Cuando
algo aqueja o perturba el sueño, éste es ligero, sutil, como una película de
papel de seda que puede romperse con el simple soplo del viento y entonces,
dormir no reconforta sino que atribula, desasosiega, inquieta. Y soñar no es
soñar.
Aquella
noche austral, donde la luz del sol por fin, tras seis meses, había
desaparecido totalmente del horizonte, algunos de los habitantes del Hotel La
Nación no podían dormir. Extraños pensamientos hacían que esa visión desagradable
de la realidad se impusiera sobre su antagonista.
Stella,
cansada de bregar todo el día con el más variado elenco de especímenes humanos,
intentaba alejar leves sospechas de infidelidad de su marido, al que parecía no
molestar demasiado esa costumbre de la valenciana de ir de copas hasta altas
horas de la madrugada con él como conductor.
Al
otro lado del hotel, en uno de los edificios anexos, un ex mercenario alemán,
sacado de una organización en la que creía pero en la que al parecer nadie
creía en él, no podía olvidar haber sido víctima de la tecnología más perversa
y cruel, una tecnología que creía reservada para la escoria de la Humanidad.
Qué hacer cuando el fanatismo se da de bruces con la evidencia.
Y en
la primera planta, tumbada en el suelo, una figura negra, casi inhumana, albergaba
un dilema más real que cualquier sueño: la soledad. Porque de nuevo, nadie le
hablaba “al otro lado”. Dos personas encerradas en una burbuja entre dos
universos y ninguna respuesta. El cuerpo de la Ninja no se movía mientras sus ocupantes se miraban con tristeza y
temor.
El
sonido del Renault Logan al aparcar justo en la entrada del hotel fue suficiente
para que tres pares de ojos se abrieran en la oscuridad. Luego vinieron las
voces y las risas apagadas. La angustia de Stella al oír cómo Nicolás, su Nicolás, le hacía a la valenciana las
mismas bromas que a ella en presencia del cornudo de su novio.
Para
Dieter Schwarzschild, el teniente alemán, el mismo sonido le producía
sentimientos distintos: Nicolás, un estúpido argentino, de ascendencias judía,
probablemente, traía de vuelta a esa extraña pareja de españoles: un típico rojiverde, tan preocupado por el medio
ambiente que era incapaz de entender lo que pasaba justo a su lado y una zorra que buscaba el amor donde sólo podía
encontrar sexo. Dieter creía conocerlos bien, como a todo lo que estaba a su
alrededor, porque él sí reconocía lo que le rodeaba. Hasta ahora.
Si
un sicoanalista, y por allí no faltaban, le hubiese tomado como paciente habría podido satisfacer las ganas de practicar cualquier terapia, porque Schwarzschild era el neurótico
completo: Maniaco-depresivo a ratos, con un recuerdo infantil atorado en su
subconsciente, vivencias juveniles
torcidas y creencias equívocas que derivaron en una necesidad de valores
fuertes, inamovibles, que hasta ahora le había permitido moverse con seguridad.
Para el teniente todo estaba muy claro. Hasta ahora.
Por
eso el teniente no había ido nunca a un sicoanalista. Nada de lo que le sucedía
tenía para él el sentido que podía encontrar en una terapia. Simplemente pasaba
lo que tenía que pasar, como si la vida transcurriese en el interior de la caja de un reloj suizo. Hasta ahora. Porque
ahora era un mar de dudas acostado junto a la repugnante Manuela Klein, dos
horas después de haberle hecho el amor. De pronto, sintió náuseas y se levantó.
Una
pequeña luz exterior iluminaba la habitación lo bastante para que pudiera
orientarse y dirigirse al baño. Mientras orinaba oyó las apagadas voces de los
recién llegados. Como siempre, la chica hablaba y reía con el propietario del
hotel mientras que su acompañante subía a trompicones las escaleras hasta la
habitación.
Antes
hubiera sabido decir qué pasaba ahí fuera, ahora era como un ciego que intentara no
caerse apoyándose en su fino bastón. Mientras orinaba inspiró profundamente. No
podía estar tan débil, no junto a ella. Así que fijó una idea clara a la que
agarrarse: permanecería recluido en el bungaló junto a Manuela a la espera de que
llegaran las nevadas de invierno. Luego, Manuela había decidido asesinar a los
dueños para quedarse con el hotel, el no lo tenía claro, así que cuando llegase
el momento lo decidiría. Se escurrió y se subió los calzoncillos.
