La llegada del crucero
antártico siempre representaba un revulsivo para la tranquila y apacible
Ushuaia, en la Isla Grande de Tierra del Fuego. No eran pocos los navíos de
pasajeros que se aventuraban a llevar su lujosa carga tan al sur. Porque la
gente cada vez quería algo más, y qué más que ir hasta el Fin del Mundo, o al
menos hasta sus puertas.
Algunos, mejor informados o
más atrevidos, gustaban de tomar un crucero desde allí hasta la Antártida.
Bueno, no era un auténtico crucero al culo helado del planeta, sólo a sus
estribaciones. Pero ya era suficiente, porque aún en verano, el clima allí era
muy puñetero, o extremo, como gustaban de decir los guías, sabiendo que la
palabra misma excitaba la adrenalina de los turistas de aventura.
Cuando llegaba un crucero la
ciudad bullía, se llenaba de extranjeros dispuestos a comprar los más extraños
recuerdos a sabiendas incluso de que representaban sólo cachivaches inútiles,
adornos falsos o ridículas estatuillas: pingüinos, los más, muñecos “indios”,
vestidos típicos que nadie en su sano juicio osaría vestir en su casa y por
supuesto la omnipresente calabaza para mate, con el típico “Feliz día, Amigo” o
con la rotulación que el turista entusiasmado quisiese pedir.
Todo Ushuaia rotaba en torno a
Puerto Ushuaia, el aeródromo, los lagos y, naturalmente, la cercana Antártida.
Y cuando arribaban turistas,
la zona portuaria se llenaba de taxistas y remiseros. Los primeros llegaban
antes de que el barco terminara la maniobra de atraque para tomar posiciones y
llevarse a los más desesperados. Normalmente éstos tenían como destino el
aeródromo, muy cercano. Eran víctimas propiciatorias a un pago exagerado, porque
cuando uno está en el fin del mundo poco importa el dinero.
Los taxistas más tempranos
podían así volver para transportar una segunda tanda, los más tardíos, los que
probablemente se quedarían un día o dos en la ciudad, querrían ir al Parque
Natural o los lagos y seguramente preguntarían por algún hotel. Un negocio
redondo.
Los intermedios, los que
solicitaban transporte entre ambos viajes, solían querer ir a la ciudad, justo
enfrente del puerto. Un negocio ridículo.
El caso de los remiseros era
digno de un estudio antropológico. Como buitres esperaban a que saliera la
primera tanda, y aún la segunda, para ofrecer sus servicios a los más tempranos
de los tardíos. Algo complejo, muy argentino.
Nicolás era uno de ellos. Su
tranquilidad innata, su “pelotudez”, como diría Stella, le hacía tomarse todo
aquél juego de turnos con tanta parsimonia que casi siempre acertaba a medias.
Algunas veces se cargaba con un matrimonio que sólo quería ir a tomar mate al
primer local de enfrente y otras le salía un viaje hasta el Lago Escondido, a
más de una hora de camino, una hora de espera y otra de vuelta. Una fortuna. Y
más si a la vuelta lograba engatusarles y terminar hospedándolos en La Nación.
Puerto Ushuaia ocupaba casi
toda la longitud de la ciudad. Al estar dentro del Canal de Beagle
prácticamente no necesitaba pantalanes ni rompeolas aunque, en su contra,
gozaba de uno de los mayores índices de choque entre navíos de los puertos del
Cono Sur. Hoy, el Norwegian Sun se acercaba de costado sin haber sufrido ningún
incidente, haciendo su capitán un alarde de manejo de un buque que entre
tripulación y pasaje superaba las dos mil quinientas almas como si estuviera
encajando una ficha de dominó. La maniobra era observada por estibadores,
prácticos, guías turísticos, comerciantes, transportistas de provisiones,
taxistas y público en general desde una prudente distancia porque un error de
cálculo podía hacer que aquél monstruo de ochenta mil toneladas y un cuarto de
kilómetro de largo se llevase por delante el muelle y sus aledaños.
Los remiseros charlaban
tranquilamente entre sí, sin preocuparse aún por mover sus vehículos. Nicolás
fumaba un cigarrillo apoyado en el capó de su Renault Logan ausente de las
trifulcas de sus “compañeros”. Reparó en una figura menuda que se aproximaba al
muelle bajando desde la Avenida de Maipu. Le llamó la atención su grueso anorak
rojo. Parecía la chica que había reservado una habitación para dos noches hacía
apenas unas horas. Tiró el pitillo a medio fumar y empezó a caminar.
-¡Che!-gritó alguien a sus
espaldas-¡Nicolás! ¿Dónde vás?
-Vuelvo enseguida. Voy a
saludar a una amiga.-dijo sin volver la cara.
-¡Nicolás... que te pierdes!
Unas risotadas sonaron detrás
de él.
-¡Nicolás... recordá a Stella!
Otra vez risas, pero más
lejanas. La chica del anorak había rebasado ya la altura del remisero y
caminaba sin reparar en él hacia el muelle donde la maniobra de atraque se
estaba culminando con el lanzamiento de cabos desde la borda y el trabajo duro
y preciso de los prácticos.
Nicolás intentaba alcanzarla.
No sabía muy bien por qué. Qué le diría... “Hola... ¿os acordás de mí?”. Al fin
y al cabo, los chicos tenían razón, debía recordar a Stella. Pero Nicolás tenía
sus propios asuntos en los que su amadísima esposa no encajaba.
Porque ella no quería,
evidentemente.
La chica se acercó a la
pasarela que ya empezaba a descender sobre tierra firme. Los pasajeros se
agolpaban en la borda esperando la señal de desembarco. Los prácticos
afianzaron los extremos a un par de pernos que acababan de fijar en el suelo e
hicieron un gesto para avisar a los de arriba. Los pasajeros empezaron a
desembarcar con cierto entusiasmo. La chica del Anorak sujetaba un cartel a la
altura del pecho. Nicolás se movió discretamente para ver qué ponía en él.
“Doctor Bermúdez”.
Naturalmente. La chica esperaba al gallego para el que había alquilado la
habitación. Pero además, estaba claro que no se conocían. Nicolás cuando quería
era muy sagaz.
Los taxistas iban dando cuenta
de la carnaza como hormigas de un sandwich. El propio Nicolás estuvo a punto de
ofrecer sus servicios aunque supo contenerse para evitar un conflicto de
consecuencias imprevisibles.
Salió la primera partida de
viajeros, la segunda, y los remiseros hicieron su aparición. Uno a uno iban
sacando viajeros mientras él comprobaba cómo el rostro de la chica del anorak
rojo se iba volviendo sombrío. Uno de los vehículos se detuvo a su altura.
-¿Pero qué hacés ahí?... ¡qué
se hace tarde!
-Manejá, manejá...-dijo
gesticulando como un guardia de tráfico.
El conductor se encogió de
hombros y siguió su camino. Nicolás seguía mirando la cara de la del anorak.
Estaba claro que su viajero no había llegado y que la reserva se tendría que
cancelar dada la poca gente que quedaba a bordo. Se decidió a acercarse.
-Hola. ¿Me recuerda?
La chica se movió
instintivamente hacia atrás hasta que lo reconoció. Luego volvió a relajarse.
-Es del hotel La Nación. ¿No
es cierto?
-Si. ¿Algún problema?
Un momento de silencio.
-No, en absoluto. Seguramente
el doctor Bermúdez estará empacando sus cosas para bajar.
-Si necesitan transporte, puede
contar conmigo.
-Gracias.-Contestó ella sin dejar
de mirar a la pasarela.
Se hizo el silencio mientras
los pasajeros más pertrechados, los que probablemente subirían al monte y los
lagos, empezaban a descender. Nicolás miró a la chica y tomó una decisión:
tenía que trabajar y olvidarse de otras cosas así que se acercó decidido al
final de la pasarela a atacar al
primer turista que se le pusiera a tiro.
Una pareja joven pisaba en ese
momento el empedrado del muelle. Él era alto, delgado, con barba negra y
rizada, como de Jesucristo. Ella era más recortada, envuelta en un abrigo de
lana hecho a mano. Ambos parecían haber viajado en la chimenea, porque tenían
los ojos rojos y llorosos. Por la forma en que no se miraban, Nicolás supo que estarían enfadados el uno con el
otro. Pura experiencia como marido, no como remisero.
-¿Necesitan transporte?
-¿Eh?-dijo él, medio
atolondrado.-Si. Si... queremos ir a...
-¡El aeropuerto!-Cortó ella.
-El aeródromo, sin problemas,
vengan conmigo.-Contestó Nicolás haciendo ademán de ir a ayudarles con el
equipaje.
-Al aeropuerto no. Queremos ir
al Perito Moreno.
-¿A la avenida o al
glaciar?-Preguntó Nicolás sopesando las maletas. Ella le había dado los
bártulos, él no. Ya había olvidado a la chica del anorak que, a sus espaldas
seguía mirando fijamente a todo varón que salía del barco.
-¿Bueno, la avenida terminará
en el glaciar, no?-Preguntó él turista sin tener en cuenta el malhumor de su
compañera.
Nicolás se detuvo y miró al
par de pipiolos que le seguían. Podía haberles engañado ocultando que el
glaciar estaba a 500 kilómetros, que el viaje llevaba varios días, con
transbordadores, puentes, peligrosas rutas de montaña y alojamientos en sitios
poco confortables. Estaba seguro que él diría que sí, que sin problemas. Ella
lo mandaría todo al cuerno, incluido a ese Cristo
de los Gallegos aventurero. Odiaba que en estas circunstancias no estuviese
cerca Stella. Ella sí sabría lo que contestar para convencer a uno y a otra. Pero
él era menos habilidoso con los negocios.
-Verá señor. El Perito Moreno,
el glaciar, está muy al norte, a varios días de trayecto. Yo no tengo ningún
problema en llevarlos, pero tendríamos que hacer algunas gestiones antes para
evitar problemas de alojamiento.
-¿Alojamiento?-Dijo ella
empezando a entrar en cólera.
-Si lo desean puedo acercarles
a un glaciar pequeñito, bueno, en comparación con el gran Perito Moreno, pero
que queda cerca, apenas a un cuarto de hora.
-Y luego nos lleva al aeropuerto.
-Por supuesto señora. Pueden
hacerse fotos allí, incluso tomar un refrigerio y con gusto los traería de
vuelta en menos de una hora.
-¿Ves...?-dijo la chica
empezando a caminar adelantándoles, como si supiera dónde estaba el
Renault.-Sólo hay que pensar.
-¡Pero yo quiero ver el Perito
Moreno!
Nicolás volvió a cargar la
pesada maleta de ella. Él lo comprendía, los hombres necesitan ver el Perito
Moreno, las mujeres no. Se acercó al joven para susurrarle.
-No sea testarudo, señor.
Visto un glaciar, vistos todos. Si al final usted y yo haremos lo que ella
quiera.
Se miraron y de pronto el turista
pareció comprenderle perfectamente.
-Tiene razón. Y cómo se llama
ese glaciar.
-Martial, se llama Martial,
está muy cerca de un lago. Es un sitio relindo, les gustará, créanme.
-Esto del glaciar es lo último
que te consiento. Vaya mes que me estás dando.
-Pero Encarni, ¿no te ha
parecido espectacular?
-El chocho de tu madre tiene
que ser espectacular para haberte parido a ti.
Nicolás tenía que reconocer
que aquello era divertido. Daba igual que fuésemos del Norte o del Sur, del
Este o del Oeste, una mujer enfadada siempre le divertía. Quizá por eso estaba
todo el día molestando a Stella.
-Supongo que estarías más a gusto
si te hubieses quedado con aquél tipo gordo.
-¿Qué tipo gordo? ¡Oye!¿No
estarás insinuando...?
Tal y como se movía la chica
en el espejo retrovisor, Nicolás podía asegurar que no hacía falta insinuar
nada.
-No, nada. Pero estabas muy
cerca de él.
-¡Porque no le
entendía!-gritaba y gesticulaba como si la estuviesen acusando de haber matado
a su abuela.-Era un tipo de estos cultos... un astrólog... no, lo otro.
-Astrónomo. Ya, y porqué
desapareciste con él durante un buen rato. Te estuve buscando cuando
aparecieron las ballenas.
-¡Que flipe tú!-dijo ella
teatralizando-¡Ballenas...! ¿Pues sabes que te digo? ¡Que me importan una
mierda tus bichos!
-Yo creí que...
-Tú eres memo... o como dicen
por aquí... boluuuudo... ¿No se dice así, usted?
-Ejem... si. Depende.-Contestó
Nicolás que no le quitaba ojo de encima a aquella hembra hispana que parecía
comerse el mundo desde la parte de atrás de su Logan.
-Pero qué hiciste con él.
-¡No hice nada, gilipollas!
¿Qué quieres que haga con un cincuentón de 120 kilos? Un camarero me dijo que
le distrajera un poco, que me daría dinero.
-¡¿Cómo que le distrajeras…?!
¿A qué te refieres?
-Mira pedazo de jipi, llevo
distrayéndote a ti por dinero más de un mes, así que ahora no te hagas el
sorprendido.
-Espera… espera… ¿Qué tú estás
conmigo por dinero?
-¡Claaaro capullo! Cuando me
dijiste que íbamos a ir a Ushuaia pensé que nos íbamos de fiestuki a Ibiza… y
cuando me desperté estábamos cruzando el Atlántico.
-¿De fiestuki? ¡Dios… yo creí
que tu..!
-Y yo que tú. Así que estamos
en paz. Vamos a ese puto glaciar de los cojones, te haces una foto y para
casita.
El automóvil dejaba las
últimas calles del norte de la ciudad. Una enorme bandera argentina colgaba de
un balcón con la foto del papa y una leyenda que decía: “La otra mano de Dios”.
Nicolás ya no miraba tan
abiertamente a través del retrovisor. No era la primera vez que veía a una
pareja discutir por estar en Ushuaia. La ciudad no era precisamente la quinta
avenida: era un sitio pequeñito, bonito en las fotos, pero en cierto modo
aburrido, frío y lluvioso en verano y muy frío y nevado en invierno.
El clima no sólo modificaba la
forma de los tejados de las casas dándole un aire alpino. También ejercía una
poderosa influencia en sus habitantes. Gente callada, muy trabajadora, amiga de
sus amigos pero no demasiado abierta. Cuando Stella y él llegaron desde la
capital, su esposa estuvo casi una semana deprimida, sin querer salir. Ahora la
cosa empezaba a mejorar, pero aún le reprochaba que la hubiese traído hasta
este confín.
La pareja de detrás tenía
además un hándicap añadido: él era un aficionado a la naturaleza y ella a las
fiestas y las discotecas… Una conjunción que sólo puede triunfar en el Caribe,
pensó con cierta mala uva.
-Ahora empezaremos a subir a
la montaña. La ruta es un poco retorcida, así que les aconsejo que mantenga la
vista adelante, para evitar mareos.
Nadie le contestó. Siguieron
mirando por su ventanilla.
-¿Y por qué no dijiste nada?
-¿En medio del mar? ¡Bah! Preferí
esperar a ver qué pasaba.
-Y no te ha gustado.
-Estoy deseando pillar un avión
y largarme a Valencia, a ponerme toda loca y pasarme cuatro pueblos. A tomar pastis, desfasar, montarme en un coche
tuneado con un pavo lleno de pircins,
tatus y cadenas de oro. Fíjate tu lo
lejos que está eso de esto.
La carretera empezaba a
elevarse adentrándose en un bosque de grandes y bellos notros en flor. De nuevo
volvieron a callar.
Al pasar junto a l hotel La
Nación, Nicolás dio tres toques de claxon, como hacía siempre. Stella los escuchó
desde la cocina, mientras preparaba la comida de sus desiguales huéspedes que
llevaban todo el día encerrados en su cuarto.
No estaba tranquila, sola, en
medio de la ladera, con aquél tipo tan grande y siniestro y aquella mujer
minúscula de mirada torva. Al oír pasar a su marido estuvo a punto de salir
corriendo a la verja para gritar “¡Volvé... volvé... No quiero estar sola con
ellos!”, pero además de ridículo, le había parecido inútil, ya que cuando
saliera estarían bien lejos, montaña arriba.
Abrió el cajón y volvió a
colocar el cuchillo grande lo más próximo que pudo a la abertura. Quería
tenerlo a mano, por si acaso.
-¿Y por qué no te has quedado
con el gordo? A lo mejor es más cani
que yo.
-Porque el tipo que me dijo
eso y el astrólogoloquesea
desaparecieron. Ni rastro.
-Eres idiota.
-Y tu estúpido. “Más cani que
tú…” ¡No te jode!
Encarni empezó a sonreír,
imaginando algo.
-Igual se fue a nadar con tus
ballenas... era más o menos igual.
Los tres guardaron silencio.
Un segundo. De pronto él empezó a reírse. Ella le acompañó al momento.
-Qué idiota eres, Encarni.
-Desde luego. Para una vez que
me sale un negocio.- Reían. Como si no lo pudieran evitar.
-Era gordo el tío... ja, ja...
-¿Y a qué no sabes cómo se
llamaba?
A ambos les costaba trabajo
hablar. Reían y reían. Nicolás había visto eso antes. Estaban fumados, no había
duda.
-Alberto... le pegaba llamarse
Alberto.
-Abeto. Por lo grande.
Vuelta a reírse. Poco a poco
se fueron callando.
-Bueno... ¿pero cómo se
llamaba el tipo?
-Sancho... como el del Quijote.
-Pero mucho más alto, era
mucho más alto.
-¡Donde va a parar!
Y empezaron otra vez a reír.
Nicolás vio desde la carretera
el hotel que se perdía abajo, entre los árboles. En unas pocas semanas aquella
ruta se volvería impracticable durante semanas y quedarían aislados. Stella
odiaba eso, pero a él le gustaba. No tendría que trabajar.
A muchas millas al sur, en
medio del Pasaje de Drake, rodeados por una espesa niebla, un pequeño barco de
pesca esperaba con los motores apagados. El mar empezó a bullir en un punto, a
menos de doscientos metros.
En la borda de la embarcación,
un par de marineros envueltos en gruesos abrigos observaban las burbujas
atentamente. En mitad de ellas surgió un mástil estrecho y puntiagudo que fue haciéndose
cada vez más y más grande. Por fin apareción una estructura mayor que el propio
barco que se elevó sobre sus cabezas hasta superar los tres pisos de alto y
finalmente, el mar se abrió para mostrar la figura imponente de un enorme
submarino.
En la torreta central unas
letras cirílicas y la bandera de Rusia. En la cubierta se abrió una escotilla
chorreante. Un sucio joven, vestido como un modelo de Jean Paul Gautier, salió
de su interior dirigiéndose a gritos a los dos del barco.
- Protyani tshchatel’no!
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