04.16: La Cárcel de Hielo


El rostro de Sancho Bermúdez se había quedado congelado.
Jamás hubiera podido imaginar que aquellos hombres, científicos como él, llevaban veinticuatro años encerrados en aquel complejo, a mil metros bajo la superficie de la Antártida.


Veinticuatro años en los que había caído el muro de Berlín, el Telón de Acero, la propia U.R.S.S. Años en que habían surgido nuevas potencias, Irán, Brasil, China. Años en los que el terrorismo pro-soviético había sido sustituido por el terror talibán. Años en que las comunicaciones habían llegado a los bolsillos, los robots a Marte y la cura a la mayoría de los cánceres. Un tiempo en el que el calentamiento global quitó minutos de fútbol a  los telediarios, los aerogeneradores ocuparon el territorio de las vacas, las máquinas tomaron el lugar de los pilotos y el fascismo posiciones a la democracia.


Nada de eso había sido presenciado por aquel grupo de hombres que continuaba creyéndose pionero de un régimen desaparecido, de una ideología en recesión, de una patria inexistente
-¿Se te comió la lengua el gato?-Susurró Dmitri imaginando lo que debía estar pasando por la cabeza del español. El astrónomo volvió a recuperar el aliento mientras todos los rostros continuaban mirándole, esperando una respuesta.
Ahora que los veía de nuevo, todos eran de su edad o aún mayores, excepto Sergey Shishkin que tendría unos…. ¡veinticinco años!
-Él-Le preguntó al coronel señalando al joven.-Él no conoce el Mundo… ¿no es cierto?
El chico sonrió sin entender y se volvió al traductor, esperando que le transmitiera esa explicación de lo que estaba sucediendo con los campos magnéticos de la Tierra.
Pero la conversación no iba por esos derroteros y el militar no tenía ninguna intención de traducir nada.
-Es una historia muy larga, Bermúdez. Si quieres te la cuento, pero ahora es neciesario que sigamos con los temas que te han traído aquí, ya habrá tiempo de conociernos miejor.


-Tú en cambio, tú si continúas en contacto con el exterior. ¿No es cierto?
Dmitri suspiró. Sabía que no podrían continuar con la investigación sin que antes Sancho tuviera cumplida respuesta a todas y cada una de sus preguntas. Conocía a los españoles, gente testaruda y tenaz. Y una de las cualidades de Vasilev era precisamente la de saber cuándo había que hacer qué cosas, así que tomó una decisión.
Se giró hacia el grupo de científicos y empezó a hablar. Los rusos emitieron comentarios de protesta mostrando a su vez gestos de contrariedad. Luego, en silencio, se fueron dispersando hacia sus respectivas mesas de trabajo.

-¿Qué les has dicho?
-Que necesitas descansar un momiento. Acompáñame, respondieré a todas tus prieguntas y resolvieré todas tus dudas. Luego, volvieremos aquí abajo y continuariemos.
-¿Dónde vamos?
-Daremos un paseo por la superficie. Pasa antes por tu camarote y toma la ropa de más abrigo que tengas, allá hace mucho más frío que aquí. Te espiero en el asciensor.

Apenas diez minutos más tarde, Sancho, embutido en tres capas de abrigo, con gruesas botas de piel de foca, como su gorro con orejeras, se presentó en lo que él llamaba el nodo: una estancia circular con cinco compuertas de acero que daban a sendos pasillos de la base y una pequeña puerta más que permitía acceder al estrecho ascensor cilíndrico que comunicaba con Vostok I, en la superficie, y con los embarcaderos, medio kilómetro más abajo.
El coronel tenía prácticamente el mismo aspecto que antes, a excepción del gorro y unos guantes que sobresalían de las mangas de su grueso abrigo.

-La cabina del asciensor es muy estriecha.-dijo abriendo la puerta y cediéndole paso.-Al principio era mayor, pero hemos ido teniendo que reducirla para dar cabida a más conductos.

Los cuerpos de Dmitri y Sancho quedaron embutidos dentro del cilindro metálico del elevador. La puerta se cerró automáticamente y empezaron a subir. Con lentitud al principio, acelerando uniformemente después, hasta alcanzar una velocidad indeterminada pero suficiente como para que el trayecto no durara una eternidad.
-En realidad lo podíais haber quitado. Si nadie puede salir de aquí…
El coronel no contestó a la ironía del astrónomo. No parecía apropiado tener una conversación en aquellas circunstancias, barriga contra barriga.

