicio al viejo tío Noti, pero a él todo aquello le resultaba dolorosamente triste.
Efectivamente eran carne de sicólogo, todos ellos. Pero ya no había sicólogos por allí. Aunque si los hubiera habido estarían sin trabajo. Porque la frontera entre lo normal o lo anormal ya no estaba tan clara.
El principal problema de los escasos habitantes que se habían aferrado a una ciudad muerta era la carencia de empatía. Aquellos chicos no podían permitirse un sentimiento que desde un punto de vista de la supervivencia era un lastre. El viejo no dejaba de reflexionar sobre ello. Era difícil en esos día tener compasión de nadie. En una sociedad sana aquellos chicos hubiesen sido considerados poco menos que sicópatas en potencia, aunque ahora nadie sería capaz de afirmarlo.
Realmente la gente no se parecía a la de antes de la guerra.
Sonó la cerradura de la puerta. Los chicos pegaron un respingo y fueron hacia una de las estanterías. La chica la hizo batir sobre uno de sus laterales tirando de un saliente discreto para descubrir un hueco en la pared no más grande que un armario. Se colaron uno tras otros. Los tres cabían en su interior sobradamente. Tsetsuko tiró de una cuerda y la estantería volvió a su sitio ocultándolos.
El viejo, comprobó que todo estaba en orden y se dirigió arrastrando los pies hacia la puerta de entrada.
-Un momento, está echado el cerrojo.
Miró por la mirilla y abrió la puerta.
-Hana, ya de vuelta. ¿Cómo has llegado tan pronto?
La mujer entró con la bicicleta a cuestas. Respiraba con dificultad, después de subir tres largos tramos de escalera. Parecía agotada.
-Alfonso me dijo que tenía visita y prefería estar a solas.
-Visita…-El viejo se puso unos guantes de plástico que llevaba en uno de los bolsillos de la chaquetqa y empezó a ayudar a la mujer con la bicicleta.-¿Algún romance a la vista?
-No creo.-Se quitó la mascarilla. La cara estaba roja y salpicada de gotitas de sudor, con la marca de la junta de goma al rededor.-Venía escoltado por la Guardia Real.
Hizo ademán de quitarse el sudor con la manga, pero el viejo, le sujetó el brazo con fuerza.
-Gracias tío, nunca me acuerdo.-Empezó a desabrocharse la guerrera.
-¿La Guardia Real?-El viejo iba tomando las prendas que la mujer le iba entregando con sumo cuiddado.
-Bueno, igual lo visitaba la mismísima “Reina”-Le sonrió.
-La “Reina”.-Tomó la guerrera y la dobló sobre su brazo.-Se cuenta por ahí que es muy… ardiente.
-¿Y quién sabe? Nadie la ha visto nunca.
La mujer empezó a quitarse el mono radioresistente. Estaba hecha una sopa y apestaba a sudor.
Finalmente se quedó sólo con las bragas. No había casi luz y los cansados ojos del tío Noti no estaban ya preparados para admirar un cuerpo femenino que, por otra parte, con la piel de un color macilento casi pegada a los huesos no era demasiado atractivo.
-Tienes agua en el baño y una manopla. Iré guardando esto.
-Tsetsuko… ya estoy en casa.
La chica ya la había oído y corría por el pasillo para abrazarla.
-¡Mami!
El viejo levantó la cabeza por encima de la mujer.
-Quieta ahí, jovencita. Tu mamá tiene primero que lavarse.
-Ga hachimitsu, migi-gai ni naru yo.
-De acueeerdo… no tardes.
-Nihongo de hanasu
-Ni shitagatte
-Así está mejor.
La mujer se metió dentro de una de las habitaciones completamente a oscuras. Todos sabían moverse en la penumbra, así que no hacía falta ninguna luz para tomar una manopla, mojarla en agua y pasársela por la piel, especialmente, por la de las zonas que habían estado en contacto con el aire. El tio Noti entró en el salón tras guardar la vestimenta de Hana y echar los guantes en un bareño con agua y les hizo una seña a los gemelos, que miraban de nuevo el libro de armamento.
-Bueno chicos, es hora de irse a casa.
-Vaaaale. Mañana terminamos de ver los misiles.
-No.-Dijo con severidad.-Mañana veremos los números racionales.
Los tres chicos se hicieron una seña de complicidad.
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