·
Mientras la maquinaria de
muerte hacía su demostración arriba, dejando claro quién tiene el poder y quién
no tiene nada, no dejaba de funcionar debajo, en las entrañas de la tierra, llevando
carne nueva a sus fauces, para digerirla y convertirla en despojos.
Movida por el funesto empeño
de lograr un ejército de autómatas, zombis sin voluntad, un ejército ciego para
causar el máximo daño y dolor y así seguir agrandando su poder. Pero esos
negros propósitos eran ignorados por la Humanidad que se asomaba al borde de un
abismo siniestro absolutamente ciega.
En esa Humanidad estaba
incluido Obama. Aunque Obama no buscaba el poder, sólo se hacía el muerto.
Esto, oído en plena campaña electoral americana, le
hubiese costado la carrera a la Casa Blanca. Pero no hablamos de ese Obama.
Éste, el nuestro, no tenía aspiraciones más allá de la pura supervivencia y ni
para eso tenía expectativas de triunfo. Este Obama se hacía el muerto por no
estar muerto.
Su compañero Shalif también se hacía el muerto, entre
unas decenas de hombres que no podían evitar estar inconscientes como
consecuencia de una droga ingerida con el agua. El compañero de Obama no quería
estar allí, con el negro y los otros esclavos. El sí creía que podía aspirar a
más aunque sus últimos intentos habían fracasado y, además, le habían llevado a
perder su condición de ser humano desde que abandonara a sus compañeros,
incluidas mujeres y niños, en mitad del desierto para buscar una salida él solo.
Es uno de los triunfos del Poder: aislar a los débiles,
decirles que ellos solos pueden luchar y salir de su agujero, que no tienen que
“cargar” con los otros débiles. Así, aislados, uno a uno, son más fáciles de
anular y de empujar hacia abajo de nuevo. Shalif ha creído en el individualismo
sobre todas las cosas y con ello, el Poder ha logrado ganar en él la primera
batalla.
Pero ahora, en realidad, nadie hubiera querido estar allí
inconscientes e inermes sobre camillas empujadas a toda velocidad por
intrincados corredores milenarios, repletos de jeroglíficos indescifrables en
dirección a un lugar que se antojaba poco halagüeño.
Los gritos salvajes que provenían de la explanada les
seguían retumbando en las paredes de roca ayudando a Obama a imaginarse en un
estadio abarrotado de camino a la enfermería, tras una jugada peligrosa en la
que un jugador descerebrado le acababa de romper la nariz de un cabezazo.
- Verdammt!
Beeilen, werden wir alles verlieren!- Gritaba alguien a sus pies con la
voz entrecortada por el esfuerzo.
- Wir
sind hier… hier… jetz!- Respondió otro delante suya. Obama no sabía muy
bien qué puñetas significaba aquello, pero los camilleros parecían tener mucha
prisa, quizá preferían estar viendo el espectáculo de arriba antes que empujar
africanos mal olientes.
Hacía un buen rato que los habían descargado de los
camiones en aquél hangar inmenso que al negro le había dejado impresionado.
Tampoco olvidaba el rato en que el capullo del muyahidín que lo descargó del
camión le estuvo clavando el hombro en el hígado. Aún le dolía, aunque se
sentía satisfecho de no haberse quejado, como si realmente estuviese bajo los
efectos de un potente somnífero.
No había tenido tiempo de cruzar la mirada con el
compañero que también estaba despierto y ahora, correteando por los túneles
garrapateados, sólo podía mirar con los ojos entrecerrados al techo que corría
de arriba a abajo salpicado por bombillas amarillentas que pasaban como
estrellas fugaces, por lo que decidió seguir siendo el jugador lesionado de un
partido de máxima rivalidad a la espera de alguna mejor ocasión.
De repente, la panorámica cambió. El techo se agrandó y
alejó y los ruidos y las voces de los guardias empezaron a reverberar lo que
demostraba que entraban en una gran sala. Hubo también un cambió en la
iluminación. Ahora era más intensa y fría. Obama terminó de cerrar los párpados
para evitar el deslumbramiento.
- Wo
wir?
- Folgen, bis der Hintergrund.
Qué clase de gente podía hablar como los demonios de sus
cuentos infantiles, se preguntaba.
Tras un momento de adaptación, logró entreabrir los ojos
y echar un vistazo: las camillas se iban alineando en dos filas paralelas con los
cabeceros hacia las paredes laterales, mientras la suya, pasaba entre ambas por
un pasillo de pies sucios que apestaban a mierda en dirección al fondo.
Al final, un par de rubias en bata blanca como enfermeras
pero de aspecto rudo y desabrido como carceleras parecían esperar a que
terminara la operación, apostadas tras sendos artefactos que al africano le
recordaron marabúes de acero sobre ruedas, con prolongados picos semejante a
cañones. Por fin le llegó su turno y el camillero que lo empujaba lo colocó
junto a la última camilla de la fila de la derecha, justo al lado de las agrias
enfermeras.
La maniobra de aparcamiento le brindó la ocasión de dejar
caer su cabeza hacia la derecha y así poder contemplar aquellas hembras
occidentales. Eran altas, angulosas y frías. Nada que ver con el ideal femenino
que él soñaba: mujeres redondas, sinuosas y cálidas.
Si su primera experiencia con Europa no había sido todo
lo amable que hubiera deseado, a la vista de aquellas feas mujeres, lo de irse al
próspero Norte, parecía cada vez más una estupidez. No pudo reprimir una
sonrisa… ¡Si Shalif le escuchara!
Arriba,
el combate había terminado y los soldados encadenaban al vencedor para trasladarlo
a las celdas de la tropa. Pero la endorfina sintética ya lo había capturado
antes, envolviéndolo en una suerte de paraíso sensorial extremadamente
placentero tras el duro esfuerzo de la masacre.
A
ese éxtasis se referían los muyaidines-esclavo como “el premio”. Pero la droga
no sólo cumplía la función de premiar, también de enganchar, reforzar la
conducta y luego, al faltar, de instigar y desear. Todo un corolario de las
investigaciones de Paulov.
··
Mientras
todo esto ocurría, un jeep entró dentro de las instalaciones y aparcó junto a
los camiones donde había llegado Obama. En él iban dos sudaneses con un
individuo pelirrojo, alto y fuerte que parecía dormido.
Un
par de guardias se alejaron de una doble puerta de acero incrustada en el muro
del santuario y se acercaron al vehículo.
-¿Y
este?
-Es
uno nuevo.- Contestó uno del jeep con el rostro casi destrozado.
-Oh,
vaya, parece que os ha costado algo de trabajo.
-Ja,
ja… tienes la cara hecha polvo. Os ha dado fuerte, ¿eh?
-¡Pues
tendrías que haber visto a los otros tres!- dijo el conductor, también
maltrecho.-¡Es una puta bestia! Menos mal que logramos inyectarle el
tranquilizante…
-Cinco
dosis de tranquilizante.-Apuntilló el otro apeándose del coche.
-¡Buen
fichaje! No está mal. Ellos se pondrán contentos. Acaban de perder a uno de sus
favoritos: Hansen.
-¿Cómo?-
Los del jeep empezaron a descargar el cuerpo laxo y muy pesado de
Jean-Baptiste.-¡Pero si era más grande que este!
-Pero
era un poco estúpido. Benasir le sacó los ojos y luego le rompió la tráquea.
-¡Venga…!
- Gritaba el otro guardia desde el panel de control de las puertas.
-Daros
prisa. Acaba de llegar un cargamento y es mejor que lo preparen cuanto antes,
no quisiera tener que luchar contra eso.
Acabo de meter las credenciales en el sistema, tenéis franqueado el paso hasta
el quirófano 3. El ascensor os esperará y os traerá de vuelta, no os perdáis
por el camino, de lo contrario…
-Ya,
ya… lo sabemos.
En
el quirófano 3, las dos enfermeras empezaron
a caminar empujando sus grullas mecánicas bajo la mirada taimada de Obama. Se
situaron enfrente de las dos primeras camillas, una de ellas la de él mismo y,
operando sobre el control el dispositivo, hicieron que éste se inclinara hasta
dejar el pico entre los pies de los
desvanecidos.
Obama
se temió lo peor cuando vio cómo el aparato alargaba su cuello introduciendo el frío cilindro metálico entre sus piernas en
dirección a su cuerpo.
Evidentemente
aquello era demasiado para él y la espectativa de ser trepanado por un tubo de
acero del tamaño de un bate de béisbol manipulado por institutrices alemanas no
le dejó más alternativa que dar un salto para dejarse caer de la camilla hacia
uno de sus costados.
Los
gritos de la enfermera alertaron a su compañera y a la pareja de guardias que
habían quedado en la puerta del quirófano.
-¡Está
despierto…está despierto!¡Se ha metido ahí debajo!
-Apártate.-
dijo uno corriendo aparatosamente hacia el fondo de las filas arma en mano.
-¿Dónde
estás cabrón?
Obama,
realmente acojonado, gateaba por debajo de los pacientes sin tener muy claro qué podía hacer: virtualmente estaba
en la madriguera de un temible enemigo más numeroso y armado. Las voces de su
padre, su abuelo y, probablemente, la de generaciones de antepasados resonaban
en su cabeza: “No pierdas de vista a la fiera”.
Miró
a su derecha… podía ver las piernas del soldado, flexionándose para que echar
un vistazo bajo las camillas.
“Ataca”
¡Aquello
no era la voz de sus antepasados! Dudó un segundo. La diferencia entre morir o
sobrevivir dependía del siguiente segundo.
“Ataca”
Ahora
estaba claro, era una voz extraña, potente, clara, sin saber por qué le hizo
caso.
De
un salto casi simiesco empujó la camilla bajo la que estaba hacia arriba
volcándola con su pesada carga sobre el soldado agachado. Una ráfaga de
disparos impactó contra el cuerpo de la camilla provocando chispas al chocar
contra la pared pero no pudo evitar que todo, cadáver y camilla, cayera sobre él.
El
otro soldado ya había levantado la tapa del pulsador de alarma y se disponía a apretarlo
cuando una de las chicas gritó desde el rincón en el que se habían refugiado.
-¡No…!¡Recuerda:
nada de jaleo mientras el cliente esté aquí!
La
mano del guardia se cerró en un puño parando en el último momento el empuje
hacia el grueso botón rojo.
-Es
sólo uno, vosotros sois dos y con armas.- Dijo la otra enfermera con autoridad.
El
momento de confusión fue aprovechado por Obama para volver a esconderse entre
las camillas más cercanas a la salida, justo las que quedaban más cerca del
soldado de la puerta mientras el otro intentaba zafarse del muerto, la camilla
y la sábana sin demasiado éxito. Sin embargo lo veía perfectamente.
-Está
ahí abajo… va hacia ti.
-¡Debéis
cogerlo con vida… nada de disparos!-
-¡No
me digas lo que tengo que hacer, zorra. Cierra el pico!
A
pesar de todo, aseguró el arma de asalto en la canana del pecho y se agachó
para ver lo que su compañero le indicaba. Allí estaba: un sucio negro con pinta
de unos veintitantos y cara de susto descomunal.
-¡Ven
aquí hijo de puta!- Dijo gateando en su dirección.
Obama
no tenía ganas de contestar, aunque hubiera entendido lo que el soldado le
decía, prefirió ver el ángulo abierto entre las patas de la camilla, el soldado
y las puertas de salida y no se lo pensó.
···
En
una maniobra cien veces ensayada mientras jugaba al fútbol con sus amigos se
lanzó de cabeza contra el suelo doblando el cuello en el último instante para rodar
sobre su espalda y seguidamente ponerse de pie justo a la izquierda del
guardia. Aun intentando recuperar el equilibrio inició un súbito sprint, como
cuando jugaba de chaval. Sólo había una diferencia: ahora no tenía toda la
sabana para correr sino dos gruesas puertas que le impedían el paso.
La
carrera iba a terminar rápidamente si no torcía el rumbo para evitar estamparse
contra el acero, pero en el último momento, la línea de separación de las
puertas destelló. Lo sabía, de algún modo lo sabía: las puertas se estaban abriendo,
sólo tuvo que aminorar una décima de segundo para colarse por la estrecha pero
suficiente abertura.
Las
puertas siguieron abriéndose pero Obama ya no estaba en el campo de visión, se
había escurrido como una carpa en las manos de un pescador.
-¡Per…!¿Cómo
coño?
En
el dintel de la entrada del quirófano 3 los dos sudaneses, cargados con
Jean-Baptiste, se quedaron boquiabiertos y congelados.
-Eh…
tenemos permiso para…
-¡Mierda…!
¡Apartaros de ahí!- Gritó el soldado corriendo hacia ellos ahora con el arma en
la mano.
Los
dos tipos arrastraron a su cautivo como pudieron para hacerse a un lado y dejar
pasar al frenético soldado.
-¿Hacia
dónde ha ido?
-Hacia
el ascensor… está allí.
Detenido
justo en la puerta apenas tuvo tiempo para echar un vistazo a su perseguidor
antes de meterse en el ascensor que inmediatamente cerró las puertas.
-¡Mierda…!¡Da
la alarma!
El
otro soldado alcanzó el panel de control de la puerta de dos zancadas ante la
mirada atónita de los porteadores de Jean-Baptiste.
En
el silo donde estaba instalada la sala de control, en un recodo bajo la
estructura metálica que sustentaba máquinas, consolas y operadores, Al Galeb
hablaba a través del teléfono que le habían facilitado con alguien mientras en
el centro, junto a la mesa-pantalla, Hideiki hablaba con Manuela.
-Creo
que ha ido perfecto. Tengo que felicitarla, el cambio de modo del muyahidín no
pudo ser más oportuno.
-Gracias,
doctor. ¿Cree que tardará mucho en darnos la respuesta?
El
japonés se volvió discretamente hacia el lugar en el que el qatarí conversaba.
-Creo
que no tardará más de un minuto.
-¿Ordeno
el despliegue?
-Prepárelo
todo y espere la orden de activación. Manuela hizo un gesto al grupo de
controladores que inmediatamente se pusieron a tocar la pantalla haciendo que
las imágenes de ésta cambiaran a gran velocidad.
- Avise
a mi guardaespaldas, salimos inmediatamente.
Manuela
también tocó la pantalla y se llevó la mano a su auricular.
-Watanabe.-
Sonó al otro lado de la línea.
-¿Estás
preparado?
-Estoy
listo.
-Ve
a la explanada y espera allí a que llegue tu jefe. Salís de inmediato.
-De
acuerdo.
Al
Galeb ya había terminado de hablar y se acercaba al centro de la sala.
-¿Todo
bien?
-Perfecto,
¿podemos hablar en algún lugar más reservado?
-Vengan
a mi despacho.- dijo el japonés invitando a que Manuela y Al Galeb les
siguieran.
-Ella…-
protestó el qatarí.
-Ella
es la que va a disponer los movimientos que usted decida, es bueno que le
escuche personalmente para evitar malentendidos.
A
pesar de no ser de su agrado, Al Galeb asintió y junto a los doctores caminó
hasta perderse detrás de un recodo de roca milenaria en dirección al despacho
del japonés.
Watanabe
terminó de ponerse la chaqueta, ocultando la pistola que llevaba bajo su axila
y salió del dormitorio de oficiales
dejando a un par de ellos charlando en una jerga incomprensible. No podía saber
si el intruso que había conectado al firewall había logrado su propósito, así
que continuaba esperando a los acontecimientos.
Según
sus últimas instrucciones, Antonia debería de estar a punto de llegar con
Jean-Baptiste para, entre los tres, desmontar aquel chiringuito. Dadas sus
proporciones y tecnificación debía de haber costado una fortuna, lo que le
dejaba claro que la organización sin nombre contra la que luchaban era muy
poderosa.
Quizá
no estuvieran en el lugar oportuno para descabezarla y la acción que tenían
preparada no iba más que a amputarle uno de sus brazos, pero no tenía
posibilidad alguna de comunicarse con sus amigos de la fundación sin levantar
todas las alarmas, como le había asegurado Pepo.
El corredor
de los dormitorios salía a un pequeño hueco abovedado de la roca de la época
faraónica. Algunas puertas cerradas indicaban que la estructura de las
instalaciones era mucho mayor, pero no tenía intención de explorarla. Ahora
tocaba hacer de guardaespaldas del cruel Tooyo Hideiki mientras esperaba a que
apareciera La Ninja y el francés. Giró a la derecha y salió al espacio abierto
del santuario justo al mismo tiempo que se abrían las puertas del ascensor de
quirófanos, cien metros a su izquierda.
-¿Ya
habéis dejado al grandullón en su sitio?- Dijo uno de los guardias girándose
hacia atrás.
En
el ascensor no estaban los dos sudaneses, en su lugar se encontraron con un
negro, sucio, maloliente y descalzo que al verles quedó petrificado.
-¿¡Quién
coño eres tú!?- Gritó apuntándole a la cabeza a apenas medio metro.
Obama
iba a decir algo cuando de pronto, todo se volvió de color rojo.
Un
estridente sonido inundó las instalaciones mientras una voz mecánica decía en
alemán y árabe:
“Alerta
en el quirófano 3. Alerta en el quirófano 3”
No hay comentarios:
Publicar un comentario