La
isla del Rey Jorge, llamada por otros del 25 de mayo, se encuentra
junto al extremo norte de la Península Antártica, un brazo de tierra firme que se alarga desde la Antártida en dirección a Sudamérica. Durante unos mil kilómetros, las crestas que lo forman se sumergen bajo el agua para volver a elevarse justo en el Cabo de Hornos, donde seguirán hacia el norte bajo el nombre de Cordillera Andina.
El espacio que separa a Sudamérica de la Antártida y une los océanos Atlántico y Pacífico se conoce como el Pasaje de Drake, porque no es exactamente un estrecho. Nada que mida mil kilómetros puede ser considerado estrecho.
La isla, cuya posición la convierte en un lugar ideal para el establecimiento de bases científicas alberga la mayor concentración de investigadores en estas latitudes. Mas al sur, en el interior del continente helado, sólo las grandes potencias pueden permitirse el lujo de instalar y mantener bases sometidas a vientos de más de trescientos kilómetros por hora y temperaturas cercanas a los noventa grados bajo cero.
El espacio que separa a Sudamérica de la Antártida y une los océanos Atlántico y Pacífico se conoce como el Pasaje de Drake, porque no es exactamente un estrecho. Nada que mida mil kilómetros puede ser considerado estrecho.
La isla, cuya posición la convierte en un lugar ideal para el establecimiento de bases científicas alberga la mayor concentración de investigadores en estas latitudes. Mas al sur, en el interior del continente helado, sólo las grandes potencias pueden permitirse el lujo de instalar y mantener bases sometidas a vientos de más de trescientos kilómetros por hora y temperaturas cercanas a los noventa grados bajo cero.
Pero a pesar de todo, de ser verano y estar casi al borde del círculo polar ártico, aquél día las ráfagas de viento
superaban los cien kilómetros por hora en la isla del Rey Jorge. La sensación de frío era muy superior a los modestos ocho grados bajo cero. Aunque no era esa la razón por la que en lo alrededores de la Base chilena Profesor Julio Escudero no había ni un alma: Los científicos y personal de mantenimiento: diez chilenos, dos argentinos, un británico y tres franceses, se encontraban en su interior preparando una fiesta de despedida.
En
una de las habitaciones de los módulos de alojamiento, Sancho miró la
abultada mochila que acababa de dejar sobre su cama. Allí iban sus
últimos dos meses de trabajo, ilusión y aventura. Una profunda angustia
empezó a oprimirle el pecho.
El
hecho de tener que abandonar las investigaciones a mitad de un proyecto
siempre era motivo de frustración, pero el que ninguna de las razones
que dio a los prebostes del Ministerio para convencerles y continuar hubiesen servido de nada era muy triste. Tras semanas de
discusiones, llamadas, y emails, una escueta nota de Madrid zanjó la
cuestión:
“Lamentamos
comunicarle que el Ministerio, tras escuchar sus alegaciones, le
reitera que ha retirado todas las subvenciones para los proyectos no
estrechamente relacionados con la producción industrial, por lo que le
informamos que a partir del próximo día 1 de marzo, deberá abandonar la
Base Profesor Julio Escudero y regresar a su plaza en la Universidad.
Atentamente…”
-Producción
industrial... estos tíos no tienen ni idea de dónde sale la producción
industrial.-Dijo en voz alta, como si al hacerlo pudiese obtener una
última oportunidad. Unos golpes en la puerta le respondieron.
-¡Che... amigo!. ¿Pensás venir o tendremos que invocarte como a un espíritu?
-Perdona, comprobaba que estaba todo. De todas formas ya os he dicho
que no me puedo quedar mucho tiempo, mañana salgo temprano.
Desde el pasillo, un hombre que podría rondar la sesentena le miró enojado.
-¿Y qué si perdés el barco? Mejor estar aquí que no viendo las calvas de los carcamanes de la facultad.
-Mira quién habla de viejos.
-Si
pensás que me voy a molestar y te voy a dejar tranquilo, estás
equivocado. No sabés lo pesado que podemos a llegar a ser los
argentinos.
-No. No lo sé.-Y salieron riendo en dirección al salón.
La
base, que hasta aquél año había sido ocupada sólo durante los seis
meses de luz, a partir de aquél disponía de medios suficientes para
funcionar todo el año. Por ello habían instalado un módulo social, una
especie de cafetería, pinball, gimnasio y biblioteca para hacer la vida
de los investigadores más llevadera. El club,
como le llamaban, estaba a escasos metros de la habitación de Sancho y
él había estado escuchando toda la tarde cómo sus compañeros preparaban
algún tipo de fiesta para su despedida, pero les había ignorado,
dispuesto a disfrutar de la “sorpresa” en su momento.
Y el momento había llegao: una guirnalda de papel usado recortaba las palabras “Te echaremos de menos”. Después de todo, hubo sorpresa y el nudo de la garganta
volvió a apretar.
Los
chicos estaban ya bebiendo y riendo cuando lo vieron aparecer. Se
volvieron hacia él casi simultáneamente y se acercaron con palabras de
aliento y ánimo. Pero no hay nada más triste que ver la compasión en los
ojos de los demás. La hábil intervención de Miguel
Ángel, el que lo había ido a buscar, logró que no rompiera a llorar. Le
puso un vaso de vodka en la mano y le susurró al oído: “bebételo de un
trago, verás como olvidás a esta jauría de hipócritas.”
En cierto modo eran unos hipócritas.
Cuando un investigador se pone a lo suyo no quiere compartir nada, no quiere informar o preguntar sobre nada, persiguiendo la gloria y el reconocimiento de haber descubierto algo solo. Lo único que les diferenciaba de los burócratas del Ministerio es que ellos preferían descubrir algo de fuerte carga teórica, algo que removiera los cimientos de la Ciencia, aunque no tuviese un fruto práctico inmediato.
Sanchoen eso era un típico científico hijo de puta, a la forma de los grandes nombres de la Historia de la Investigación. Si. En verdad todos eran unos hipócritas que se comportaban ahora como compañeros inseparables cuando en el fondo lo que querían es saber en qué estaba trabajando, en qué podía beneficiarles su partida, en uno menos para la gala de los Nobel.
Cuando un investigador se pone a lo suyo no quiere compartir nada, no quiere informar o preguntar sobre nada, persiguiendo la gloria y el reconocimiento de haber descubierto algo solo. Lo único que les diferenciaba de los burócratas del Ministerio es que ellos preferían descubrir algo de fuerte carga teórica, algo que removiera los cimientos de la Ciencia, aunque no tuviese un fruto práctico inmediato.
Sanchoen eso era un típico científico hijo de puta, a la forma de los grandes nombres de la Historia de la Investigación. Si. En verdad todos eran unos hipócritas que se comportaban ahora como compañeros inseparables cuando en el fondo lo que querían es saber en qué estaba trabajando, en qué podía beneficiarles su partida, en uno menos para la gala de los Nobel.
Y
así, transcurrió la velada, entre “lo siento”, “y cómo queda lo tuyo” y vodkas.
Sólo Miguel Ángel y el otro argentino, Marcelo, insistían en la idea de
que se quedara.
Por
ellos lo hubiera hecho, al menos eso pensaba cuando se retiró a dormir
aprovechando que el alcohol y la insistencia de los franceses les había convencido para cantar por Gardel. Podían habérselo ahorrado: no todos
los argentinos saben cantar tangos ni todos los españoles flamenco.
Pero tras unas horas de sueño ligero y atormentado, cuando el sargento Rojas le vino a despertar, se levantó, tomó su equipaje y le siguió en silencio hasta la esplanada del aparcamiento.
Julio
Rojas, un tipo menudo aunque bien proporcionado, le ayudó a subirse a
la moto de nieve impidiendo que su enorme mochila le tumbara de
espaldas. Luego se subió delante y arrancó dirigiéndolos con rapidez
hacia la salida de la base.
A Sancho le dolía la cabeza y la boca, seca por el vodka y la falta de humedad. Mientras
se alejaban, intentó ver los barracones por última vez sin conseguirlo.
Tuvo que tirar de su razón para no escuchar a su corazón:
Él y el inglés eran los únicos que trabajaban solos. Él pegado al radiotelescopio, observando las
auroras australes, tomando miles de notas.
Mantenía un cierto contacto con algunos astrónomos de varios lugares del
mundo que le ayudaban a interpretar datos y se beneficiaban de su
trabajo de campo, pero se había reservado muy mucho de contar el sentido de su investigación. En cualquier caso, la simbiosis se había roto. Sin fondos era
imposible que pudiese continuar.
Ahora
debía volver y dejar algo que le parecía que tenía una importancia
crucial para el Mundo aunque no se pudiesen fabricar cosas con ello.
El
cambio del sonido del motor le sacó de sus tristes pensamientos. La
moto había llegado al borde del terreno nevado, a pocos metros de la
orilla del mar. A lo lejos se veía un grupo de hombres trabajando,
-¡Chinos!-Dijo el sargento apeándose.
-Serán de la Gran Muralla.
-¡Puede, pero estos tipos están en todas partes, igual no!
-¡Y que lo diga!-Ambos gritaban para imponerse al ruido del viento.
-¿Y ahora qué, sargento?-Dijo mientras se ajustaba la mochila.
-Ahora
vamos al embarcadero, ¿ve aquel buque que hay justo en medio de la
bahía?-El día, aunque ventoso y frío era soleado, para la latitud. El
barco, un crucero turístico, se veía perfectamente.
-Sí. ¿Es grande, no?
-Hay mucho turismo en estas fechas. Le
dejará en Ushuaia en cuatro días. De allí podrá tomar un vuelo interior
hasta Buenos Aires o Santiago desde donde podrá partir para su patria.
A
pesar del grueso pasamontañas, las gafas protectoras y la capucha de
piel de foca, Sancho quiso ver en la mirada de Rojas un brillo de
emoción.
-Sargento ha sido un placer.-Gritó.
-¡No se despida aún. Pienso acompañarle al buque, no me fio de los españoles!
Sancho
rió y empezó a caminar con dificultad en pos del sargento en dirección
al grupo de chinos que trabajaba aceleradamente para descargar una
pequeña lancha.
La
puerta exterior pegó un golpe. Seguramente era el viento. Ni siquiera
volvió la cabeza, atareada como estaba cortando chorizo mientras pensaba
preocupada: “No sé que estoy haciendo… No hay pan para tanto chorizo”.
La puerta interior también sonó, lo que indicaba que Nicolás, o alguien
que se había perdido, había entrado.
-¿Quién?-Dijo sin dejar de cortar.
-Soy yo, gorda, traje pan francés.
-Dejálo
aquí, recién termino de cortar.-Las manos de Stela, en otro tiempo
delicadas, recogían las rodajas y las amontonaban en una esquina del
mostrador de la cocina.-¿Te salió algún remís?
-Aún no, espero que a lo largo del día…-hizo una pausa para tomar aire.- Hoy estoy…
-Estás algo fiaco. ¿A que lo adiviné?
El se acercó para acariciarla y ella lo empujó como si le impidiera moverse.
-Estás mojado. ¡Mirá como ponés el piso! ¡Siempre tan patoso. No sé que vi en vos!
-¿Mi sin igual sex-appeal?
Stela
se volvió a mirarle enfadada. Nicolás era delgado, canijo más bien,
podía haber sido un culturista, al menos por su estructura ósea, pero le
faltaban ganas de hacer ejercicio. Su cara angulosa, de gran nariz,
estaba enmarcada en una buena cantidad de pelo negro como la noche que,
sin embargo, huía por encima de sus sienes dejando las gruesas patillas
casi colgando.
Sus
ojos vivaces transmitían inteligencia, lo cual era falso. Como su
aspecto de pendenciero. Nicolás era en realidad un cacho de pan. Stela
le sonrió.
-Andá, vení acá que te voy a curar.
-Sí, pero soltá el cuchillo, que te ponés a cortar chorizo y podés confundiros de fiambre.
La puerta exterior volvió a sonar.
Stela tocó a su marido en la entrepierna un segundo y se separó sorprendida.
-¡Uhhh….! ¿No estabas demasiado agotado?
-Nunca para lo que vos sabés.-Volvió a acercarse.
Sonó la puerta interior.
-Tirá, a ver quién se perdió ahora. ¡Y secáte el calzado!
Nicolás salió de la cocina no sin antes echar un vistazo a su esposa por el rabillo del ojo.
Stela
era una mujer de mediana estatura y un cuerpo perfecto, castaña de ojos
grandes y verdosos, nariz prominente y labios firmes. Las primeras
arrugas ya le formaban surcos en la cara cuando hacía algún gesto, como
ahora. Sin embargo su cuerpo seguía manteniendo la firmeza de los veinte
a sus treinta y tantos. Su pecho se mantenía erguido y lozano y su
popa, como le llamaba Nicolás, era dura y respingona.
Toda ella rebosaba energía y determinación aunque con un ligero aire de porteña melancolía.
Nicolás
nunca supo explicarse cómo una mujer tan bella pudo fijarse en un tipo
tan insignificante, aunque ella no lo veía así. Para Stela, él era un
hombre como los de antes. Y eso, aunque parezca mentira, le gustaba.
Como le decía Nicolás: “El amor es ciego y está claro que vos, también”.
La
hospedería que regentaban, pompósamente denominada “Hotel La Nación”,
se encontraba al final de la calle Luis Fernando Martial, cuando ya
abandonaba Ushuaia para subir al Cerro del Medio y el glaciar del mismo
nombre. En realidad eran tres casas unidas, lo que sumaban ocho
habitaciones, nueve, si contamos la de Nicolás y Stela.
El
edificio, con sus tejados alpinos, sus ventanas de madera, su pequeño
jardín no demasiado verde y su frágil verja rodeándolo tenía cierto
encanto. Pero no era precisamente el Hilton, así que no solía tener
demasiados huéspedes incluso en temporada alta. Pasada la mitad del
estío los huéspedes de La Nación empezaba a escasear y de hecho,
llevaban más de una semana sin ninguno, viviendo de los choripanes y las
tartas que preparaba Stela para los que iban de paso camino de las
faldas del monte. Y también de los pocos viajes que hacía Nicolás con su
taxi ilegal.
Cuando
Nicolás le prometió a Stela que iría con ella al fin del mundo
realmente no creyó que estuviese diciendo la verdad, pero allí estaban,
en Ushuaia, a mil kilómetros del resto del mundo, más cerca de la
Antártida que de Buenos Aires.
Nicolás
se encontró en el vestíbulo con una chica de no más de veinticinco
años, cabello negro y liso, piel oscura y actitud contenida. No podía
ocultar su origen indígena. Vestía unos jeans ajustados de su mismo
color y un grueso anorak rojo intenso que lo llenaba todo. Su minúsculo
rostro parecía una obra de jíbaros abandonada sobre una almohada de
plumas.
-Buenos días ¿Buscaba algo?
-Sí. Quería saber si tienen algún cuarto libre para dentro de un par de días.
-Espere, veré qué puedo hacer.-Mintió como le había enseñado su esposa.-¿Será para mucho tiempo?
-No. Una o dos noches.-Stela, sonriente y saltarina, interrumpió el negocio.
-Dejáme a mí, vos tendrás que atender cosas en la trasera.
-¿Eh?-Un discreto pisotón le terminó de aclarar la estrategia.-Este... Encantado de conocerla señorita.
-Gracias, igualmente.-contestó la chica con la típica falta de sentido del humor de los indios.
Nicolás
se fue hacia la cocina preguntándose por qué Stela nunca confiaba en
él. Pero su inquietud desapareció cuando vio la montaña de rodajas de
chorizo. Quizá necesitara una picada de media mañana para venirse arriba.
-¿Dijo que sólo serían un par de noches?
-Una o dos.
-Tenemos una promoción, tres noches por el precio de dos.-Improvisó.
-Ya, pero no creo que él pueda quedarse más. No obstante pasaré recado.
-Bien. Necesitaría un D.N.I. al menos. Es una simple formalidad, ya sabe...
La chica ya estaba rebuscando en su cartera. Se lo entregó dejándolo sobre el mostrador.
Al
cabo, la puerta interior volvió a sonar al salir la chica mientras
Stela terminaba de ordenar los documentos. Cuando volvió para continuar
su tarea en la cocina sorprendió a Nicolás dando cuenta del fiambre.
-Pero… ¡que choro sós…! ¡No solo no ganás plata sino que además la malgastás!
-Bueno, gorda, comer no es malgastar.
-Pero ya desayunaste dos veces… ¿Querés poneros como el señor intendente?
-¡Pero que decí…! ¿Acaso el señor intendente tiene esta figura?
-Andá, dejáme que tengo que terminar antes de que los caminantes empiecen a llegar.
-¿Y qué, cuánto tiempo se queda la india?
-No sé. Me da la sensación que ésta piensa montar aquí su bulín con el otro.
-¿El otro?
-Sí.
Parece ser que el cuarto es para un gallego que vendrá en un par de
días. Tiene cuarenta y muchos y ella es una piba. Claro como el agua.
-Bueno, si hay plata.-respondió con la boca llena.
-¡Ah…
no!- dijo mientras metía rodajas de chorizo entre panes sin dejar de
gesticular como una posesa-¡Vos estás loco si pensás que voy a convertir
nuestro hotel en una casa de citas. Me vuelvo arriba y te quedás
solo.-Una de las rodajas se le escapó y fue a estrellarse contra la cara
de Nicolás.
-Tranquila amor.-dijo cazándola al vuelo y metiéndosela en la boca.- Sólo fue una idea.
-¡Tú y tus changas!
Sonó el teléfono. “¡Por fin!” pensaron al unísono.
El
camarote era exiguo, por lo que se vería obligado a permanecer sentado
sobre el camastro durante casi todo el trayecto. Su corpachón de uno
ochenta y cinco de alto y ciento diez kilos de peso llenaba
prácticamente todo el espacio.
Es
lo que pudo conseguir con el dinero que tenía. El crucero, cargado de
turistas "extremos", levó anclas nada mas subir él y empezó a maniobrar
para abandonar la bahía de Fildes y poner runbo al Cabo de Hornos.
Tras
la primera impresión, empezó a deshacer su equipaje sólo para encontrar
su bolso de mano. Sacó todo y lo fue amontonando por los rincones.
Allí estaba.
Dejó
caer la mochila descuidadamente mientras lo abría. Buscó en un bolsillo
interior y sacó un pendrive que agarró con fuerza. Luego lo volvió a
dejar en su sitio y cerró el bolso. Allí estaba todo su trabajo, en
cierto modo, pensaba que algún día podría continuarlo.
Cuando
levantó la mirada, prácticamente no se podía mover. La mochila, lo que
había en su interior, se había convertido en un montón de ropa que
molestaba a la vista. Suspiró y empezó a guardarlo de nuevo. Recordó a
su exmujer, “si la casa es pequeña, todo debe de estar ordenado”. Le
hubiese gustado ver su cara si supiera que aún le hacía caso.
Al
levantar un chaleco de lana vio un sobre. Lo había visto antes, al
buscar el pendrive, pero no le había prestado atención. No era suyo. Lo
llevó hacia la luz de la pobre bombilla del camarote y leyó lo que había
escrito en él: “Si leés esto es que ya te has ido. Abrílo.” Era
Marcelo, no había duda. Escribía tal y como hablaba.
Se colgó el bolso y empezó a rasgar el sobre. En el interior había una nota y un papel doblado. Leyó primero la nota:
“Ángel
y yo estuvimos buscando por ahí qué hacer con vos. Pero no hemos tenido
tiempo de más. Pasá por La Plata antes de volver a España. Quizá aún
haya una oportunidad. Un abrazo.”
Desdobló la segunda hora. Era un fax:
Facultad de Ciencias Astronómicas y Geofísicas, Observatorio Astronómico de La Plata. “Teniendo conocimiento de que…”.
La
sangre le subió de golpe. La nota hablaba de Marcelo y Miguel Ángel,
del respeto y consideración de que gozaban en la facultad y de cómo
habían hablado de su trabajo, de lo importante que era y de la torpeza
de España al cancelar sus fondos. Estaban dispuestos a sufragar el resto
de su investigación con tal de que al final figurase la participación
de la facultad en el mismo. Pero pedían ver el estado de sus trabajos
antes de tomar una decisión.
¡Estaban dispuestos a correr con los gastos para que terminara su investigación! Sólo tenía que entrevistarse con el rector.
Plegó
la hoja y buscó por todas partes un lugar seguro dónde guardarla. Por
fin decidió plegarla un poco más y meterla en el bolso de mano, junto al
pendrive. Debía llegar cuanto antes a La Plata.
El
último mes había sido de infarto, entre la euforia de un posible
descubrimiento y las malas noticias que le llegaban de su país. Los
cabrones de los argentinos se habían movido rápido. De pronto recordó
las últimas palabras del sargento Rojas, cuando lo dejó subiendo al
buque fondeado en la bahía.
-Espero que todo se arregle y tenga que devolverle a la estación en el próximo barco.
Pensó que el pobre muchacho hablaba sin saber. Una sonrisa se dibujó en su rostro.
-Vamos a sierrar el comiedor- dijo una voz cavernosa tras la puerta del camarote.- Debe darse prisa si quiere desayunar.
-Gracias, ahora salgo.-Contestó.
El
que había hablado era uno de los marineros, probablemente uno de mal
aspecto y peor carácter que no había dejado de observarlo desde que
embarcó.
Echó
una ojeada al desorden del camarote, se encogió de hombros y salió.
Luego, caminando con la típica torpeza de la gente de tierra firme,
atravesó varios vanos seguido de cerca por el tripulante hasta que
llegaron a un ensanche junto a la cocina en la que un pequeño grupo de
mesas era ocupado por parte de la tripulación . Buscó un hueco libre y
se sentó.
-Es autoservisio.-dijo el tipo del pasillo pasando a su lado.
-Perdón.-Volvió a levantarse.
El pasaje incluía alojamiento y manutención, pero no servicio. Igual terminaba izando las velas, como un simple grumete.
-¿Quiere tostadas o prefiere huevos fritos y pansieta?
-Lo segundo, por favor.
-Diebe ser usted un buen tragón.
-No me quejo.
-¿Café o té?
-Café gracias.
El
tripulante le sirvió un par de huevos que llevarían fritos por lo menos
una hora y una tiras de panceta requemadas. Luego le llenó un vaso de
papel de café, también frío, y se lo puso todo en una bandeja.
-Esto solo por ser la primera ves. A partir de ahora, espiero que se valga por sí mismo.
-Eh.. gracias. Voy a… sentarme.
Sancho
se acomodó al final de una de las estrechas mesas para cuatro que había
en el rincón opuesto a la ventana de la cocina. Cuando terminó de
colocar la bandeja levantó la cabeza y se volvió a encontrar con la
turbia mirada de él, observándole desde el otro extremo del comedor. Un
escalofrío le recorrió la espalda. Agachó los mirada y empezó a
desayunar.
El de la cocina, sin quitarle ojo de encima, dijo a alguien que permanecía oculto..
-U vas yest’ pyatnadtsat’ minut.
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