Ajena a las desgracias que se avecinaban desde el polo
Sur, o quizá viviendo un adelanto, la ciudad de Ushuaia había desaparecido bajo
un desierto de dunas blancas. El viento huracanado lanzaba los copos de nieve como
dardos contra todo aquello que osara asomar sobre el manto nevado.
Hacia el norte, del Hotel La Nación sólo asomaba la
chimenea, limpiada de vez en cuando por su inquilino más fuerte, aunque ya
apenas si salía un fino hilo de humo. En el interior, a la luz del pequeño
fuego y algunas velas aromáticas de las que gustaban tanto a Stella, un grupo
de hombres y mujeres empezaba a preguntarse cuándo acabaría todo, si bien
mantenían un cierto tono de humor gracias a las historias que contaba un
francés extrañamente dicharachero que además hacía de improvisado deshollinador.
Sus extraños y divertidos amigos que tenía a miles de kilómetros de distancia
le llamaban por sus iniciales, que curiosamente eran las de una conocida marca
de whisky.
-Pero… esa señora ¿no es bruja de verdad?
-Si la viegas, Nicolás, digías que sólo le falta la
escoba, aunque debegía seg una escoba bien gesistente.-Jotabé hablaba con tono
distendido, sonriendo de oreja a oreja, contagiándolos con su juvenil
optimismo.-Pego no, no es una auténtica bguja. Es una fagsante con mucho
teatgo.
Un ruido arriba los interrumpió.
-Debe seg Tsetsu. Disculpadme un segundo.
El francés subió corriendo las escaleras para despejar
alguna ventana de nieve en la planta de arriba y facilitar el regreso de su
amigo, sus impresionantes condiciones físicas le permitían hacer de
quitanieves, aunque a cambio devoraba provisiones como una excavadora.
Hacía poco más de un minuto que Watanabe, el japonés que
le acompañaba, había salido a buscar algunas provisiones cuando ya estaba de
regreso. Además, necesitaban urgentemente calmantes para a la agente Irma
Gutiérrez cuyo muñón le quemaba.
-Pensé que se le olvidó algo.-Dijo Nicolás sonriendo sorprendido
a su señora mientras los dos super-héroes bajaban un gran paquete de cartón
desde la planta de arriba.-¡Y resulta que ya vino con los recados!
El paquete envolvía un radiador de queroseno.
-Buena idea Watanabe, esto es mucho más eficiente que la
chimenea.
-Sí, pero no es tan… romántico.-Stella, con cierta
melancolía, agarró aún más fuerte a su marido.
Todos miraban al que acababa de entrar, porque aunque
Stella, Nicolás, el cabo Luis Castro, los agentes Santos y Manrique, la
valenciana marchosa Encarnación y su amigo, el pijipi Lucas sabían la velocidad que era capaz de alcanzar el
japonés, seguían sin explicarse cómo podía hacerlo alguien que tenía el aspecto
de un colegial nipón.
-Debemos apagar la chimenea y colocar esto en el hueco. Y
aquí está la morfina.-Watanabe se la pasó directamente a Stella y se puso a
desembalar el radiador mientras jadeaba aún por el esfuerzo.-Ushuaia está
enterrada en nieve. La gente debe estar pasándolo muy mal.
-¡Dios mío…!-Dijo Stella levantándose.-¡Nuestros amigos…
no quiero ni pensarlo!
-Seguro que hay muertos y atrapados… Desde luego, parece
un cementerio.
-Ayudadme a limpiag todo esto.-Jean Baptiste echó una
mirada de reproche a su compañero que este no captó.-Necesitamos algo paga depositag
la ceniza.
El extraño teléfono celular de Watanabe sonó en su
bolsillo. El japonés dejó el radiador a medio desembalar y contestó.
-Watanabe.
En ese momento, nadie le miraba. Jotabé apagaba el fuego,
con la ayuda de Lucas y Nicolás, Stella entraba con Castro en la habitación
donde Irma se removía inquieta y la valenciana le hacía ojitos a los dos
agentes que se miraban con complicidad. Si alguno de ellos no hubiese estado en
otra cosa, habrían sabido que algo no iba bien. El rostro del japonés había palidecido
de repente.
Abría la boca para preguntar algo, pero al otro lado de
la línea parecía que le tomaban la delantera con las respuestas. Fue una
conversación breve, el teléfono colgó y él se dejó caer sobre el sillón que
tenía a su espalda.
