04-06: Vostok


La habitación, pobremente iluminada, no mediría más de dos metros cuadrados. El frío en su interior era intenso, tanto que la respiración de Bermúdez era una sucesión de vaharadas que formaba una ligera neblina a su alrededor.
Temblaba de frío, aun estando envuelto en una gruesa y pesada manta y se hubiera levantado para moverse y así calentar los músculos, pero se hallaba esposado a las patas de la fría silla metálica que, junto con una pequeña mesa y otra silla, formaban un todo atornillado al suelo. No podía saber cuánto tiempo llevaba allí aunque a él le parecía una eternidad. De pronto, oyó el descorrer de una cerradura tras de si.

Alguien entró y la puerta volvió a cerrarse. Apenas podía girar el cuello, agarrotado por el frío. Quien quiera que hubiese entrado empezó a caminar a sus espaldas, dando pequeños paseos mientras le observaba. Sancho empezó a temer lo peor cuando, por fin, el visitante entró en su campo de visión. Era un tipo alto que vestía un pesado abrigo militar, probablemente ruso, como los otros. Su respiración también exhalaba nubes de vapor.

-Debe disculparnos, senior Bermudes,-dijo tomando asiento en la otra silla,- nos es imposible calefactiar estas habitasiones.

El tipo se sentó. Ambos hombres se observaron en silencio durante unos segundos.
El español parecía un refugiado de guerra, tiritando, con una pequeña aguja de hielo que le colgaba de la nariz sobre una poblada barba cubierta de escarcha. Su mirada era cansada, expresando una cierta aceptación de un destino que no comprendía. El ruso tenía las clásicas facciones redondas de los caucasianos, con ligeros rasgos orientales que conferían un aire aniñado a su rostro. Su mirada en cambio no era la de un joven inocente, sino la de un duro soldado. Sus manos grandes, envueltas en guantes, estaban colocadas sobre la mesa, como si al hacerlo tomara posesión del escaso mobiliario, al igual que sus largas piernas, abiertas y casi extendidas haciendo que el espacio vital del ruso envolviera el reducido espacio que ocupaba Sancho, encogido como un conejo asustado.

Cuando, hace un par de días, descubrió su camarote abierto y comprobó que, mientras flirteaba con una valenciana en cubierta, alguien le había intentado robar, Sancho no pudo imaginar lo que iba a cambiar su vida en pocas horas.
Sin embargo, como aún ignoraba su condición de presa, se fue a la cocina a preguntar si alguien había visto quien había estado en su camarote y se encontró con la mirada desconfiada del cocinero, un tipo siniestro, como si lo que él estuviese contando fuera la invención de un loco.

-Lo siento, senior. Yo no me he movido de aquí y en su camarote no ha entriado nadie.
-¡Pero si está todo revuelto!
-¿Está sieguro de que no lo dejó usted así?

Sancho recordó que, realmente, él no había recogido su equipaje cuando lo revolvió todo para buscar el pendrive que ahora llevaba en su bolso. La condescendiente mirada del cocinero le hizo dudar. Sus manos se aferraban al bolso, donde iban todos los trabajos que había realizado en los últimos meses. El cocinero detuvo su mirada un segundo en el objeto de su preocupación.
-De todas fiormas… si quiere guardar algo, hay cajas de seguridad en el puente, puede dejiar ahí lo que estime de valor.

Quizá era lo más aconsejable. Tampoco podía estar todo el día vigilando un pendrive, así que preguntó cómo llegar al puente y se encaminó hacia él.
Su camarote, uno de los pequeños habitáculos que llenaban parte de la segunda cubierta, bajo la línea de flotación, estaba pensado para alojar a miembros de la tripulación por lo que carecía de cualquier comodidad. Pero era lo único que había logrado pagar para salir de la península antártica y dirigirse a Ushuaia. Unos montacargas comunicaban las cubiertas de servicio con las de los pasajeros.

Mientras subía por uno de ellos junto a un par de camareros creyó notar cómo le observaban y cuchicheaban algo a sus espaldas, lo que atribuyó a ese miedo irracional que se había apoderado de él al ver su camarote revuelto. El ascensor se detuvo en la cubierta 6 y los dos camareros salieron al corredor enmoquetado. Él aún continuaría un par de cubiertas más.
Intentó autoconvencerse de que, en realidad, la información que llevaba grabada en el lápiz de memoria de su bolso no era tan trascendente como para que toda la tripulación estuviese confabulada para robársela: apenas algunos estudios sobre unas anomalías del campo magnético terrestre justo en uno de sus afloramientos, el Polo Sur magnético. No eran los planos de un arma secreta ni las memorias de Corina Sayn-Wittge.

Estas anomalías aun no habrían sido detectadas por la red de satélites que estudia el Cinturón de Van Hallen, pero podrían indicar un aceleramiento en el cambio de polaridad del planeta. Un asunto que preocupa bastante a los científicos y nada a los políticos y público en general, a pesar de que podría representar el fin de nuestra civilización si no de nuestra especie.

Sin embargo, este cúmulo de conjeturas no tenía ningún interés estratégico. Conocer la posibilidad de pérdida total o parcial del escudo electromagnético de la Tierra no era un conocimiento que te acarree grandes beneficios económicos o militares. Es un hecho global que afecta a todos y punto. No adquiere ninguna ventaja quien antes lo sabe. En términos geológicos, la ventaja temporal debería estar en el orden de decenios, y lo que él creía haber descubierto sería conocido por cientos de geólogos en cuestión de meses.
La puerta del ascensor se abrió y Sancho salió a la cubierta. Una ligera música brotaba de los altavoces del techo y, aunque la temperatura aquí era muy agradable, la atmósfera parecía cargada.
Un camarero hablaba por un intercomunicador mientras le echaba miradas furtivas. Creyó ver a la valenciana salir de otro ascensor, al final del corredor, y cómo, al verle, volvía a desaparecer en él. Un par de camareras le miraron y se rieron mientras continuaban su camino.

De pronto se tuvo que parar. Todo el mundo lo miraba de forma extraña, como si fuera disfrazado. Empezó a sudar. Evidentemente no sólo estaba su preocupación por la información que llevaba en el bolso. El canuto de marihuana que le había ofrecido la chica hacía apenas una hora lo había vuelto hipersensible y, probablemente, era uno de los causantes de la manía persecutoria de la que era preso. Desde su época de estudiante no había vuelto a probar la yerba y quizá había fumado más de lo que sus neuronas eran capaz de resistir. Así que, intentando superar sus miedos, se acercó al camarero del intercomunicador.
-Por favor, perdone por la interrupción, es que estaba…
Antes de que terminara, el camarero le señaló una escalera que había a la izquierda del último grupo de ascensores. Un cartel indicaba “Puente / Bridge” sobre una señal de prohibido el paso.
-Está prohibido… ¿no habrá problemas?
El camarero asintió y movió la mano como indicando que fuera hacia allí, que no había problemas.
-Está bien. Gracias por todo.
-Pazhalsta.

Sancho se encaminó hacia la escalera, se detuvo un segundo para dejar bajar a un oficial que le sonrió al verle y no le hizo ninguna referencia a la condición de paso reservado que indicaba el cartel. Subió y apareció en un pequeño distribuidor de madera noble con varias puertas. Un tripulante salió de una de ellas y le indicó hacia otra. Como un autómata se siguió sus indicaciones. Nadie le impedía el acceso, más bien al contrario, se lo facilitaban. Un pensamiento sombrío intentó avisarle del extraño comportamiento de la tripulación, pero estaba decidido a no hacer caso de ninguna señal de alarma, dado su estado emocional.
La puerta se abrió antes de que él siquiera llegase a tocar el pomo. Un elegante empleado le sonrió amablemente. Detrás de él, una habitación cuadrada con las paredes llenas de pequeñas cajas de seguridad. En el interior, un par de hombres armados de uniforme retiraron la mirada cuando él los vio, volviendo a lo que parecía una conversación intrascendente.
-Buenos días, señor. ¿Supongo que necesita guardar algo de valor?
-Eh… si, por favor. Pero, no sé si el alquiler de la caja se saldrá de mi presupuesto.
-No se preocupe, el servicio de cajas de seguridad está incluido en el billete...-Y cómo para evitar ninguna otra pregunta, apuntilló-...de cualquier categoría.

La llave con el identificador A45 ocupó el lugar del pendrive, que ahora se hallaba a buen recaudo en la caja con la misma referencia. El amable empleado le despidió y cerró la puerta, dejándolo de nuevo a solas en el pequeño distribuidor del que partía la escalera que bajaba hasta la cubierta ocho. Sancho suspiró como si se hubiese quitado un peso de encima y empezó a bajar.

De repente cayó en la cuenta: el camarero del intercomunicador… ¿Cómo sabía que estaba buscando el puente? El no se lo había llegado a decir.
El pulso se le aceleró de golpe, se dio la vuelta en la estrecha escalera y subió a toda velocidad. Lo mejor era recuperar el pendrive, le daba igual que fuese una paranoia, no confiaba en esa tripulación rusa que le miraban como si le conocieran. Llegó a la puerta, nadie le abrió. Tomó el pomo y lo giró. Estaba bloqueada. Llamó.

Unos segundos después se entreabrió mostrando de nuevo la cara del amable empleado.
-Señor Bermúdez, qué desea ahora.
-Perdone. He olvidado algo, si no le importa...-hizo ademán de entrar.
El empleado sujetaba la puerta de forma que prácticamente sólo dejaba ver su cara.
-Espere un momento. Hay otro cliente, son normas de seguridad.
-Yo no he visto subir a nadie.
-Si no le importa, ahora le atenderemos. Espere un segundo.
Sancho estaba seguro de que allí no había entrado nadie. Sin pensarlo dos veces, empujó la puerta y la abrió de par en par. Los dos soldados estaban agachados frente a su caja de seguridad, que estaba abierta.
-¡¿Pero… qué…?!
Un golpe en la nuca le hizo perder el conocimiento.

Cuando despertó estaba atado y amordazado en un estrechísimo cubículo metálico. Prácticamente no había luz. Sólo notaba un grave y constante murmullo y el aullido de las paredes de acero al ser comprimidas por la presión. Tardó un buen rato en que se le pasara el dolor de cabeza, pero al fin pudo entender que estaba en un camarote bajo la línea de flotación.


Durante la travesía sólo le dieron de beber de vez en cuando, un tipo gordo y malhumorado que no paraba de maldecir en ruso y que, por supuesto, no le dio ninguna explicación. Por fin, un fuerte sonido metálico sobre él le hizo pensar que habían atracado en algún sitio. El murmullo de las máquinas bajó casi hasta hacerse imperceptible y dos fornidos marineros lo sacaron del calabozo o lo que fuera en lo que fuese aquel recinto donde había viajado y lo condujeron por el estrecho pasillo del submarino, le hicieron subir unas escalerillas metálicas para finalmente llegar a la cubierta del buque.
Entonces es cuando Sancho comprendió que había viajado en un submarino. También comprendió algo mucho más sorprendente: estaban en el interior de una cámara de aire formada por una bóveda de hielo del tamaño de un estadio de fútbol. Los sonidos metálicos que producían las amarras, las escotillas o los pasos de los marineros rebotaban en las lejanas paredes cubiertas de destellos verde-azulados  que daban al recinto un aire fantasmagórico. Llegó a contar otros cinco submarinos más antes de que le vendasen los ojos y le echasen la gruesa manta por encima. El aire era tan seco y frío que respirar le producía daño en los pulmones.
Lo siguiente lo recordaba como un torpe paseo hasta una lancha, una breve travesía por aguas frías que salpicaban desagradablemente su rostro y sus pantalones y el atraque en lo que notó como un embarcadero de hielo puro, apenas cubierto por una malla metálica para evitar los resbalones.
Finalmente, fue encerrado en un tubo metálico estrecho en el que sólo cabía él. El tubo empezó a subir durante un largo rato, interminable. Por fin, aquello se detuvo y otras manos lo volvieron a sacar para conducirlo a aquella habitación de dos por dos donde el militar con guantes y grueso abrigo le observaba en silencio.


-Debe disculpar las condisiones en las que está. No podemos fiarnos de usted, por ahora.
-No sé que quieren de mí. Si es mi trabajo, todo está en el pendrive. Creo que ya me lo robaron en el crucero.
-El trabajo es interesante, sin duda. Piero lo es mucho más su capasidad de investigasión. Al final, su testarudes nos ayudó a cambiar los plianes que teníamos para usted.
-¿Planes, qué planes? ¿No me habrán confundido con otra persona?
-No creo, senior Bermudes. Es usted el hombre que nesesitamos ahora. Y usted nos nesesita a nosotros.
-¿Quiénes sois vosotros?
-El gobierno ruso.
-¿Dónde estamos?
-Podría ocultiarselo, pero es innesesario. O asepta nuestra ofierta de colaborasión o simplemente no podrá conlaborar con nadie más. Está usted en la Base Vostok, a dos kilómetros bajo la superfisie de la Antártida.
-La base Vostok está en la superficie.
-Una parte de ella, sin duda.
-Por eso no pueden calentar la habitación, estamos dentro del hielo.
-Efiectivamente, senior Bermudes. Algunas inviestigasiones deben haserse fuera de la indiscrieta mirada de los satielites enemigos.
-¿A qué enemigos se refiere?
-Cualquiera que no sea ruso es un enemigo en potiensia.
-Suena a guerra fría. Eso ya pasó.
-Nunca pasó, aunque los americanos lo cuenten así. Para Rusia, sólo ha habido una triegua. Ahora por ejemplo, rusos, chinos y americanos nos disputiamos los conosimientos que aportan los dietenidos de Morgëndammerung. Y crea que son muy interesiantes.
-Como cuando terminó la guerra mundial. Los carrera espacial, la armamentística, descubrimientos en ingeniería y química.
-En sierto modo es algo paresido. Es posible, sólo posible, que esa carriera por obtener el máximo provecho de Morgëndammerung reactive la guerra fría. Nosotros ya estamos prieparados.
-¿Y qué pinto yo en todo esto?
-Aunque no lo crea. Hemos estado siguiendo sus investigasiones muy de serca. Tiene usted una visión interesante del futuro.
-No son más que hipótesis, y no tienen valor estratégico.
-Tenemos otros datos que paresen confirmar algunas de sus hipótesis. Respiecto del valor estratiegico, permita que seamos nosotros quienes lo determinemos.
-Pero… ¿¡qué quieren de mí!?
-Queremos que trabaje para nosotros.
-¿Y por qué no me han hecho una oferta? Estoy virtualmente en paro. Seguro que eso lo saben.
-No sería una oferta normal. Queremos que trabaje para nosotros en una investigasión secreta, aquí abajo.
-¿Quiere decir una investigación militar?
-En algún sentido si. Usted es siudadano de un país no amigo.
-¿Desde cuándo no somos amigos?
-Desde que pertienesen a la NATO.
-¡Ufff…!-Sancho hizo ademán de levantarse, pero le fue imposible.-Esto me recuerda a una novela de espías.
-Bien. Parese que está usted comprendiendo.





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