12-Bajo Control Absoluto



·
Mientras la maquinaria de muerte hacía su demostración arriba, dejando claro quién tiene el poder y quién no tiene nada, no dejaba de funcionar debajo, en las entrañas de la tierra, llevando carne nueva a sus fauces, para digerirla y convertirla en despojos.

Movida por el funesto empeño de lograr un ejército de autómatas, zombis sin voluntad, un ejército ciego para causar el máximo daño y dolor y así seguir agrandando su poder. Pero esos negros propósitos eran ignorados por la Humanidad que se asomaba al borde de un abismo siniestro absolutamente ciega.
En esa Humanidad estaba incluido Obama. Aunque Obama no buscaba el poder, sólo se hacía el muerto.

Esto, oído en plena campaña electoral americana, le hubiese costado la carrera a la Casa Blanca. Pero no hablamos de ese Obama. Éste, el nuestro, no tenía aspiraciones más allá de la pura supervivencia y ni para eso tenía expectativas de triunfo. Este Obama se hacía el muerto por no estar muerto.

Su compañero Shalif también se hacía el muerto, entre unas decenas de hombres que no podían evitar estar inconscientes como consecuencia de una droga ingerida con el agua. El compañero de Obama no quería estar allí, con el negro y los otros esclavos. El sí creía que podía aspirar a más aunque sus últimos intentos habían fracasado y, además, le habían llevado a perder su condición de ser humano desde que abandonara a sus compañeros, incluidas mujeres y niños, en mitad del desierto para buscar una salida él solo.

Es uno de los triunfos del Poder: aislar a los débiles, decirles que ellos solos pueden luchar y salir de su agujero, que no tienen que “cargar” con los otros débiles. Así, aislados, uno a uno, son más fáciles de anular y de empujar hacia abajo de nuevo. Shalif ha creído en el individualismo sobre todas las cosas y con ello, el Poder ha logrado ganar en él la primera batalla.

Pero ahora, en realidad, nadie hubiera querido estar allí inconscientes e inermes sobre camillas empujadas a toda velocidad por intrincados corredores milenarios, repletos de jeroglíficos indescifrables en dirección a un lugar que se antojaba poco halagüeño.

Los gritos salvajes que provenían de la explanada les seguían retumbando en las paredes de roca ayudando a Obama a imaginarse en un estadio abarrotado de camino a la enfermería, tras una jugada peligrosa en la que un jugador descerebrado le acababa de romper la nariz de un cabezazo. 

- Verdammt! Beeilen, werden wir alles verlieren!- Gritaba alguien a sus pies con la voz entrecortada por el esfuerzo.
- Wir sind hier… hier… jetz!- Respondió otro delante suya. Obama no sabía muy bien qué puñetas significaba aquello, pero los camilleros parecían tener mucha prisa, quizá preferían estar viendo el espectáculo de arriba antes que empujar africanos mal olientes.

Hacía un buen rato que los habían descargado de los camiones en aquél hangar inmenso que al negro le había dejado impresionado. Tampoco olvidaba el rato en que el capullo del muyahidín que lo descargó del camión le estuvo clavando el hombro en el hígado. Aún le dolía, aunque se sentía satisfecho de no haberse quejado, como si realmente estuviese bajo los efectos de un potente somnífero.
No había tenido tiempo de cruzar la mirada con el compañero que también estaba despierto y ahora, correteando por los túneles garrapateados, sólo podía mirar con los ojos entrecerrados al techo que corría de arriba a abajo salpicado por bombillas amarillentas que pasaban como estrellas fugaces, por lo que decidió seguir siendo el jugador lesionado de un partido de máxima rivalidad a la espera de alguna mejor ocasión.

De repente, la panorámica cambió. El techo se agrandó y alejó y los ruidos y las voces de los guardias empezaron a reverberar lo que demostraba que entraban en una gran sala. Hubo también un cambió en la iluminación. Ahora era más intensa y fría. Obama terminó de cerrar los párpados para evitar el deslumbramiento.
- Wo wir?
- Folgen, bis der Hintergrund.
Qué clase de gente podía hablar como los demonios de sus cuentos infantiles, se preguntaba.  