-Nan Amaterasu wa,
watashitachi o awarende…
-Tomá esta alfombra vieja, servirá para sacar toda la
porquería de la chimenea.
Cuando Jotabé se giró para echar la leña y la ceniza vio a
su amigo sentado con la cabeza inclinada sobre sus manos juntas, como si
estuviese rezando.
-Tetsu… ¿qué te ocugge?
El japonés levantó la cara. Sus ojos estaban vidriosos aunque su semblante seguía siendo serio e
inescrutable, como siempre.
-La Ninja ha desaparecido.
Todos dejaron lo que estaban haciendo. Watanabe había
dicho La Ninja pero ellos escucharon la
niña porque aún recordaban a la pequeña que había estado enredando por allí
no hacía ni medio día.
Jotabé se incorporó y se limpió las manos llenas de
hollín en el pantalón. Lo miró un instante. No era Watanabe hombre de bromas,
así que se temía lo peor. Tragó saliva y por fin se atrevió a preguntar.
-¿Qué quieges decig?
-Me han llamado de la Fundación. La unidad de
comunicaciones de La Ninja ha dejado de existir, al menos eso indica el nodo de
comunicaciones.
-Estará fuera de alcance, o sin batería.-Intentó explicar
Nicolás.
-Eso es imposible.-contestó tajante.-Ha tenido que
desaparecer, desintegrarse.
-Pego, no puede seg. La unidad de la Ninja ega especial,
estaba blindada, pgepagada paga sopogtag su fuego, su bategía ega de pog vida...
-La unidad ha dejado de existir mientras varios
sismógrafos detectaban lo que parecen ser dos explosiones nucleares en el
Pasaje de Drake.
-Explosiones. ¿De qué estás hablando?-Jotabé se arrodilló
junto al japonés y le agarró por los hombros. Parecía que quisiera que dejara
de decir tonterías.
-Pepo avisó de la pérdida de la unidad de comunicaciones.
En ese instante algunos de sus amigos le reportaron lecturas de sismógrafo que los
expertos identifican como explosiones nucleares. Triangulando han aproximado las
coordenadas al lugar donde debería estar La Ninja. Ha sido hace un minuto y aún
están haciendo cálculos.
-Es demasiado pgonto. Segugo que es un eggog.
El japonés levantó la cara y miró a Jean Baptiste.
-No. Pepo dice que la unidad no pierde la comunicación
con el nodo a menos que sea desintegrada. Y las dos explosiones… Es demasiada
casualidad.
Cuando Stella y Castro abandonaron la habitación, tras sedar
de nuevo a la agente Gutiérrez, se encontraron al japonés y al francés abatidos
en los sillones mientras que el resto intentaba encajar el radiador en el hueco
de la chimenea.
La dueña del hotel miró a su marido y le hizo un gesto de
extrañeza, Nicolás dejó al grupo y se puso a su altura.
-Hay problemas…
-Pues ahora me los contás. Tenemos que traer aquí a la
pobre Irma, ahí hace demasiado frío.
En el mar que une los océanos Pacífico y Atlántico, donde
tantos aventureros naufragaron, la cuarta flota empezaba a llegar al lecho
marino ante la mirada de extrañas criaturas abisales mientras Sancho, en el
interior del Nautilus, esperaba agarrado a la silla de su compañero Sergei
Shishkin a que el navío se estabilizara después de haberse sumergido a la
fuerza centenares de metros.
El ruso parecía que salía de la inconsciencia provocada
por el seco golpe disuasorio del español. Sancho se alegró, era mejor que
estuviese consciente cuanto antes, porque la luz de integridad estructural
estaba en rojo, pero además, un irritante pitido parecía anunciar el fin de la
travesía.
- Chto… sluchilos?
-Espera, compañero.-Le dijo en inglés desde el suelo.-No
te muevas.
La sugerencia era innecesaria.
-¿Me has a… atado?-Empezó a removerse con furia.-¡Me has
pegado!
-También te he salvado la vida.
-¿Ah, sí? ¿Porque no me has dado más fuerte?
-No. No sé lo que ha pasado.-El batiscafo ya casi se
balanceaba dulcemente.-Una explosión en la superficie, menos mal que estábamos
a bastante profundidad.
-Desátame, ese pitido no anuncia nada bueno.
