Hacer
un complejo militar dentro de una gruesa capa de hielo, de kilómetros
de espesor, en la Antártida es una obra ingente. Pero para los humanos
de los años cincuenta del siglo XX nada era un obstáculo.
Como
adolescentes que acabaran de descubrir su potencial afrontaban los más
difíciles retos sin importarles nada. En esa época, no había límites
para nadie.
Quizá
porque no eran conscientes de las consecuencias de sus actos: del
deterioro climático, ni de los problemas de la superpoblación o la falta
de recursos.
Hasta bien entrados los setenta, el horizonte era lejano y atrayente.
Fueron
años muy duros para gran parte de la población mundial, pero no para la
de las grandes potencias, que competían por ser pioneros, llegar más
lejos y hacerlo más grande. Exactamente igual que un par de
adolescentes.
Y gran parte de la culpa de que la Humanidad adolescente de los cincuenta se sintiese tan capaz la tenía una droga.Un estimulante súper potente capaz de hacerles creer que el Universo estaba al alcance de sus manos: la fisión atómica.
Todo
podía hacerse gracias a esa fuente inagotable de energía: generadores,
bombas apocalípticas, curas contra el cáncer, naves intergalácticas,
buques eternos... Tuvieron que pasar muchos años para que cuatro aguafiestas
empezaran a descubrir que aquella droga no era el elixir de los dioses,
que tenía graves efectos secundarios. Tuvieron que suceder catástrofes
como la de Chernobil o Fukushima para que algunos alucinados gobernantes
empezasen a caerse del caballo.
Pero
en los años cincuenta, usar la energía atómica era: tan fácil, tan
atractivo y tan seguro que se creaban aparatos atómicos como hoy en día
se diseñan modelos de smart phones.
En esto, los soviéticos eran unos auténticos yonkis:
Mientras los americanos nos hacían creer que una araña radiactiva era
capaz de convertir a un hombre en el Hombre Araña, los rusos, mucho más
pragmáticos, se dedicaban a usar la energía atómica en los más variados
campos de la actividad humana.
Cuando
el A.D.U. llegó en un buque carguero a la Bahía de McMurdo en 1.951
nadie reparó en aquél extraño cilindro de casi dos metros de diámetro y
cuatro metros de largo. Los satélites no existían aún y las
preocupaciones bélicas estaban centradas justo en el casquete polar
opuesto, así que el transporte y el desembarco pasaron desapercibidos
para el Mundo.
Hizo
falta invertir esfuerzos y vidas humanas para trasladarlo a lo largo de
ochocientos kilómetros de vientos huracanados y temperaturas extremas
hasta la aun incipiente estación Vostok. Pero el uno de Mayo de 1951,
mientras medio mundo festejaba la concienciación de la clase
trabajadora, un grupo de esforzados obreros logró dejar el armatoste en
el interior del segundo pabellón.
Tardarían
un año más en colocarle una grúa lo suficientemente potente como para
ponerlo de pié sobre el suelo helado. El pequeño reactor nuclear que
contenía se puso en funcionamiento en mitad de la noche austral, en
pleno mes de Junio. El calor que empezó a desprender le hizo escurrirse
un par de metros dentro del hielo como entra un cuchillo en un flan,
provocando que el agua pasara del estado sólido al gaseoso en un
instante y llenando el pabellón y los alrededores de una niebla tóxica
irrespirable.
Algunos
hombres más murieron a los pocos días en medio de tremendos dolores y
vómitos. Los ingenieros de la Unidad Antártica del Ejército Rojo
tuvieron que realizar algunos ajustes logísticos
para conseguir que A.D.U., el атомная дрель управляемым o taladro
atómico manejable, pudiese seguir con su tarea de crear un pozo
cilíndrico perfecto de dos metros de diámetro y kilómetro y medio de
profundidad que uniría el pabellón de la estación Vostok con las heladas
aguas del océano antártico, bajo la gruesa capa de hielo.
Después
vinieron las estructuras metálicas para crear el ascensor más largo del
mundo, los conductos de aireación y mantenimiento, los primeros
batiscafos de gran profundidad, los proyectos de submarinos súper
acorazados y los trabajos de perforación de las instalaciones en el duro
hielo azul. Y todo esto sucedió casi al mismo tiempo en que el mundo
occidental se estremecía con las fechorías de La Cosa atacando a un
grupo de exploradores del ártico. Hay que reconocer que Hollywood lo
veía todo de un modo mucho más romántico.
-¡Bueno!-Dijo Dmitri levantándose de la silla en el camarote de Bermúdez-Y eso es todo por hoy. Maniana haremos la visita a los laboratorios Zvezda y empezaremos con las clases de ruso.
-Una última pregunta antes de irnos a la cama.
-Dime.
-Qué tamaño tiene actualmente la estación.
El coronel se detuvo en la puerta y se giró levemente para responder.
-Bueno, sólo debería bastiarte
con saber que Vostok la construyeron los mismos obreros que hicieron el
metro de Moscú. Buenas noches.-Y cerró la puerta tras de sí, dejando al
español sentado sobre su camastro.
Sancho
se tendió y miró el cielo raso de su camarote. Era pequeño, pero tenía
lo necesario para trabajar. Un lector de libros electrónicos con un
curso de ruso, una mesita y un minúsculo armario con ropa de trabajo y
abrigo. El baño estaba en el pasillo, compartido con otros cinco o seis
camarotes más, y nada más.
El
astrónomo dejó volar su mente al reflujo del relato que acababa de
contarle Dmitri. Imaginó el duro trabajo que tuvo que suponer crear
aquella barbaridad: sin preguntas, ni oposición, todo bajo el estricto
control militar soviético. Supuso que los obreros, probablemente, no
serían voluntarios sino presos de algún gulag siberiano trasladados aquí
a la fuerza. Recordó las pirámides, y la imagen que de su construcción
transmitieron las películas americanas y pensó que aquello debió ser
algo parecido.
Recordó
a sus hijos, a su exmujer, que le abandonó por un próspero director de
sucursal bancaria en los años en que el dinero se regalaba, mientras le
espetaba que era un tipo triste y ensimismado con su trabajo y se
preguntó si los volvería a ver alguna vez. Durante unos segundos sintió
una profunda nostalgia y se arrepintió de haber tomado la decisión de
quedarse.
Pero,
cuando el cansancio empezó a apoderarse de sus párpados, una idea
intensa y apasionante tomó posesión de él: cuántas cosas podría
descubrir allí, cuántos conocimientos secretos estarían a su alcance. Y
de pronto, Sancho dejó de ser el padre y el exmarido y se convirtió en
lo que su esposa tantas veces le reprochó: un físico cautivo de su
pasión. Y se durmió.
A
la mañana siguiente, tras un breve encuentro con un par de tipos en el
baño, algo espartano, se dirigió al comedor para tomar una especie de
crepes con mantequilla y mermelada y un zumo de naranja. Hasta que no
apareció el coronel, Sancho no pudo cruzar palabra alguna con los otros
comensales, aunque todos se mostraron muy amables y educados, ayudándole
a elegir su comida, invitándole a sentarse con ellos o charlando
algunas frases cortas en inglés del estilo “I like this” con la boca llena de tortitas.
-Veo que te estás integrando.-Dijo mientras se servía unos pocos de pepinillos y un par de filetes de salmón o algo parecido.
-Bueno, sí. Pero no tengo ni idea de ruso, es un poco embarazoso.
-Te
presentaré a tus compañeros. El ruso no es tan distinto del español,
solo la tipografía cirílica echa un poco para atrás. Dobriy denn.
Todos contestaron lo mismo.
-¿Eso es buenos días?
-Da.
Mientras
tanto, a miles de kilómetros pero aún así, demasiado cerca, una niña de
cuatro años se paseaba inocentemente por el Hotel la Nación y entraba
en la cocina, donde Stella se hallaba preparando la comida para sus
cinco huéspedes.
-Hola, pequeña, no deberías andar suelta por ahí.
-Hola señora.
-¡Bueno, qué bien hablás!¡Qué edad tenés!
La niña se acercó a la montaña de patatas que había en un cesto, junto al frigorífico.
-Cuatro. Creo.
-Pues ve a buscar a tus papás y no entrés en la cocina, es peligroso para una chiquilla como vos.
-No son mis papás.
Stella
soltó el cuchillo y se limpió las manos en el delantal. Sabía que, en
cierto modo, la niña podría informarla de algunos aspectos oscuros de
aquella pareja multirracial que acababa de hospedar. No es que ella
tuviese ningún problema con las relaciones de sus clientes, pero ya
tenía a una siniestra enana y un gigante teutón que helaban la sangre
cuando les mirabas, una “alhajita zafada” acompañada de un ecologista cornudo y ahora, su entrañable Nicolás, le había traído aquello: un chino, un musculoso pelirrojo con acento francés y aquella ternura de niña a la que estaba dispuesta a hacerle algunas preguntas.
-¿No, entonces qué son?
Antonia,
desde detrás de los inocentes ojos de la pequeña Toni observó a Stella.
Tenía cara de buena persona. Quizá se pudiese confiar en ella, así que
se dispuso a tantearla.
-Son un par de amigos… -miró la reacción y se avino a completar-… de mis padres.
-¡Ah! ¿Te tratan bien?
-Por supuesto. Son muy simpáticos.
-Eso está bien. Ya sabés que si necesitás algo sólo tenés que pedirlo a Nicolás o a mí.
-¿Qué vas a hacer de comer?
-Pues
mira…-La tomó por debajo de sus bracitos e intentó levantarla para
subirla a un taburete, pero fue imposible: parecía que habían pegado a
la niña al piso.
-¿Pero, pebeta… cuánto pesás?
-Soy de huesos densos, dice mi mamá.
-¡Y tan densos! Casi diría que tenélos de plomo.
-Yo me subiré, no te preocupes.
Y
con una decisión impropia de su edad, Toni se subió a una de las sillas
que había cerca del mostrador de la cocina. La silla crujió, pero supo
aguantar el tipo.
-Verás.-Stella
acercó una fuente llena de chuletones-Una cosa que gusta mucho por aquí
es la carne, esta es carne de novillo, buey creo que le llaman en tu
país.
-Me gusta la carne de buey.
-Bien. Pues aquí podrás comer toda la que quieras, aunque yo tenía pensado para vos algo de pollo.
-¡Si hombre! ¡Habiendo buey me vas a dar pollo!
-Pues nada, te daremos buey. ¿Creés que podrás masticarlo con tus dientitos de leche?
-Tengo buenos dientes, recuerda que soy de huesos densos.
-¡Uh, qué miedo de dientes!
La conversación se estaba poniendo infantil, así que Antonia fue al grano.
-¿Puedes dejarme un poco de papel de aluminio?
-¿Para qué querés vos eso?¿Vas a hacer manualidades?
-No. Son mis amigos, no sé para qué lo necesitan.
Stella se acercó a uno de los muebles y sacó un rollo de papel de cocinar.
-¿Cuánto necesitás?
-Me dijeron que trajera un metro o metro y medio.
-¡Um…!-Empezó a sacar la hoja de la caja mientras calculaba la extensión.-Luego me contás para qué era. Soy muy curiosa.
-A mí también me gusta enterarme de las cosas. ¿Hay más inquilinos en el hotel?
-Naturalmente. Hay otros galle… españoles, como vos… ¿Tus amigos no son españoles verdad?
-No. Uno es japonés y el otro francés.
-¡Ya pensaba yo! Pues además tenemos un alemán.
-¿Un alemán?
-Sí,
está con una señora muy bajita, muy bajita, casi como vos de bajita,
pero tienen muy mala entraña. Si los ves, no te acerques a ellos. Tomá,
con cuidado.-Le entregó el papel doblado en cuatro partes.
-Conozco yo a alguna señora bajita que no es muy buena, la verdad. Tiene que darlo la estatura.
-Esta
es terrorífica…-Stella abrió los ojos mientras decía esto como para
asustar a la niña.-Ya te digo que no debés acercaros a ella ni a su
amigo el alemán. Aunque lo más seguro es que no os podáis encontrar, no
salen nunca de su habitación.
-¿Están enfermos?
-No.
Son singulares. No quieren que nadie los…-Stella iba a decir que no
querían que nadie les viera, pero se lo pensó mejor. Nunca se sabe lo
que una niña puede contar, así que terminó diciendo.-…moleste.
Antonia
sintió de pronto una ligera punzada en la cabeza. Y si… Le parecía
imposible, pero en los últimos tiempos habían pasado tantas cosas
imposibles que se decidió a preguntar. De todas formas no perdía nada.
-La
señora bajita, tan bajita como yo, no se llamará Manuela, ¿no?-Dijo
jugando con un trozo de cebolla que había caído de la tabla de cortar.
Stella se asustó. Quizá ya hubiera hablado demasiado.
-Eh…
no. No. No creo que sea nadie a quién conozcas.-Se acercó a la pequeña y
le tocó la carita.-Ahora debés bajar de ahí y volver con tus amigos, no
sea que se asusten.
-¿Tiene
el pelo así, como de loca y unos ojos duros y fríos como bolitas de
acero?-Los negros ojos de la niña empezaron a tomar un extraño color
fuego.
-Sí. Es como vos decís.
-¿Se llama Manuela?
-No. Pero he creído oír que el alemán la llamaba así.
Los ojos de Toni se “apagaron” y Stella se irguió asustada.
-Bueno. Ya está bien. ¡Hala! A pasear por otra parte.
Toni
saltó de la silla y el golpe hizo moverse algunos vasos de la
estantería que chocaron entre sí sonando como campanillas. Stella,
extrañada de haberle contado aquello a la mocosa, ni se dio cuenta.
-¿En qué habitación está alojada?
-No, no. No podés ir allí, está prohibido. Tenés que ser una buena niña si no se lo contaré a tus amigos.
-¡Oh, bueno! ¡Ya la encontraré!-Y salió corriendo de la cocina a tanta velocidad que Stella no tuvo tiempo de retenerla.
“Oh, Dios mío. Lo que me hacía falta.”
-¡Nicolás!¡Nicolás!-Salió
al vestíbulo con la intención de hablar con “los amigos” de la pequeña
cuando se dio de bruces con su marido.
-¿Qué pasa gorda?
-No te lo vas a creer…
-No os lo vais a creer.-Dijo Toni entrando en el apartamento en el que se alojaban.
Era
una habitación con dos camas y una cuna, lo que, dadas las necesidades
de Antonia en su configuración como niña de cuatro años, parecía más que
suficiente. Jotabé tendría más dificultades para encajar su
hiperdimensionado cuerpo en una cama de 90 por 200. El japonés,
acostumbrado a las medidas de los apartamentos tokiotas, parecía
disponer de espacio suficiente.
-Lo sabemos. Manuela está aquí.
-¿Has hecho una incursión?
-Un par de minutos. Lo suficiente para ver todo el hotel y sus alrededores.
-¿Crees que nos reconocerían?
-A ti es imposible, Antonia. Tienes cuatgo años. Pego a Tetsu o a mi...
-Yo
era el conductor de Toojo Hideiki, incluso hablamos alguna vez. A
Jotabé es posible que le hayan visto a través de las cámaras, cuando le
apresaron en Sudán.
-¿Cgees que debegíamos cambiag de hotel?
Toni
miraba por la ventana. La luz del sol, filtrado por las espesas nubes,
formaba una atmósfera sin sombras, como cuando estuvo en la esfera
interdimensional hablado con “la voz”.
-Creo que no. Es posible que todo tenga un sentido, aunque no llego a entenderlo. ¿Quién encontró este hotel?
-Manolo, en la caja registradora, ¿no lo recuerdas?
-Es cierto. Y hasta ahora, Manolo no ha formado parte del grupo. Pero es tanta la casualidad que parece que debiera ser así.
-Manuela está acompañada de un hombre alto, pagese alemán, ¿no es así?
-Efectivamente.
Creo que era uno de los militares que había en la sala de control del
Santuario de Horus, pero no puedo asegurarlo. Si fuese así, también me
reconocería.
-¡Vaya contrariedad! No sé que hacer.
-¿Pogqué no consultas a la voz?
-Voy a intentarlo. ¿Habéis preparado el sitio?
-Más o menos. Ven, a ver qué tal.
Los
dos jóvenes acompañaron a la niña hasta el baño. Habían sacado de él
todo lo que pudiera prenderse: cortinas, toallas, papel higiénico.
Incluso la tapa de plástico del retrete y ahora, Jotabé, cubría con el
papel de aluminio el ventanuco de madera.
-El techo está muy bajo, quizá se chamusque. Es posible que la dueña lo vea cuando entre a limpiar la habitación.
-La lipiagemos nosotgos. Segugo que no se opone. Bien. Ya está. Ya puedes tgansfogmagte.
-Dejadme sola.
Los
dos chicos salieron del baño y dejaron a la niña dentro. Con el tiempo,
Antonia y Paco habían aprendido a transformarse en la Ninja sin
necesidad de arder “demasiado”, pero siempre había alguna posibilidad de
que algo inflamable prendiera.
Un
resplandor lento pero largo iluminó la rendija que formaban la puerta
del baño y el suelo. Cuando cesó, la puerta se abrió y la imponente
figura de La Ninja de los Peines apareció.
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