Se
miró en el espejo mientras se lavaba las manos. Estaba deteriorado. Su rostro
anguloso, grande y cuadrado, presentaba algunos signos indudables de cansancio
que no sólo eran consecuencia de la hora. Se secó las manos.
Cuando
vio el cuerpo inmóvil de su compañera de habitación, tendido sobre la cama, sintió
ganas de salir corriendo, pero no lo hizo, no era una opción que pudiese
contemplar en ese momento. En su lugar, se sentó en uno de los sillones que
Nicolás había trasladado desde el vestíbulo y fijó la mirada en la luminosidad
recortada de las ventanas.
No
supo decir cuánto tiempo había pasado. Las voces de Nicolás y Encarni hacía
mucho que no se escuchaban y un tímido resplandor apuntaba por el horizonte cuando
oyó un pequeño pitido, casi imperceptible. Aguzó el oído.
Volvió
a escucharlo. Se levantó cuidando de no tropezar con nada ni mover ningún
objeto.
-Pero
gorda. ¿Cómo pensás que entre yo y esa…?
-Puta.
-¡No
exageres, es una chica un poco…!
-Puta.
-Pero
si además viene con nosotros su…
-Cornudo.
-Desde
luego, Stella, no se puede hablar con vos.
-Hoy
no. Andá, vení a la cama. Mañana hablaremos, porque estas excursiones nocturnas
tienen que acabar.
-Pero
si necesitan transporte y yo soy…
-Boludo.
-Pero
cariño, si vos sos lo mejor que me pasó, en serio.
-Eso
lo sé. Andá, vení a la cama.
-Voy
a la cocina a por agua… no te duermas, será un segundo.
Stella se dio la vuelta. Su marido, dudando, salió del dormitorio para ir a la cocina. No es que su esposa tuviese razón, pero tenía que reconocer que la chica aquella le hacía gracia. Quizá demasiada.
El
pitido volvió a sonar. Debía ser en el armario. Schwarzschild miró a la cama.
Manuela dormía profundamente, al menos en apariencia. Volvió a sonar el pitido.
Mientras abría el armario no pudo reparar en la figura negra e imponente que
había ocupado el rincón más oscuro de la habitación. Ella también había oído el
sonido y había entrado a tanta velocidad que un ser humano normal no la habría
detectado.
El
interior del armario estaba totalmente oscuro pero él sabía más o menos por dónde estaban las cosas. Esperó a que volviese a sonar el pitido durante unos minutos.
Nada. Abrió uno de los cajones con sumo cuidado y rebuscó al tacto hasta
encontrar una pequeña linterna. La encendió y empezó a tantear la ropa de
Manuela. Tocó algo cuadrado y duro. Estaba en uno de los bolsillos de su traje chaqueta
beige estilo Merkel. Era una especie de buscapersonas. Tenía un par de botones
y un pequeño display de cristal líquido, no se lo había visto nunca. Lo alumbró
y vio que había un mensaje.
“Claudio
Cabut 17. Jetz.”
Se
giró de pronto. Le había parecido notar una presencia junto a él. Sacó la cabeza fuera de la puerta entreabierta del
armario para asegurarse de que el cuerpo de Manuela Klein no se había movido y
volvió a mirar el dispositivo. Estaba claro que era un comunicador de la
Organización, aunque no lograba explicarse porqué Manuela no le había comentado
nada.
Con
sigilo, tomó sus pantalones, una camisa y sus zapatos y salió desnudo y
descalzo de la habitación, la figura del rincón oscuro ya la había abandonado hacía unos minutos.
El teniente pensaba que aquél mensaje era sin duda una cita, una convocatoria para Manuela y era para ahora
mismo: “Jetz”. La dirección que mostraba, ¿sería allí, en Ushuaia o quizá el
convocante pensaba que Manuela estaba en otro lugar?
Cruzó
el pequeño parterre que separaba el edificio donde se alojaban del edificio
principal del hotel. Hacía tanto frío que los rincones del jardincillo aún
acumulaban pequeños montoncitos de nieve, aceleró el paso para evitar helarse.
En un segundo estaba dentro del vestíbulo, levemente iluminado por una
lamparita de la pared. Soltó el aparato sobre el mostrador y empezó a vestirse
con el propósito de encontrar aquella dirección por sus propios medios.