Sancho se logró poner en pié. Tenía una brecha en la
frente que le sangraba, aunque no era grave, y las manos magulladas por los
intentos por agarrarse a cualquier cosa y, en general, le dolía todo su cuerpo
de cincuentón grande y pesado.
-Lo siento Sergei. Teníamos que irnos.
-¿Sabías lo de la explosión?
Sancho comprobó que también debía de estar aturdido
porque el nudo se le estaba resistiendo.
-Cómo iba a saberlo. Sólo pretendía salir de allí por el
tornado. ¡Mierda…ya está!
El ruso se quitó el cinturón de seguridad y se echó la
mano a la nuca.
-No te vas a morir. Solo es una magulladura.
Le respondió con un gruñido mientras se acercaba a la
consola para leer los datos de decena de indicadores.
-Tenemos daños en el casco.
Movió una palanca. El sonido era apagado, casi sordo.
-Puede que las turbinas no funcionen.
Movió otra palanca con igual resultado.
-Y las bombas.
-No jodas… ¡por favor!
-Intentaré revisar el exterior.
-Imposible. Estamos a más de dos mil metros de
profundidad.
-Para eso también hay solución. Aparte.-Dijo mientras se
quitaba la máscara de descompresión. Sancho agradeció poder hacerlo también.
Ambos quedaron con la cara marcada por el contorno de goma de las mascarillas.
El español se echó a un lado para dejarle acercarse a la escotilla
que estaba a sus espaldas. El ruso empezó a girar la rueda.
-¿¡Vas a entrar en el reactor nuclear!?
El chico abrió la compuerta y metió una pierna pero se
detuvo para volverse.
-A ver si te calmas, amigo. El reactor nuclear está en la
cubierta de abajo, en la popa, detrás de una gruesa pared de plomo, si no,
estaríamos vomitando desde hace varias horas.- Desapareció en el interior de la
cámara.-¡Voy a por un traje para salir!
La expresión de Sancho cambió. Era cierto, estaba
histérico. No dejaba de pensar en sí mismo, en su casa, su familia, su trabajo.
Hasta echaba de menos a su ex esposa. No estaba siendo consciente de que se
encontraban en una situación que requería toda su atención y a la que, por
supuesto, le sobraban los gritos.
Inspiró profundamente y se propuso comportarse como un hombre.
-Está bien… ¿Necesitas ayuda?
-Claro, esto no es un pijama.-Gritó el otro desde atrás.
La cámara tenía dos bancos semicirculares en torno a una
escotilla central con la forma de la tapadera de una gran olla a presión.
Algunas taquillas y dos escotillas más pequeñas y cuadradas en ambos costados.
Sergei movía la de la derecha.
-El traje está en el exterior.-Dijo adelantándose a la
siguiente pregunta.-Acoplado a esta escotilla.
Efectivamente. Tras la primera compuerta había otra un
poco más pequeña cerrada con cuatro pernos. El chico empezó a levantarlos.
-Yo entro por aquí y tú cierras las dos escotillas. He
dejado encendido el intercomunicador y las luces exteriores. Cierra bien o
moriremos en el acto.
-De acuerdo. No te preocupes.
-Ayúdame a meterme dentro.
El español tomó al chico y lo levantó con facilidad hasta
que éste pudo introducir ambas piernas por la escotilla. Estuvo tanteando un
instante antes de desaparecer por el agujero.
-Cierra ya.
Con toda la fuerza que pudieron usar sus doloridas manos,
Sancho fue apretando uno a uno los pernos de la segunda escotilla. Luego cerró
la mayor y giró la rueda hasta que ya no pudo más. Dio un par de golpes en la
pared.
-Ve al puente.-Sonó una voz metálica en alguna parte.-Necesito
que toques algunos controles.
El español saltó por encima del mamparo que servía de
marco a la compuerta y tomo posición junto al timón.
-Ya está.
Sintió un sonido metálico en la parte trasera y al cabo
de un instante vio aparecer la figura de un buzo con una gran mochila a sus
espaldas. El traje era todo de acero, con articulaciones de esferas en codos,
hombros y rodillas. Unas pequeñas turbinas que se movían a los costados de
donde debería tener las caderas le daban un aire galáctico, como el casco, una
gran bola de cristal. Una gruesa manguera que salía bajo la mochila parecía
mantenerlo unido a la nave y volvía a situar las cosas en el siglo pasado.
