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Mientras los satélites de las grandes potencias barren
aburridos el monótono fondo amarillento del Sahara, permiten a sus operadores
tomarse el tiempo necesario para comer, charlar o fumarse un cigarro en las
escaleras de incendios de los cuarteles generales del espionaje mundial.
Así, los dos viejos camiones que apenas se distinguían de
la tierra reseca del camino, pasaron desapercibidos cuando iniciaron su último
tramo de un viaje que llevaba a hombres valientes y esperanzados hacia su ruina
definitiva.
Tras cruzar el Nilo en una barcaza, los dos vehículos dejaron
Wadi-Halfá a su izquierda y tomaron el camino hacia el sur-este adentrándose en
el desierto nubio, lo que los alejaba del río y de la frontera norte de Sudán.
Para la antigua Kemet, 3000 años antes de Cristo, Nubia era Tai-Seiti:
la tierra de la “gente del arco”. Un lugar difícil de conquistar. Sin embargo,
para los antiguos egipcios no había empresa grande ni imposible y Nubia fue
conquistada.
Llegaron muchos faraones después de Dyer, el
conquistador, que construyeron palacios, templos y ciudades convirtiéndola en
una provincia más del reino. Pero Egipto cayó, las civilizaciones se fueron sucediendo
una tras otra, sepultándose unas a otras y, hoy en día, la que fuera el bastión
meridional de la cultura egipcia se encuentra repartida entre Sudán, Egipto y
Etiopía y en ella sólo quedan desiertos de dunas y una cadena montañosa que los
lugareños llaman Jabal al-Bahr al-Ahmar.
Su propio nombre estremece, recordándoles que no es
conveniente adentrarse en ellas so pena de ser asaltados por sus moradores, las
terribles tribus Jabal, la “gente del arco”. Por eso, los escasos intercambios
comerciales que se producen entre Sudan y el Mar Rojo, evitan atravesarlas. Podría
considerarse este territorio como uno de los pocos sitios donde el tiempo ha guardado
sus tesoros desde la época de los faraones a salvo de la avaricia de los hombres.
Hasta ahora.
Los dos camiones parecían ignorar los peligros que
implicaba adentrarse en las montañas de Jabal al-Bahr al-Ahmar y, tras unos
kilómetros de pista de tierra, empezaron a ascender buscando desfiladeros por
los que colarse en el interior del macizo montañoso.
-¿Seguro que vamos bien?
-La ruta ha sido programada por ellos.
Los dos tripulantes de la cabina del camión quedaron en
silencio.
En la parte de
atrás, un grupo de desgraciados, adormecidos por alguna droga que bebían junto
con el agua, se balanceaban inconscientes zarandeados por el vaivén del camión
e ignorantes de que la vida que habían conocido iba a terminar para siempre. Aunque
no todos estaban drogados: Shalif y Obama miraban con discreción hacia el
camino que iban dejando cuando vieron aparecer un helicóptero en el horizonte.
-¿Y eso?
-No sé. Igual cerca de aquí hay una ciudad.
El helicóptero les rebasó casi a ras de suelo levantando
una nube de arena que les hizo toser.
Los de las cabinas vieron cómo les rebasaba en dirección
al mismo macizo montañoso. No comentaron nada, a pesar de lo excepcional de la
visita.
En el centro de una peña rocosa con forma de herradura,
alguien había instalado una enorme estructura de red que, vista desde el
espacio, reproducía de forma creíble un suelo pedregoso. Ocultaba, sin embargo,
unas instalaciones militares de proporciones faraónicas en lo que, en un tiempo,
fuera un santuario al dios Horus, el dios halcón. Una estatua suya, de más de
doce metros, aún presidía el recinto a pesar de que habían transcurrido tres
milenios desde que el último golpe de cincel la dejara tal y como estaba.
El helicóptero volaba entre las paredes rocosas del
estrecho desfiladero pilotado con pericia mientras en su interior, el qatarí Rshwan
Al Galeb miraba con aprensión el rápido paso de la roca a tan solo unos metros
de su cara.
-¿Estamos seguros?
El japonés Toojo Hideiki le tranquilizó.
-No debe preocuparse. He hecho este mismo recorrido
decenas de veces. Puede confiar en el piloto.
