11-Cólera ciega

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En la inmensa bóveda natural de las instalaciones, el rectángulo central, vallado y rodeado de soldados occidentales armados y acorazados casi pasaba desapercibido, aunque cientos de ojos estaban puestos en él.
Sus dimensiones de  30 por 20 metros lo asemejaban a una cancha de baloncesto, reducido pero suficientemente grande como para que dos grupos de gigantes corrieran de un lado a otro, aunque ahora estaba desierta. En los extremos más alejados del rectángulo un par de jaulas metálicas encerraban a sendos grupos de cinco hombres vestidos con unos harapos rotos.
Eran fuertes y vigorosos y respiraban de manera ostentosa, como si acabaran de terminar una esforzada carrera. El sudor hacía que brillaran en un entramado de retículos de luz y sombra proyectado por la cubierta de camuflaje del recinto.

Pasar la vista por sus rostros era pasearse por el camino de la desesperación. Miraban al frente, casi sin pestañear, alertas, preparados para saltar en cuanto las jaulas se abrieran. Casi todos eran de origen africano, del norte o del sur del desierto, aunque en uno de los grupos un enorme rubicundo compartiera con ellos su fatal destino.
Ya los habían aleccionado, ya sabían qué podían esperar de aquel enfrentamiento: la muerte o la muerte. Sólo tenían una pequeña esperanza, morir de forma rápida, sin dolor y quizá, sólo quizá, sobrevivir para esperar un poco más.
Sin embargo, su voluntad estaba ahora anulada. Una gran cantidad de adrenalina sintética corría pos sus venas haciendo palpitar sus corazones descontrolados, poniendo en alerta sus sentidos, tensando sus músculos agarrotados. No, ya no eran dueños de sí, ya sólo veían objetivos que derribar, enemigos que batir. Ya solo ansiaban la lucha hasta la muerte.

“Cuando quiera, doctor”, resonó en el recinto el pequeño altavoz de la pantalla de Hideiki.
-Entonces, ¿esos hombres van a exterminarse entre sí?
-Efectivamente. Primero colaborarán por grupos para acabar con el contrario, después lucharán los vencedores entre sí. Sólo habrá de quedar uno.
-¿Y con qué propósito?
-Con el de demostrarle a usted el poder de nuestra oferta.
-Me refiero al propósito de ellos.
-Esa es la clave. Ellos carecen de propósito, luchan y mueren y nada más. ¿Comprende lo que significa?
Al Galeb se retiró ligeramente de la pantalla donde se proyectaban los rostros desquiciados de los luchadores, como si temiera contaminarse de la locura que veía en sus ojos.
-¿Está preparado?
El qatarí asintió mientras miraba en la lejanía el ring donde se iba a desarrollar la lucha a muerte. Hideiki deslizó los dedos sobre su pantalla y unos potentes focos lo convirtieron en un fantasmagórico recinto flotante en la oscuridad. Sonó un toque de sirena y un ruido seco y metálico. El espantoso alarido de diez gargantas inundó el corazón de la montaña ante la fría y severa mirada de Horus.

Wadi-Halfá era tan pequeño que llamarlo pueblo hubiese sido una osadía. Sin embargo, su situación era crucial, al borde de la frontera del próspero Egipto, en términos relativos, y el convulso Sudán. De manera que en sus calles se fraguaban intrigas, contrabandos y otros delitos menores generalmente perpetrados por gente de paso ante la indiferencia de sus escasos habitantes, beneficiarios colaterales de lo estratégico del enclave.
El incauto Jean-Baptiste se había adentrado en ese pequeño polvorín con la sana idea de alquilar un par de camellos como el que va al mercadillo a comprar calzoncillos.

El sol, a pesar de la estación, quemaba la cabeza pelirroja del francés lo que unido a una buena-mala noche le hacía ver todo tras un velo, sin saber muy bien qué era real y qué no, de forma que cuando llegó a la entrada de Wadi-Halfá, Jean-Baptiste parecía medio atontado.
-Bisogni di un paio di cammelli?
Tardó un segundo en entender lo que le preguntaba aquél individuo menudo envuelto en cien pliegues de tela blanca sin llegar a percatarse de que le habían hablado en italiano.
-Yes!
-Venga con me...
Si Pepo hubiese observado la escena habría apuntillado: “Mucho cuerpo y poca cabeza”. Pero no estaba, así que el francés, a falta del aviso de su compañero, cambió de dirección y siguió al tipo que se coló por un callejón entre dos casas de adobe. El francés le siguió sin pensarselo. Sólo un instante antes de entrar en el callejó echó un vistazo a su izquierda donde un par de pequeños, sucios de polvo y mal vestidos, le observaban de lejos, entre sonrientes y excitados.
-¡Yadhul...yadhul!- susurraba el que le precedía desde la penumbra del callejón.

Jean-Baptiste intentó distinguir su rostro, se parecía al viejo del embarcadero, pero  no podía asegurarlo. “Merde! Tout le Sudanais sont egaux!”
-Andiamo, andiamo…!
A pesar de su aturdimiento, Jotabé empezaba a tener serias dudas de dónde se estaba metiendo, sus músculos se pusieron alerta. Sin embargo tenía que encontrar los camellos cuanto antes porque el tiempo se le echaba encima y, como le había advertido De la Fuente, la coordinación era imprescindible. La teoría de que con camellos y convenientemente disfrazados no llamarían la atención era de Gallardo, aunque él pensaba que un Jeep era mejor transporte que unas bestias de las que no sabía nada.
Recordó la presencia de algo o alguien que les apoyaba desde una especie de universo paralelo y recuperó la confianza. Entró en el callejón.
El sudanés caminaba volviendo la mirada de trecho en trecho para asegurarse de que el turista cargado de euros le seguía. Inesperadamente, se detuvo ante un dintel cubierto por una cortina de tejido local con dibujos geométricos.
-È qui.

··
-¿Dónde está Pepo?
Fernanda dejó entrar el excomisario De la Fuente y cerró la puerta.
-Está abajo, señor. Me ha pedido que les invite a bajar.
El jubilado caminaba con seguridad cruzando el pequeño impluvio de la sede de la fundación.
-¿Ha venido José Antonio?
-El señor notario estaba acá al lado, llegó nada más llamarle. El señor comisario está abajo con ellos. Tenga cuidado, hay agua en el piso.
Un reguero de charcos iba desde la escalera hasta el ascensor.
-Tome, dele esto al Don José.-Fernanda le entregó una bata blanca de rizo americano y un par de pantuflas.-Baje usted, yo no debería.
-¿Para quién es esto?
-Para Don José, está abajo tal y como lo trajo Dios al mundo. ¡Con esa maraña de cables…!
Las puertas del ascensor se cerraron y De la Fuente esperó sobre un charco de agua a que volvieran a abrirse, dos plantas más abajo.
La sala de electrónica de la fundación era como la cabeza de Pepo, un lío descomunal. Cables, mesas, cajas, pantallas, alguna silla, máquinas, bolsas vacías, y ¡un tipo desnudo!
-¡Pero… Pepo!
-No hay tiempo, no hay tiempo…
-¿Pero porqué?
-Es lo único que dice.-Aclaró el Notario.-Creo que teme que se corte la comunicación y trabaja para sacar lo máximo posible.
-Debemos plagarlo de robots...- Murmuraba sin dejar de teclear
De la Fuente se acercó a él intentando no pisar alguna cosa vital de todo lo que había por el suelo y le echó la bata por encima.
-Al parecer, Tetsu ha logrado abrir una vía de comunicación entre los ordenadores del enclave y nuestro ordenador.-Aclaró Gallardo sin apartar la mirada de la vertiginosa sucesión imágenes que proyectaban todas las pantallas.
-¿Tenías razón…?¿Están en el norte de Sudán?
-No podemos saberlo. El dispositivo de Watanabe sólo ha reventado la seguridad del… ¿cómo se llama?
-Fairgüol.- Respondió el Notario.
-Todo lo demás lo están haciendo Pepo y sus camaradas de la Red.
-Están en el norte de Sudán-dijo Pepo sin dejar de teclear.
-¿Seguro?
-Seguro, mirad ahí…-Señaló una pantalla que mostraba un par de números con muchos decimales.
-¿Qué significa eso?
-Son las coordenadas UTM del sitio. Podríais buscarlo en aquél ordenador y mandárselas a Jotabé y Antonia.
-¿Y cómo se busca eso?
-¡Da igual!- Pepo estaba nervioso.-¡Mandadle los números, ellos sabrán cómo usarlos!
-Está bien. Me voy arriba a mandarlos.- De la Fuente se volvió hacia sus compañeros.-Creo que aquí estorbamos un poco.
-Si… mejor os largáis…
Los tres hombres se miraron y se dirigieron al ascensor. Las puertas se cerraron dejando a solas a Pepo, que continuaba tecleando y comprobando aquí y allá. Encobado y con la bata parecía el doctor Frankenstein justo antes de dar vida a su criatura..

En el ascensor, los tres se miraban impotentes.
-¡Joder, cómo se ha puesto el muchacho!
-Es una pena no poder hacer nada…
-Bueno, si tenemos algo que hacer.- Las puertas se abrieron en el patio.-Yo aviso a Antonia y tú a Jotabé.
-De acuerdo,- Gallardo mostró el papel en el que había apuntado las coordenadas.-Aunque la verdad no estoy seguro de que sepan usarlas.
De la Fuente ya estaba marcando el número de teléfono.

···
Los diez luchadores convergieron en una melé violenta justo en el centro del recinto vallado. Gritaban y pegaban con rudeza, intentando hacer el máximo daño posible a los del grupo contrario. Casi de forma natural, cada uno buscó su pareja en el contrario. Uno de los de menor tamaño tuvo la mala suerte de toparse con el pecho del rubio de dos metros que, como si fuera un pollo, le cogió de la cabeza y le retorció el cuello de un solo golpe dejándolo caer sin vida.
Inmediatamente, el cuerpo del muerto empezó a hervir disolviéndose en un charco de líquido hediondo que, sin el más mínimo reparo, era pisado por los luchadores.
En el interior del silo, Manuela y sus comandantes observaban la escena sobe la mesa-pantalla mientras los operadores en la estructura metálica que recubría las paredes parecían tomar decisiones sobre sus consolas. En la última planta, una matriz de pequeños cilindros luminosos parecía ser el corazón del sistema de control. Uno de los cilindros simplemente se apagó.
-¿Qué le ha pasado?
-Ha desaparecido.
-Pero… cómo.- En la pantalla de Al Galeb otros dos cuerpos se deshacían como cubitos de hielo sanguinolentos.
-Forma parte del sistema. No queda rastro, ni pruebas.

En el silo, más cilindros fueron apagándose hasta que en el ring sólo quedaban tres muyaidines: el gigante, un compañero de su grupo y un enemigo que, en clara inferioridad, no dudó en darse la vuelta y correr aterrorizado hacia la valla y la muralla de soldados. Estos cargaron sus armas y apuntaron rápidamente a los tres.
-¡Alto!¡No salgan del perímetro!- gritó en árabe uno de los soldados.
Los dos agresores se quedaron clavados viendo como el tercero derribaba la valla y salía del recinto de lucha en dirección a la brecha rocosa de la salida mientras gritaba desesperado. De pronto cayó de rodillas. En la pantalla del qatarí un primer plano mostraba cómo la piel del infortunado se llenaba de un entramado violáceo hasta hincharlo como a un sapo. Los ojos y la lengua disueltos en una masa gelatinosa y negruzca. El cuerpo cayó sobre el suelo y se disolvió sin dejar de retorcerse en un sinfín de dolorosos espasmos.
-¿Ve?- Dijo Hideiki satisfecho de la demostración.-No hay lugar para los cobardes.

En el ring, los ahora enemigos se miraron un segundo antes de comenzar a luchar entre sí. El gigante parecía no tener rival, sin embargo, el otro no se pensó un segundo el movimiento y de un certero golpe le introdujo dos dedos en las cuencas de los ojos y se los sacó. Un espantoso grito de dolor heló la sangre de los soldados.
Con el rostro marcado por dos agujeros ciegos y sangrantes se volvió dando manotazos a diestro y siniestro como un pollo sin cabeza.
El otro luchador cambió radicalmente de actitud. Su ira y fuerza se aplacaron de forma súbita. Ahora era un tipo discreto y felino, justo lo que le hacía falta ser.
-El muyaidin ha cambiado de modo, ahora está pensando cómo atacar a esa mala bestia sin sufrir daño alguno.- Explicó Hideiki.
-¿Drogas?
-Sin duda. Observe.
Con sigilo y confianza, se fue acercando a su enorme enemigo que ahora ya no daba manotazos sino que tanteaba con torpeza mientras blasfemaba en algo que podía ser sueco o noruego. Dio un salto y se le subió a la espalda. Con la mano izquierda le cogió la cabeza tirando de ella agarrado a las cuencas de sus ojos. El rubio la levantó dolorido y dejó su cuello al descubierto, lo que fue aprovechado por su enemigo para romperle la nuez de un violento golpe. El gigante cayó de bruces ahogándose con los cartílagos de su propia tráquea. Un par de golpes de tos lo terminaron por asfixiar derrumbándolo sobre el suelo lleno de sangre y grumos pestilentes.
El vencedor lo desmontó antes de que se desintegrara y levantó las manos hacia el cielo gritando triunfal.

Hideiki, pletórico, se volvió hacia su invitado.
-¿Qué le ha parecido?
-Impresionante. ¿Cuántos hombres como esos tenemos?
-Ahora mismo tenemos casi dos mil.
-¿Puedo hacer una llamada?
-Por supuesto, acompáñeme.

El móvil sonó en el bolsillo del pantalón. La mano pequeña y fuerte de Paco el Camboyano lo atrapó. Viajaba en la parte de atrás de una camioneta, hacinado con un montón de norteafricanos por una carretera polvorienta junto al mar.
-¿Si?
-¿Paco?
-¿Qué quieres, jefe?

En la Fundación, De la Fuente miró extrañado a sus compañeros.
-Creí que de día le tocaba a Antonia.
-Excepto en casos excepcionales.
-¿Ocurre algo?
-No. ¿Qué querías?
-Mandarte las…
“Coordenadas UTM”, le indicó susurrando Gallardo.
-Las coordenadas del objetivo.
-No las necesito. Me dirijo a otro sitio.
-¡Otro sitio…!¡Si hemos confirmado el objetivo!
-Ese objetivo. Hay más.
-¿Te podemos ayudar?
-No.
-¿Puedes decirnos a dónde vas?
-Viajo por la península del Sinaí, estamos a punto de llegar a la frontera. He de colgar.
La comunicación se interrumpió.
-Va hacia la frontera, en la península del Sinaí.
-¡Mierda! ¿Cómo es que ha cambiado de rumbo?
-No lo sé…. ¿Con qué hace frontera ese sitio?- Se giró hacia el Notario.
-Con Israel y con Gaza.
-Mierda... mierda...
-¿Qué ocurre Gallardo?
-Jotabé... no contesta.

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