Tras un momento de adaptación, logró entreabrir los ojos y echar un vistazo: las camillas se iban alineando en dos filas paralelas con los cabeceros hacia las paredes laterales, mientras la suya, pasaba entre ambas por un pasillo de pies sucios que apestaban a mierda en dirección al fondo.

Al final, un par de rubias en bata blanca como enfermeras pero de aspecto rudo y desabrido como carceleras parecían esperar a que terminara la operación, apostadas tras sendos artefactos que al africano le recordaron marabúes de acero sobre ruedas, con prolongados picos semejante a cañones. Por fin le llegó su turno y el camillero que lo empujaba lo colocó junto a la última camilla de la fila de la derecha, justo al lado de las agrias enfermeras.

La maniobra de aparcamiento le brindó la ocasión de dejar caer su cabeza hacia la derecha y así poder contemplar aquellas hembras occidentales. Eran altas, angulosas y frías. Nada que ver con el ideal femenino que él soñaba: mujeres redondas, sinuosas y cálidas.
Si su primera experiencia con Europa no había sido todo lo amable que hubiera deseado, a la vista de aquellas feas mujeres, lo de irse al próspero Norte, parecía cada vez más una estupidez. No pudo reprimir una sonrisa… ¡Si Shalif le escuchara!

Arriba, el combate había terminado y los soldados encadenaban al vencedor para trasladarlo a las celdas de la tropa. Pero la endorfina sintética ya lo había capturado antes, envolviéndolo en una suerte de paraíso sensorial extremadamente placentero tras el duro esfuerzo de la masacre.
A ese éxtasis se referían los muyaidines-esclavo como “el premio”. Pero la droga no sólo cumplía la función de premiar, también de enganchar, reforzar la conducta y luego, al faltar, de instigar y desear. Todo un corolario de las investigaciones de Paulov.

··
Mientras todo esto ocurría, un jeep entró dentro de las instalaciones y aparcó junto a los camiones donde había llegado Obama. En él iban dos sudaneses con un individuo pelirrojo, alto y fuerte que parecía dormido.
Un par de guardias se alejaron de una doble puerta de acero incrustada en el muro del santuario y se acercaron al vehículo.
-¿Y este?
-Es uno nuevo.- Contestó uno del jeep con el rostro casi destrozado.
-Oh, vaya, parece que os ha costado algo de trabajo.
-Ja, ja… tienes la cara hecha polvo. Os ha dado fuerte, ¿eh?
-¡Pues tendrías que haber visto a los otros tres!- dijo el conductor, también maltrecho.-¡Es una puta bestia! Menos mal que logramos inyectarle el tranquilizante…
-Cinco dosis de tranquilizante.-Apuntilló el otro apeándose del coche.
-¡Buen fichaje! No está mal. Ellos se pondrán contentos. Acaban de perder a uno de sus favoritos: Hansen.
-¿Cómo?- Los del jeep empezaron a descargar el cuerpo laxo y muy pesado de Jean-Baptiste.-¡Pero si era más grande que este!
-Pero era un poco estúpido. Benasir le sacó los ojos y luego le rompió la tráquea.
-¡Venga…! - Gritaba el otro guardia desde el panel de control de las puertas.
-Daros prisa. Acaba de llegar un cargamento y es mejor que lo preparen cuanto antes, no quisiera tener que luchar contra eso. Acabo de meter las credenciales en el sistema, tenéis franqueado el paso hasta el quirófano 3. El ascensor os esperará y os traerá de vuelta, no os perdáis por el camino, de lo contrario…
-Ya, ya… lo sabemos.
 
En el quirófano 3, las dos enfermeras empezaron a caminar empujando sus grullas mecánicas bajo la mirada taimada de Obama. Se situaron enfrente de las dos primeras camillas, una de ellas la de él mismo y, operando sobre el control el dispositivo, hicieron que éste se inclinara hasta dejar el pico entre los pies de los desvanecidos.
Obama se temió lo peor cuando vio cómo el aparato alargaba su cuello introduciendo el frío cilindro metálico entre sus piernas en dirección a su cuerpo.
Evidentemente aquello era demasiado para él y la espectativa de ser trepanado por un tubo de acero del tamaño de un bate de béisbol manipulado por institutrices alemanas no le dejó más alternativa que dar un salto para dejarse caer de la camilla hacia uno de sus costados.

