Los Shkval, o tormenta de nieve, recibían el nombre de torpedos por ser
proyectiles armados que se movían bajo el agua, pero su motor no era eléctrico
ni tenían una bonita hélice en la popa. Mejor les venía el de misiles
submarinos porque lo hacían gracias a un motor cohete de combustible sólido. Sin
embargo lo realmente novedoso en estos artilugios no era lo que tenían en la
popa sino lo que llevaban en la proa.
Cualquier ingeniero aeronáutico sabía que la proa de
una aeronave debía ser lo más afilada
posible, para hendir la atmósfera y facilitar el vuelo. Cuando uno se
enfrentaba con algo tan denso como el agua, el requisito era aún más
ineludible.
Los barcos y submarinos debían ser hidrodinámicos, como
los peces. Y como los peces, debían ser forzosamente lentos. Porque a
determinadas velocidades el agua empieza a burbujear. Su facilidad para cambiar
de estado rodea de vapor de agua las superficies que adquieren cierta velocidad
desestabilizándolas. Las burbujas son un auténtico quebradero de cabeza para los ingenieros
navales que las evitan a toda costa.
Esto era así… ¿indiscutiblemente? Pero, qué ocurre cuando un
objeto se mueve bajo el agua rodeado de vapor.
La inquieta mente humana había descubierto una verdad de
Perogrullo: se comporta como si se moviera por el aire. Y ahí entraba el morro
de los Shkval, más parecido al de un león marino que al de un tiburón.
Los torpedos del Yuri Dolgoruki no eran hidrodinámicos,
al menos en la punta. Provocaban adrede una súper cavidad de vapor de agua con
su morro de cerdo, alimentada incluso con parte de los gases de escape del
motor. Esa cavidad los envolvía y los hacía moverse en un medio gaseoso dentro
del agua. Aquellos torpedos no navegaban, volaban.
Por eso, nada más salir de los tubos del K-535 eran
capaces de adquirir la increíble velocidad de 450 nudos, o lo que es lo mismo,
la velocidad de crucero de un Boeing-747.
Toda esa velocidad, sin embargo, era insuficiente
para cumplir las órdenes de Moscú. El Yuri Dolgoruki estaba a trescientos
kilómetros de su objetivo y la detonación debía producirse en menos de cinco
minutos. Claro que los militares rusos, acostumbrados a utilizar la fuerza
bruta a falta de más finas herramientas, habían ideado la forma de acelerar aún
más sus torpedos: la katapultirovatsya.
De los dos torpedos, uno de ellos surcaba el gélido
océano antártico medio kilómetro por delante del segundo. Llegado el punto de
impulsión, el segundo torpedo, el más retrasado, detonaría su carga nuclear
haciendo que una gigantesca bola de fuego se expandiera a la velocidad del
sonido empujando al primer torpedo hasta la superficie donde podría superar la
velocidad de 1000 nudos. Desde luego no era un método elegante, pero si eficaz.
La katapultirovatsya
había sido ensayada en cientos de ejercicios en las aguas de la república
siberiana de Sajá, aunque con explosivos convencionales. Era la primera vez que
se realizaría con armamento nuclear. Los números la avalaban pero el papel lo
aguanta todo.
Por eso Nikolai Milashevsky, el
capitán del K-535, pensó que quizá esto no era más que la prueba que le faltaba
a esta técnica.
Las condiciones atmosféricas del cono sur, inmerso en una
gigantesca tormenta, oculto a los satélites, parecían propicias para probar de
una vez por todas esta forma de lanzar bombas. Quizá, la
presencia de la cuarta flota permitiera a los americanos presenciarla de cerca.
Sería una demostración de que todos los escudos antimisiles, toda la inversión
en detección, intersección y destrucción mediante sofisticadas redes de
satélites, estaciones de seguimiento y misiles anti misiles no les servirían
para nada. Una vuelta a 1.989. El fin de la hegemonía militar norteamericana.
El capitán, en su añoranza de un pasado glorioso,
ignoraba que el objetivo real de aquella demostración
no era otro que asegurar la apertura de un agujero interdimensional que
conectaría nuestro universo con otro, eliminando el último obstáculo: La Ninja
de los Peines.
Tampoco sabían el objetivo real de toda
aquella infraestructura los humanos que la habían desplegado. Como ya ocurriera
con Mörgendammerung, los de aquí
tenían un objetivo de poca monta: dominar el Mundo. Los
de allí, tenían un objetivo mucho más ambicioso: reavivar su mortecino universo.
Pura cuestión de escala.
Mientras esta inmensa tragedia se gestaba, las fuerzas a favor y en contra se movían con desesperante precisión.
-¿Cómo va la carga?-Sonó la radio en el
camarote de Ivan Lyubímov, la Oreja de Putin en la base Vostok II.
-En estos momentos estamos al 74%. Unos minutos más y
alcanzaremos la potencia operativa.
-Está bien. Ahora haga exactamente lo que le indique.
-Dígame, señor.
-¿Recuerda la caja que le entregó el oficial de máquinas
del Dmitri Donskoi?
-Sí, señor.
-¿La ha abierto?
-Por supuesto que no, señor.-El agente se removió
inquieto mirando hacia los lados, como si su interlocutor pudiera verle.-Usted
me dijo que no lo hiciera.
-De acuerdo. Téngala a mano.
-Un momento señor, voy a por ella.
Lyubímov se quitó los auriculares y se dirigió a la
pequeña caja fuerte que había incrustado en la pared de hielo, bajo una bandera
rusa. La había instalado él mismo, como la consola que llevaba vigilando meses,
tras cambiar la cerradura de su camarote y llenarlo de sensores volumétricos.
No era fácil ser la
Oreja de Putin. No tenía amigos, no podía comentar nada con nadie ni nadie
estaba dispuesto a charlar con él ni tan siquiera del tiempo, por eso lo habían
elegido a él, tras una dura preparación y una aún más dura selección.
Los comisarios políticos del KGB y antes los agentes de
las SS eran sus referentes. Gente leal hasta la muerte, con rasgos sicopáticos,
incapaces de tener empatía con nada ni con nadie y, en cierto modo, inmunes a
los afectos y los rechazos.
Ivan Lyubímov era así: un tipo extraño, de aspecto aniñado, mirada fría, labios finos y tensos y delicadas manos de pianista que ahora movían con rapidez la rueda de la caja fuerte.
En el interior, sobre algunos sobres con órdenes para
casos extremos, una pequeña caja de bruñido metal dorado del tamaño de una
cajetilla de tabaco esperaba desde hacía meses a que la abrieran. Había llegado
el momento.
La tomó, cerró la puerta de la caja y volvió a echar la
bandera tricolor. Luego se dirigió a la consola donde consultaba y dirigía la
operación de carga de los akkumulyatory
y se colocó los auriculares.
-Ya estoy de nuevo, señor. ¿Abro la caja?
-Colóquela en el hueco que debe haber junto al teclado de
la consola de la izquierda, tiene que encajar.
Lyubímov colocó la caja en el lugar que le habían
indicado. Sabía a qué hueco se refería porque siempre se había dicho que ahí
faltaba algo.
-Ya está.
-Ahora, ábrala con cuidado, sólo tiene que levantar la
tapa y retirarla.
El agente sujetó con una mano el borde inferior de la
caja y levantó la tapa con la otra. Era fácil, como si la tapa estuviese
suelta. Jamás se le hubiera ocurrido haberlo hecho sin la autorización del que
le hablaba al otro lado de la radio, pero en su manipulación nunca había notado
que aquello se abriera con tanta facilidad.
El interior de la caja era negro, como de terciopelo.
Parecía la lujosa caja de alguna joya carísima. Pero no contenía una joya, al
menos no una joya convencional.
En el centro había una pequeña perla que, nada más verse
libre, se separó de la base para quedar suspendida a unos cuatro centímetros de
ella. Parecía de nácar, o de metal semitransparente, algo sencillo, bello e
inquietante.
-¿Se puede saber qué es esto?
-Es un… control remoto.
Lyubímov, con curiosidad y algo de respeto acercó la
cara.-No veo ningún botón.
-No es usted quien lo va a manejar.
Diciendo esto, la esfera empezó a resplandecer con un
limpio color aguamarina y las pantallas de las consolas se volvieron locas.