Otros diez minutos después, empezaron a decelerar. El frío se incrementaba a cada metro, y el ruido. Un ruido de fondo, como un silvido. Por fin, el ascensor se detuvo y la puerta se abrió expulsando al coronel casi de forma violenta.
-Estás gordo, amigo Sancho.
-Le dijo la sartén al cazo.
-Son muchos años. Espera que cierre la compuerta. Debo mandar el ascensor de vuelta.

-¿No existe una salida de emergencia?
-Naturalmente, aunque nunca hemos tenido la niecesidad de utilizarla.


En Ushuaia, la situación se había complicado. La temperatura había bajado en apenas dos horas hasta los -32 grados, algo que no había sucedido nunca en ninguna parte del Mundo. La nieve se acumulaba en el Hotel La Nación enterrándolo hasta el pretil de las ventanas, y seguía cayendo con fuerza. Nada ni nadie podía entrar ni salir. De hecho, ya casi no se distinguían los caminos del bosque o de los barrancos. Todo era de un algodonoso y triste manto blanco.

Lucas ayudaba a Nicolás a cargar de leña las chimeneas, porque el frío hacía tiempo que había dejado de respetar los muros y se había instalado en el Hotel como un cliente más. Castro intentaba hablar por radio pero solo recibía chasquidos y ruido blanco. El francés, Jean-Baptiste, con la ayuda de Stella y la valenciana fiestera, había trasladado la agente Irma Gutiérrez a una de las habitaciones del edificio principal y estaba preparando el material para cauterizar el muñón pestilente en que se había convertido su brazo.
Nadie, excepto Castro, pronunciaba ninguna palabra de más.


Watanabe apareció de repente, nadie lo había visto llegar, pero allí estaba. Tan serio como siempre. Frío y distante.
-No gasten toda la leña.-dijo-Estamos aislados y puede que esto dure más de lo que seamos capaces de resistir.
-Aquí nunca se vió nada igual.
-Ni aquí ni en ninguna parte. Todo está cubierto por la nieve, tendremos que racionar los alimentos y prepararnos para días, cuando no semanas de aislamiento.-La voz del japonés sonaba como una sentencia.

Lucas siguió acarreando leña pero ya no la dejaba en la chimenea, sino que la amontonarla junto a ella, su mal humor era evidente:-Ahora me gustaría ver qué cara tienen todos los mamarrachos que se reían del cambio climático.
-Esos nunca están cuando se les reclama.


Unos ruidos en la parte de arriba interrumpieron la reflexión de Nicolás.
-¡La piba!-Exclamó mirando al japonés-¡Se olvidaron de la piba!
-No se preocupe,-le respondió mientras subía a la planta de arriba.-Ella tiene más recursos de los que cree.


Bermúdez seguía a Dmitri por un pasillo de hielo puro, luego, empezaron a subir unas escaleras metálicas que giraban sobre sí mismas en cuatro tramos; evidentemente, aún no estaban en las instalaciones de superficie de la base Vostok. Le llamó la atención que no hubiera nadie para recibirlos, ni cámaras de vigilancia o cualquier otro aparato eléctrico, sólo hielo y metal.
El frío era tan intenso que el aire se le clavaba en los pulmones como agujas, una sensación que recordaba. El ruso, caminando envuelto en la nube de vapor de su propia respiración, se movía con soltura.
Por fin llegaron a una compuerta metálica, como la del embarcadero. Dmitri pulsó en un botón y habló con alguien del otro lado. Luego se quedaron esperando sin que pasara nada.

-¿Cómo es que no tenéis un sistema de cierre automático?
-Para qué.-Contestó sin dejar de mirar la rueda metálica del cierre.-Siempre será más seguro que te rieconozca una persona y no una máquina.
-Creo que es al revés.
-No.-Ahora si se giró y le miró fijamente.-Eso es lo que te han hecho creer.
El español se encogió de hombros. No era el momento de discutir y parecía que al coronel, aquél tema, le irritaba especialmente. Quizá también echara de menos un poco de moderna tecnología.


La rueda giró unos grados y quedó suelta. Dmitri la terminó de mover hasta que llegó al tope y luego empujó la compuerta con tanta fuerza y lentitud que Sancho supo que debía ser pesada.
En el otro lado, un marinero armado saludó al coronel.