Los gritos de la enfermera alertaron a su compañera y a la pareja de guardias que habían quedado en la puerta del quirófano.
-¡Está despierto…está despierto!¡Se ha metido ahí debajo!
-Apártate.- dijo uno corriendo aparatosamente hacia el fondo de las filas arma en mano.
-¿Dónde estás cabrón?
Obama, realmente acojonado, gateaba por debajo de los pacientes sin tener muy claro qué podía hacer: virtualmente estaba en la madriguera de un temible enemigo más numeroso y armado. Las voces de su padre, su abuelo y, probablemente, la de generaciones de antepasados resonaban en su cabeza: “No pierdas de vista a la fiera”.

Miró a su derecha… podía ver las piernas del soldado, flexionándose para que echar un vistazo bajo las camillas.

“Ataca”

¡Aquello no era la voz de sus antepasados! Dudó un segundo. La diferencia entre morir o sobrevivir dependía del siguiente segundo.

“Ataca”

Ahora estaba claro, era una voz extraña, potente, clara, sin saber por qué le hizo caso.
De un salto casi simiesco empujó la camilla bajo la que estaba hacia arriba volcándola con su pesada carga sobre el soldado agachado. Una ráfaga de disparos impactó contra el cuerpo de la camilla provocando chispas al chocar contra la pared pero no pudo evitar que todo, cadáver y camilla, cayera sobre él.

El otro soldado ya había levantado la tapa del pulsador de alarma y se disponía a apretarlo cuando una de las chicas gritó desde el rincón en el que se habían refugiado.

-¡No…!¡Recuerda: nada de jaleo mientras el cliente esté aquí!

La mano del guardia se cerró en un puño parando en el último momento el empuje hacia el grueso botón rojo.

-Es sólo uno, vosotros sois dos y con armas.- Dijo la otra enfermera con autoridad.

El momento de confusión fue aprovechado por Obama para volver a esconderse entre las camillas más cercanas a la salida, justo las que quedaban más cerca del soldado de la puerta mientras el otro intentaba zafarse del muerto, la camilla y la sábana sin demasiado éxito. Sin embargo lo veía perfectamente.
-Está ahí abajo… va hacia ti.

-¡Debéis cogerlo con vida… nada de disparos!-
-¡No me digas lo que tengo que hacer, zorra. Cierra el pico!

A pesar de todo, aseguró el arma de asalto en la canana del pecho y se agachó para ver lo que su compañero le indicaba. Allí estaba: un sucio negro con pinta de unos veintitantos y cara de susto descomunal.
-¡Ven aquí hijo de puta!- Dijo gateando en su dirección.

Obama no tenía ganas de contestar, aunque hubiera entendido lo que el soldado le decía, prefirió ver el ángulo abierto entre las patas de la camilla, el soldado y las puertas de salida y no se lo pensó.

···
En una maniobra cien veces ensayada mientras jugaba al fútbol con sus amigos se lanzó de cabeza contra el suelo doblando el cuello en el último instante para rodar sobre su espalda y seguidamente ponerse de pie justo a la izquierda del guardia. Aun intentando recuperar el equilibrio inició un súbito sprint, como cuando jugaba de chaval. Sólo había una diferencia: ahora no tenía toda la sabana para correr sino dos gruesas puertas que le impedían el paso.

La carrera iba a terminar rápidamente si no torcía el rumbo para evitar estamparse contra el acero, pero en el último momento, la línea de separación de las puertas destelló. Lo sabía, de algún modo lo sabía: las puertas se estaban abriendo, sólo tuvo que aminorar una décima de segundo para colarse por la estrecha pero suficiente abertura.
Las puertas siguieron abriéndose pero Obama ya no estaba en el campo de visión, se había escurrido como una carpa en las manos de un pescador.

-¡Per…!¿Cómo coño?
En el dintel de la entrada del quirófano 3 los dos sudaneses, cargados con Jean-Baptiste, se quedaron boquiabiertos y congelados.

-Eh… tenemos permiso para…
-¡Mierda…! ¡Apartaros de ahí!- Gritó el soldado corriendo hacia ellos ahora con el arma en la mano.

Los dos tipos arrastraron a su cautivo como pudieron para hacerse a un lado y dejar pasar al frenético soldado.
-¿Hacia dónde ha ido?
-Hacia el ascensor… está allí.
Detenido justo en la puerta apenas tuvo tiempo para echar un vistazo a su perseguidor antes de meterse en el ascensor que inmediatamente cerró las puertas.
-¡Mierda…!¡Da la alarma!

El otro soldado alcanzó el panel de control de la puerta de dos zancadas ante la mirada atónita de los porteadores de Jean-Baptiste.

En el silo donde estaba instalada la sala de control, en un recodo bajo la estructura metálica que sustentaba máquinas, consolas y operadores, Al Galeb hablaba a través del teléfono que le habían facilitado con alguien mientras en el centro, junto a la mesa-pantalla, Hideiki hablaba con Manuela.
-Creo que ha ido perfecto. Tengo que felicitarla, el cambio de modo del muyahidín no pudo ser más oportuno.
-Gracias, doctor. ¿Cree que tardará mucho en darnos la respuesta?
El japonés se volvió discretamente hacia el lugar en el que el qatarí conversaba.
-Creo que no tardará más de un minuto.
-¿Ordeno el despliegue?
-Prepárelo todo y espere la orden de activación. Manuela hizo un gesto al grupo de controladores que inmediatamente se pusieron a tocar la pantalla haciendo que las imágenes de ésta cambiaran a gran velocidad.
- Avise a mi guardaespaldas, salimos inmediatamente.
Manuela también tocó la pantalla y se llevó la mano a su auricular.
-Watanabe.- Sonó al otro lado de la línea.
-¿Estás preparado?
-Estoy listo.
-Ve a la explanada y espera allí a que llegue tu jefe. Salís de inmediato.
-De acuerdo.
Al Galeb ya había terminado de hablar y se acercaba al centro de la sala.

-¿Todo bien?
-Perfecto, ¿podemos hablar en algún lugar más reservado?
-Vengan a mi despacho.- dijo el japonés invitando a que Manuela y Al Galeb les siguieran.
-Ella…- protestó el qatarí.
-Ella es la que va a disponer los movimientos que usted decida, es bueno que le escuche personalmente para evitar malentendidos.
A pesar de no ser de su agrado, Al Galeb asintió y junto a los doctores caminó hasta perderse detrás de un recodo de roca milenaria en dirección al despacho del japonés.

Watanabe terminó de ponerse la chaqueta, ocultando la pistola que llevaba bajo su axila y  salió del dormitorio de oficiales dejando a un par de ellos charlando en una jerga incomprensible. No podía saber si el intruso que había conectado al firewall había logrado su propósito, así que continuaba esperando a los acontecimientos.

Según sus últimas instrucciones, Antonia debería de estar a punto de llegar con Jean-Baptiste para, entre los tres, desmontar aquel chiringuito. Dadas sus proporciones y tecnificación debía de haber costado una fortuna, lo que le dejaba claro que la organización sin nombre contra la que luchaban era muy poderosa.
Quizá no estuvieran en el lugar oportuno para descabezarla y la acción que tenían preparada no iba más que a amputarle uno de sus brazos, pero no tenía posibilidad alguna de comunicarse con sus amigos de la fundación sin levantar todas las alarmas, como le había asegurado Pepo.

El corredor de los dormitorios salía a un pequeño hueco abovedado de la roca de la época faraónica. Algunas puertas cerradas indicaban que la estructura de las instalaciones era mucho mayor, pero no tenía intención de explorarla. Ahora tocaba hacer de guardaespaldas del cruel Tooyo Hideiki mientras esperaba a que apareciera La Ninja y el francés. Giró a la derecha y salió al espacio abierto del santuario justo al mismo tiempo que se abrían las puertas del ascensor de quirófanos, cien metros a su izquierda.

-¿Ya habéis dejado al grandullón en su sitio?- Dijo uno de los guardias girándose hacia atrás.
En el ascensor no estaban los dos sudaneses, en su lugar se encontraron con un negro, sucio, maloliente y descalzo que al verles quedó petrificado.
-¿¡Quién coño eres tú!?- Gritó apuntándole a la cabeza a apenas medio metro.

Obama iba a decir algo cuando de pronto, todo se volvió de color rojo.
Un estridente sonido inundó las instalaciones mientras una voz mecánica decía en alemán y árabe:

“Alerta en el quirófano 3. Alerta en el quirófano 3”

No hay comentarios: