21-El Nodo

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El piso de los corredores del santuario de Horus quizá en algún momento fuera de piedra pulida, para que los delicados pies de los monjes pudiesen recorrerlos sin sentir el más mínimo incomodo. Sin embargo, tres mil años dan para mucho, y correr a la pata coja por aquel despropósito de horizontalidad era un auténtico suplicio para el pobre Obama que irremisiblemente se estaba quedando muy atrás de sus compañeros, el francés Jean-Baptiste, una especie de gigante pelirrojo y blancuzco y Tetsu Watanabe un japonés que podríamos tildar cuando menos de “nervioso”.
En el último recodo, Obama pudo ver cómo ambos lograban entrar rodando por debajo de una pesada puerta de acero que bajaba lentamente. Era evidente que al otro lado estaba el sitio al que había que ir, así que, sin perder un segundo, se tiró de cabeza como el que va a rematar un gol desde dentro del área. Pero la piedra no resbala igual que la tierra y desde luego, mucho menos que los campos de césped del primer mundo, y Obama quedó justo en medio, con cincuenta toneladas de acero cerrándose sobre su cintura. Adiós al fútbol.

Jotabé y Watanabe se incorporaron casi de inmediato, observados por una cincuentena de paramilitares sorprendidos.
-Wer bist du ... wie hast du in!?-Gritó uno de ellos.
-Ya empezamos.-Dijo el francés.-¡Si mi abuela levantara la cabeza!
-Hay que buscar una estructura como un panal, o algo parecido... y no dejar que te maten.
Los primeros disparos les pasaron muy cerca. Watanabe aparecía y desaparecía aquí y allá mientras algunos de los soldados caían fulminados. Jotabé pegó una corta carrera y se subió en lo alto de la mesa-pantala empezando a repartir pisotones sobre los dedos frenéticos que manejaban los controles de la Milicia. Las astillas de cristal saltaban a cada pisada y paneles completos de la inmensa pantalla quedaban a oscuras.
Cuando algún disparo iba a alcanzarle, la bala desaparecía en mitad de su trayectoria retirada por la veloz respuesta del japonés.

-Au securs!... Au securs!-La gritos de Obama apenas se perdían en el  ruido de disparos, golpes, roturas y caídas de objetos. Nadie escuchaba al pobre africano que empezaba ya a notar cómo la puerta le aprisionaba la cadera impidiéndole arrastrarse para salir del atolladero. Justo cuando un tremendo dolor parecía anticipar una rotura de sus huesos la puerta se detuvo y empezó a moverse hacia arriba. Alguien había dado la orden de abrir en algún sitio, no para salvarle, sino para dejar entrar refuerzos que acabaran con ese par de bestias que pretendían tomar la sala de control.
Aún tuvo que pegar un par de puntapiés para evitar que manos al otro lado le agarraran mientras reptaba hasta sacar por completo su cuerpo y poder ponerse de pie. Cojeó a lo largo del pasillo hasta el interior del silo, pegado a una pared repleta de jeroglíficos.

Poco podía hacer. Jean Baptiste repartía patadas, ostias y cabezazos casi sin perder un solo segundo y la figura ubicua del japonés tampoco dejaba títere con cabeza. Pero la puerta ya dejaba el suficiente hueco para que una tropa de decenas de hombres entrara al interior echándose encima de sus dos nuevos amigos. Nadie reparó en él, un negro escuálido con un uniforme cuatro tallas más grande. Siguió caminando pegado a la pared, si alguien lo veía no tendría ni la más mínima oportunidad.
-Can you see that, over there.-Watanabe estaba a su lado.
-je ne comprends pas.-Contestó Obama asustado.
El japonés le sujetaba el brazo haciéndole daño y señalaba hacia arriba. Miró en aquella dirección. Era la pared con pasarelas metálicas repleta de aparatos. Al parecer, quería que viera algo, pero no sabía qué.
-There… Up!
-Je ne sais pas ce que vous voulez!

Jean Baptiste luchaba contra diez hombres a la vez que, a pesar de su fuerza, estaban reduciéndole.
-¡Watanabe… necesito tu ayuda!
El japonés desapareció. El negro se echó mano al brazo que hasta hacía un segundo le estaba machacando aquél tipo con poder para estar y no estar. Miraba arriba. Había máquinas, muchas máquinas. No sabía para qué servían, probablemente eran ordenadores. Los había visto en algunas películas, en Ouagadougou. Seguramente quería que viese algo especial, algo que probablemente sería el corazón de todo aquello, pero Obama no tenía ni idea de cuál de aquellos chismes era más importante. Le parecían todos iguales: cables, chapa, lucecitas, más cables…

De pronto vio algo. Era como un gran panel. Llamaba la atención porque sus luces estaban dipuestas formando una cuadrícula perfecta. Parpadeaban en un mismo color verde. Era algo llamativo que no se parecía a nada de lo que le rodeaba. Quizá era a eso a lo que se refería. Bien, tendría que hacer algo. Buscó en los alrededores de la estructura.
Debido a la presencia de sus amigos, en las plataformas metálicas que recorrían la pared de máquinas no había nadie. A la derecha una escalera metálica subía hasta el tercer nivel. Miró al centro de la sala y a la puerta. No paraban de entrar soldados. Los heridos se amontonaban en el suelo y sobre ellos, mercenarios y Jean Baptiste luchaban como en un videojuego de los ochenta: muchos enemigos pero muy tontos.
Antes de que alguien reparase en él, empezó a subir la escalinata. Pegaba saltitos con la pierna sana, ya que la otra, definitivamente, estaba inutilizable. Le dolía, pero en las últimas semanas había sufrido demasiado como para que ese dolor le resultase siquiera molesto. Cada escalón resonaba como un trueno y aun así, nadie lo escuchaba.

··
En Gaza-City la Ninja de los Peines se encontraba en cuclillas sobre el borde de una cornisa, como una gárgola o como el mismísimo Dare Devil en sus mejores tiempos. Escuchaba las discusiones de sus amigos, a miles de kilómetros. Acababa de saber que la Guerra, con mayúsculas, se cernía sobre el Mundo gracias a la actuación coordinada de miles de zombis bajo el control químico de la Organización Sin Nombre. Le pedían que hiciera algo, pero no sabía el qué. Las voces no daban señales de vida y ella sola no podía impedir que cientos de aviones, miles de barcos, decenas de miles de soldados se encontraran en un choque brutal alentado por los generales e ideólogos más radicales. Ella sola no podía hacer nada.
-¿Qué tramas Gallardo?
Gallardo se alejó de Pepo. Le había estado susurrando algo mientras Antonia y Paco escuchaban las explicaciones de De la Fuente y el Notario.
-Lo has oído, por qué preguntas.
-No me gusta lo que le has pedido a Pepo.
-No podemos hacer otra cosa. Tu sola no puedes, lo has repetido varias veces. Tenemos la obligación de utilizar todo lo que esté en nuestras manos para parar esto, porque una vez que se dispare el primer misil, ya nada podrá hacerlo.
-Pero Watanabe está allí, si les delatas, si muestras a las potencias mundiales el centro de control de Sudán su vida correrá peligro.
-Su vida ya debe estar corriendo peligro y si esto se desata, nuestras vidas no valdrán un pimiento.

-Gallardo tiene razón. Debemos hacer todo lo que podamos.- Era la voz de Paco el Camboyano. Sonaba cansada y triste.
-¡Mierda…!-La voz de La Ninja retumbó en las paredes de los edificios próximos. Un grupo de Muyaidines la vieron, recortada contra el resplandor anaranjado e intermitente de las explosiones.
-¡Allí!-Gritó uno.-¡Disparadle con todo lo que podáis, hay que destruir a esa hija de Satán!
Casi al unísono empezaron a caer granadas y obuses sobre la cornisa donde La Ninja intentaba pensar una estrategia. Nada le hacía daño. Nada excepto la impotencia.
-Está bien. Adelante.

-Adelante, Pepo. Dales las coordenadas.
-Lo intento. Los sistemas militares se han vuelto opacos, sus algoritmos de encriptación habrán sido reforzados.-Mientras hablaba no paraba de teclear sobre el ordenador.-No consigo contactar con el NORAD, ni con el Pentágono, el Glavkomat parece que no ha existido nunca y   el CRAHQ se comporta como un sitio atacante… está todo bloqueado.
-¿Y tus amigos de Anonymous? Ellos deben estar acostumbrados a no poder llegar a donde quieren.-Gallardo pensaba a marchas forzadas.-Seguro que saben cómo contactar con gente de la CIA, o de los servicios secretos rusos. Y si preguntaseis a  Julian Assange.

-Se te está yendo la pinza un poco, no crees.-Pepo miraba incrédulo al comisario.-¿Qué puede hacer Assange?
-Me da igual lo que pienses. Hazles llegar el mensaje con las coordenadas como sea.

“Tu amigo tiene razón”.-Apareció un mensaje emergente en la esquina inferior derecha de la pantalla.
-Mierda de hackers… Nos están escuchando.
“Qué creías”-Otro mensaje.
-Pues bien. Paso de teclear… ¿se os ocurre algo?-Gritó hacia el techo.

Mientras Obama subía salto a salto la escalera metálica hasta el tercer nivel de la estructura electrónica que forraba toda una pared del silo, abajo Jean Baptiste sudaba como un cerdo dando mamporros en todas las direcciones. Su cara mostraba cierta satisfacción no exenta de mala leche, parecía que por fin estaba haciendo algo que le gustaba. Al menos en ese momento.
Sin embargo, los “buenos tiempos” tenían fecha de caducidad. Watanabe cayó contra uno de los rincones del silo hecho un guiñapo. Casi no se podía mover. Uno de los soldados que estaban cerca entendió perfectamente que aquella era una oportunidad y se echó encima de él empezando a darle por todas partes. El japonés estaba inconsciente y se movía a cada golpe como un muñeco de trapo.
-¡Watanabe!-Jean Baptiste intentó zafarse del acoso de los soldados pero una pistola puesta en sus sienes le detuvo.
-Un solo movimiento y te pego un tiro.-Dijeron a su derecha en un inglés con fuerte acento.

Desde la última planta de la escalera metálica, Obama vio cómo sus amigos habían por fin perdido la batalla. Miró a la derecha. El extraño aparato con forma de panel de luces rugía por culpa de un potente sistema de refrigeración. Sólo él estaba en condiciones de acabar con aquello, pero cómo, sólo tenía un cuchillo y aquello tenía pinta de estar blindado contra casi cualquier cosa.
-¡Eh… allí arriba. Hay otro!- El soldado levantó el arma para dispararle.
-¡Quieto gilipollas! ¡No puedes disparar allí!- El Coronel Untermann parecía que retomaba su mando, después de haberse empleado como el que más en la defensa del Centro de Control.
-Subid a por él. Rápido, está demasiado cerca de El Nodo.
Los tipos de abajo gritaban en alemán, pero Obama sabía perfectamente que vendrían a por él y que, por lo tanto, tenía menos de un minuto para pensar algo.

En el vestuario del centro de control de satélites de la CIA, empezaron a sonar los móviles en las taquillas: beep-beep, beep-beep. El único chico que había allí, vistiéndose aún para entrar en el turno de refuerzo, abrió la suya. Era un mensaje. Cogió el teléfono y lo miró.
“Look at UTM 20.032709 31.343536”
-¿Qué coño es esto?
Cogió el teléfono y se dirigió en calzoncillos al tipo que guardaba la puerta que también miraba el suyo.
-Oye Mitch… he recibido un mensaje muy extraño.
-Son unas coordenadas globales. Yo también lo he recibido.
-Avisa al jefe… esto es muy raro.
-El jefe estará muy ocupado para pensar en mensajes.
-Avísale, por favor, todos los teléfonos de las taquillas han sonado.

···
En el Cuartel General del Ejército Islámico Iraní, un grupo de muchachos miraban en el ordenador las coordenadas que habían recibido en sus teléfonos. La imagen se repetía en el Glavkomat de Moscú, y en el MOSSAD y en China, Japón, el Consejo de Seguridad… Los satélites espía de medio mundo empezaron a girar su posición para mirar esas coordenadas.

-Es un triste desierto, junto a la frontera entre Sudán y Egipto. Debe ser una broma. No hay nada.
-¿Seguro?- El chico seguía en calzoncillos, el entusiasmo le dominaba. Quería encontrar algo que rompiera la escalada bélica, como todos ellos. Quería ver algo.
-Pruebe con infrarrojos.
-Infrarrojos en el desierto… estás loco.
-Está amaneciendo, aún debe estar frío.
-Prueba con infrarrojos, no sé que pretendemos encontrar ahí.

Las pantallas parpadearon un segundo. Todo se volvió azul oscuro, excepto un pequeño punto rojo. Intensamente rojo.
-¿Qué coño es eso?
-Es una fuente de calor, un generador. Muy potente. Quizá un pequeño reactor nuclear.
-Aumenta el zoom. Acércate a eso. ¡Mierda! Llama al Estado Mayor, creo que ahí hay algo que puede ayudarnos. Y usted, vístase antes de que esto se llene de peces gordos.
-A sus órdenes, jefe.
-Avise a Barheim, que despeguen aviones hacia allí, rápido.
-Todos los aparatos están en vuelo, sólo queda drones.
-¡Pues mande esos juguetes de mierda, hay que ver eso de cerca ya!

Los soldados ya estaban en el último tramo de la escalera. Obama se había logrado introducir en el hueco que separaba la gran máquina-panal y su compañera de al lado. Intentaba esconderse mientras miraba por las salidas de ventilación de las que salía un caudal enorme de aire caliente. Llegó a la parte de atrás. Dos gruesas mangueras negras unían el aparato con unas cajas de la pared original del silo. Miró su cuchillo. Pensó rápidamente. Los pasos de los soldados sobre la pasarela metálica sonaban cada vez más cerca.
Tomó el cuchillo. Tenía un mango de goma y una hoja de doble filo, por un lado cuchillo y por el otro una sierra, lo giró y lo agarró con cuidado asegurándose de que ninguna parte metálica daba con su piel. Metió la hoja por debajo del primer cable y pegó un tirón fuerte hacia arriba. Al cortar la parte de goma unió los cables que se encontraban en su interior provocando un cortociuito descomunal que hizo apagarse todo. Afortunadamente el estaba bien aislado sobre las botas de goma.
La máquina-panal continuaba funcionando, rugiendo con sus potentes ventiladores. La oscuridad despistó un momento a los soldados pero la luz volvió a iluminarlo todo.
-¡Está provocando un cortocicuito…!¡Detenedle inmediatamente, disparadle!

Gracias a sus menguadas dimensiones logró meterse justo detrás de la máquina. Los soldados, mucho más corpulentos, no cabían por el estrecho hueco por el que él se había colado un segundo antes.
-No logramos alcanzarle, no podemos.
-¡Dejadme a mí!- Dijo una soldado de grandes pechos. Era fuerte, sin duda, pero parecía más elástica y quizá pudiera entrar.

Detrás, Obama intentaba llegar con el cuchillo a la segunda manguera de alimentación. La proximidad entre la pared del silo y la parte trasera de la máquina no le permitía más que movimientos laterales, lo que le obligaba a agacharse con las piernas abiertas en 180 grados. Las ingles parecía que se le iban a romper.
La chica apartó sus tetas para situarlas una a cada lado de la caja torácica y empezó a deslizarse por la abertura con la pistola delante de ella. En cuanto su mano llegara al final del costado de la máquina podría disparar a ciegas y darle al intruso sin ningún problema.

El cuchillo llegaba con la punta a la segunda manguera, pero debía encajar perfectamente en la mitad de la hoja para que Obama pudiera repetir el corte anterior. Intentó bajar un poco más. Sus fémures no podían girar en la cadera en esa postura, el brazo no le daba para más. El dolor le estaba matando.

Tampoco estaba mejor la chica. En medio de la abertura casi no podía respirar, aplastada entre los costados de ambas máquinas. Un torrente de aire caliente le daba en la cara obligándola a cerrar los ojos. El cañón de su pistola empezaba a asomar por la parte de atrás. El cuchillo encajaba la tercera parte de la hoja, un par de dientes de la sierra ya se habían enganchado en la goma. Obama hizo un último esfuerzo y emitió un grito de dolor cuando una de las piernas se le dislocó al agacharse, pero encajó bien la manguera y pegó un tirón con toda su fuerza.

De nuevo se produjo un cortocicuito. Todo quedó a oscuras, pero además, los potentes ventiladores de la máquina-panal perdieron alimentación dejando escapar un zumbido que iba bajando de octavas rápidamente. La máquina había sido desconectada.

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