La estación
Vostok se encontraba bajo el azote de la peor tormenta recordada en la historia
de la Antártida. Vientos de casi cuatrocientos kilómetros por hora pujaban por
desmantelar la recia estructura soviética de sus instalaciones de superficie.
Los ingenieros
que la construyeron fueron muy cuidadosos de hacerla resistente al viento,
sabedores de las duras condiciones meteorológicas de su ubicación. Los módulos
de los que estaba compuesta se unían entre sí mediante pernos de acero y
caucho, una innovación en los 50, lo que permitía una cierta flexibilidad. Pero
la temperatura, después de un día y una noche bajando, se acercaba ya a los
ciento veinte grados bajo cero.
Todo se había
vuelto rígido, paneles y rótulas, de manera que el viento chocaba contra un
obstáculo de estructura molecular casi cristalina que sólo esperaba la vibración
precisa para saltar en mil pedazos.
Afortunadamente
para su escasa dotación humana, ésta había podido refugiarse en la mucho más
segura Vostok II, a más de mil metros bajo la superficie.
Pero la
seguridad no lo es todo. La estación subterránea no tenía capacidad para
albergar a tanta gente durante demasiado tiempo, por lo que su comité de
dirección, con el Coronel General Vasili Malinovski al frente, llevaba desde la
medianoche encerrado en la sala de reuniones del módulo C con objeto de tomar
decisiones de urgencia.
El Coronel
Dmitri Vasilev también había sido convocado, junto con los capitanes de los
submarinos fondeados en el ambarcadero, el director científico de Vostok I y
alguien a quien todo el mundo conocía simplemente como Putina ukha, “La
oreja de Putin”.
Sancho Bermúdez
había sido recluido en su camarote según le habían dicho: “por su seguridad”,
lo cual le había provocado bastante inseguridad.
Algunos
suboficiales de Vostok II y de los submarinos del embarcadero se dedicaban a
organizar las tareas de reubicación de personas y enseres.
Sólo el módulo
A, donde se encontraba el centro de control, permanecía sellado para todo el
mundo. Los militares que trabajaban en él eran comúnmente conocidos como klishe
o topos. Tenía gracia que en un lugar donde la gente no salía demasiado,
hubiese algunos que salían aún menos. Estos eran los klishe.
El módulo A
tenía una disposición similar a la de un submarino. Sus paredes eran metálicas,
sus puertas estancas y sus dormitorios grandes filas de literas. Entre los
científicos corría el rumor de que en realidad era un submarino y que tenía la
capacidad de bajar los quinientos metros que les separaban del lago subterráneo
del embarcadero llegado el caso. Pero nadie podía asegurarlo, los klishe apenas
se relacionaban con el resto de la dotación, si acaso cuando eran relevados,
después de meses de enclaustramiento. Y la verdad es que nadie más conocía el
módulo A, excepto la oreja, que entraba y salía de él constantemente.
Pero, ¿quién se
hubiese atrevido siquiera a acercarse a la oreja de Putin?
Sancho estuvo
escuchando ruidos de pasos, golpes y voces a través de la pared de hielo de su
estrecho y espartano camarote durante toda la noche, pero no podía hacer nada
por entender lo que allí pasaba, así que terminó durmiéndose.
Cuando
despertó, ya casi no había moviento. Miró el techo durante un buen rato, hasta
que se volvió y vió el e-book que descansaba en un rincón. Quizá podía estudiar
ruso mientras esperaba a que aquél desbarajuste se aclarase y alguien le sacara
de allí.
Tomó el libro
electrónico, lo encendió, vio el título en caracteres cirílicos y lo volvió a
arrojar.
-¡Mierda…!
Podía estar ahora con una resaca de mil demonios en mitad de Ushuaia en vez de
en este cuchitril.
Sancho no lo sabía, pero Ushuaia tampoco era un lugar recomendable aquella mañana. Y aunque los vientos allí eran mucho más suaves, varios pabellones y cubiertas de edificios habían sido arrancados y estrellados contra las montañas cercanas por los más de doscientos kilómetros por hora de nieve y hielo a los que estaba siendo sometida la ciudad más austral de América.
Las calles
habían desaparecido bajo un inmenso manto blanco que enterraba las casas hasta
su primera planta. Las emisoras locales habían dejado de emitir, la
electricidad estaba cortada, no había agua potable ni teléfono.
Tras
veinticuatro horas, nada ni nadie podía moverse de allá donde le hubiese
alcanzado semejante temporal. Así que los ushuaienses no sabían que ellos,
Tierra del Fuego entera, Nueva Zelanda y Tasmania se encontraban en parecidas
circunstancias. Los noticiarios de medio mundo interrumpían las programaciones
con imágenes de satélite donde un inmenso casquete blanco cubría el sur del
globo hasta el paralelo 40.
Las imágenes
del propio polo sur aún no habían sido facilitadas a las agencias de noticias,
a la espera de que los equipos de especialistas de la Nasa, la Esa y la RKA
encontraran una explicación a lo que se había formado en el centro de la
Antártida y que en las imágenes presentaba la forma de un dodecágono casi
perfecto.
-Es una
casualidad, existen explicaciones para formaciones geométricas perfectas en
este tipo de fenómenos meteorológicos.-Decían algunos, mostrando fotos del
vórtice polar de Saturno.
-En esta
tormemta, nada es normal.-Decían otros sin arriesgar demasiado su reputación.
Todos estaban
sin embargo de acuerdo en una cosa: Si ese mismo fenómeno hubiese ocurrido en
el hemisferio norte, toda Norteamérica, Europa y Rusia estarían bajo una capa
de nieve de tres metros, lo que sin duda dejaría a la economía mundial
absolutamente paralizada. Un retorno a la Edad Media en menos de veinticuatro
horas.
Así que los
especialistas y científicos que analizaban el fenómeno no tenían otra cosa que
hacer que satisfacer el afán de gobiernos, bancos, multinacionales, agencias de
raiting y demás ventajistas globales por saber si el fenómeno se iba a
reproducir en el norte en cualquier momento. Del origen y las causas nadie se
preocupaba. Interesaban sus efectos a corto plazo.
Y como el
dinero es cobarde, además de cruel, las bolsas de Tokio y Shanghái caían
aquella mañana en picado augurando una rápida congelación de la economía. El
oro estaba siendo sacado de los Bancos en larguísimas filas de furgones
blindados sin que la población, absorta ante la nevada, pudiese siquiera intuir
lo que sus líderes preparaban.
Y este efecto
colateral de las catástrofes climáticas, ausente en las películas del género,
podía ser el auténtico causante del fin del mundo. Un fin del mundo
cortoplacista, nervioso, irreflexivo. Como el movimiento de una manada de Ñúes
ante un ataque felino que termina despeñándolos a todos sobre un río lleno de
cocodrilos.
Puede que no
sea el cambio climático el que a acabe con la Humanidad, sino su miedo.
La puerta del
camarote de Bermúdez sonó. Alguien estaba manipulando la cerradura.
-¡Menos mal,
Dmitri, estaba empezando a agobiarme!
Pero no fue el
Coronel Vasilev el que apareció en el dintel de la puerta sino el joven Sergei
Shishkin. Tenía cara de asustado, y también de excitado. Le seguía uno de los
viejos científicos, calvo y regordete, de cejas pobladas al más puro estilo
Breznev. Ambos presentaban un enfermizo color blanco de piel bajo la luz más intensa
del camarote.
-¡Sergei!-Pensó
un segundo cómo saludar en ruso.- ...Privet!
Quería aparecer
alegre de verles. En realidad le daba igual quién hubiese abierto la puerta, lo
que le alegraba de verdad es que iba a salir de allí.
Sin embargo,
los dos rusos no le dieron oportunidad de acercarse. Entraron rápidamente y
volvieron a cerrarla.
-Do you speak
english?-Dijo el joven con un acento rudo, casi español.
-Si.-Le
contestó en inglés Bermúdez.-¿Qué ocurre?
El científico
más viejo hablaba en voz al más joven, parecía darle instrucciones de lo que
debía decir o hacer. El chico atendía con interés sin dejar de mirar de vez en
cuando al español.
-Lo
primero...-Continuó susurrando.
No era difícil
entenderle, hablaba como un niño, frases cortas y palabras sencillas.-Este es
mi padre. Nicolai Shishkin. Segundo, necesitamos ayuda.
-¿Ayuda?¡Yo no
puedo hacer nada. Estoy encerrado!-Bermúdez acompañaba sus palabras de
aspavientos y sin querer, alzando la voz.
Ambos hicieron
gestos de que no gritara.
-Queremos salir
de aquí.
-¡Toma, y
yo!-Gritó en español. Los rusos gesticularon alarmados para que bajara el tono
de voz sin dejar de sujetar el pomo de la puerta.
-Perdón.-respondió
susurrando.-Yo también quiero salir de aquí. Pero no puedo.
-Nosotros si
podemos.-Una frase muy actual que sonó bastante bien con acento ruso. El padre
de Sergei volvió a susurrarle instrucciones. Bermúdez estaba deseando saber
cómo podía un chico que no había visto el mundo exterior en su vida ayudarle a
salir de una base casi militar incrustada en la corteza helada de la Antártida
en medio de un descomunal huracán.
-Hay un batiskaf
abajo. Podemos usarlo.
-¿Un batiscafo?
¿Sabes manejarlo?
-Da, da… yo
manejo batiskaf.
-¿Y para qué
hago falta yo?
El chico se
volvió a su padre y le tradujo la pregunta. Nicolai le contestó algo que no
gustó a su hijo, qué rechazó traducirlas con cara de enojo. El padre siguió
insistiendo. Le hablaba con dulzura, mientras le sujetaba del hombro y le
levantaba la cabeza para que le mirara a los ojos. Sergei dio su brazo a torcer
y se volvió sonrojado hacia el español.
-Mi… padre dice
que yo… no sé del Mundo. Necesito un chicherone. Der’mo!
-¿Necesitas un
guía?
-Da… da… un
guía. Sólo un día o dos días.
Bermúdez
observó la cara del chico. Sabía que no necesitaba un guía, necesitaba un par
de años en una clínica de recuperación. Miró a su padre.
En la Comisaría
número uno de Ushuaia, la comisaria jefe, una pija de academia recién llegada
al fin del mundo, dormitaba en una improvisada cama fabricada con dos sillones
cuando el agente Luppi se le acercó y le dio en el hombro.
-Jefa... Son
casi las nueve de la mañana.
La comisaria
abrió los ojos. Llevaban aislados más de veinticinco horas. Tenía la boca y la
garganta secas y el frío le calaba los huesos.
-¿Dejó de
nevar?
-Es difícil de
decir. El viento es tan fuerte que no se sabe si la nieve cae o sube. Tome,
saqué un café de la máquina.
-Gracias
agente.-Se sentó en uno de los sillones. Los dos policías tenían un aspecto
deplorable, aunque la comisaria intentaba recomponerse un poco.
-¿Comprobó la
radio?
-No hay nada.
Sólo la electricidad del grupo electrógeno, apenas para hacer café. Pero le
sentará bien.
Las manos de la
comisaria asieron el vaso de papel con ansia, disfrutando del calor que desprendía.
Pegó un largo trago que casi le quemó la garganta, pero no protestó.
-Necesito
hablar con mi casa.
-Y yo, jefa, y
yo. Tendremos que esperar a que el ejército nos rescate.
-¿El ejército?
-Ya me dirá. La
nieve llega hasta las ventanas, casi no se reconoce la ciudad. O llega el
ejército o la Virgen de la Merced. Confío más en la llegada del primero.
De pronto se
escuchó un grito de socorro.
-¡Qué fue eso!
-Ha sonado
abajo, ¿hay alguien más?
-No. Solo
estamos usted y yo.- De nuevo un grito.
-¿Estás
seguro?.
Luppi dejó el
vaso de café sobre una de las mesas y se echó mano al cinto.-No se mueva
de aquí.
-No te la hagas
de héroe, agente, mejor esperamos, probablemente será alguien que ha logrado
llegar hasta la comisaría, aunque es extraño, no me puedo imaginar cómo.-la voz
de la comisaria tenía un cierto tono de misterio.
-En cualquier
caso, será mejor que bajemos.
-Vos primero.
-De acuerdo
jefa.
En Vostok II,
dos padres habían intercambiado sus inquietudes con sólo mirarse. Sancho
comprendía lo que Nicolai quería hacer. Quería aprovechar el follón de la
tormenta para sacar a su hijo de allí y había visto en él el cómplice ideal:
extranjero, recién llegado, sin compromisos y lo suficientemente adulto como
para no meter la pata.
Por otra parte,
él no tendría otra oportunidad de escapar de aquél sitio que parecía más un
siniestro campo de concentración para científicos que un centro de
investigación. La imagen de él poniendo cerveza a borrachos alemanes en un
chiringuito de Mallorca le pareció ahora bastante más estimulante.
-Dile a tu
padre que de acuerdo. Te ayudaré.
-Solo una cosa…
¿Cómo piensas evitar que nos atrapen?
-Net problem…
-Contestó el padre.- Podozhdite neskol'ko minut…
-Espere a que
volvamos. Lleve…-Señaló el abrigo de piel de foca que había arrugado sobre la
cama.
-Ya… vamos a
pasar frío, ¿verdad?
-Mucho frío.
El padre pegó
entonces la oreja a la puerta y luego la abrió con cuidado para asomar la
cabeza al pasillo. Le hizo un gesto con la mano a su hijo, ambos salieron en un
suspiro y la puerta se volvió a cerrar.
-Joder Dmitri.
¡Si hasta me caías bien!-Susurró Bermúdez echando mano del abrigo.
-Póngase detrás
de mí, jefa, igual es una… mutante.
-¿Acasó pensás
que estamos siendo atacados por una especie de... Infectados, como una...
manada de zombis?-Sus propias palabras le produjeron escalofríos.
"¡Dios!
¿En que clase de universidad la recibieron de boluda?", pensó Luppi mientras
le aclaraba: -Me refería a mutantes de Mörgendammerung, señora. Recuerde que
una de sus mienbros atacó ayer a la agente Gutiérrez.
La escalera iba
quedando a oscuras mientras bajaban. La nieve había cubierto por completo los
ventanales de la planta baja y las luces de emergencia ya hacía tiempo que
habían agotado sus baterías, así que el agente no pudo ver cómo la comisaria
jefe se ponía roja de vergüenza. En realidad, aquél asunto le gustaba bien
poco, pero tenía que aparentar seguridad.
-¡Sáquenme de
aquí!
El grito sonó
más fuerte, pero quien lo producía no estaba delante de ellos. El haz de la
linterna iluminaba un angosto círculo de imágenes planas rodeadas de la más
absoluta oscuridad.
-Tiene que ser
en los calabozos.
-¡Diós!¡Olvidamos
a los detenidos!
El agente se
detuvo un segundo y suspiró.
-No tenemos
detenidos, jefa. ¡Nunca tenemos detenidos!
-Entonces…
-Continuemos.
Si lo desea puede volver arriba.
-No… no.-“Ni
muerta”, pensó.-Yo con usted.
No habían
pasado diez minutos cuando la cerradura del camarote de Bermúdez volvió a
sonar.
La hoja se
descorrió y un Sergei envuelto en un grueso abrigo le llamó desde el pasillo.
Bermúdez echó
una ojeada al cuarto y tomó el e-book como recuerdo. Luego empezó a caminar
sigilosamente tras el chico. El padre iba más adelantado, mirando en cada
intersección, en cada puerta, haciendo de vez en cuando discretas señas
para que continuaran. El pasillo de los camarotes terminaba en un corredor
central, junto a la entrada de las duchas. Alguien madrugador se estaba dando
una mientras canturreaba alguna cancioncilla tradicional. Pasaron sin que se
diese cuenta de nada.
Salieron al
corredor perpendicular del que salían otros pasillos hacia más camarotes.
Giraron a la izquierda y esperaron a cierta distancia a que Nicolai abriera la
compuerta que daba al nodo central. Salió y volvió a cerrarla.
-Esperar-susurró
el chico.
Bermúdez no le
contestó. Miraba nerviosamente hacia atrás. El corredor estaba iluminado por
una fila de tubos fluorescentes, pero la luz era pobre y los accesos a los
pasillos para dormitorios parecían negras grutas de las que en cualquier
momento podía salir la caballería cosaca, lo que hacía que el español estuviese
en pleno subidón de adrenalina. Un sonido metálico le obligó a mirar de nuevo
hacia adelante.
La compuerta
del nodo se volvió a abrir lentamente. Sergei se tensó mientras se pegaba a la
pared de hielo. Sancho le imitó, recordando que en las compuertas siempre había
un guardia. La cara de Nicolai se asomó.
-
Bystro…bystro!
-Vamos.-Dijo su
hijo.
Los dos
fugitivos aligeraron el paso hasta llegar a la compuerta entreabierta. Bermúdez
creyó ver la figura de un soldado tendida en el último recodo. Cuando salieron
al nodo, Nicolai se entretuvo en cerrar la compuerta antes de correr hacia la
salida de emergencia.
-Debes ponerte
esto.-Sergei le ofrecía un saco.
-Ya los
conozco. No te preocupes.
Los tres se
enfundaron sendos sacos rojos y saltaron uno tras otro por el agujero de escape
que les conduciría directamente a los embarcaderos.
En la
comisaría, otro grito les confirmó que había alguien en dificultades en
los calabozos. Lupi echó mano de su juego de llaves y abrió la puerta.
-Quédese aquí,
miraré por si hay peligro.-Susurró.
-Holt mich
hier, bastarde!
-¿Eso es
alemán, no?-se volvió hacia la comisaria.
-Creo que sí.
Mejor lo dejamos.
-No jefa, mejor
lo investigamos. ¿No cree?
Hubo un pequeño
silencio.
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