04.12: Insomnio


Cuando algo aqueja o perturba el sueño, éste es ligero, sutil, como una película de papel de seda que puede romperse con el simple soplo del viento y entonces, dormir no reconforta sino que atribula, desasosiega, inquieta. Y soñar no es soñar.

Aquella noche austral, donde la luz del sol por fin, tras seis meses, había desaparecido totalmente del horizonte, algunos de los habitantes del Hotel La Nación no podían dormir. Extraños pensamientos hacían que esa visión desagradable de la realidad se impusiera sobre su antagonista.

Stella, cansada de bregar todo el día con el más variado elenco de especímenes humanos, intentaba alejar leves sospechas de infidelidad de su marido, al que parecía no molestar demasiado esa costumbre de la valenciana de ir de copas hasta altas horas de la madrugada con él como conductor.

Al otro lado del hotel, en uno de los edificios anexos, un ex mercenario alemán, sacado de una organización en la que creía pero en la que al parecer nadie creía en él, no podía olvidar haber sido víctima de la tecnología más perversa y cruel, una tecnología que creía reservada para la escoria de la Humanidad. Qué hacer cuando el fanatismo se da de bruces con la evidencia.

Y en la primera planta, tumbada en el suelo, una figura negra, casi inhumana, albergaba un dilema más real que cualquier sueño: la soledad. Porque de nuevo, nadie le hablaba “al otro lado”. Dos personas encerradas en una burbuja entre dos universos y ninguna respuesta. El cuerpo de la Ninja no se movía mientras sus ocupantes se miraban con tristeza y temor.

El sonido del Renault Logan al aparcar justo en la entrada del hotel fue suficiente para que tres pares de ojos se abrieran en la oscuridad. Luego vinieron las voces y las risas apagadas. La angustia de Stella al oír cómo Nicolás, su Nicolás, le hacía a la valenciana las mismas bromas que a ella en presencia del cornudo de su novio.

Para Dieter Schwarzschild, el teniente alemán, el mismo sonido le producía sentimientos distintos: Nicolás, un estúpido argentino, de ascendencias judía, probablemente, traía de vuelta a esa extraña pareja de españoles: un típico rojiverde, tan preocupado por el medio ambiente que era incapaz de entender lo que pasaba justo a su lado y una zorra que buscaba el amor donde sólo podía encontrar sexo. Dieter creía conocerlos bien, como a todo lo que estaba a su alrededor, porque él sí reconocía lo que le rodeaba. Hasta ahora.

Si un sicoanalista, y por allí no faltaban, le hubiese tomado como paciente habría podido satisfacer las ganas de practicar cualquier terapia, porque Schwarzschild era el neurótico completo: Maniaco-depresivo a ratos, con un recuerdo infantil atorado en su subconsciente,  vivencias juveniles torcidas y creencias equívocas que derivaron en una necesidad de valores fuertes, inamovibles, que hasta ahora le había permitido moverse con seguridad. Para el teniente todo estaba muy claro. Hasta ahora.

Por eso el teniente no había ido nunca a un sicoanalista. Nada de lo que le sucedía tenía para él el sentido que podía encontrar en una terapia. Simplemente pasaba lo que tenía que pasar, como si la vida transcurriese en el interior de la caja de un reloj suizo. Hasta ahora. Porque ahora era un mar de dudas acostado junto a la repugnante Manuela Klein, dos horas después de haberle hecho el amor. De pronto, sintió náuseas y se levantó.

Una pequeña luz exterior iluminaba la habitación lo bastante para que pudiera orientarse y dirigirse al baño. Mientras orinaba oyó las apagadas voces de los recién llegados. Como siempre, la chica hablaba y reía con el propietario del hotel mientras que su acompañante subía a trompicones las escaleras hasta la habitación.

Antes hubiera sabido decir qué pasaba ahí fuera, ahora era como un ciego que intentara no caerse apoyándose en su fino bastón. Mientras orinaba inspiró profundamente. No podía estar tan débil, no junto a ella. Así que fijó una idea clara a la que agarrarse: permanecería recluido en el bungaló junto a Manuela a la espera de que llegaran las nevadas de invierno. Luego, Manuela había decidido asesinar a los dueños para quedarse con el hotel, el no lo tenía claro, así que cuando llegase el momento lo decidiría. Se escurrió y se subió los calzoncillos.

Se miró en el espejo mientras se lavaba las manos. Estaba deteriorado. Su rostro anguloso, grande y cuadrado, presentaba algunos signos indudables de cansancio que no sólo eran consecuencia de la hora. Se secó las manos.

Cuando vio el cuerpo inmóvil de su compañera de habitación, tendido sobre la cama, sintió ganas de salir corriendo, pero no lo hizo, no era una opción que pudiese contemplar en ese momento. En su lugar, se sentó en uno de los sillones que Nicolás había trasladado desde el vestíbulo y fijó la mirada en la luminosidad recortada de las ventanas.

No supo decir cuánto tiempo había pasado. Las voces de Nicolás y Encarni hacía mucho que no se escuchaban y un tímido resplandor apuntaba por el horizonte cuando oyó un pequeño pitido, casi imperceptible. Aguzó el oído.



Volvió a escucharlo. Se levantó cuidando de no tropezar con nada ni mover ningún objeto.

-Pero gorda. ¿Cómo pensás que entre yo y esa…?
-Puta.
-¡No exageres, es una chica un poco…!
-Puta.
-Pero si además viene con nosotros su…
-Cornudo.
-Desde luego, Stella, no se puede hablar con vos.
-Hoy no. Andá, vení a la cama. Mañana hablaremos, porque estas excursiones nocturnas tienen que acabar.
-Pero si necesitan transporte y yo soy…
-Boludo.
-Pero cariño, si vos sos lo mejor que me pasó, en serio.
-Eso lo sé. Andá, vení a la cama.
-Voy a la cocina a por agua… no te duermas, será un segundo.
Stella se dio la vuelta. Su marido, dudando, salió del dormitorio para ir a la cocina. No es que su esposa tuviese razón, pero tenía que reconocer que la chica aquella le hacía gracia. Quizá demasiada.

El pitido volvió a sonar. Debía ser en el armario. Schwarzschild miró a la cama. Manuela dormía profundamente, al menos en apariencia. Volvió a sonar el pitido. Mientras abría el armario no pudo reparar en la figura negra e imponente que había ocupado el rincón más oscuro de la habitación. Ella también había oído el sonido y había entrado a tanta velocidad que un ser humano normal no la habría detectado.

El interior del armario estaba totalmente oscuro pero él sabía más o menos por dónde estaban las cosas. Esperó a que volviese a sonar el pitido durante unos minutos. Nada. Abrió uno de los cajones con sumo cuidado y rebuscó al tacto hasta encontrar una pequeña linterna. La encendió y empezó a tantear la ropa de Manuela. Tocó algo cuadrado y duro. Estaba en uno de los bolsillos de su traje chaqueta beige estilo Merkel. Era una especie de buscapersonas. Tenía un par de botones y un pequeño display de cristal líquido, no se lo había visto nunca. Lo alumbró y vio que había un mensaje.

“Claudio Cabut 17. Jetz.”

Se giró de pronto. Le había parecido notar una presencia junto a él. Sacó la cabeza fuera de la puerta entreabierta del armario para asegurarse de que el cuerpo de Manuela Klein no se había movido y volvió a mirar el dispositivo. Estaba claro que era un comunicador de la Organización, aunque no lograba explicarse porqué Manuela no le había comentado nada.

Con sigilo, tomó sus pantalones, una camisa y sus zapatos y salió desnudo y descalzo de la habitación, la figura del rincón oscuro ya la había abandonado hacía unos minutos.
El teniente pensaba que aquél mensaje era sin duda una cita, una convocatoria para Manuela y era para ahora mismo: “Jetz”. La dirección que mostraba, ¿sería allí, en Ushuaia o quizá el convocante pensaba que Manuela estaba en otro lugar?

Cruzó el pequeño parterre que separaba el edificio donde se alojaban del edificio principal del hotel. Hacía tanto frío que los rincones del jardincillo aún acumulaban pequeños montoncitos de nieve, aceleró el paso para evitar helarse. En un segundo estaba dentro del vestíbulo, levemente iluminado por una lamparita de la pared. Soltó el aparato sobre el mostrador y empezó a vestirse con el propósito de encontrar aquella dirección por sus propios medios.

Un resplandor iluminó la ventana acristalada de la cocina justo en el momento en que al teniente se le escapó un zapato de las manos. La puerta se abrió.

-Perdón.-Dijo Nicolás.-No sabía que había nadie. ¿Necesita algo?
-Ich gehen muss.
-Lo siento, no comprendo. NE-CE-SI-TA—AL-GO.-Silabeó mientras se acercaba al mostrador. Dieter se terminó de abrochar el pantalón y le mostró el buscapersonas con el mensaje.
-Ah, claro. La calle Teniente Claudio Cabut. Está cerca, junto a Bahía Encerrada. Mañana puedo acercarle.
-Nein. Jetz... jetz...
-¿Ahora...? Son las cuatro de la madrugada.
El dedo del alemán señalaba al display.
-Jetz... jetz...

-Hijo de la putísima madre que te parió...¡No hacéme esto, no hoy!
-Kann mir da führen?-Movió la mano en dirección a la puerta.
Nicolás sabía que no podía ir sin poner a Stella a la defensiva, o lo que era aún peor, ponerla en pie de guerra. Suspiró.
-¿Sabés manejar, pelotudo?-Dijo sonriendo falsamente y moviendo los brazos como si moviera el volante de un vehículo.
-Ja... ja... Ich weiß, wie man fährt.
-Está bien. Mirá y entendé.-Tomó un mapa turístico del mostrador y un lápiz y marcó la calle Claudio Cabut y el lugar en el que se encontraba el hotel. Luego trazó una línea siguiendo el recorrido que debía tomar un vehículo para llegar de un punto al otro.
-¿Entendés boludo?
-Ja... ja...
-Pues tomá las llaves y buenas noches.-Dijo sacando un juego de llaves del coche de uno de los cajones del mostrador y poniéndolo sobre el mapa.
-Buenas nochies, senior. Dankeschön!
 


Nicolás no se retiró hasta que el alemán estuvo montado en el coche, encontró la forma de separar el asiento para dejarse hueco,  arrancó el motor y tomo carretera abajo en dirección a la ciudad.



Pero no fue la única figura que le contempló irse. Desde una colina cercana, la figura oscura y poderosa de La Ninja no sólo lo observaba sino que también lo seguía, cambiando de ubicación de forma aparentemente instantánea hasta llegar con el pequeño Renault a las afueras de la ciudad.

Una vez en el casco urbano de Ushuaia, sólo la ruta indicada en el mapa bajaba en dirección al mar para tomar a la derecha en la Escuela número 3 y desembocar en una rotonda, tomar la avenida Malvinas Argentinas y continuar dejando la bahía siempre a la izquierda.

El automóvil pasó junto a unos grupos de casas con jardín y se detuvo. Dieter encendió la luz de la cabina y revisó el mapa mirando a derecha e izquierda para situarse. No reparó en la figura humana que se recortaba en uno de las elevaciones cercanas, pero sí en los pequeños destellos rojos de lo que parecían ser luces de posición de un edificio. Estaban a apenas quinientos metros.
Algo le dijo que era allí donde abría sido convocada Manuela. Y algo le dijo que mejor dejaba el coche aparcado y continuaba a pié, entre las casas. Realmente no sabía con qué se iba a encontrar y prefería tener la capacidad de ocultación de una persona frente al escandaloso rugido de un motor, aunque fuera el de aquél ridículo cochecito.

Algunos perros ladraron cuando pasó junto a los chalés, caminando entre los matorrales salvajes de los solares sin construir. Las balizas de posición estaban cada vez más cerca, no fue capaz de distinguir qué señalaban hasta que un leve resplandor a la altura del suelo, las luces de un coche, iluminó como un flash lo que tenía en frente.
Eran un conjunto de antenas parabólicas de tamaño considerable, quizá de veinte metros de diámetro. Se ocultó entre la maleza instintivamente. Luego, con mucha más cautela, continuó su caminata hasta llegar al borde de la calle.

En frente estaba lo que parecía un recinto militar acordonado por un muro de piedra sobre el que se revolvía una enrevesada alambrada. A la derecha, a unos doscientos metros, se abría una entrada cerrada con una valla y vigilada por un soldado que vestía indumentaria naval. Otro vehículo de gran tamaño apareció por el final de la calle. Schwarzschild se agazapó como pudo.
El vehículo se detuvo en la entrada y el militar habló unos instantes con el conductor, enfocó con una linterna el interior y ojeó a la persona que iba sentada detrás. Luego, tras un saludo militar, abrió la valla y les dejó paso.

La Ninja, ya dentro de las instalaciones, pudo ver cómo el gran Mercedes que acababa de entrar se dirigía a uno de los edificios que había en un lateral, soltaba su carga y quedaba aparcado junto con otros vehículos en una esplanada cercana.

Por su parte, Dieter, pese a sus esfuerzos se encontraba de nuevo ante una encrucijada: Allí estaría lo que quedaba de Mörgendammerung, aquellos que le habían hablado de un nuevo amanecer, el renacer de la supremacía alemana, aquellos que le habían insertado un dispositivo de control reservado para las milicias suicidas del que no era consciente, aquellos que le habían traicionado  inyectándole una dosis letal de veneno en sus venas. Se  habría disuelto como a un azucarillo sanguinolento si hubiese sido porque la vida de Manuela Klein dependía de que él pudiese seguir pilotando el helicóptero en el que viajaban. Sabía que la doctora no lo había ayudado, nunca ayudaba a nadie. Simplemente él le era necesario... ¿hasta cuando?

Y ahora debía decidir si volver con ellos o seguir huyendo del mundo, escondido como una sabandija, acompañado de una sicópata. De forma casi mágica la decisión apareció diáfana. Debía volver con los suyos. Otro vehículo apareció e hizo el mismo recorrido hasta detenerse a la entrada iniciando el protocolo de reconocimiento.

Schwarzschild salió de entre la maleza a la calle asfaltada. El coche estaba haciendo su entrada en el recinto bajo la atenta mirada de vigilante del control. El rostro de la persona que iba detrás se aproximó a la ventanilla y sus miradas se cruzaron un segundo.  Era demasiada distancia como para que ni él ni el que viajaba en el coche hubiesen distinguido algo, pero a Dieter le pareció que el pasajero no era otro que Toojo Hideiki, algo imposible después de caer al vacío desde un helicóptero en medio del desierto sudanés. Pero había tantas cosas imposibles.

El militar iba a volverse cuando una señal le hizo entrar detrás del automóvil que se detuvo un instante. Schwarzschild continuó caminando hacia la puerta, sin más plan que presentarse tal cual, esperando que alguien o algo pudiese reconocer su esfuerzo para reincorporarse a la Organización.
Su caminar era seguido por un par de cámaras ocultas en la oscuridad de la noche.

Cuando llegó a la altura de la puerta, el militar del control estaba apostado fuera de la garita, con la mano derecha en el cinto a la altura de la pistola.
-¡Alto!
El alemán hizo como que no había escuchado nada. Quizá no había sido una buena idea venir caminando, sin identificación. Ahora que lo pensaba, si aquello era Mörgendammerung, él era hombre muerto.
-¡He dicho alto!-Dijo el militar sacando la pistola. El teniente se quedó clavado:
-Ich bin deutsch, ich verstehe nicht.
- Zeigen Sie mir Ihre Dokumentation!

Dieter se sorprendió. Aquél argentino sabía hablar alemán perfectamente y le estaba pidiendo que se identificara, algo que no podía hacer.
-Entschuldigung, ich habe nicht.
El guardia desenfundó la pistola y la apuntó directamente a la cabeza del teniente. La expresión del soldado era inequívoca: le iba a volar la tapa de los sesos.

-Alt!-Sonó un grito en el interior. El soldado no volvió la cara ni movió un músculo, pero tampoco apretó el gatillo.
Un militar de faena, quizá un capitán, salió de la oscuridad del recinto  a la iluminada entrada del mismo. Sonreía.
-Guten abend, leutnant Schwarzschild. Eingeben können.

En ese momento, el asustado visitante descubrió un grupo de personas que le observaban. Y le habían reconocido. Una infinita sensación de alivio recorrió su cuerpo. Sin dudarlo, se encaminó hacia la puerta donde el militar le esperaba.
-Ein Auto wird kommen, um dich abzuholen, leutnant.









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