-Venga conmigo, nos reuniremos en uno de los módulos con ventana, siempre es agradable mirar el exterior.
El marinero, adivinando quizá las intenciones del Coronel, le dijo algo en ruso. Las palabras debían estar cargadas de malas noticias, porque su rostro se fue ensombreciendo conforme las escuchaba.

-¿Qué ocurre?
-Se ha desatado una tormienta sin priecedentes. La tiempieratura ha bajado a menos de ciento veinte grados bajo cero, los vientos son de más de cuatrocientos kilómetros por hora. Están prieparándose para evacuar las instalaciones de supierficie. Puede que las estructuras no puedan soportar un empieoramiento del tiemporal.
-No pudimos llegar en mejor momento.
-Evidentemente, creo que será mejor que nos demos la vuelta. Hay que bajar antes de que esto se convierta en una ratonera.


El Coronel se despidió del marinero y, tomando con fuerza a Bermúdez por el brazo, le obligó a darse la vuelta y a desandar el camino.
-No tienes porqué sujetarme, se andar solo.
-Te recuerdo que aún no has firmado el acuerdo, no eres ciudadano ruso y estamos en una emergiencia.
Sancho se zafó de la enorme garra de Vasilev y se detuvo en seco.
-Si me vas a empezar a tocar las bolas, avísame.
-Está bien, está bien… sigamos.


Los caminos de vuelta siempre parecen más cortos que los de ida, pero las zancadas que daba el ruso eran difíciles de seguir, a pesar de la envergadura de Bermúdez. En un instante estaban de nuevo frente a la compuerta del ascensor.
-Aún está frenando.-Dijo mirando un juego de luces de aspecto espartano.-No podemos espierar, tardará más de quince minutos en estar aquí de nuevo.


El ruso miró a ambos lados del pilar que contenía el ascensor.-¿Cuánto tiempo hace que no te diviertes?-





-Demasiado.
Casi por arte de magia, desapareció tras una pequeña abertura detrás de la pared. Su voz continuó escuchándose mientras Bermúdez intentaba seguirle para no perderlo de vista.
-Me refiero a diversión de la autiéntica.
El español se quedó clavado. Se encontraban detrás del pilar, en un cuartucho de hielo azulado una de cuyas paredes había sido taladrada formando estantes cuadrados. El Coronel había sacado una gruesa bolsa de plástico de color rojo de uno de ellos y empezaba a calzársela como si fuera a emprender una carrera de sacos.
-No digas nada y haz lo mismo que yo.
-Pero…
-Antes me prieguntaste si no había salida de emiergiencia. Pues bien, ahora te la mostraré.
Cuando ambos estuvieron cubiertos hasta los hombros por sendas bolsas, con las siglas cirílicas de la extinta unión soviética (CCCP), el Coronel, empezó a dar ridículos saltitos hasta llegar al borde de un agujero de unos ochenta centímetros de diámetro que había en un ricón y se giró sonriente.
-Cuenta hasta veinte y salta detrás de mí. No tiemas, todo está revisado y funciona, te lo asieguro.
 
Y dicho esto, dio un último salto y desapareció por el agujero gritando de alegría.
Bermúdez, sintiéndose como un rábano de cien kilos, intentaba explicarse lo que veía: La salida de emergencia era un tobogán cilíndrico de hielo y los sacos servían como lubricante y protectores para deslizarse por él. Supuso que al final habría algún mecanismo de frenado porque de otra forma terminarían aplastados contra el suelo. La determinación de Dmitri parecía significar que el sistema era seguro.
Terminó de contar y, tomando aire, dio el último salto y se coló por el estrecho túnel de hielo.

Al segundo la oscuridad que le rodeaba era total, sólo notaba la dura y helada pared golpeándole por todas partes con una fuerza endiablada. El ruido del roce era ensordecedor y el más irracional de los miedos hizo que su adrenalina se disparara. Entre el ruido del rozar del plástico con el hielo se escuchaban los gritos del Coronel, unos metros más abajo. No eran gritos de pánico, sino de histeria. Un buen mecanismo para desahogar tanta excitación, pensó. Como si estuviese en una montaña rusa, Sancho, un astrónomo cincuentón y aburrido, empezó a gritar con todas sus fuerzas.

El descenso enloquecido zigzagueaba de trecho en trecho lo que frenaba su caída y, de paso,  lastimaba dolorosamente sus costillas.
-¡Debes saber, amigo Sancho, que la única forma de no contaminarse es estar aislados!
Los gritos de Dmitri tardaron en ser comprensibles para el español.
-¿¡Hablas de pureza!?
-¡La priesión del capital es mucha: los medios, el consumo, la vanidad, la avaricia!
-¡Ellos no han tenido que sufrirla! ¿¡Verdad!?
-¡Efiectivamente!
-¡Son como almas puras!-A pesar de la situación, el sarcasmo de Bermúdez era evidente.

Todo duró apenas cuatro minutos, pero a Sancho se le hizo interminable. Un cambio de rumbo, hacia uno de los lados les frenó súbitamente. Si aquello hubiese sido una atracción de feria, las autoridades le hubieran obligado a llevar casco, collarín y sabe Dios qué montón de protecciones más. Pero aquello era ruso, mejor dicho, soviético, y si te rompías el cuello seguro que nadie iba a reclamar ninguna indemnización.

Otro giró súbito y notó como casi se movía en horizontal. La velocidad se redujo drásticamente.
De repente, una molesta luz blanca lo inundó todo y sus piernas chocaron contra algo mullido que cedió y le frenó para hacerlo rodar de lado hasta caer en una colchoneta mugrienta.
-Siga rodando, no puede quiedarse ahí.
Dmitri ya se había deshecho del saco y lo estaba plegando con cuidado, sacudiéndose la escarcha que se le había formado. Bermúdez tardó en reaccionar, pero, afortunadamente para él, no estaban en la evacuación total, porque entonces ya tendría sobre él a cuatro o cinco rusos envueltos en rojo.

-Ha sido diviertido… ¿a que sí?
-Menuda chorrada.
-Es eficiente.
-Me refiero a la idea de esconderse del Mundo. Es infantil.
-¿Como el tobogán de emiergencia?
-Estáis locos. Cómo se os ocurre montar este mecanismo de escape. Parece obra de tarados.
-En la Unión Soviética no existían impedimentos “estiéticos” si la solución era buena y barata. ¿Sabes la anécdota de la escritura en ingravidez?

Sancho ya se había incorporado y se quitaba el saco con torpeza.
-Naturalmente. Había que encontrar un bolígrafo o rotulador para que los astronautas pudiesen tomar notas sin que la falta de gravedad terminara por impedir la escritura.
-Los amiericanos gastaron miles de dólares en diseñar y fabricar un bolígrafo que escribiera boca arriba.
-Vosotros simplemente utilizasteis lapiceros.
-Exacto. Fácil, eficiente y muy barato.
-Ya. Ahora va a resultar que la U.R.S.S. era un paraíso.
-Tuvimos nuestros momientos.-Un brillo de nostalgia tiñió su mirada justo cuando un rugido creciente desde el túnel les sacó de su estado.

-Ya llegan, mejor volviemos a la zona de dormitorios,creo que aún tiengo que darte algunas explicaciones.
-No será tan sencillo como lo del lápiz espacial.

Vasilev se alejó sin responder. Bermúdez le siguió, no sin antes comprobar que el agujero de escape desde allí hasta los embarcaderos estaba al otro lado de la puerta del ascensor. Era bueno tenerlo localizado, por si el Coronel no terminaba de convencerle.


Cuando la temperatura es demasiado baja, encender fuego es especialmente difícil. Pero, Nicolás tenía recursos y, con una sonrisa de oreja a oreja, salió de la cocina portando un soplete de gas encendido.
-Apartá de ahí, dejá esto para la Antorcha Humana.

En el mismo momento, Toni, la niña de cuatro años, con su osito Winnie the Poh agarrado contra el pecho, terminaba de bajar el último peldaño de la escalera.
-Dice Watanabe que subáis, que tenéis que ayudarle.
-¡Hola pebeta! ¿Qué le ocurrió al chino?¿Se rió por un casual y se le desencajó la mandíbula?

Toni miró a Nicolás y le sonrió inocente.
-Dice que necesita ayuda para bajarlos.
-¿Bajar qué?
-¡Ah, se me olvidó! Hay dos polis más ahí arriba, pero necesitan ayuda, están un poco tontos.




No hay comentarios: