4.04: Caminos equivocados




La llegada del crucero antártico siempre representaba un revulsivo para la tranquila y apacible Ushuaia, en la Isla Grande de Tierra del Fuego. No eran pocos los navíos de pasajeros que se aventuraban a llevar su lujosa carga tan al sur. Porque la gente cada vez quería algo más, y qué más que ir hasta el Fin del Mundo, o al menos hasta sus puertas.
Algunos, mejor informados o más atrevidos, gustaban de tomar un crucero desde allí hasta la Antártida. Bueno, no era un auténtico crucero al culo helado del planeta, sólo a sus estribaciones. Pero ya era suficiente, porque aún en verano, el clima allí era muy puñetero, o extremo, como gustaban de decir los guías, sabiendo que la palabra misma excitaba la adrenalina de los turistas de aventura.

Cuando llegaba un crucero la ciudad bullía, se llenaba de extranjeros dispuestos a comprar los más extraños recuerdos a sabiendas incluso de que representaban sólo cachivaches inútiles, adornos falsos o ridículas estatuillas: pingüinos, los más, muñecos “indios”, vestidos típicos que nadie en su sano juicio osaría vestir en su casa y por supuesto la omnipresente calabaza para mate, con el típico “Feliz día, Amigo” o con la rotulación que el turista entusiasmado quisiese pedir.

Todo Ushuaia rotaba en torno a Puerto Ushuaia, el aeródromo, los lagos y, naturalmente, la cercana Antártida.

Y cuando arribaban turistas, la zona portuaria se llenaba de taxistas y remiseros. Los primeros llegaban antes de que el barco terminara la maniobra de atraque para tomar posiciones y llevarse a los más desesperados. Normalmente éstos tenían como destino el aeródromo, muy cercano. Eran víctimas propiciatorias a un pago exagerado, porque cuando uno está en el fin del mundo poco importa el dinero.
Los taxistas más tempranos podían así volver para transportar una segunda tanda, los más tardíos, los que probablemente se quedarían un día o dos en la ciudad, querrían ir al Parque Natural o los lagos y seguramente preguntarían por algún hotel. Un negocio redondo.

Los intermedios, los que solicitaban transporte entre ambos viajes, solían querer ir a la ciudad, justo enfrente del puerto. Un negocio ridículo.

El caso de los remiseros era digno de un estudio antropológico. Como buitres esperaban a que saliera la primera tanda, y aún la segunda, para ofrecer sus servicios a los más tempranos de los tardíos. Algo complejo, muy argentino.

Nicolás era uno de ellos. Su tranquilidad innata, su “pelotudez”, como diría Stella, le hacía tomarse todo aquél juego de turnos con tanta parsimonia que casi siempre acertaba a medias. Algunas veces se cargaba con un matrimonio que sólo quería ir a tomar mate al primer local de enfrente y otras le salía un viaje hasta el Lago Escondido, a más de una hora de camino, una hora de espera y otra de vuelta. Una fortuna. Y más si a la vuelta lograba engatusarles y terminar hospedándolos en La Nación.

Puerto Ushuaia ocupaba casi toda la longitud de la ciudad. Al estar dentro del Canal de Beagle prácticamente no necesitaba pantalanes ni rompeolas aunque, en su contra, gozaba de uno de los mayores índices de choque entre navíos de los puertos del Cono Sur. Hoy, el Norwegian Sun se acercaba de costado sin haber sufrido ningún incidente, haciendo su capitán un alarde de manejo de un buque que entre tripulación y pasaje superaba las dos mil quinientas almas como si estuviera encajando una ficha de dominó. La maniobra era observada por estibadores, prácticos, guías turísticos, comerciantes, transportistas de provisiones, taxistas y público en general desde una prudente distancia porque un error de cálculo podía hacer que aquél monstruo de ochenta mil toneladas y un cuarto de kilómetro de largo se llevase por delante el muelle y sus aledaños.

Los remiseros charlaban tranquilamente entre sí, sin preocuparse aún por mover sus vehículos. Nicolás fumaba un cigarrillo apoyado en el capó de su Renault Logan ausente de las trifulcas de sus “compañeros”. Reparó en una figura menuda que se aproximaba al muelle bajando desde la Avenida de Maipu. Le llamó la atención su grueso anorak rojo. Parecía la chica que había reservado una habitación para dos noches hacía apenas unas horas. Tiró el pitillo a medio fumar y empezó a caminar.

-¡Che!-gritó alguien a sus espaldas-¡Nicolás! ¿Dónde vás?
-Vuelvo enseguida. Voy a saludar a una amiga.-dijo sin volver la cara.
-¡Nicolás... que te pierdes!
Unas risotadas sonaron detrás de él.
-¡Nicolás... recordá a Stella!
Otra vez risas, pero más lejanas. La chica del anorak había rebasado ya la altura del remisero y caminaba sin reparar en él hacia el muelle donde la maniobra de atraque se estaba culminando con el lanzamiento de cabos desde la borda y el trabajo duro y preciso de los prácticos.

Nicolás intentaba alcanzarla. No sabía muy bien por qué. Qué le diría... “Hola... ¿os acordás de mí?”. Al fin y al cabo, los chicos tenían razón, debía recordar a Stella. Pero Nicolás tenía sus propios asuntos en los que su amadísima esposa no encajaba.
Porque ella no quería, evidentemente.


La chica se acercó a la pasarela que ya empezaba a descender sobre tierra firme. Los pasajeros se agolpaban en la borda esperando la señal de desembarco. Los prácticos afianzaron los extremos a un par de pernos que acababan de fijar en el suelo e hicieron un gesto para avisar a los de arriba. Los pasajeros empezaron a desembarcar con cierto entusiasmo. La chica del Anorak sujetaba un cartel a la altura del pecho. Nicolás se movió discretamente para ver qué ponía en él.

“Doctor Bermúdez”. Naturalmente. La chica esperaba al gallego para el que había alquilado la habitación. Pero además, estaba claro que no se conocían. Nicolás cuando quería era muy sagaz.

Los taxistas iban dando cuenta de la carnaza como hormigas de un sandwich. El propio Nicolás estuvo a punto de ofrecer sus servicios aunque supo contenerse para evitar un conflicto de consecuencias imprevisibles.
Salió la primera partida de viajeros, la segunda, y los remiseros hicieron su aparición. Uno a uno iban sacando viajeros mientras él comprobaba cómo el rostro de la chica del anorak rojo se iba volviendo sombrío. Uno de los vehículos se detuvo a su altura.

-¿Pero qué hacés ahí?... ¡qué se hace tarde!
-Manejá, manejá...-dijo gesticulando como un guardia de tráfico.
El conductor se encogió de hombros y siguió su camino. Nicolás seguía mirando la cara de la del anorak. Estaba claro que su viajero no había llegado y que la reserva se tendría que cancelar dada la poca gente que quedaba a bordo. Se decidió a acercarse.
-Hola. ¿Me recuerda?
La chica se movió instintivamente hacia atrás hasta que lo reconoció. Luego volvió a relajarse.
-Es del hotel La Nación. ¿No es cierto?
-Si. ¿Algún problema?
Un momento de silencio.
-No, en absoluto. Seguramente el doctor Bermúdez estará empacando sus cosas para bajar.
-Si necesitan transporte, puede contar conmigo.
-Gracias.-Contestó ella sin dejar de mirar a la pasarela.
Se hizo el silencio mientras los pasajeros más pertrechados, los que probablemente subirían al monte y los lagos, empezaban a descender. Nicolás miró a la chica y tomó una decisión: tenía que trabajar y olvidarse de otras cosas así que se acercó decidido al final de la pasarela a atacar al primer turista que se le pusiera a tiro.

Una pareja joven pisaba en ese momento el empedrado del muelle. Él era alto, delgado, con barba negra y rizada, como de Jesucristo. Ella era más recortada, envuelta en un abrigo de lana hecho a mano. Ambos parecían haber viajado en la chimenea, porque tenían los ojos rojos y llorosos. Por la forma en que no se miraban, Nicolás supo que estarían enfadados el uno con el otro. Pura experiencia como marido, no como remisero.

-¿Necesitan transporte?
-¿Eh?-dijo él, medio atolondrado.-Si. Si... queremos ir a...
-¡El aeropuerto!-Cortó ella.
-El aeródromo, sin problemas, vengan conmigo.-Contestó Nicolás haciendo ademán de ir a ayudarles con el equipaje.
-Al aeropuerto no. Queremos ir al Perito Moreno.
-¿A la avenida o al glaciar?-Preguntó Nicolás sopesando las maletas. Ella le había dado los bártulos, él no. Ya había olvidado a la chica del anorak que, a sus espaldas seguía mirando fijamente a todo varón que salía del barco.

-¿Bueno, la avenida terminará en el glaciar, no?-Preguntó él turista sin tener en cuenta el malhumor de su compañera.
Nicolás se detuvo y miró al par de pipiolos que le seguían. Podía haberles engañado ocultando que el glaciar estaba a 500 kilómetros, que el viaje llevaba varios días, con transbordadores, puentes, peligrosas rutas de montaña y alojamientos en sitios poco confortables. Estaba seguro que él diría que sí, que sin problemas. Ella lo mandaría todo al cuerno, incluido a ese Cristo de los Gallegos aventurero. Odiaba que en estas circunstancias no estuviese cerca Stella. Ella sí sabría lo que contestar para convencer a uno y a otra. Pero él era menos habilidoso con los negocios.
-Verá señor. El Perito Moreno, el glaciar, está muy al norte, a varios días de trayecto. Yo no tengo ningún problema en llevarlos, pero tendríamos que hacer algunas gestiones antes para evitar problemas de alojamiento.
-¿Alojamiento?-Dijo ella empezando a entrar en cólera.
-Si lo desean puedo acercarles a un glaciar pequeñito, bueno, en comparación con el gran Perito Moreno, pero que queda cerca, apenas a un cuarto de hora.
-Y luego nos lleva al aeropuerto.
-Por supuesto señora. Pueden hacerse fotos allí, incluso tomar un refrigerio y con gusto los traería de vuelta en menos de una hora.
-¿Ves...?-dijo la chica empezando a caminar adelantándoles, como si supiera dónde estaba el Renault.-Sólo hay que pensar.
-¡Pero yo quiero ver el Perito Moreno!
Nicolás volvió a cargar la pesada maleta de ella. Él lo comprendía, los hombres necesitan ver el Perito Moreno, las mujeres no. Se acercó al joven para susurrarle.
-No sea testarudo, señor. Visto un glaciar, vistos todos. Si al final usted y yo haremos lo que ella quiera.
Se miraron y de pronto el turista pareció comprenderle perfectamente.
-Tiene razón. Y cómo se llama ese glaciar.
-Martial, se llama Martial, está muy cerca de un lago. Es un sitio relindo, les gustará, créanme.

-Esto del glaciar es lo último que te consiento. Vaya mes que me estás dando.
-Pero Encarni, ¿no te ha parecido espectacular?
-El chocho de tu madre tiene que ser espectacular para haberte parido a ti.

Nicolás tenía que reconocer que aquello era divertido. Daba igual que fuésemos del Norte o del Sur, del Este o del Oeste, una mujer enfadada siempre le divertía. Quizá por eso estaba todo el día molestando a Stella.
-Supongo que estarías más a gusto si te hubieses quedado con aquél tipo gordo.
-¿Qué tipo gordo? ¡Oye!¿No estarás insinuando...?
Tal y como se movía la chica en el espejo retrovisor, Nicolás podía asegurar que no hacía falta insinuar nada.
-No, nada. Pero estabas muy cerca de él.
-¡Porque no le entendía!-gritaba y gesticulaba como si la estuviesen acusando de haber matado a su abuela.-Era un tipo de estos cultos... un astrólog... no, lo otro.
-Astrónomo. Ya, y porqué desapareciste con él durante un buen rato. Te estuve buscando cuando aparecieron las ballenas.
-¡Que flipe tú!-dijo ella teatralizando-¡Ballenas...! ¿Pues sabes que te digo? ¡Que me importan una mierda tus bichos!
-Yo creí que...
-Tú eres memo... o como dicen por aquí... boluuuudo... ¿No se dice así, usted?
-Ejem... si. Depende.-Contestó Nicolás que no le quitaba ojo de encima a aquella hembra hispana que parecía comerse el mundo desde la parte de atrás de su Logan.
-Pero qué hiciste con él.
-¡No hice nada, gilipollas! ¿Qué quieres que haga con un cincuentón de 120 kilos? Un camarero me dijo que le distrajera un poco, que me daría dinero.
-¡¿Cómo que le distrajeras…?! ¿A qué te refieres?
-Mira pedazo de jipi, llevo distrayéndote a ti por dinero más de un mes, así que ahora no te hagas el sorprendido.
-Espera… espera… ¿Qué tú estás conmigo por dinero?
-¡Claaaro capullo! Cuando me dijiste que íbamos a ir a Ushuaia pensé que nos íbamos de fiestuki a Ibiza… y cuando me desperté estábamos cruzando el Atlántico.
-¿De fiestuki? ¡Dios… yo creí que tu..!
-Y yo que tú. Así que estamos en paz. Vamos a ese puto glaciar de los cojones, te haces una foto y para casita.

El automóvil dejaba las últimas calles del norte de la ciudad. Una enorme bandera argentina colgaba de un balcón con la foto del papa y una leyenda que decía: “La otra mano de Dios”.
Nicolás ya no miraba tan abiertamente a través del retrovisor. No era la primera vez que veía a una pareja discutir por estar en Ushuaia. La ciudad no era precisamente la quinta avenida: era un sitio pequeñito, bonito en las fotos, pero en cierto modo aburrido, frío y lluvioso en verano y muy frío y nevado en invierno.
El clima no sólo modificaba la forma de los tejados de las casas dándole un aire alpino. También ejercía una poderosa influencia en sus habitantes. Gente callada, muy trabajadora, amiga de sus amigos pero no demasiado abierta. Cuando Stella y él llegaron desde la capital, su esposa estuvo casi una semana deprimida, sin querer salir. Ahora la cosa empezaba a mejorar, pero aún le reprochaba que la hubiese traído hasta este confín.
La pareja de detrás tenía además un hándicap añadido: él era un aficionado a la naturaleza y ella a las fiestas y las discotecas… Una conjunción que sólo puede triunfar en el Caribe, pensó con cierta mala uva.

-Ahora empezaremos a subir a la montaña. La ruta es un poco retorcida, así que les aconsejo que mantenga la vista adelante, para evitar mareos.
Nadie le contestó. Siguieron mirando por su ventanilla.
-¿Y por qué no dijiste nada?
-¿En medio del mar? ¡Bah! Preferí esperar a ver qué pasaba.
-Y no te ha gustado.
-Estoy deseando pillar un avión y largarme a Valencia, a ponerme toda loca y pasarme cuatro pueblos. A tomar pastis, desfasar, montarme en un coche tuneado con un pavo lleno de pircins, tatus y cadenas de oro. Fíjate tu lo lejos que está eso de esto.

La carretera empezaba a elevarse adentrándose en un bosque de grandes y bellos notros en flor. De nuevo volvieron a callar.
Al pasar junto a l hotel La Nación, Nicolás dio tres toques de claxon, como hacía siempre. Stella los escuchó desde la cocina, mientras preparaba la comida de sus desiguales huéspedes que llevaban todo el día encerrados en su cuarto.
No estaba tranquila, sola, en medio de la ladera, con aquél tipo tan grande y siniestro y aquella mujer minúscula de mirada torva. Al oír pasar a su marido estuvo a punto de salir corriendo a la verja para gritar “¡Volvé... volvé... No quiero estar sola con ellos!”, pero además de ridículo, le había parecido inútil, ya que cuando saliera estarían bien lejos, montaña arriba.
Abrió el cajón y volvió a colocar el cuchillo grande lo más próximo que pudo a la abertura. Quería tenerlo a mano, por si acaso.


-¿Y por qué no te has quedado con el gordo? A lo mejor es más cani que yo.
-Porque el tipo que me dijo eso y el astrólogoloquesea desaparecieron. Ni rastro.
-Eres idiota.
-Y tu estúpido. “Más cani que tú…” ¡No te jode!
Encarni empezó a sonreír, imaginando algo.
-Igual se fue a nadar con tus ballenas... era más o menos igual.
Los tres guardaron silencio. Un segundo. De pronto él empezó a reírse. Ella le acompañó al momento.
-Qué idiota eres, Encarni.
-Desde luego. Para una vez que me sale un negocio.- Reían. Como si no lo pudieran evitar.
-Era gordo el tío... ja, ja...
-¿Y a qué no sabes cómo se llamaba?
A ambos les costaba trabajo hablar. Reían y reían. Nicolás había visto eso antes. Estaban fumados, no había duda.
-Alberto... le pegaba llamarse Alberto.
-Abeto. Por lo grande.
Vuelta a reírse. Poco a poco se fueron callando.

-Bueno... ¿pero cómo se llamaba el tipo?
-Sancho... como el del Quijote.
-Pero mucho más alto, era mucho más alto.
-¡Donde va a parar!
Y empezaron otra vez a reír.
Nicolás vio desde la carretera el hotel que se perdía abajo, entre los árboles. En unas pocas semanas aquella ruta se volvería impracticable durante semanas y quedarían aislados. Stella odiaba eso, pero a él le gustaba. No tendría que trabajar.

A muchas millas al sur, en medio del Pasaje de Drake, rodeados por una espesa niebla, un pequeño barco de pesca esperaba con los motores apagados. El mar empezó a bullir en un punto, a menos de doscientos metros.
En la borda de la embarcación, un par de marineros envueltos en gruesos abrigos observaban las burbujas atentamente. En mitad de ellas surgió un mástil estrecho y puntiagudo que fue haciéndose cada vez más y más grande. Por fin apareción una estructura mayor que el propio barco que se elevó sobre sus cabezas hasta superar los tres pisos de alto y finalmente, el mar se abrió para mostrar la figura imponente de un enorme submarino.
En la torreta central unas letras cirílicas y la bandera de Rusia. En la cubierta se abrió una escotilla chorreante. Un sucio joven, vestido como un modelo de Jean Paul Gautier, salió de su interior dirigiéndose a gritos a los dos del barco.

- Protyani tshchatel’no!
 

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