Primero parpadearon, luego empezaron a cambiar rápidamente de una vista de
datos a la siguiente. Por último volvieron a la imagen inicial, la que mostraba
la carga de los super-condensadores. Sobreimpresas, las cifras 00:03:45
-Parece que se ha iniciado una cuenta atrás.
-¿Para cuándo?
-Tres minutos y cuarenta segundos.
-Bien. Si quieres puedes dedicarte a otra cosa, ya está
todo bajo control.
Pero La Oreja de Putin no tenía otra cosa en la que
ocuparse. Después de meses organizándolo todo: la llegada de los akkumulyatory, su instalación en las
coordenadas precisas, la puesta en marcha, el sabotaje del equipo de
investigación y por último el control de los últimos minutos del proyecto no
estaba dispuesto a largarse, no tan cerca del momento cumbre.
Mientras meditaba sus ojos se clavaron en la esfera
aguamarina que flotaba sobre la caja dorada. Una duda le asaltó: ¿quién
manejaba ahora los controles?
Demasiado cerca del punto de impulsión,
donde el segundo torpedo habría de
empujar al primero hacia su destino, en el interior del batiscafo Nautilus se
vivía una cierta excitación. Al menos por parte de la mitad rusa de la
tripulación: Sergei Shishkin.
No era para menos, el chico, de unos veintipocos años, no
había salido nunca de la base Vostok II, a un kilómetro bajo la superficie de
la Antártida, y ahora observaba la tormenta de mayores dimensiones que jamás
había visto un ser humano.
Para él, sin embargo, no era más que la confirmación de
una tesis científica. Eso le producía mucho más excitación que la contemplación
de algo majestuosamente aterrador.
Pero a Sancho, el español, hacía tiempo que le había
abandonado el entusiasmo juvenil. Lo que estaba viendo sólo le producía un
prudente respeto.
En los últimos días había sido desahuciado, secuestrado, exiliado, vivido el extraño y sucio mundo de las intrigas y el
espionaje, presenciado fenómenos extraños de dudosa explicación, se había
fugado de un complejo militar y había navegado con un batiscafo del siglo diecinueve bajo una gruesa capa
de hielo. Eran demasiadas novedades juntas para que su viejo corazón pudiera
resistirlo.
Sancho lo que quería realmente era salir de allí, volver
a algún sitio civilizado, donde la gente fuera “normal”, no como aquel joven
entusiasmado que hacía fotos y más fotos con una viejísima cámara analógica.
Porque todo aquello tenía un fuerte tufo a desgracia
inminente, una desgracia del tamaño de aquél gigantesco tornado de más de diez
kilómetros de altura parecía el dedo de Dios, dispuesto a borrar del mapa todo
lo que se le pusiera por delante. Y había otros once iguales.
-Creo que deberíamos irnos de aquí.
-¿Irnos?
-Claro. Estamos demasiado cerca de “eso”, si le da por
moverse vamos listos.
-¿Moverse?
-Los tornados tienen esa costumbre jovencito.
-No puede moverse. Y si lo hace dejaría de estar
alimentado por la fuente de calor y desaparecería. No corremos ningún peligro
porque no estamos ante un tornado común.
-Eso no hace falta que lo jures. Anda, ya has hecho
demasiadas fotos de lo mismo, salgamos de aquí.
Shishkin soltó la cámara y se dirigió al puesto de piloto.
-Tienes razón. Quizá deberíamos acercarnos más.
-¿¡Cómo!?-Sancho se volvió hacia el joven.-¿Estás loco? Ya
has demostrado tu teoría, ahora debes disfrutar del reconocimiento junto a tu padre. Volvamos a
la base.
-No se ponga nervioso, señor Bermúdez. No vamos a morir,
sólo vamos a hacer mejores fotos.
El chico mostraba un cierto desdén hacia las precauciones
del astrónomo. Como si, en cierto modo, le considerara un cobarde por querer
salvar el pellejo.
Pero para Sancho, Sergei no era más que un freak con ninguna experiencia social. Había que tomar cartas
en el asunto.
Aprovechando que se había girado hacia los controles tomó
la bombona de oxígeno de su mascarilla, la desenganchó del soporte y, sin
pensarlo, le dio un fuerte golpe en la nuca. El chico se paró un instante antes
de caer sin sentido sobre el timón del batiscafo.
-Lo siento hijo.-Dijo volviendo a enganchar la botella en
la correa que le cruzaba el pecho.-Pero te estoy salvando la vida.
Luego separó a Shihskin del timón y lo arrastró hacia la
silla que él había estado ocupando hacía un momento. Lo sentó como pudo y le
puso el cinturón de seguridad para mantenerlo en posición más o menos erguida. Le
ató las manos a la espalda con unas cuerdas que había localizado cuando tomó
las máscaras de descompresión y se quedó observándolo unos segundos.
El ruso respiraba con calma y en la nuca apenas si tenía
un moratón.
-Creo que por hoy ya está bien de aventuras. Nos vamos.
Se puso delante de los mandos y respiró
profundamente. La imagen a través de la claraboya del monstruoso tornado le
espoleaba, así que olvidó sus miedos e inseguridades y empezó a examinar los
letreros de las distintas palancas y mandos. Lo bueno de las naves de la era “Julio Verne”, se dijo, es que cada
acción tiene su propia palanca, nada de pantallas cambiantes, menús de contexto
y control ergonómico: una palanca = una función.
No le costó trabajo encontrar una con el rótulo глубина,
exactamente el mismo del indicador de profundidad. La palanca tenía tres
posiciones: arriba, en medio, donde se hallaba, y abajo. Simple como un botijo.
Bajó la palanca.
Un zumbido se superpuso al ya casi inapreciable del
reactor nuclear y el nivel del agua empezó a subir tras la claraboya. En unos
segundos, el inquietante tornado dejó de estar a la vista y el batiscafo se
sumergía dejando una corona de burbujas en el hueco de hielo que acababa de
abandonar.
En ese mismo instante, más al sur, La Ninja luchaba
contra el viento a escasos kilómetros de su objetivo. El rugido del tornado,
con vientos de más de quinientos kilómetros por hora era insufrible, y la
visibilidad prácticamente nula, como ya había previsto Antonia. Sólo la
presencia de la línea de plegamiento del espacio-tiempo le permitía determinar
su rumbo.
Nada ni nadie podía haber estado allí excepto el engendro
que pilotaban Antonia y Paco, devorando energía a manos llenas para
mantenerse en pie.
De repente, Antonia detuvo la marcha.
-¿Oyes eso?
-Oigo muchas cosas, Antonia. Estamos oyendo siempre
muchas cosas.-Paco parecía nervioso.-Oigo a La Peligro discutir con La Maru,
también a Watanabe, que se dispone a salir “de compras” en medio de la nieve
para buscar provisiones para el Hotel…
-¡Calla coño! Escucha…
La Ninja escuchaba todo los sonidos que se transmitían a través de la atmósfera, por muy sutiles o lejanos que fuesen, por muchas interferencias que
hubiera, incluso en medio del huracán. Pero tanto Antonia como Paco habían
aprendido a discriminar. Podían fijar su atención en una conversación a miles
de kilómetros o escuchar lo más cercano, como cualquiera. Ahora ella le pedía
que escuchara algo en concreto, más allá del rugido de la tormenta, y él no era
capaz de saber qué. Hasta que un siseo que iba subiendo de volumen le llamó la
atención.
-¿Te refieres a ese ssssshhhhh?
-Es extraño. Parece como si se acercara. Algo me da mala
espina.
-Son dos… Parecen dos… ¿cohetes?
-Allí,-señaló a su izquierda-Bajo el agua.
A doscientos kilómetros al este, el segundo torpedo Shkval había
alcanzado su objetivo cuando el primer torpedo ya se encontraba situado sobre él en
ángulo de cuarenta y cinco grados.
En ese momento, decenas de pequeñas cargas detonaron
entorno a su núcleo de plutonio obligándolo a comprimirse hasta alcanzar la
masa crítica.
La reacción en cadena se inició en una milésima de
segundo y un globo de fuego se abrió paso en las profundidades formando una
gigantesca burbuja que creció a la velocidad del sonido hasta
adquirir el tamaño de la isla de Manhattan.
El primer torpedo fue entonces catapultado hacia arriba y
hacia delante rompiendo, junto con la onda expansiva, la costra de metro y
medio de hielo. Iba sin control, girando sobre sí mismo, con el fuselaje
gravemente dañado y los cohetes funcionando inútilmente. Pero como un surfista
en una ola, volaba en dirección sur-suroeste a gran velocidad, en
una trayectoria precisa.
Millones de litros de agua fueron expelidos en kilómetros
a la redonda formando una gigantesca flor líquida. La corteza helada, allí
donde por distancia no se había derretido o desintegrado, se resquebrajó en miles
de grietas de kilómetros de longitud formando una curiosa estrella de agua oscura
en la costra blanca.
El sonido del hielo al romperse llegó a las tripulaciones
de la cuarta flota antes incluso que el vacío previo a la deflagración. Los barcos se estremecieron ante la presión de la costra helada al romperse,
quedando de nuevo libres, a flote.
Algunos navíos reportaban vías de agua, pero el almirante
del Ronald Reagan empezó a dar órdenes de que iniciaran la navegación para
intentar a provechar aquella momentánea apertura de canales, sin preguntarse
por ahora qué era lo que las había provocado.
La Ninja escuchó la explosión un segundo antes de que los
vientos cambiasen drásticamente de dirección. El tornado se desestabilizó
formando una serpenteante columna de vapor que la embistió por el lado
contrario como una látigo de millones de moléculas de agua. El engendro no pudo
mantener el equilibrio y rodó por el quebradizo manto de hielo.
-¿Qué ha sido eso?
-Una bom…
La onda expansiva les llegó cuando estaban intentando
incorporar a la Ninja haciéndola rodar de nuevo. Pero esta vez venía acompañada
del destrozado primer torpedo. Parecía un juguete roto, pero no lo estaba.
Con calculada precisión, la cabeza nuclear del
ingenio inició la detonación justo cuando estaba sobre su objetivo. Una
milésima de segundo y un inmenso globo de fuego se expandió creando una
hondonada en el mar de kilómetros de diámetro en el lugar donde había
estado la criatura.
El hielo bajo la explosión sublimó saliendo expelido
hacia todos lados en forma de plasma candente como un gigantesco aspersor que
barría la superficie donde aún mantenía cierta firmeza.
Cuando la onda expansiva alcanzó a las lanchas anfibias del
USS Belleau que intentaba transportar los drones hacia el mar de Weddel las
levantó como cáscaras secas para lanzarlas contra las aún lejanas laderas de la Tierra de
Graham.
El tornado definitivamente desapareció y las tormentas
circulares de los otros once super-condensadores perdieron la estabilidad
mecánica que las retroalimentaba haciendo que la atmósfera sobre la Antártida
se convirtiera en un caos.
Una gigantesca ola circular se elevó más de cincuenta metros
empezando a levantar la cubierta de hielo como un topo levanta un terreno
reseco. El Pasaje de Drake se había convertido en una ThermoMix gigantesca.
Antes de que pudiese sentir la onda expansiva submarina
de la primera detonación, el batiscafo Nautilus fue empujado con fuerza hacia
el fondo por la segunda, sus paredes crujían lastimeras ante el ingente empuje
de la presión creciente. La luz de integridad estructural pasó del verde al
naranja y después al rojo pero Sancho no podía verla porque intentaba agarrarse
a algo dentro del navío que daba vueltas sin control.
Por fin, el gigantesco tsunami de agua y hielo alcanzó a
la cuarta flota cuando apenas si había iniciado movimientos para huir del mar
helado. La acción del hielo actuaba como las gigantescas muelas de un molino
triturando los cascos de las naves cual granos de café. Las vías de agua se
abrían por todas partes, los aviones y los hombres caían por los costados del
Ronald Reagan y el resto de los barcos, los objetos volaban aplastando a
aquellos que intentaban agarrarse a algún sitio. Los que no eran aplastados o
sepultados veían como el agua llegaba en masa por todas partes, teniendo que
buscar vías por las que salir al exterior. Gritos, golpes, heridas, hielo,
acero y finalmente, la calma.
Ni siquiera tuvieron tiempo de dar la alerta por radio. Los
pocos supervivientes se vieron de pronto flotando en las heladas aguas del
antártico, entre objetos y restos de los barcos que ya emprendían veloces su
última singladura hacia el abismo profundo. En el horizonte se izaba un hongo justo
en el lugar donde había desaparecido La Ninja de los Peines.




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