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En la inmensa bóveda natural de las instalaciones, el
rectángulo central, vallado y rodeado de soldados occidentales armados y acorazados
casi pasaba desapercibido, aunque cientos de ojos estaban puestos en él.
Sus dimensiones de 30 por 20 metros lo asemejaban a una cancha de
baloncesto, reducido pero suficientemente grande como para que dos grupos de gigantes
corrieran de un lado a otro, aunque ahora estaba desierta. En los extremos más
alejados del rectángulo un par de jaulas metálicas encerraban a sendos grupos
de cinco hombres vestidos con unos harapos rotos.
Eran fuertes y vigorosos y respiraban de manera ostentosa,
como si acabaran de terminar una esforzada carrera. El sudor hacía que
brillaran en un entramado de retículos de luz y sombra proyectado por la
cubierta de camuflaje del recinto.
Pasar la vista por sus rostros era pasearse por el camino
de la desesperación. Miraban al frente, casi sin pestañear, alertas, preparados
para saltar en cuanto las jaulas se abrieran. Casi todos eran de origen
africano, del norte o del sur del desierto, aunque en uno de los grupos un
enorme rubicundo compartiera con ellos su fatal destino.
Ya los habían aleccionado, ya sabían qué podían esperar
de aquel enfrentamiento: la muerte o la muerte. Sólo tenían una pequeña
esperanza, morir de forma rápida, sin dolor y quizá, sólo quizá, sobrevivir
para esperar un poco más.
Sin embargo, su voluntad estaba ahora anulada. Una gran
cantidad de adrenalina sintética corría pos sus venas haciendo palpitar sus
corazones descontrolados, poniendo en alerta sus sentidos, tensando sus
músculos agarrotados. No, ya no eran dueños de sí, ya sólo veían objetivos que
derribar, enemigos que batir. Ya solo ansiaban la lucha hasta la muerte.
“Cuando quiera, doctor”, resonó en el recinto el pequeño
altavoz de la pantalla de Hideiki.
-Entonces, ¿esos hombres van a exterminarse entre sí?
-Efectivamente. Primero colaborarán por grupos para
acabar con el contrario, después lucharán los vencedores entre sí. Sólo habrá
de quedar uno.
-¿Y con qué propósito?
-Con el de demostrarle a usted el poder de nuestra
oferta.
-Me refiero al propósito de ellos.
-Esa es la clave. Ellos carecen de propósito, luchan y
mueren y nada más. ¿Comprende lo que significa?
Al Galeb se retiró ligeramente de la pantalla donde se
proyectaban los rostros desquiciados de los luchadores, como si temiera
contaminarse de la locura que veía en sus ojos.
-¿Está preparado?
El qatarí asintió mientras miraba en la lejanía el ring
donde se iba a desarrollar la lucha a muerte. Hideiki deslizó los dedos sobre
su pantalla y unos potentes focos lo convirtieron en un fantasmagórico recinto
flotante en la oscuridad. Sonó un toque de sirena y un ruido seco y metálico.
El espantoso alarido de diez gargantas inundó el corazón de la montaña ante la
fría y severa mirada de Horus.
Wadi-Halfá era tan pequeño que llamarlo pueblo hubiese
sido una osadía. Sin embargo, su situación era crucial, al borde de la frontera
del próspero Egipto, en términos relativos, y el convulso Sudán. De manera que
en sus calles se fraguaban intrigas, contrabandos y otros delitos menores
generalmente perpetrados por gente de paso ante la indiferencia de sus escasos habitantes,
beneficiarios colaterales de lo estratégico del enclave.
El incauto Jean-Baptiste se había adentrado en ese
pequeño polvorín con la sana idea de alquilar un par de camellos como el que va
al mercadillo a comprar calzoncillos.
El sol, a pesar de la estación, quemaba la cabeza
pelirroja del francés lo que unido a una buena-mala noche le hacía ver todo
tras un velo, sin saber muy bien qué era real y qué no, de forma que cuando
llegó a la entrada de Wadi-Halfá, Jean-Baptiste parecía medio atontado.
-Bisogni di un paio di cammelli?
Tardó un segundo en entender lo que le preguntaba aquél individuo menudo
envuelto en cien pliegues de tela blanca sin llegar a percatarse de que le
habían hablado en italiano.
-Yes!
-Venga con me...
Si Pepo hubiese observado la escena habría apuntillado: “Mucho cuerpo y
poca cabeza”. Pero no estaba, así que el francés, a falta del aviso de su
compañero, cambió de dirección y siguió al tipo que se coló por un callejón
entre dos casas de adobe. El francés le siguió sin pensarselo. Sólo un instante
antes de entrar en el callejó echó un vistazo a su izquierda donde un par de
pequeños, sucios de polvo y mal vestidos, le observaban de lejos, entre
sonrientes y excitados.
-¡Yadhul...yadhul!- susurraba el que le precedía desde la penumbra del
callejón.
Jean-Baptiste intentó distinguir su rostro, se parecía al
viejo del embarcadero, pero no podía
asegurarlo. “Merde! Tout le Sudanais sont egaux!”
-Andiamo, andiamo…!
Recordó la presencia de algo o alguien que les apoyaba desde
una especie de universo paralelo y recuperó la confianza. Entró en el callejón.
El sudanés caminaba volviendo la mirada de trecho en
trecho para asegurarse de que el turista cargado de euros le seguía.
Inesperadamente, se detuvo ante un dintel cubierto por una cortina de tejido
local con dibujos geométricos.
-È qui.
··
-¿Dónde está Pepo?
Fernanda dejó entrar el excomisario De la Fuente y cerró
la puerta.
-Está abajo, señor. Me ha pedido que les invite a bajar.
El jubilado caminaba con seguridad cruzando el pequeño impluvio
de la sede de la fundación.
-¿Ha venido José Antonio?
-El señor notario estaba acá al lado, llegó nada más
llamarle. El señor comisario está abajo con ellos. Tenga cuidado, hay agua en
el piso.
Un reguero de charcos iba desde la escalera hasta el
ascensor.
-Tome, dele esto al Don José.-Fernanda le entregó una
bata blanca de rizo americano y un par de pantuflas.-Baje usted, yo no debería.
-¿Para quién es esto?
-Para Don José, está abajo tal y como lo trajo Dios al
mundo. ¡Con esa maraña de cables…!
Las puertas del ascensor se cerraron y De la Fuente
esperó sobre un charco de agua a que volvieran a abrirse, dos plantas más
abajo.
La sala de electrónica de la fundación era como la cabeza
de Pepo, un lío descomunal. Cables, mesas, cajas, pantallas, alguna silla,
máquinas, bolsas vacías, y ¡un tipo desnudo!
-¡Pero… Pepo!
-No hay tiempo, no hay tiempo…
-¿Pero porqué?
-Es lo único que dice.-Aclaró el Notario.-Creo que teme
que se corte la comunicación y trabaja para sacar lo máximo posible.
-Debemos plagarlo de robots...- Murmuraba sin dejar de
teclear
De la Fuente se acercó a él intentando no pisar alguna
cosa vital de todo lo que había por el suelo y le echó la bata por encima.
-Al parecer, Tetsu ha logrado abrir una vía de
comunicación entre los ordenadores del enclave y nuestro ordenador.-Aclaró
Gallardo sin apartar la mirada de la vertiginosa sucesión imágenes que
proyectaban todas las pantallas.
-¿Tenías razón…?¿Están en el norte de Sudán?
-No podemos saberlo. El dispositivo de Watanabe sólo ha
reventado la seguridad del… ¿cómo se llama?
-Fairgüol.- Respondió
el Notario.
-Todo lo demás lo están haciendo Pepo y sus camaradas de
la Red.
-Están en el norte de Sudán-dijo Pepo sin dejar de
teclear.
-¿Seguro?
-Seguro, mirad ahí…-Señaló una pantalla que mostraba un
par de números con muchos decimales.
-¿Qué significa eso?
-Son las coordenadas UTM del sitio. Podríais buscarlo en
aquél ordenador y mandárselas a Jotabé y Antonia.
-¿Y cómo se busca eso?
-¡Da igual!- Pepo estaba nervioso.-¡Mandadle los números,
ellos sabrán cómo usarlos!
-Está bien. Me voy arriba a mandarlos.- De la Fuente se
volvió hacia sus compañeros.-Creo que aquí estorbamos un poco.
-Si… mejor os largáis…
Los tres hombres se miraron y se dirigieron al ascensor.
Las puertas se cerraron dejando a solas a Pepo, que continuaba tecleando y
comprobando aquí y allá. Encobado y con la bata parecía el doctor Frankenstein justo antes de dar vida a su criatura..
En el ascensor, los tres se miraban impotentes.
-¡Joder, cómo se ha puesto el muchacho!
-Es una pena no poder hacer nada…
-Bueno, si tenemos algo que hacer.- Las puertas se
abrieron en el patio.-Yo aviso a Antonia y tú a Jotabé.
-De acuerdo,- Gallardo mostró el papel en el que había
apuntado las coordenadas.-Aunque la verdad no estoy seguro de que sepan
usarlas.
De la Fuente ya estaba marcando el número de teléfono.
···
Los diez luchadores convergieron en una melé violenta
justo en el centro del recinto vallado. Gritaban y pegaban con rudeza,
intentando hacer el máximo daño posible a los del grupo contrario. Casi de
forma natural, cada uno buscó su pareja en el contrario. Uno de los de menor
tamaño tuvo la mala suerte de toparse con el pecho del rubio de dos metros que,
como si fuera un pollo, le cogió de la cabeza y le retorció el cuello de un
solo golpe dejándolo caer sin vida.
Inmediatamente, el cuerpo del muerto empezó a hervir
disolviéndose en un charco de líquido hediondo que, sin el más mínimo reparo,
era pisado por los luchadores.
En el interior del silo, Manuela y sus comandantes
observaban la escena sobe la mesa-pantalla mientras los operadores en la
estructura metálica que recubría las paredes parecían tomar decisiones sobre
sus consolas. En la última planta, una matriz de pequeños cilindros luminosos parecía
ser el corazón del sistema de control. Uno de los cilindros simplemente se
apagó.
-¿Qué le ha pasado?
-Ha desaparecido.
-Pero… cómo.- En la pantalla de Al Galeb otros dos
cuerpos se deshacían como cubitos de hielo sanguinolentos.
-Forma parte del sistema. No queda rastro, ni pruebas.
En el silo, más cilindros fueron apagándose hasta que en
el ring sólo quedaban tres muyaidines: el gigante, un compañero de su grupo y
un enemigo que, en clara inferioridad, no dudó en darse la vuelta y correr
aterrorizado hacia la valla y la muralla de soldados. Estos cargaron sus armas
y apuntaron rápidamente a los tres.
-¡Alto!¡No salgan del perímetro!- gritó en árabe uno de
los soldados.
Los dos agresores se quedaron clavados viendo como el
tercero derribaba la valla y salía del recinto de lucha en dirección a la brecha
rocosa de la salida mientras gritaba desesperado. De pronto cayó de rodillas.
En la pantalla del qatarí un primer plano mostraba cómo la piel del infortunado
se llenaba de un entramado violáceo hasta hincharlo como a un sapo. Los ojos y
la lengua disueltos en una masa gelatinosa y negruzca. El cuerpo cayó sobre el
suelo y se disolvió sin dejar de retorcerse en un sinfín de dolorosos espasmos.
-¿Ve?- Dijo Hideiki satisfecho de la demostración.-No hay
lugar para los cobardes.
En el ring, los ahora enemigos se miraron un segundo
antes de comenzar a luchar entre sí. El gigante parecía no tener rival, sin
embargo, el otro no se pensó un segundo el movimiento y de un certero golpe le
introdujo dos dedos en las cuencas de los ojos y se los sacó. Un espantoso
grito de dolor heló la sangre de los soldados.
Con el rostro marcado por dos agujeros ciegos y
sangrantes se volvió dando manotazos a diestro y siniestro como un pollo sin
cabeza.
El otro luchador cambió radicalmente de actitud. Su ira y
fuerza se aplacaron de forma súbita. Ahora era un tipo discreto y felino, justo
lo que le hacía falta ser.
-El muyaidin ha cambiado de modo, ahora está pensando
cómo atacar a esa mala bestia sin sufrir daño alguno.- Explicó Hideiki.
-¿Drogas?
-Sin duda. Observe.
Con sigilo y confianza, se fue acercando a su enorme
enemigo que ahora ya no daba manotazos sino que tanteaba con torpeza mientras
blasfemaba en algo que podía ser sueco o noruego. Dio un salto y se le subió a
la espalda. Con la mano izquierda le cogió la cabeza tirando de ella agarrado a
las cuencas de sus ojos. El rubio la levantó dolorido y dejó su cuello al
descubierto, lo que fue aprovechado por su enemigo para romperle la nuez de un
violento golpe. El gigante cayó de bruces ahogándose con los cartílagos de su
propia tráquea. Un par de golpes de tos lo terminaron por asfixiar
derrumbándolo sobre el suelo lleno de sangre y grumos pestilentes.
El vencedor lo desmontó antes de que se desintegrara y
levantó las manos hacia el cielo gritando triunfal.
Hideiki, pletórico, se volvió hacia su invitado.
-¿Qué le ha parecido?
-Impresionante. ¿Cuántos hombres como esos tenemos?
-Ahora mismo tenemos casi dos mil.
-¿Puedo hacer una llamada?
-Por supuesto, acompáñeme.
El móvil sonó en el bolsillo del pantalón. La mano
pequeña y fuerte de Paco el Camboyano lo atrapó. Viajaba en la parte de atrás
de una camioneta, hacinado con un montón de norteafricanos por una carretera
polvorienta junto al mar.
-¿Si?
-¿Paco?
-¿Qué quieres, jefe?
En la Fundación, De la Fuente miró extrañado a sus
compañeros.
-Creí que de día le tocaba a Antonia.
-Excepto en casos excepcionales.
-¿Ocurre algo?
-No. ¿Qué querías?
-Mandarte las…
“Coordenadas UTM”, le indicó susurrando Gallardo.
-Las coordenadas del objetivo.
-No las necesito. Me dirijo a otro sitio.
-¡Otro sitio…!¡Si hemos confirmado el objetivo!
-Ese objetivo. Hay más.
-¿Te podemos ayudar?
-No.
-¿Puedes decirnos a dónde vas?
-Viajo por la península del Sinaí, estamos a punto de
llegar a la frontera. He de colgar.
La comunicación se interrumpió.
-Va hacia la frontera, en la península del Sinaí.
-¡Mierda! ¿Cómo es que ha cambiado de rumbo?
-No lo sé…. ¿Con qué hace frontera ese sitio?- Se giró
hacia el Notario.
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