22-Una nueva oportunidad

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Swarzschild sabía que no era lo mismo pilotar un avión que un helicóptero. La que no lo sabía era la pérfida enana Manuela Klein, que tardó un buen rato en recuperar el pulso después de que el teniente estuviese a punto de estrellar el aparato contra una de las paredes de roca que rodeaba el santuario de Horus. Ahora parecía que la cosa iba mejor y los dos fugitivos volaban a una velocidad endiablada por entre los cañones del macizo de Jabal al-Bahr al-Ahmar.

-Sigo sin entender una cosa, doctora. ¿Por qué huimos?
-No huimos, teniente.-Manuela intentaba encontrar las palabras justas para decir lo más cercano a la verdad sin decir la verdad.-Si todo ha salido bien, si la segunda fase se ha puesto en marcha, y con ella la tercera, el trabajo aquí ha terminado. Dejemos que los subalternos se encarguen de cerrarlo todo y vayamos allá donde hacemos falta. Es una decisión estratégica, no sé si un teniente puede entender esto.
El piloto contuvo una exclamación de protesta.
-Una de las cosas que nos enseñan a los subalternos es a obedecer la órdenes sin sentido táctico, presumiendo que tienen un sentido estratégico que no alcanzamos a ver.
-Perfecto. Y lo está haciendo muy bien.
Swarzschild miró a la hispanoalemana de reojo sabiendo que este último comentario sólo tenía como fin dejarlo tranquilo. Decidió hacérselo creer cambiando de conversación.

-¿Cuál es la tercera fase?
-La última, aquella en la que el Mundo entra en declive y nuestra raza aparece como la única capaz de volver a poner las cosas en su sitio.
Volvió a mirarla de reojo. Su escaso cuerpo coronado por una maraña de pelo negro entrecano, sus pequeñas manos latinas y su bigote helénico: “¿Y tú de qué raza eres?”, pensó. De nuevo, la prudencia le hizo guardar silencio. De repente, el helicóptero pegó un fuerte bandazo hacia la izquierda.

-Teniente, ¿otra vez?
-Doctora... algo me pasa...
Manuela giró la cabeza para mirarle. Una  incipiente maraña de vasos sanguíneos violáceos empezaba a dibujar en su piel un mapa abigarrado. El sudor le brotaba a raudales, como si acabara de salir de una sauna y la mano del stick le temblaba moviendo el helicóptero de forma espasmódica.
-¡Dios mío... teniente... usted tambien...!-Alarmada se contempló las manos, se tocó los brazos y la cara. No, ella no era una de ellos. Eso la tranquilizó, sin embargo la inestabilidad del helicóptero volvió a ponerla en guardia.
-¿Qué... qué me pasa...?
Manuela abrió su bolso y se puso a buscar algo con nerviosismo. Tiraba las cosas que no le servían al suelo de la cabina mientras murmuraba algunas maldiciones en un idioma que su compañero no entendía.
-Doc... doctora...
-Mantenga firme el mando, teniente. Intento ayudarle.
-Pe... pero...
La vista se le nublaba, el equilibrio le fallaba y el pulso no respondía a sus órdenes que, de todas formas, eran contradictorias.
Por fín, la doctora encontró lo que estaba buscando. Una extraña pistola. Clavó el cañón en el muslo derecho del piloto y apretó el gatillo.

En el seno de un vórtice de explosiones, La Ninja intentaba caminar hacia sus enemigos cuando de pronto, el fuego cesó. Tuvo que continuar algunos metros para salir de entre los escombros, el humo y el fuego. Y lo que vio le sorprendió.
Todos los muyahidines parecían poseídos por un terrible mal doblados sobre sí y gritando como locos con sus pieles hinchadas y color violeta. Poco a poco fueron cayendo uno a uno para empezar a disolverse dejando sus ropas vacías e inertes.
-Creo que Watanabe ha dado en el calvo.-Dijo La Ninja en voz alta.
La Peligro transmitió su reflexión a los chicos de la Fundación.
-¿Estás segura?
-No puede ser otra cosa: o hemos destruido ese transmisor que decía Pepo o los malos se han vuelto buenos y han decidido desintegrar sus tropas.

No había duda, las Milicias Muyahidines Mutantes se estaban disolviendo, literalmente, dejando Gaza City sumida en un caos de destrucción y muerte.

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En la sala de control del santuario de Horus casi todos los mandos intermedios, tenientes y capitanes, se habían disuelto. En la oscuridad, los supervivientes sólo percibían un familiar olor a vinagreta sanguinolenta. Sin embargo, la certeza de que allí no había Muyahidines, sino soldados libres les hizo comprender una verdad terrible: ellos no eran más que los esclavos para sus jefes. El pánico se apoderó de la tropa que salió en estampida buscando alejarse de aquél lugar que se había tornado siniestro y amenazador.

Al caer el silencio sobre la sala, los gemidos de dolor de Obama llegaron a los oidos de Jotabé, que intentaba sacar de entre un montón de ropa y cieno negro el cuerpo inerte de Watanabe. Afortunadamente, el francés era mucho francés, porque tuvo que cargar con ambos a hombros hasta llegar a la cima del santuario, subiendo las escaleras.
-Lo siento amigo... siento que tengas que cargar conmigo.
-A ti te llevaría en brazos hasta tu casa. ¿Sabes lo que has hecho?
-La verdad es que no.
-Has salvado a la humanidad, así, con un cuchillo de sierra.
-Ung...-Se volvió a quejar.-Pues que bien. Ahora sólo falta que nos coman los chacales.
-No te preocupes. Seguro que alguien nos viene a rescatar.

Los drones del ejército americano sobrevolaron al poco el enclave del santuario de Horus y vieron cómo una hilera de soldados circulaba por los cañones que formaba el mazico sudanés. Información más que suficiente como para que varios destacamentos de marines se pusieran en marcha hacia el lugar.

Mientras esto sucedía, en todas partes alguien sufría de fuertes dolores, mareos, hinchazón y finalmente terminaba derritiéndose en su propia sangre ácida. Algunos incluso lo hacían delante de las cámaras de televisión, delante de los ojos horrorizados de millones de teleespectadores.

El comentarista que retransmitía los altercados en la Plaza Roja no daba crédito. Los líderes de las masas se encorvaban justo cuando parecía que nada les podía ir mejor, su piel se erizaba de líneas azuladas, sus lenguas pasaban de verter soflamas a hincharse como globos hasta impedirles pronunciar una sola palabra mientras se llevaban las manos a la cara para intentar recoger el humor negruzco en el que se convertían sus ojos. Finalmente, el cuerpo entero empezaba a derramarse por las grietas abiertas de su piel chorreando como un helado en un microondas hasta desaparecer.

-La gente está como enloquecida. Parece que gritan algo sobre armamento químico. Vemos cómo inician una estampida, se nos viene encim....-La imagen parpadeó un instante. En el estudio de la CNN los comentaristas miraban aterrorizados al lugar que antes ocupaba el famoso telepredicador Rob Patison: una cenagosa sustancia chorreaba de sus ropas vacías y se colaba por entre las grietas del sillón de diseño del plató.
-¡Dios mío... Es una epidemia!-Gritaba alguien fuera de cámara.

En cierto modo si, era una epidemia. Una epidemia programada que sólo afectaba a algunas personas. Personas que habían desaparecido hacía algún tiempo y habían vuelto sin recordar nada en absoluto, como el Asesor Militar del Presidente, Muller, del que sólo quedaba un charco que empezaba a disolver la alfombra del despacho oval ante la mirada de asco del hombre más poderoso del mundo.
En la CNN, un cartel fijo decía “volvemos inmediatamente” pero llevaba ya más de cuatro minutos, un tiempo eterno en esa cadena llena de cosas urgentes e importantes. En la FOX la cosa era aún peor, la imagen mostraba los restos de un presentador disolviendo el PVC de la mesa del estudio y una redacción desierta, tras la mampara de cristal.

Sólo una pequeña cadena de noticias por internet parecía mantener el hilo de la actualidad. Su presentadora, una chica con pinta de pasar dificultades económicas, intentaba resumir los hechos con palabras entrecortadas, mirando teletipos en su portátil que informaban de hechos similares en todo el globo.

En Teherán, Tel-Aviv, Beijing, Moscú, Berlín, París, Buenos Aires, Ciudad de México, El Vaticano, en todas las ciudades del mundo, en todos los centros de poder, en todos los Estados Mayores, alguien se había disuelto ante la mirada entre incrédula y asqueada de sus compañeros.

-Presidente, presidente, ¿se encuentra bien?
La secretaria se acercaba a él con recelo, temiendo que como los otros, también estuviese desapareciendo.
-Creo que sí. Tenemos que hablar.
-Lo que usted mande, señor presidente.
-Tenemos que hablar con Moscú, póngame con el presidente ruso.
-Me temo que....
-¡Pues póngame con el vicepresidente, o con su secretaria... necesito hablar con alguien!

Un joven apareció en el marco de la puerta.
-Señor, el Ayatolah Alí-Jamenei le llama por la línea de seguridad. Dice que necesita hablar con usted.
-¿Jamenei? ¿No había sido defenestrado?-Preguntó la secretaria.
El presidente esquivó el charco maloliente que un día fuera Muller y se sentó detrás de la gran mesa presidencial.
-Será el único que no se ha disuelto. Pásamelo.

···
Los misiles fueron devueltos a sus silos y los teléfonos empezaron a comunicar a la gente poderosa. La masa aun tuvo algunos días de desahogo quemando, pillando y protestando. Finalmente, parecía que la cordura volvía a tomar posesión de las cabezas y las explicaciones empezaban a llegar. Eran explicaciones sorprendentes, increíbles, propias de una mente paranoide: Una organización secreta había tomado posición en todos y cada uno de los centros de poder del mundo y había preparado un escenario de guerra total para destruir a la Humanidad. Sin embargo, un corte accidental en la energía de un centro de control hizo que los planes fracasaran.

¿Y la gente lo creyó? Si. La gente se lo cree todo.

EPÍLOGO. Dos meses después.

Manolo Gómez depositaba sobre las manchas pegajosas de las copas del día anterior los platillos para los primeros cafés de la mañana. La radio escupía de nuevo noticias sobre el Día del Renacimiento, como llamaban pomposamente los políticos de medio mundo al famoso día en que descubrimos que una organización neo-nazi había intentado sumir al Mundo en una hecatombe de locura. Continuaban apareciendo lugares e implicados que desfilaban ante las cámaras de televisión mientras se montaba el segundo juicio de Nüremberg, aunque no se celebraría allí, sino en Gaza-City, elevada al rango de ciudad-mártir en el Nuevo Orden Internacional.

-Pero de La Ninja no dicen ni pío.
-Mejor así, Manolo, mejor así.-El Notario ojeaba el periódico por encima cuando Manolo se acercó con el café.
-Veo que no tienes muchas ganas de leer.
Dobló el periódico y lo echó a un lado para hacer sitio.
-No. Últimamente me cuesta concentrarme.
-Bueno... peor es lo del franchute. Se ha quedado esmirriado.
El Notario suspiró. Un taxi se detuvo en la puerta del Ok-Corral.
-¡Eh...!-Dijo Manolo acercándose a la puerta.-¡Ya están aquí!
De su interior se bajaron Gallardo y un joven negro vestido como un niño de San Ildefonso.
-Bueno, Obama, quédate aquí que voy a terminar el papeleo, ¿has comprendido?
-Si, senior Galiardo, entiendo todo espaniol.
-¡Entra muchacho, debes tener hambre!
-Hambre mucho... hambre...
El Notario observó a Obama mientras se sentaba en el sitio que siempre ocupaba La Peligro. Cuando llegó con Antonia, Jotabé y Watanabe parecía escapado de un campo de concentración, ahora en cambio tenía incluso un porte atlético y, vestido con el vaquero y ese polo Ralph Lauren que le había regalado Paco el Camboyano, tenía el aspecto de una auténtica estrella del fútbol. En realidad era mucho más que eso, era el héroe que había salvado a la Humanidad, aunque nadie lo sabría jamás.
-¿Dónde Hotabé?
-Ahora viene para llevarte al campo. Mientras, te voy a poner un bocadillo de jamón que te vas a chupar los dedos. Recuerda que tienes que estar fuerte, si no el entrenador va a pensar que no eres ese diamante en bruto del que le hemos hablado.
-Es musulmán, Manolo, no puede comer cerdo...
-¿Que no puede comer jamón?-Manolo lo miró sorprendido.-¿No puedes comer jamón?
-Gusta jamón... gusta mucho jamón...
-Jamón es cerdo, Obama... Jalufo.
-Jalufo no malo si hambre... yo hambre. Mucho hambre.
-¡¿Ves Notario...?!
-Ya. Lleva con hambre dos meses.


En la sede de la Fundación, Antonia estaba ante un ligero desayuno mirando por la ventana. Las primeras flores de la primavera salpicaban el pequeño jardín de la entrada y el sol lucía fuerte a pesar de lo temprano de la hora. Su mirada era triste.
Tras la noche infame en que los zombies químicos se desintegraron a la vista de todo el mundo, los líderes mundiales, los pocos que sobrevivieron, iniciaron una ronda de contactos que consiguió organizar una cumbre mundial: judios, musulmanes, cristianos, ricos y pobres, norte y sur, este y oeste parecían decididos a dar un cambio a la política mundial. Los foros ultraliberales establecían contactos con los antisistema, los países industrializados con los países pobres y los integristas con los moderados. Todo había salido justo al contrario de lo que pretendieron los miembros de esa organización que seguía sin nombre. Y aunque Antonia sabía que más temprano que tarde cada mochuelo se iría a su olivo y las cabras tirarían al monte, ahora había muchos motivos para ser feliz. Sin embargo, ella no lo era.
-¡Ay señora!- Fernanda entró como un derviche, casi sin mover los pies.-¡No debe dejar el desayuno, está quedándose en los huesos... casi como el francés, o el señor japonés que casi no es capaz de caminar cuatro pasos sin estar agotado.
-Tienes razón, Fernanda, debemos seguir adelante.
-¿Sigue sin escucharlos?
Antonia la miró. Fernanda sabía más de lo que aparentaba, pero era la discreción en persona, podía confiar en ella.
-Nada hija.-Tomó un trozo de cruasán y empezó a examinarlo como si tuviera que quitarle la cáscara.-Están callados como estatuas.
-No se preocupe. Mientras vuelven o no, debería salir más, disfrutar de esta primavera que ya llega. ¡Con lo bonita que está usted seguro que hay alguien que estará esperándola en alguna parte!
-¿Quién va a esperarme a mí?
Fernanda se acercó con cara de complicidad y descorrió el visillo de la ventana.
-Allí enfrente, en la comisaría, hay un señor de muy buen ver que cada vez que la mira se le ilumina la cara...
-Déjate de tonterías Fernanda. ¿O tendría que llamarte Celestina?
-Bueno-Dijo dándose la vuelta.-Yo sólo digo lo que veo.

F I N

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