Un
resplandor iluminó la ventana acristalada de la cocina justo en el momento en
que al teniente se le escapó un zapato de las manos. La puerta se abrió.
-Perdón.-Dijo
Nicolás.-No sabía que había nadie. ¿Necesita algo?
-Ich gehen muss.
-Lo siento, no comprendo. NE-CE-SI-TA—AL-GO.-Silabeó mientras se acercaba
al mostrador. Dieter se terminó de abrochar el pantalón y le mostró el
buscapersonas con el mensaje.
-Ah, claro. La calle Teniente Claudio Cabut. Está cerca, junto a Bahía
Encerrada. Mañana puedo acercarle.
-Nein. Jetz... jetz...
-¿Ahora...? Son las cuatro de la madrugada.
El dedo del alemán señalaba al display.
-Jetz... jetz...
-Hijo de la putísima madre que te parió...¡No hacéme esto, no hoy!
-Kann mir da führen?-Movió la mano en dirección a la puerta.
Nicolás sabía que no podía ir sin poner a Stella a la defensiva, o lo que era aún peor, ponerla en pie de guerra. Suspiró.
Nicolás sabía que no podía ir sin poner a Stella a la defensiva, o lo que era aún peor, ponerla en pie de guerra. Suspiró.
-¿Sabés manejar, pelotudo?-Dijo sonriendo falsamente y moviendo los brazos como si
moviera el volante de un vehículo.
-Ja... ja... Ich weiß, wie man fährt.
-Está bien. Mirá y entendé.-Tomó un mapa turístico del mostrador y un lápiz
y marcó la calle Claudio Cabut y el lugar en el que se encontraba el hotel.
Luego trazó una línea siguiendo el recorrido que debía tomar un vehículo para
llegar de un punto al otro.
-¿Entendés boludo?
-Ja... ja...
-Pues tomá las llaves y buenas noches.-Dijo sacando un juego de llaves del
coche de uno de los cajones del mostrador y poniéndolo sobre el mapa.
-Buenas nochies, senior. Dankeschön!
Nicolás no se retiró hasta que el alemán estuvo montado en el coche,
encontró la forma de separar el asiento para dejarse hueco, arrancó el motor y tomo carretera abajo en
dirección a la ciudad.
Pero no fue la única figura que le contempló irse. Desde una colina cercana,
la figura oscura y poderosa de La Ninja no sólo lo observaba sino que también
lo seguía, cambiando de ubicación de forma aparentemente instantánea hasta
llegar con el pequeño Renault a las afueras de la ciudad.
Una vez en el casco urbano de Ushuaia, sólo la ruta indicada en el mapa
bajaba en dirección al mar para tomar a la derecha en la Escuela número 3 y desembocar
en una rotonda, tomar la avenida Malvinas Argentinas y continuar dejando la
bahía siempre a la izquierda.
El automóvil pasó junto a unos grupos de casas con jardín y se detuvo.
Dieter encendió la luz de la cabina y revisó el mapa mirando a derecha e izquierda
para situarse. No reparó en la figura humana que se recortaba en uno de las
elevaciones cercanas, pero sí en los pequeños destellos rojos de lo que
parecían ser luces de posición de un edificio. Estaban
a apenas quinientos metros.
Algo le dijo que era allí donde abría sido convocada Manuela. Y
algo le dijo que mejor dejaba el coche aparcado y continuaba a pié, entre las
casas. Realmente no sabía con qué se iba a encontrar y prefería tener la
capacidad de ocultación de una persona frente al escandaloso rugido de un
motor, aunque fuera el de aquél ridículo cochecito.
Algunos perros ladraron cuando pasó junto a los chalés, caminando entre los
matorrales salvajes de los solares sin construir. Las balizas de posición
estaban cada vez más cerca, no fue capaz de distinguir qué señalaban hasta
que un leve resplandor a la altura del suelo, las luces de un coche, iluminó
como un flash lo que tenía en frente.
Eran un conjunto de antenas parabólicas de tamaño considerable, quizá de
veinte metros de diámetro. Se ocultó entre la maleza instintivamente. Luego, con mucha
más cautela, continuó su caminata hasta llegar al borde de la calle.
En frente estaba lo que parecía un recinto militar acordonado por un muro
de piedra sobre el que se revolvía una enrevesada alambrada. A la derecha, a unos
doscientos metros, se abría una entrada cerrada con una valla y vigilada por un
soldado que vestía indumentaria naval. Otro vehículo de gran tamaño apareció
por el final de la calle. Schwarzschild se agazapó como pudo.