-Se te ve bien, pareces un astronauta.
-Voy a la popa, para ver el estado de las hélices.
Mantente a la escucha y no toques nada hasta que te lo diga.
En el pequeño camarote de Ivan Lyubímov, la Oreja de
Putin en la base Vostok II, el reloj contaba segundos hacia atrás. Aún restaba tiempo
para que llegara el momento en que los súper-condensadores se convirtieran en súper-generadores.
Eso es lo que creía él al menos.
-¿Estás ahí?
-Sí, señor.
-Han detonado los dos Shkval-N. Parece que el obstáculo
ha sido eliminado.
-La cuenta atrás continúa, falta un minuto y cuarenta y
tres segundos.
-Perfecto.
-¿Puedo hacerle una pregunta, señor?
-Pregunte Lyubímov.
-¿Está usted manejando ahora mismo las consolas?
Iván creyó oír algún murmullo pero la radio era muy
antigua y había mucha estática.
-No, es alguien de “más arriba”. No se preocupe, estamos
en buenas manos.
El agente miró la pequeña perla resplandeciente que
flotaba a pocos centímetros del teclado con desconfianza. No conocía nada
igual. Algo que se sustentara en el aire, sin más, y tan pequeño. Aunque en
realidad, en los últimos meses había conocido cosas que jamás hubiese pensado
que se podían fabricar.
Pero aún así aquél extrajo objeto azulado le tenía
absorto.
-Sólo era una pregunta, señor. Tengo plena confianza en
usted.
-Eso está bien, Iván. Cuando todo esto termine, usted y
yo pasaremos a la historia de nuestro país.
-Será un honor, señor.
En el batiscafo se escuchaban golpes metálicos en la
popa.
-Bermúdez. Vaya a al compartimento de trajes y siga mis
instrucciones. Rápido.
El español no se atrevió a preguntar, so pena de parecer
un nervioso e inútil pasajero. Sin rechistar siguió las instrucciones de Sergei.
-Ya estoy aquí. ¿Qué quieres que haga?
-Cierre la escotilla que da al puente.
Todo aquél juego de puertas, compuertas, manijas y
manivelas le resultaba agotador, pero suponía que a esa profundidad la
estanqueidad era vital.
-Ya está. Cerrada y atorada.
-Bien. En la pared del fondo verá un par de indicadores.
Son la presión interior y exterior.
-Los veo, un momento que me acerco.
Sancho pasó rodeando la escotilla del suelo hasta llegar
al otro extremo de la cámara.
-No marcan lo mismo. Hay una diferencia de casi tres
atmósferas.
-Perfecto. El equipo está intentando igualarlas aunque
aún no lo ha conseguido. Intentaremos ayudarle: Abra la válvula que hay a la
derecha, la de color rojo. Debe conseguir que los dos indicadores marquen lo
mismo.
Al abrir la válvula se oyó entrar aire. El sonido iba incrementando
la presión interior a gran velocidad, según marcaba la aguja. Sancho empezó a sentirse
ahogado y se le iba la cabeza.
-¿Esto es necesario?
-Imprescindible, si queremos abrir la compuerta del
suelo.
-Bien.-Tosió con dificultad.- Ya estamos a la misma
presión.
-Puede que se sienta mal o le duela la cabeza, no se
preocupe, en unos minutos se le pasará. Abra la escotilla del suelo.
Sancho se arrodilló y empezó a mover la rueda. El
esfuerzo era demasiado. Le faltaba oxígeno porque no podía expulsar el aire de
los pulmones y además las sienes le quemaban. Por fin, un sonido leve y la
escotilla se entreabrió suavemente. Una mano metálica la empujó hacia arriba haciéndola
pivotar sobre sus goznes y dejándola caer hacia uno de los lados. La burbuja de
cristal con la cabeza de Shishkin asomó sobre la superficie del agua.
-He encontrado lo que impedía que nos moviéramos. Ayúdeme
a subirla, pesa bastante, me imagino que cuando salga del agua será mucho más
pesada.
La cabeza volvió a desaparecer y en su lugar apareció algo
que en principio Sancho no supo reconocer. No esperaba encontrar aquello en ese
lugar. Era la cabeza de una mujer, sin escafandra, ni traje. Aparentaba unos cuarenta
años, su pelo mojado y negro le cubría el rostro. Parecía dormida, Sancho sabía
que debía estar muerta.
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