Manuela, cubierta por una bata de rizo, miraba el eterno
atardecer de Ushuaia. El sol se aproximaba al suroeste, allá donde cruzaba el Círculo
Polar Antártico por encima del océano Pacífico. La luz anaranjada se filtraba
bajo las capas de nubes que habían estado lloviznando todo el día sobre el
hotel La Nación. En la cama, el cuerpo del teniente Schwarzschild aparecía
caído y laxo, cubierto apenas por un jirón de colcha.
La pérfida enana lo miró de reojo. En realidad le gustaba
que el pobre teniente se viera obligado a complacerla, pero no le pasaba
inadvertida cierta expresión de asco en su semblante. Hacía el amor con ella
por obligación. Eso le gustaba, era como tener el poder de doblegar su voluntad.
Sabía que su superioridad intelectual le permitía manejarlo a su antojo,
engañándole sobre la desaparecida Morgendämmerung. Porque ella sí tenía localizado a
algunos de sus miembros, el núcleo de la organización, aquellos cuyo nombre
nunca se pronunciaba. Y sabía que se estaban agrupando.
Cuando vió que Toojo Hideiki había fallecido pensó que era su momento,
justo en el amanecer de un nuevo tiempo. Luego llegó ese inexplicable fracaso
que, de no haber ella huido con aquél enorme rubio que roncaba a pierna suelta,
hubiera supuesto su propia destrucción.
Pero no, no era ella la que debía contactar con el núcleo oculto de
Morgendämmerung, sino ellos los que necesitaban nuevos peones sacrificables,
gente para poner en el disparadero y ejecutar sus ordenes tácticas sobre el
terreno.
Pero Manuela era impaciente y el tiempo de obedecer había acabado. Ahora
quería formar parte de esa élite y no pararía hasta llegar a ella. Y ellos
estaban muy cerca de allí. Escondidos como en 1.945, en las antípodas de la
Gran Alemania, destrozada por la implacable maquinaria judeo-capitalista. Si
alguien pensaba que iba a esperar dos generaciones enteras para contraatacar
estaba equivocado, ahora Manuela buscaba la cabeza de la serpiente, esta vez
debían acabar con los titubeos y las decisiones timoratas. Y Schwarzschild
tenía un papel que jugar en sus planes, a parte de darle algún momento de
regocijo que ella, personalmente, nunca había echado de menos.
¡Toc.. toc...!-Sonó la puerta. Manuela se guareció en los pliegues de la
bata inconscientemente, como si alguien pudiese verla.
-¿Si?
-La comida está preparada, cuando los señores deseen.
-¿Puede traérnosla aquí? Estamos muy cansados.
Stella permanecía en la puerta a cierta distancia, el gran cuchillo
agarrado con la mano derecha, a su espalda.
-De acuerdo. Esperen a que llame de nuevo, les dejaré un carrito aquí mismo
con todo lo necesario. ¿Desean alguna cosa para beber en particular?
-No. Agua, sólo agua.
-De acuerdo, vuelvo enseguida.
Llevaban todo el día encerrados y aún pretendían
continuar así. A Stella no le parecía mal. Por ella, les abriría una trampilla
bajo la puerta y les daría de comer como a un par de peligrosos especímenes.
Mientras regresaba a la cocina volvió a repasar todos los
elementos de su animadversión hacia esos extraños huéspedes, intentando acotar
qué había de cierto y qué de intuitivo.
Aunque Stella había estudiado periodismo, apenas tuvo
tiempo de ejercerlo antes de que los hilos de los Kirchner empezaran a
amordazar a los medios. Sólo los compañeros más aguerridos, valientes o famosos
podían evitar la presión. Algunos periódicos como Clarín, alguna emisora de
radio… El resto estaba condenado a la obediencia o al ostracismo.
No era ella una mujer aguerrida ni valiente ni famosa, pero tampoco era obediente, de eso
podía dar fe Nicolás.
Así que en contra de su profesión, y a pesar de las
innumerables invitaciones de sus amigos a participar en blogs y webs de
noticias medio clandestinos, ella prefirió dedicarse a la hostelería,
aprovechando su mano con la cocina.
Empezó a llevar algunos dulces a una de las trattorias de
la calle Posadas y, como le quedaba lejos, tenía que caminar kilómetros, tomar
algún colectivo e incluso viajar un tramo en metro. Los dulces de Stella
gustaron y tuvo que hacer más y más, lo que la hacía cargar por todo Buenos
Aires con enormes cajas de cartón mal sujetas en un carrito robado del supermercado
Día, al que su eslogan “Si pagás más, es porque querés” había terminado de
convencer.
No obstante, además del esfuerzo de empujar un artilugio
diseñado para un piso interior por el acerado de Buenos Aires, pasaba auténtica
vergüenza de que la pudiese reconocer alguien por el camino como una homeless
del periodismo.
Y así fue como conoció a Nicolás, un taxista ilegal,
barato, divertido, charlatán como buen porteño y, sobre todo, atento y educado
con ella.
Lo que le gustó de Nicolás fue su Karma. Porque Stella se
trabajaba el asunto de las auras, las yerbas, las vibraciones y demás impulsos
místicos en un totum-revolutum con el sicoanálisis de kiosko y el fenshui de
madrugada radiofónica. Y esa sensibilidad espiritual de Stella era la que le
decía que aquél par de ejemplares que se alojaban en La Nación no era buena
cosa.
Y era tan fuerte el sentimiento que no podía dejar de
tener a mano un cuchillo bien grande para hacer con él el máximo daño posible
antes de cualquiera la quitara de en medio.
Si supiese los planes que la pequeña gallega y el gigante
teutón tenían para el matrimonio González-Acosta se hubiese armado de una
sierra mecánica.
Pero, aunque ella no lo sabía, su momento no había
llegado aún. Debía nevar, debían quedar aislados y, entonces…
Las truchas rellenas descansaban ya sobre sendos platos
en la bandeja del carro gastronómico de acero, junto con un jarro de agua, dos
vasos, cubiertos y un buen montón de servilletas de papel. Se colocó el
cuchillo justo detrás, con la punta hacia arriba y el mango sujeto con el
cinturón del pantalón y empezó a empujar la comida hacia la casa donde se
alojaban Hansel y Gretel.
Tras pasar no pocas dificultades en el camino empedrado
que separaba el edificio principal de la única habitación ocupada, aparcó el
carro justo en la puerta y llamó cuatro veces con fuerza.
-Ahora salgo, puede marcharse.
Stella caminó de espaldas el tiempo suficiente para salir
y doblar el recodo de la casa sin que su arma secreta quedara a la vista de
nadie. Luego, se dio la vuelta, corrió hasta la cocina y cerró con llave la
puerta respirando tranquila.
-¿Se puede saber qué hacés?
Casi se cae de
espaldas. El corazón le latía a mil y las manos empezaron a sudarle.
-¡Pero estás tonto…! ¡Casi me matás del susto!
-¿Pero que tenés… qué te pasá?-Nicolás se acercó para
abrazarla.
-¡Ay gordo…! Que esos dos yuyos no me gustan nada…
-Pues te traigo otros dos… también gallegos.
Stella se apretó el pecho, intentando recuperar el aliento.
-¿Dónde los encontraste?
- Vinieron en el
antártico. También son uno alto y una bajita, aunque no tan alto ni tan
bajita.
-¡Ay señor…! ¿También raritos?
-Sí, pero descuidá, son raritos “normales”, como vos y yo.
-Nicolás, me estás liando…
-Él es un ecologista… de estos que defienden la
naturaleza.-Stella sonrió. Para ella una persona que vive en armonía con su
entorno no podía ser una mala persona.
-¿Y ella?
-Ella es todo lo contrario. Es mencha, vulgar, mal hablada… Parece que llegó aquí por
equivocación.
-¡Bueno…! ¿Y cuánto se van a quedar?
-Hasta que haya vuelo libre para Buenos Aires o Santiago…
creo que hasta pasado mañana por lo menos.
-Está bien. Alojáles aquí, que estén cerquita… cuantos
más seamos mejor…
-Querrán comer.
-Quedan dos truchas, ya inventaré algo para nosotros.
¡Dios…! Todavía estoy con el miedo en el cuerpo.
-Está tranquila… llegó tu hombre y ya no tenés nada que
temer.
Stella lo miró y lo abrazó buscando el confortable calor
de su cuerpo. Él le devolvió el cariño pero pegó se alejó de golpe dando un
grito.
-¡Pero… qué llevás ahí!
-¡Oh… perdón!-Stela se llevó la mano a la espalda y la
volvió a mostrar con el enorme cuchillo.
-Dios de mi vida… sí que estás mal.
-Ya te digo…
A miles de kilómetros de distancia, Gallardo daba vueltas
a aquella supuesta maravilla cambiándola de posición y sujetándola con distinta
combinación de dedos como si fuese un hábil malabarista.
-Hay algo que no me cuadra.
Todos le miraron apáticos. Llevaban más de cuatro horas
esperando a que Pepo tardara “un minuto”. Estaba claro que era un minuto muy
largo, aunque seguro que el tecnólogo tenía una explicación relativista para
todo aquello.
-Y a mi-Dijo La Peligro mirando por el hueco que dejaba
el visillo apartado por su manaza.
-No te emperres, mujer.-dijo el Notario leyendo como un
poseso en una tableta.-Te dije que te contuvieras.
-No me refiero a eso.-Contestó el comisario sin dejar de
dar vueltas al objeto.-Al menos no sólo a eso.
La travelo se separó de la ventana.
-Pues yo sí. Sí me refiero a eso.
-Tienes que tener paciencia, mujer.-De la Fuente se
acercó a ella para consolarla.- Esta vez no ha sido como la otra. Hemos ido
adquiriendo los poderes poco a poco, casi con cuentagotas. Tetsu y tú seréis
los próximos, no te quepa la menor duda.
-Cgeo que el señog comisagio intenta designos algo.-Dijo
un hipermusculado Jean Baptiste tumbado en el sofá.
Como si las palabras del francés hubiesen sido la
autorización que su mente necesitaba para hilar la idea completa, Gallardo se
dirigió a la pizarra y, soltando lo que llevaba en las manos, tomó un rotulador
y empezó a dibujar cajas, círculos y flechas. Unos segundos más tarde se giró y
les miró a todos.
-¿Qué utilidad puede tener destruir el mundo?
Los demás se volvieron hacia la pizarra y guardaron un
prudente silencio.
-No es una pregunta retórica.
-¿Eso qué es?-Le susurró La Peligro a De la Fuente.
-Una pregunta que no hace falta contestar.-Le respondió
también susurrando.
Tetsu se puso de pie y se acercó a la pizarra.
-Apoderarse de él.
-¿Y para qué quiere nadie un mundo destruido?
-Digamos que, la mejor forma de hacerse con un bien es
“limpiarlo” antes, dejarlo nuevo.-De la Fuente también avanzó hacia ellos.
-O…-Jotabé se levantó con pereza del sofá.-Quizá la mejog
fogma de apodegagse del mundo sea que no le queden fuegzas para oponegse, es
decig, que esté vensido.
-Yo creo que es que hay gente muy mala que lo que le
gusta es hacer daño.-Saltó La Peligro intentando estar a la altura del debate.-Mira
Hitler. Qué yo sepa, ese lo que era es un grandísimo hijo de puta.
Gallardo se quedó mirando al Notario, el único que no
había hablado aún. El silencio le obligó a levantar la cabeza de la tableta y
desconectar de la red un segundo.
-Desde un punto de vista unipersonal, la fantasía de
poder puede llegar a ser autodestructiva, por lo que es posible pensar en un
comportamiento aniquilador contraproducente, como es el caso de los asesinos en
serie, las sectas religiosas o los científicos locos de las novelas. –La
Peligro miraba al Notario como si estuviese hablando en sueco.
-Pero ese afán de dominar el mundo es más una metáfora
romántica, y patética, de los límites del poder humano, no una estrategia
viable.
-¿Quieres decir que Morgendämmerung era una especie de secta?-Preguntó
De la Fuente.
-No. En absoluto.-El Notario dejó con nostalgia la tableta sobre la mesa
del comedor de la Fundación y se puso de pié. El grupo: Testsu, Gallardo, La
Peligro y De la Fuente le observaban desde cerca de la pizarra. Jotabé estaba
justo a su lado.
-Amanecer, que es lo que significa esa palabreja alemana, tenía planes para
la destrucción del mundo mediante el enfrentamiento de sus grandes potencias.
Unos planes meticulosos, cuidados, tecnológicamente brillantes y que, si no
hubiese sido por nuestra intervención, habrían triunfado y hoy, los que
hubiesen sobrevivido, lo harían entre escombros, enfermedades, hambre y caos.
-Efectivamente.-Cortó
el comisario.-Tanto alarde tecnológico y tanta organización para acabar con la
infraetructura que les permitía su propia existencia.
-Como la
padagoga de SkyNet.-Dijo Jotabé.
-¿Escai qué?
-SkyNet. El
ogdenadog malvado que pgovoca la destgucsión del mundo en Tegminatog.
Gallardo y De
la Fuente se quedaron descolocados con la comparación del francés. Tetsu captó
al joven.
-Jean Baptiste
tiene razón. En Terminator, el ordenador, que no está realmente en un sitio
concreto sino distribuido por todo el planeta....
-...Como
pudimos veg en la tegsega entgega...
-...Destruye la
Tierra con la escusa de acabar con la Humanidad. Los guionistas obvian que sin
la infraestructura de telecomunicaciones, SkyNet dejaría de existir en el
primer segundo del Armagedón.
-¡Joé niño... qué doló de cabesa!-Dijo La Peligro
sentándose en la primera silla que encontró.
-Bueno.-Gallardo
carraspeó para intentar reconducir la conversación a terrenos menos ficticios.-Efectivamente,
si gracias a mi tecnología soy capaz de mover ejércitos, leales hasta la muerte,
una tecnología tan novedosa que parece magia, y lo que opto es por causar la
destrucción del mundo, ¿qué poder voy a tener una vez quede sin manos, ciego y
sordo?
-El rey de las
moscas.-Intervino el Notario.
-¿Y eso qué
es?
-Otga
película.-Le aclaró el francés.
-Coño... si
parece esto un cineclús.
-Vale...
vale... Ya lo capto.-De La Fuente se colocó en el centro del grupo.-Las reglas
del poder son las que son y ellos tenían suficientes medios para llegar a ese
poder jugando al juego establecido sin necesidar de destruir nada. ¿Por qué querrían
hacerlo?
De nuevo todos
permanecieron en silencio. De la Fuente concluyó:- Lo que me lleva a mi
anterior razonamiento: ¿no sería una de estas sectas apocalípticas?
-Discrepo.-Empezó
de nuevo el Notario.-La filosofía que impregnaba a Amanecer era una filosofía inspirada
en el nazismo: superioridad racial, progreso ordenado y alienante, tecnificación
de la vida, control de las personas... en cierto modo una filosofía
constructiva, no destructiva.
-Niño... ¿pero
los nazis no eran unos hijos de puta?
-Pgegúntale a
mi abuela... a veg qué te dise.
-Ellos no lo
percibían así.
-A pesar de
todo esa excusa filosofico-política, lo que perseguían es la destrucción del
mundo, no su dominio. Un mundo destruido muy lejos del orden supremo ansiado.
Hay algo que se me escapa.- Se volvió a mirar los garabatos que había dejado en
la pizarra.
Todos
guardaron un silencio profundo sólo roto por el murmullo de La Peligro.
-Lo que yo
decía, unos pedazos de hijos de puta.
Gallardo pareció
encontrar una clave. Se acercó a la mesita que había junto a la pizarra, tomó el objeto con el que había estado
jugando y lo mostró al grupo como si ellos lo estuviesen viendo por primera
vez.
-Aquí tenemos
el primer teléfono móvil cuántico de la Historia, gentileza de la facción
coreana de los ciberamigos de Pepo.
En apariencia
era un teléfono normal, observando la marca que brillaba en su parte superior.
Sólo un pequeño bulbo en la parte trasera, justo a su altura, parecía indicar
que se trataba de un objeto distinto.
-¿Cuánto
dinero y cuánto poder no habrían acumulado los directivos de Morgendämmerung
mediante el control de este sistema de comunicaciones?
-Y el dinero
es poder, y cuanto más poder, más dinero...-Canturreó la Peligro.
-¿Y porqué
iban a destruir el mundo si ya jugaban con una ventaja astronómica?
-Porque les
esperaba un premio mayor.
-¿Qué puede
haber más grande que el dominio de todo el mundo?
Gallardo
volvió a colocar el móvil cuántico sobre la mesita. Todos le seguían con la
mirada, esperando que sus reforzadas dotes de deducción tuviesen la respuesta.
-Eso... y no
otra cosa, es lo que tenemos que encontrar. Qué premio esperaban y sobre
todo... Quién les prometía ese
premio.
Un ruido a sus
espaldas les hizo volverse.
-Gallardo
tiene razón.-Dijo Antonia entrando acompañada de Pepo que portaba una caja de
cartón.
-Esa
tecnología, casi mágica, como bien dices, no proviene de aquí, de nuestro
mundo.
-Nuestros
poderes tampoco.-Aclaró el Notario.
-Tampoco.-Contestó
Antonia haciendo que esa palabra resonara en la habitación. Pepo dejó la caja
en la mesa grande y se unió al grupo que ahora esperaba una respuesta de
Antonia.
-¿No os llama
la atención?
De la Fuente
parecía ir entendiendo todo conforme se lo decían. Gallardo y Antonia iban un
paso por delante. Jotabé, Tetsu, La Peligro y el Notario estaban bastante
rezagados.
-Somos,
Morgëndammerung y nosotros, la infantería de una guerra que no es nuestra guerra.
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