El vehículo se detuvo en la entrada y el militar habló unos instantes con
el conductor, enfocó con una linterna el interior y ojeó a la persona que iba
sentada detrás. Luego, tras un saludo militar, abrió la valla y les dejó paso.
La Ninja, ya dentro de las instalaciones, pudo ver cómo el gran Mercedes
que acababa de entrar se dirigía a uno de los edificios que había en un
lateral, soltaba su carga y quedaba aparcado junto con otros vehículos en una
esplanada cercana.
Por su parte, Dieter, pese a sus esfuerzos se encontraba de nuevo ante una encrucijada: Allí estaría lo
que quedaba de Mörgendammerung, aquellos que le habían hablado de un nuevo
amanecer, el renacer de la supremacía alemana, aquellos que le habían insertado
un dispositivo de control reservado para las milicias suicidas del que no era
consciente, aquellos que le habían traicionado inyectándole una dosis
letal de veneno en sus venas. Se habría disuelto como a un azucarillo sanguinolento si hubiese sido porque la
vida de Manuela Klein dependía de que él pudiese seguir pilotando el
helicóptero en el que viajaban. Sabía que la doctora no lo había ayudado, nunca ayudaba a nadie. Simplemente él le era necesario... ¿hasta cuando?
Y ahora debía decidir si volver con ellos o seguir huyendo del mundo,
escondido como una sabandija, acompañado de una sicópata. De forma casi mágica la decisión
apareció diáfana. Debía volver con los suyos. Otro vehículo apareció e hizo el
mismo recorrido hasta detenerse a la entrada iniciando el protocolo de
reconocimiento.
Schwarzschild salió de entre la maleza a la calle asfaltada. El coche estaba
haciendo su entrada en el recinto bajo la atenta mirada de vigilante del
control. El rostro de la persona que iba detrás se aproximó a la ventanilla y sus miradas se cruzaron un segundo. Era demasiada distancia como para que ni él ni el que
viajaba en el coche hubiesen distinguido algo, pero a Dieter le pareció que el
pasajero no era otro que Toojo Hideiki, algo imposible después de caer al vacío desde un helicóptero en medio del desierto sudanés. Pero había tantas cosas imposibles.
El militar iba a volverse cuando una señal le hizo entrar detrás del automóvil que se detuvo
un instante. Schwarzschild continuó caminando hacia la puerta, sin más plan que
presentarse tal cual, esperando que alguien o algo pudiese reconocer su
esfuerzo para reincorporarse a la Organización.
Su caminar era seguido por un par de cámaras ocultas en la oscuridad de la noche.
Cuando llegó a la altura de la puerta, el militar del control estaba
apostado fuera de la garita, con la mano derecha en el cinto a la altura de la
pistola.
-¡Alto!
El alemán hizo como que no había escuchado nada. Quizá no había sido una
buena idea venir caminando, sin identificación. Ahora que lo pensaba, si aquello era Mörgendammerung,
él era hombre muerto.
-¡He dicho alto!-Dijo el militar sacando la pistola. El teniente se quedó
clavado:
-Ich bin deutsch, ich verstehe nicht.
- Zeigen Sie mir Ihre Dokumentation!
Dieter se sorprendió. Aquél argentino sabía hablar alemán perfectamente y
le estaba pidiendo que se identificara, algo que no podía hacer.
-Entschuldigung, ich habe nicht.
El guardia desenfundó la pistola y la apuntó directamente a la cabeza del
teniente. La expresión del soldado era inequívoca: le iba a volar la tapa de
los sesos.
-Alt!-Sonó un grito en el interior. El soldado no volvió la cara ni movió
un músculo, pero tampoco apretó el gatillo.
Un militar de faena, quizá un capitán, salió de la oscuridad del
recinto a la iluminada entrada del
mismo. Sonreía.
-Guten abend, leutnant Schwarzschild. Eingeben können.
En ese momento, el asustado visitante descubrió un grupo de personas que le observaban. Y le habían reconocido. Una infinita
sensación de alivio recorrió su cuerpo. Sin dudarlo, se encaminó hacia la puerta
donde el militar le esperaba.
-Ein Auto wird kommen, um dich abzuholen, leutnant.




No hay comentarios:
Publicar un comentario