04.22-Rumbo de intercepción





A mil kilómetros de altura sobre el polo sur se cruzan a cada hora decenas de satélites de los llamados de “órbita polar”. Buscan objetivos militares, ayudan a realizar pronósticos meteorológicos o intentan descubrir nuevos recursos energéticos, pesqueros o mineros; barriendo la superficie del planeta de norte a sur como si lo cortaran en rodajas.
Sus órbitas son nerviosas de apenas una hora y media, y su altura ridícula, en términos geográficos, no más de mil kilómetros.

La información que recogen sin parar es volcada por ingentes bases de datos de refresco circular, que retienen la información cuatro días escasos. De otra forma, en un mes llenarían de información todos los ordenadores del planeta. A esas bases de datos, los organismos autorizados, llegan y toman lo que les interesa antes de que sea eliminado para siempre.

Normalmente, los datos de la Antártida son recogidos por científicos y otra gentuza improductiva porque a nadie más le interesa el aburrido clima polar, sus inaccesibles recursos ni sus inexistentes movimientos militares.

Sin embargo en este momento los sentidos de los satélites se aguzaban para ver qué estaba pasando bajo la tormenta en forma de polígono regular que había sumido a medio mundo en la oscuridad y el frío. Para el común de los mortales, el acceso a las bases de datos estaba bloqueado.
Las universidades y centros de investigación protestaron y, a la vez, se ofrecieron para interpretar la información. Pero, ¡qué saben unas ratas de laboratorio de lo que realmente importa!

Además, las agencias de seguridad y los ejércitos del mundo tenían sus propios científicos. Gente concienciada, inteligente y sobre todo “de fiar”. Así que a nadie se le ocurrió pedir un histórico de mediciones electromagnéticas. Cuántos sufrimientos se le habrían ahorrado a la Humanidad si se le hubiesen hecho las preguntas adecuadas a las personas indicadas en el momento oportuno.

Pero para los gobiernos del Mundo todo había empezado con la tormenta y antes sólo existía  “la normalidad”, así que no había nada que preguntar.

Si la intención de los del otro lado al instalar los condensadores era acumular energía para usarla en el momento preciso y abrir una puerta que comunicara ambos universos. Y que esa puerta no fuera más que el sumidero por el que nuestro universo, joven y energético, se escurriría en el suyo, viejo y apagado; nadie lo sabía.

Quizá, las gigantescas columnas de vapor que producían los acumuladores al calentarse fueran un efecto secundario. Pero gracias a ellas se habían producido doce tormentas “tropicales” en un perímetro de seiscientos kilómetros en torno al polo sur magnético. Y esas doce tormentas se retroalimentaban unas a otras como un gigantesco engranaje climático produciendo la congelación del hemisferio sur.

De manera involuntaria o no, los del otro lado habían desplegado la más colosal maniobra de distracción jamás conocida. La tormenta se había convertido en el objeto de observación de millones de personas, ocultando bajo una impenetrable capa de nubes lo que realmente debería preocupar al Mundo.

Y para colmo, por si este distractor no fuera suficiente, la economía global se estaba yendo al carajo a velocidad de vértigo. Este segundo elemento de distracción era de exclusiva responsabilidad terrícola y de su fe ciega en el mercado libre, nada sólido, más bien líquido e incluso gaseoso, como las columnas de vapor de la Antártida.

Pero, como hay más gente que botellines, algunas personas sí estaban acercándose a la causa original y por ende al fatídico objetivo final. Unos, en su afán de revivir la Guerra Fría, habían trasladado a aquellas remotas y aburridas latitudes a toda una flota de barcos de guerra que, aún quedando presa del hielo sobrevenido, empezaba a desplegar algunos artilugios para ver lo que los densos nubarrones ocultaban.

Cuatro vehículos anfibios, achaparrados y robustos como tortugas metálicas, habían sido dispuestos a sotavento del USS Belleau,  el buque de asalto más rezagado de la cuarta flota norteamericana. Como todos, había quedado incrustado en el mar de hielo en que se había convertido el Pasaje de Drake y fuera borda ya no había mar, sino una inmensa llanura blanca.

El viento huracanado que azotaba su costado izquierdo apenas se percibía en el lado de estribor, al abrigo de su propia estructura, lo que permitía a los hombres asegurar la carga y preparar los vehículos con una cierta calma.
Las lanchas que llevaba el USS Belleau Wood eran vehículos de última generación. Al contrario que las clásicas lanchas de desembarco, éstas tenían las bodegas cubiertas por una fuerte coraza coronada por una pequeña torreta artillada.

En la misión que tenían encomendada ahora, no eran hombres dispuestos a dejar su vida en una playa lo que transportarían, sino sendos aviones teledirigidos o drones cuya finalidad era la de ver lo que estaba pasando en la Antártida. Y, aunque era la base rusa Vostok la que los militares de Washington tenían curiosidad por sobrevolar, sin duda transmitirían las imágenes de las columnas sobre los condensadores y eso dejaría helados a los prebostes del Pentágono.

Los aviones, con las alas plegadas, cabían casi justo en las bodegas de los vehículos de asalto, pero allí podrían hacer el trayecto hasta el Mar de Wedell, al este de la Península Antártica, sin sufrir el ataque feroz de los vientos.

Las lanchas en cambio, a pesar de su diseño aerodinámico, tendrían que luchar contra el huracán rodando sobre una superficie resbaladiza para la que no estaban diseñadas. Los más antiguos marineros calcularon su derrota casi de cabeza, y establecieron un rumbo oeste-sur-oeste para compensar el arrastre del viento utilizando algoritmos olvidados desde hacía más de cien años.



Cuando las bodegas de las lanchas se cerraron ocultando a los aviones, los mensajes de radio hicieron que la superficie helada junto al USS Belleau quedara sin ningún ser humano a la vista.

Los cuatro vehículos se pusieron en marcha recorriendo el costado del barco en dirección a la popa en línea de marcación, de forma que contra el primer vehículo combatiría el huracán directamente, mientras que los siguientes recibirían la protección de los anteriores.

Nada más abandonar la estructura del barco, una fuerte ráfaga desestabilizó el primer vehículo haciéndole deslizarse lateralmente hacia los otros. Pero la formación en línea con los vientos permitía debilitar sus efectos. Las lanchas de desembarco, tras unos primeros metros de movimientos erráticos, lograron fijar un rumbo correcto y empezaron a moverse en dirección al continente helado.

Las cámaras del USS Belleau transmitían la imagen del pequeño escuadrón de lanchas al resto de la Cuarta Flota mientras penetraban en la ventisca. Sus tripulaciones habían conseguido con esta misión algo en lo que pensar, aparte de en la pérdida casi segura de los barcos y probablemente de sus vidas. Aquello daba moral a la tropa. Lo que no es poco, según la típica forma de pensar de los militares.

-¿Cuánto cree que tardarán?-Dijo el almirante mirando las imágenes en la pantalla del puente del Ronald Reagan.
-Ahora marchan a unos veinte nudos. Pero en un par de horas llegarán a ponerse al abrigo de la Tierra de Graham, y podrán acelerar hasta los cuarenta o cincuenta. En una hora más deberían estar en disposición de despegar los aviones.
-¿Cómo van los pilotos?
-Ya están en los simuladores, donde se les ha generado un escenario similar al que se encontrarán.-El que respondía consultó unos datos en una pequeña pantalla.- Hasta ahora han perdido veinticuatro aparatos, pero cada vez aguantan más tiempo en vuelo.
-Esperemos que dentro de tres horas se hayan convertido en expertos.

Otros, mientras los americanos intentaban desplegar su raquítica fuerza aérea, iban directos al objetivo.
La poderosa estructura de la Ninja devoraba kilómetros de mar helado acercándose a la Antártida. Como ya había aprendido, Antonia comprobaba los niveles de energía y estabilidad estructural del engendro a cada momento.

No sería la primera vez que la Ninja se quedara sin fuerzas llegado el momento crítico. Y Antonia tenía ahora el firme propósito de disponer de todas sus capacidades cuando tuviesen que arrancar el primer super-condensador de las entrañas de la Antártida y arrojarlo lejos de allí para desestabilizar la estructura completa.

El rumbo parecía sencillo: siempre al sur. Pero además empezaba a adivinarse en el horizonte un resplandor verdoso que, para Antonia y Paco, no podía ser otra cosa que la forma en que la criatura veía las conexiones mediante partículas entrelazadas, como habían comprobado en Gaza City. Una especie de hilo que señalaba el pliegue en el espacio tiempo y que ninguno de los mortales era capaz de ver.

Antonia tenía la esperanza de que esas conexiones le marcasen exactamente la ubicación de los condensadores, una vez que estuviera luchando en el infierno que debía ser el interior de las columnas de vapor.

Centenares de kilómetros más al sur, casi en dirección al mismo punto hacia el que corría la Ninja, bajo el agua, el batiscafo de Vostok detuvo su marcha.

-¿Qué ocurre ahora?-Preguntó Sancho levantando la vista de su diccionario de Ruso.
-Hemos llegado al punto donde tengo previsto emerger.
-Tendríamos que descomprimir antes. ¿No dijiste eso?
-En cuanto empecemos a ascender. Debe ponerse una de las mascarillas que hay ahí.-Dijo señalando un estante cerrado a su derecha.-Funcionan con la presión interior. Conforme vayamos bajándola, la mascarilla le irá suministrando aire más puro, ayudándole a eliminar el nitrógeno y el helio que corre por su sangre.
-¿Es una forma rápida de descomprimir?
-Es una forma más rápida, pero aún así, una vez en la superficie, tardaremos una hora más en poder salir a cubierta.

-Bueno, no está mal. Normalmente son cinco horas.
-Hay un pequeño inconveniente.-Dijo Shishkin mirando algunos relojes.-Supongo que la superficie del mar estará cubierta por una gruesa corteza de hielo.
-¿Estamos atrapados?
-Por eso tampoco debe preocuparse. El batiscafo está diseñado para, entre otras cosas, atravesar la superficie helada, siempre que ésta sea de un grosor razonable. Observe.



Unos rápidos movimientos de algunas palancas y un nuevo zumbido se unió al inquietante sonido del reactor nuclear. Shishkin señaló a la claraboya que cubría toda la proa del batiscafo.
Cinco arcos de acero estaban saliendo de los bordes de la cubierta en dirección al centro de la ventana.  Eran como gruesas sierras, que al unirse, terminaron formando una cúpula de aguja frente a la nave.
-¡Dios mío!-Dijo Sancho con sorna mientras le ofrecía su mascarilla al piloto-¡Pero si acabamos de convertirnos en el Nautilus!
-De hecho, ese es el nombre del batiscaf.-Respondió el joven con orgullo casi infantil señalando a una placa que había sobre su cabeza. El rótulo “Naутилус  había sido bruñido no hacía mucho.

-Y ahora qué.-La voz de Sancho sonaba apagada tras la mascarilla que le oprimía la cara con dolor.- Porque no creo que sólo con una punta de acero puedas romper el hielo.

-Ahora tomaremos profundidad.- Shishkin ya se había puesto la máscara y parecía respirar tranquilo.- El máximo que podamos. Luego, vaciaré los tanques de agua y el batiscaf empezará a ascender hacia la superficie en posición vertical ganando más y más velocidad hasta que, cuando lleguemos arriba, se estrelle contra ella. Será como una piedra tirada a un estanque helado, sólo que desde abajo.

-¿Vamos a utilizar la fuerza bruta para romper el hielo?
-¿Cómo cree si no que emergen los submarinos en el polo?
-¡Dios mío. Sois como niños!
-Debería volver a su silla y atarse el cinturón de seguridad.

Ninguno de los movimientos del batiscafo, las lanchas anfibias ni La Ninja, por supuesto, eran visibles desde los satélites polares a su paso por el paralelo 0. Tal era el grosor y turbulencia de la masa de nubes que los cubría. Los centros de control no disponían pues de información significativa.

Sin embargo, todo el proceso de carga de los super-condensadores electromagnéticos estaba siendo seguido por el agente Ivan Lyubímov, la oreja de Putin. Un par de ojos en una sala sólo iluminada por las pantallas de monitorización.

El agente estaba encerrado en su camarote: una zona reservada, dentro del reservado módulo C, dentro de la sección II de la base Vostok, también reservada. Evidentemente, nadie sabía nada. Solo él y alguien al otro lado de un atiguo aparato de radio.

En las pantallas, el nivel de energía acumulada se acercaba al setenta y cinco por ciento del total, casi en el umbral operativo. Ivan, con manos ágiles, movía los controles que combaban más o menos el campo electromagnético de la Tierra cuando los condensadores absorbían más o menos energía. Sabía que llegados a este punto, la operación debía completarse cuanto antes, pero además, la voz al otro lado de la radio le espoleaba.

-Debes acelerar el proceso aún más, puede que el objetivo esté en peligro.
-Es imposible señor. El Mundo entero está sumido en el caos, nada ni nadie puede poner en peligro esto que hemos creado.
-Usted no está ahí para opinar. Tengo la certeza de que algo o alguien está a punto de descubrirnos. Debemos cargar a más velocidad.
-La temperatura de los akkumulyatory está al máximo permitido. Corremos el peligro de dañarlos.

La radio guardó silencio un instante.

-¿Está ahí?
-Sí. Un segundo, estamos comprobando algunas cosas.

Las manos de Iván Lyubímov sudaban mientras se movían sobre los controles como si los movieran, aunque sin tocarlos. De hecho, todo el agente secreto sudaba, a pesar del frío del camarote. Sabía que estaban en el momento final y que luego, todo sería distinto.
Rusia volvería a ser la gran potencia de antaño, gracias al nuevo sistema de obtención y almacenamiento de energía. Una nueva era en la que ni americanos ni chinos estarían invitados a la fiesta. De nuevo la Gran Madre Rusia sobre todas las naciones.

Y en esa nueva era, en esa nueva y única superpotencia, Iván Lyubímov sería un nuevo héroe de la Patria, brillando en el horizonte. Pero ahora el jefe le decía que había problemas. No quería tener problemas. Quería que todo fuera como habían previsto.

-¿Estás ahí, Iván?
-Sí. Estoy aquí.
-Bien. Hemos de provocar una detonación nuclear en un punto determinado en menos de cinco minutos. No podemos fallar.
-Eso lo pueden mandar desde Moscú.
-Es imposible, las comunicaciones con el Kremlin no son demasiado fluidas en estos momentos. No conviene levantar suspicacias.
-Un momento. De eso no habíamos hablado nada. Puedo estar haciendo esto sin la autorización de sus jefes esperando a que, obtenida toda esa energía, se reconozca mi aportación al futuro de mi patria. Pero usar armamento nuclear, eso me es imposible, necesitaría la participación de al menos otro para utilizar los códigos de activación del armamento.”

-Tú ordena el posicionamiento de las armas en el lugar que te indiquemos y espera a que te facilitemos esos códigos. Pero debes hacerlo inmediatamente.
La voz en los auriculares dictó algunos datos que Iván tomó de forma apresurada sobre un papel mientras se levantaba de la silla.

Salió de su camarote teniendo cuidado de dejarlo bien cerrado..
Los pasillos del módulo C de la estación Vostok estaban llenos de objetos que habían dejado hueco en los armarios para los invitados de la superficie, dando una sensación de provisionalidad que irritaba a su cuadriculada mente.

La oreja de Putin se acercó a uno de los operadores de la sala de control del complejo y le susurró algo al oído extendiéndole el trozo de papel que acababa de garrapatear. El chico se quitó los auriculares mientras lo leía.

-Señor… esa orden la debe dar el comandante de la base.
-Transmítela, es urgente. Antes de que el Yuri Dolgoruki llegue a essas coordenadas estarme de vuelta con él para que confirme las órdenes.
-Se… señor, esto es un poco irregular.

Iván miró al muchacho con severidad mientras le ponía una mano sobre el hombro. La mano apretaba su hombro con demasiada fuerza, casi con crueldad.
-Irregular es la situación de tu hermana, ¿recuerdas?
El joven se volvió hacia el agente sorprendido.
-Soy la oreja de Putin, no creas que no lo sé.

El chico se volvió a ajustar los auriculares y se giró hacia la radio empezando a transmitir las órdenes al submarino nuclear Yuri Dolgoruki, el único que navegaba fuera del escudo antártico pero cerca del punto de detonación. Un lugar al que la Ninja de los Peines llegaría en cuatro minutos y cuarenta y dos segundos.


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