04.18: El penúltimo día




La estación Vostok se encontraba bajo el azote de la peor tormenta recordada en la historia de la Antártida. Vientos de casi cuatrocientos kilómetros por hora pujaban por desmantelar la recia estructura soviética de sus instalaciones de superficie.

Los ingenieros que la construyeron fueron muy cuidadosos de hacerla resistente al viento, sabedores de las duras condiciones meteorológicas de su ubicación. Los módulos de los que estaba compuesta se unían entre sí mediante pernos de acero y caucho, una innovación en los 50, lo que permitía una cierta flexibilidad. Pero la temperatura, después de un día y una noche bajando, se acercaba ya a los ciento veinte grados bajo cero.
Todo se había vuelto rígido, paneles y rótulas, de manera que el viento chocaba contra un obstáculo de estructura molecular casi cristalina que sólo esperaba la vibración precisa para saltar en mil pedazos.
Afortunadamente para su escasa dotación humana, ésta había podido refugiarse en la mucho más segura Vostok II, a más de mil metros bajo la superficie.

Pero la seguridad no lo es todo. La estación subterránea no tenía capacidad para albergar a tanta gente durante demasiado tiempo, por lo que su comité de dirección, con el Coronel General Vasili Malinovski al frente, llevaba desde la medianoche encerrado en la sala de reuniones del módulo C con objeto de tomar decisiones de urgencia.
El Coronel Dmitri Vasilev también había sido convocado, junto con los capitanes de los submarinos fondeados en el ambarcadero, el director científico de Vostok I y alguien a quien todo el mundo conocía simplemente como Putina ukha, “La oreja de Putin”.

Sancho Bermúdez había sido recluido en su camarote según le habían dicho: “por su seguridad”, lo cual le había provocado bastante inseguridad.
Algunos suboficiales de Vostok II y de los submarinos del embarcadero se dedicaban a organizar las tareas de reubicación de personas y enseres.

Sólo el módulo A, donde se encontraba el centro de control, permanecía sellado para todo el mundo. Los militares que trabajaban en él eran comúnmente conocidos como klishe o topos. Tenía gracia que en un lugar donde la gente no salía demasiado, hubiese algunos que salían aún menos. Estos eran los klishe.
El módulo A tenía una disposición similar a la de un submarino. Sus paredes eran metálicas, sus puertas estancas y sus dormitorios grandes filas de literas. Entre los científicos corría el rumor de que en realidad era un submarino y que tenía la capacidad de bajar los quinientos metros que les separaban del lago subterráneo del embarcadero llegado el caso. Pero nadie podía asegurarlo, los klishe apenas se relacionaban con el resto de la dotación, si acaso cuando eran relevados, después de meses de enclaustramiento. Y la verdad es que nadie más conocía el módulo A, excepto la oreja, que entraba y salía de él constantemente.

Pero, ¿quién se hubiese atrevido siquiera a acercarse a la oreja de Putin?
Sancho estuvo escuchando ruidos de pasos, golpes y voces a través de la pared de hielo de su estrecho y espartano camarote durante toda la noche, pero no podía hacer nada por entender lo que allí pasaba, así que terminó durmiéndose.

Cuando despertó, ya casi no había moviento. Miró el techo durante un buen rato, hasta que se volvió y vió el e-book que descansaba en un rincón. Quizá podía estudiar ruso mientras esperaba a que aquél desbarajuste se aclarase y alguien le sacara de allí.
Tomó el libro electrónico, lo encendió, vio el título en caracteres cirílicos y lo volvió a arrojar.
-¡Mierda…! Podía estar ahora con una resaca de mil demonios en mitad de Ushuaia en vez de en este cuchitril.

Sancho no lo sabía, pero Ushuaia tampoco era un lugar recomendable aquella mañana. Y aunque los vientos allí eran mucho más suaves, varios pabellones y cubiertas de edificios habían sido arrancados y estrellados contra las montañas cercanas por los más de doscientos kilómetros por hora de nieve y hielo a los que estaba siendo sometida la ciudad más austral de América.
Las calles habían desaparecido bajo un inmenso manto blanco que enterraba las casas hasta su primera planta. Las emisoras locales habían dejado de emitir, la electricidad estaba cortada, no había agua potable ni teléfono. 
Tras veinticuatro horas, nada ni nadie podía moverse de allá donde le hubiese alcanzado semejante temporal. Así que los ushuaienses no sabían que ellos, Tierra del Fuego entera, Nueva Zelanda y Tasmania se encontraban en parecidas circunstancias. Los noticiarios de medio mundo interrumpían las programaciones con imágenes de satélite donde un inmenso casquete blanco cubría el sur del globo hasta el paralelo 40.
Las imágenes del propio polo sur aún no habían sido facilitadas a las agencias de noticias, a la espera de que los equipos de especialistas de la Nasa, la Esa y la RKA encontraran una explicación a lo que se había formado en el centro de la Antártida y que en las imágenes presentaba la forma de un dodecágono casi perfecto.
-Es una casualidad, existen explicaciones para formaciones geométricas perfectas en este tipo de fenómenos meteorológicos.-Decían algunos, mostrando fotos del vórtice polar de Saturno.
-En esta tormemta, nada es normal.-Decían otros sin arriesgar demasiado su reputación.
Todos estaban sin embargo de acuerdo en una cosa: Si ese mismo fenómeno hubiese ocurrido en el hemisferio norte, toda Norteamérica, Europa y Rusia estarían bajo una capa de nieve de tres metros, lo que sin duda dejaría a la economía mundial absolutamente paralizada. Un retorno a la Edad Media en menos de veinticuatro horas.
Así que los especialistas y científicos que analizaban el fenómeno no tenían otra cosa que hacer que satisfacer el afán de gobiernos, bancos, multinacionales, agencias de raiting y demás ventajistas globales por saber si el fenómeno se iba a reproducir en el norte en cualquier momento. Del origen y las causas nadie se preocupaba. Interesaban sus efectos a corto plazo.
Y como el dinero es cobarde, además de cruel, las bolsas de Tokio y Shanghái caían aquella mañana en picado augurando una rápida congelación de la economía. El oro estaba siendo sacado de los Bancos en larguísimas filas de furgones blindados sin que la población, absorta ante la nevada, pudiese siquiera intuir lo que sus líderes preparaban. 
Y este efecto colateral de las catástrofes climáticas, ausente en las películas del género, podía ser el auténtico causante del fin del mundo. Un fin del mundo cortoplacista, nervioso, irreflexivo. Como el movimiento de una manada de Ñúes ante un ataque felino que termina despeñándolos a todos sobre un río lleno de cocodrilos.

Un por si acaso de consecuencias trágicas.


Puede que no sea el cambio climático el que a acabe con la Humanidad, sino su miedo.

Ante la atónita mirada de los civilizados boreales, una gigantesca tormenta en el culo del mundo estaba a punto de dejarlos a todos con los pies colgando. Y lo más curioso es que los que estaban sufriendo la tormenta ignoraban lo que “se estaban perdiendo”.
La puerta del camarote de Bermúdez sonó. Alguien estaba manipulando la cerradura.
-¡Menos mal, Dmitri, estaba empezando a agobiarme!
Pero no fue el Coronel Vasilev el que apareció en el dintel de la puerta sino el joven Sergei Shishkin. Tenía cara de asustado, y también de excitado. Le seguía uno de los viejos científicos, calvo y regordete, de cejas pobladas al más puro estilo Breznev. Ambos presentaban un enfermizo color blanco de piel bajo la luz más intensa del camarote.
-¡Sergei!-Pensó un segundo cómo saludar en ruso.- ...Privet!
Quería aparecer alegre de verles. En realidad le daba igual quién hubiese abierto la puerta, lo que le alegraba de verdad es que iba a salir de allí.
Sin embargo, los dos rusos no le dieron oportunidad de acercarse. Entraron rápidamente y volvieron a cerrarla.

-Do you speak english?-Dijo el joven con un acento rudo, casi español.
-Si.-Le contestó en inglés Bermúdez.-¿Qué ocurre?
El científico más viejo hablaba en voz al más joven, parecía darle instrucciones de lo que debía decir o hacer. El chico atendía con interés sin dejar de mirar de vez en cuando al español.
-Lo primero...-Continuó susurrando.
No era difícil entenderle, hablaba como un niño, frases cortas y palabras sencillas.-Este es mi padre. Nicolai Shishkin. Segundo, necesitamos ayuda.
-¿Ayuda?¡Yo no puedo hacer nada. Estoy encerrado!-Bermúdez acompañaba sus palabras de aspavientos y sin querer, alzando la voz.
Ambos hicieron gestos de que no gritara.
-Queremos salir de aquí.
-¡Toma, y yo!-Gritó en español. Los rusos gesticularon alarmados para que bajara el tono de voz sin dejar de sujetar el pomo de la puerta.
-Perdón.-respondió susurrando.-Yo también quiero salir de aquí. Pero no puedo.
-Nosotros si podemos.-Una frase muy actual que sonó bastante bien con acento ruso. El padre de Sergei volvió a susurrarle instrucciones. Bermúdez estaba deseando saber cómo podía un chico que no había visto el mundo exterior en su vida ayudarle a salir de una base casi militar incrustada en la corteza helada de la Antártida en medio de un descomunal huracán.
-Hay un batiskaf abajo. Podemos usarlo.
-¿Un batiscafo? ¿Sabes manejarlo?
-Da, da… yo manejo batiskaf.
-¿Y para qué hago falta yo?
El chico se volvió a su padre y le tradujo la pregunta. Nicolai le contestó algo que no gustó a su hijo, qué rechazó traducirlas con cara de enojo. El padre siguió insistiendo. Le hablaba con dulzura, mientras le sujetaba del hombro y le levantaba la cabeza para que le mirara a los ojos. Sergei dio su brazo a torcer y se volvió sonrojado hacia el español.
-Mi… padre dice que yo… no sé del Mundo. Necesito un chicherone.  Der’mo!
-¿Necesitas un guía?
-Da… da… un guía. Sólo un día o dos días.
Bermúdez observó la cara del chico. Sabía que no necesitaba un guía, necesitaba un par de años en una clínica de recuperación. Miró a su padre.
En la Comisaría número uno de Ushuaia, la comisaria jefe, una pija de academia recién llegada al fin del mundo, dormitaba en una improvisada cama fabricada con dos sillones cuando el agente Luppi se le acercó y le dio en el hombro.
-Jefa... Son casi las nueve de la mañana.
La comisaria abrió los ojos. Llevaban aislados más de veinticinco horas. Tenía la boca y la garganta secas y el frío le calaba los huesos.
-¿Dejó de nevar?
-Es difícil de decir. El viento es tan fuerte que no se sabe si la nieve cae o sube. Tome, saqué un café de la máquina.
-Gracias agente.-Se sentó en uno de los sillones. Los dos policías tenían un aspecto deplorable, aunque la comisaria intentaba recomponerse un poco.
-¿Comprobó la radio?
-No hay nada. Sólo la electricidad del grupo electrógeno, apenas para hacer café. Pero le sentará bien.
Las manos de la comisaria asieron el vaso de papel con ansia, disfrutando del calor que desprendía. Pegó un largo trago que casi le quemó la garganta, pero no protestó.
-Necesito hablar con mi casa.
-Y yo, jefa, y yo. Tendremos que esperar a que el ejército nos rescate.
-¿El ejército?
-Ya me dirá. La nieve llega hasta las ventanas, casi no se reconoce la ciudad. O llega el ejército o la Virgen de la Merced. Confío más en la llegada del primero.
De pronto se escuchó un grito de socorro.
-¡Qué fue eso!
-Ha sonado abajo, ¿hay alguien más?
-No. Solo estamos usted y yo.- De nuevo un grito.
-¿Estás seguro?.
Luppi dejó el vaso de café sobre una de las mesas y se  echó mano al cinto.-No se mueva de aquí.
-No te la hagas de héroe, agente, mejor esperamos, probablemente será alguien que ha logrado llegar hasta la comisaría, aunque es extraño, no me puedo imaginar cómo.-la voz de la comisaria tenía un cierto tono de misterio.
-En cualquier caso, será mejor que bajemos.
-Vos primero.
-De acuerdo jefa.
En Vostok II, dos padres habían intercambiado sus inquietudes con sólo mirarse. Sancho comprendía lo que Nicolai quería hacer. Quería aprovechar el follón de la tormenta para sacar a su hijo de allí y había visto en él el cómplice ideal: extranjero, recién llegado, sin compromisos y lo suficientemente adulto como para no meter la pata.
Por otra parte, él no tendría otra oportunidad de escapar de aquél sitio que parecía más un siniestro campo de concentración para científicos que un centro de investigación. La imagen de él poniendo cerveza a borrachos alemanes en un chiringuito de Mallorca le pareció ahora bastante más estimulante.
-Dile a tu padre que de acuerdo. Te ayudaré.
El chico tradujo y la cara de Nicolai se iluminó con una sonrisa de agradecimiento.


-Solo una cosa… ¿Cómo piensas evitar que nos atrapen?
-Net problem… -Contestó el padre.- Podozhdite neskol'ko minut…
-Espere a que volvamos. Lleve…-Señaló el abrigo de piel de foca que había arrugado sobre la cama.
-Ya… vamos a pasar frío, ¿verdad?
-Mucho frío.
El padre pegó entonces la oreja a la puerta y luego la abrió con cuidado para asomar la cabeza al pasillo. Le hizo un gesto con la mano a su hijo, ambos salieron en un suspiro y la puerta se volvió a cerrar.
-Joder Dmitri. ¡Si hasta me caías bien!-Susurró Bermúdez echando mano del abrigo.
-Póngase detrás de mí, jefa, igual es una… mutante.
-¿Acasó pensás que estamos siendo atacados por una especie de... Infectados, como una... manada de zombis?-Sus propias palabras le produjeron escalofríos.
"¡Dios! ¿En que clase de universidad la recibieron de boluda?", pensó Luppi mientras le aclaraba: -Me refería a mutantes de Mörgendammerung, señora. Recuerde que una de sus mienbros atacó ayer a la agente Gutiérrez.
La escalera iba quedando a oscuras mientras bajaban. La nieve había cubierto por completo los ventanales de la planta baja y las luces de emergencia ya hacía tiempo que habían agotado sus baterías, así que el agente no pudo ver cómo la comisaria jefe se ponía roja de vergüenza. En realidad, aquél asunto le gustaba bien poco, pero tenía que aparentar seguridad.
-¡Sáquenme de aquí!
El grito sonó más fuerte, pero quien lo producía no estaba delante de ellos. El haz de la linterna iluminaba un angosto círculo de imágenes planas rodeadas de la más absoluta oscuridad.
-Tiene que ser en los calabozos.
-¡Diós!¡Olvidamos a los detenidos!
El agente se detuvo un segundo y suspiró.
-No tenemos detenidos, jefa. ¡Nunca tenemos detenidos!
-Entonces…
-Continuemos. Si lo desea puede volver arriba.
-No… no.-“Ni muerta”, pensó.-Yo con usted.
No habían pasado diez minutos cuando la cerradura del camarote de Bermúdez volvió a sonar.
La hoja se descorrió y un Sergei envuelto en un grueso abrigo le llamó desde el pasillo.
Bermúdez echó una ojeada al cuarto y tomó el e-book como recuerdo. Luego empezó a caminar sigilosamente tras el chico. El padre iba más adelantado, mirando en cada intersección, en cada puerta,  haciendo de vez en cuando discretas señas para que continuaran. El pasillo de los camarotes terminaba en un corredor central, junto a la entrada de las duchas. Alguien madrugador se estaba dando una mientras canturreaba alguna cancioncilla tradicional. Pasaron sin que se diese cuenta de nada.
Salieron al corredor perpendicular del que salían otros pasillos hacia más camarotes. Giraron a la izquierda y esperaron a cierta distancia a que Nicolai abriera la compuerta que daba al nodo central. Salió y volvió a cerrarla.
-Esperar-susurró el chico.
Bermúdez no le contestó. Miraba nerviosamente hacia atrás. El corredor estaba iluminado por una fila de tubos fluorescentes, pero la luz era pobre y los accesos a los pasillos para dormitorios parecían negras grutas de las que en cualquier momento podía salir la caballería cosaca, lo que hacía que el español estuviese en pleno subidón de adrenalina. Un sonido metálico le obligó a mirar de nuevo hacia adelante.
La compuerta del nodo se volvió a abrir lentamente. Sergei se tensó mientras se pegaba a la pared de hielo. Sancho le imitó, recordando que en las compuertas siempre había un guardia. La cara de Nicolai se asomó.
- Bystro…bystro!
-Vamos.-Dijo su hijo.
Los dos fugitivos aligeraron el paso hasta llegar a la compuerta entreabierta. Bermúdez creyó ver la figura de un soldado tendida en el último recodo. Cuando salieron al nodo, Nicolai se entretuvo en cerrar la compuerta antes de correr hacia la salida de emergencia.
-Debes ponerte esto.-Sergei le ofrecía un saco.
-Ya los conozco. No te preocupes.
Los tres se enfundaron sendos sacos rojos y saltaron uno tras otro por el agujero de escape que les conduciría directamente a los embarcaderos.

En la comisaría, otro grito les confirmó que había alguien en dificultades  en los calabozos. Lupi echó mano de su juego de llaves y abrió la puerta.
-Quédese aquí, miraré por si hay peligro.-Susurró.
-Holt mich hier, bastarde!
-¿Eso es alemán, no?-se volvió hacia la comisaria.
-Creo que sí. Mejor lo dejamos.
-No jefa, mejor lo investigamos. ¿No cree?
Hubo un pequeño silencio.
-Si… creo que será mejor. Tené cuidado.-Respondió mirando atemorizada al vestíbulo de la comisaría, negro como la boca de un lobo.


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