Al Galeb no respondió, pero se le notaba algo
intranquilo. Toojo recordó la primera vez que hizo ese trayecto y sonrió
mirando hacia otro lado. De repente se encontró con los ojos de Tetsu Watanabe
y retiró la mira. No era normal que el señor retirara la mirada al vasallo, y
debía contener ese impulso cobarde que sólo le asaltaba ante el joven.
··
Pero Toojo había visto actuar a Watanabe. O mejor dicho,
no lo había llegado a ver.
En Ginebra, al salir del restaurante y dirigirse al hotel
su coche fue bloqueado por un camión en medio de la carretera y cuatro matones
estuvieron a punto de acabar con él, la doctora Klein y el propio conductor del
coche. Pero de forma que aún no era capaz de explicar, Watanabe se fue deshaciendo
de ellos uno tras otro, mientras él era incapaz de abrir los ojos.
Una demostración de fuerza, habilidad y pericia que
Hideiki no tuvo más remedio que reconocer, así que, en contra de la opinión de
la malvada Manuela Klein, o quizá para llevarle la contraria, el chico cambió
de profesión: de conductor a guardaespaldas.
Ahora, al sentirse tan inferior a él, dudaba de haber
tomado una buena decisión.
Delante, Junto al piloto y el copiloto, en una banqueta
plegable, iba su socia y enemiga, fuera de la vista del musulmán. Le había insistido
en que aquél chico tenía algo raro y estaba pensando que quizá fuera así.
Manuela tampoco iba demasiado relajada, porque desde su
perspectiva frontal, el recorrido era aún más emocionante. El único que iba absolutamente relajado era Watanabe.
Por fin, tras un giro extremadamente cerrado, apareció
ante todos ellos la boca de las instalaciones, una abertura en uve que daba
entrada a la planicie de herradura. El aparato maniobró deteniendo su avance
para entrar bajo la enorme cubierta de camuflaje con cuidadosa precisión.
La cubierta, a más de cincuenta metros de altura, dejaba
pasar la suficiente luz como para que la vida en las instalaciones, al menos de
día, no precisase de iluminación artificial. Una pequeña pista hexagonal en el
centro de la planicie, convenientemente balizada, fue el punto de aterrizaje
del aparato. Los motores permanecieron encendidos justo hasta que tomó tierra,
para luego dejar paso a un silencio sólo interrumpido por el sonido de las
palas y algunos gritos del personal que se acercaba para recibir a los que
acababan de llegar.
-¿Ve, Riswan, estamos sanos y salvos?
-Perfecto. Así es como nos gusta estar.
La puerta se descorrió y el japonés hizo un gesto a su
invitado para que saliese primero.
Desde el centro, las instalaciones de aquella
organización de nombre desconocido impresionaban. Watanabe hizo unos rápidos
cálculos: cincuenta o sesenta metros de altura, kilómetro largo de profundidad
y unos cuatrocientos metros de lado a lado en su parte más ancha. Al Galeb
observaba las paredes de roca y cómo estaban horadadas de tramo en tramo por
pórticos trapezoidales, indudablemente egipcios, lo que suponía que la propia roca
había sido cavada para dar acogida a distintas estancias sacerdotales y
administrativas en la época en que aquello fue construido.
La gigantesca estatua de Horus observaba severa desde el
fondo el ir y venir de musulmanes, correctamente vestidos y armados. Algún que
otro occidental observaba también el enorme espacio diáfano desde unas cabinas
que, a modo de garitas, se distribuían por todo el perímetro a unos cinco o
seis metros de altura, lo que daba a toda la instalación un cierto aspecto
carcelario.
-Quédate aquí. Ahora vuelvo.- Ordenó Hideiki a su
guardaespaldas.
Mientras el qatarí y su anfitrión se alejaban para recrearse
en las proporciones de aquello, la doctora Klein abandonaba la pista por el
lado contrario rodeada de un grupo de hombres que parecían atosigarla con
recados y preguntas. Ella no volvió la vista atrás, caminando a paso ligero
hasta perderse en uno de los pórticos de la pared derecha con su séquito de
fieles servidores.
-Impresionante. ¿Lo encontraron tal cual o han tenido que
restaurarlo?
-Sólo tuvimos que retirar algunas toneladas de arena. Aquí
dónde lo ve, fue construido aproximadamente entre 1500 y 1400 antes de Cristo. El
desierto ha hecho todo el trabajo de conservación.
-Los egipcios,- Al Galeb se detuvo y apuntilló.-Los
antiguos egipcios, hacían buenas construcciones, no cabe duda.
-Efectivamente. Acompáñeme, por favor, le enseñaré el
lugar donde se alojará durante su visita.
Los dos hombres parecían, como el resto del personal,
minúsculas hormigas en comparación con las proporciones de lo que les rodeaba.
Caminaban con rapidez, conscientes de la distancia que les separaba de una
construcción moderna formada por cubos blancos con aspecto de habitáculos que
se erigía en el lado izquierdo de la planicie.
-El lugar es lo suficientemente amplio para nuestras
actividades, lo suficientemente protegido para una fácil defensa y lo
suficientemente alejado para pasar inadvertido.
-Sin duda. ¿Cómo lo descubrieron? Nunca había leído nada
sobre un templo egipcio tan al sur.
-Fue en una de las expediciones enviadas por Rommel, durante
la Segunda Guerra Mundial. Buscaban una salida al Mar Rojo y se toparon con
esto. Desgraciadamente la documentación permaneció perdida en un mar de papeles
hasta que uno de nuestros agentes la encontró en Berlín, hace cinco años.
-Pero no la dieron a conocer.
-Naturalmente. Desde un primer momento vimos las
cualidades geoestratégicas del lugar.- Se detuvo antes de empezar a subir por
una escalera metálica.-Tenga cuidado con los escalones, esto no es el Ritz.
El árabe subió hasta un voladizo que comunicaba la
segunda fila de cubículos.
-No hace falta que lo jure.
-Aquí es. Un momento por favor.
Toojo esperó a que la puerta “le reconociera”. Se oyó un
zumbido y se abrió.
···
-Usted primero.
Al Galeb entró con timidez en una pequeña habitación en
penumbra. Un segundo después pudo comprobar que allí sólo había una cama, un
escritorio abatible y otra puerta, probablemente la de un cuarto de aseo.
-¡Uf…!- Dijo deteniéndose ante lo que veía.-¡Menos mal
que no voy a estar demasiado tiempo!
-Lujo militar, ya me entiende. Le damos unos minutos para
acomodarse y, si lo desea, asearse, y cuando esté listo nos llama pulsando en
ese intercomunicador de ahí, vendrán a recogerle en un vehículo eléctrico.
Toojo hizo ademán de irse.
-Un momento, Hideiki. ¿Tiene nombre?
-¿Qué?
-Este lugar. ¿Tiene nombre?
-No.
Toojo cerró la puerta y bajó rápidamente las escaleras para
cruzar con determinación hacia el pórtico donde minutos antes desapareció
Manuela. Un vehículo parecido a los de los campos de golf le alcanzó a medio
camino. Watanabe ya iba montado. El conductor se detuvo.
-Lo siento, señor. Está a punto de llegar un nuevo
contingente y hay un poco de alboroto.
Hideiki tomó asiento e hizo un gesto con la cabeza en
dirección a su guardaespaldas, que no pronunció palabra alguna. El coche se puso
en marcha.
-Cuando lleguemos al otro extremo, acompáñele y asígnele una cama. Estaremos un par de días por aquí.
-A sus órdenes, señor.
-Usted tiene aproximadamente una hora. Después de eso,
esté atento a mi llamada.
-A sus órdenes.- Contestó Watanabe mientras hacía algunos cálculos. Con una hora tenía más que de sobra.
En la sala de control, probablemente uno de los silos de cereal del
antiguo santuario, una estructura metálica que llegaba hasta el techo, a unos
doce metros, albergaba máquinas, pantallas, tableros de conexión y unas
veinticinco o treinta personas, todos occidentales, que se movían o trabajaban
sin prestar atención a nada más. En el suelo, una gran mesa formada por varias
pantallas planas unidas, proyectaba imágenes reales combinadas con paneles de
control y gráficos bajo la atenta mirada de Manuela y cuatro personas más, tres
hombres y una mujer con aspecto de modelo ucraniana.
-¡Ah…! Ya está aquí. ¿Cómo está nuestro invitado?
-Impresionado. Esperemos que todo vaya bien y obtengamos
el beneplácito. Acompáñeme a mi despacho, tenemos que hablar.
Manuela hizo un gesto a sus compañeros y se separó del
grupo para seguir al japonés, que salió de la sala y se metió por una pequeña
puerta automática. La puerta se cerró tras la doctora.
-¿Cómo van los preparativos?
-Los hombres están retirando el helicóptero del centro y
levantando las vallas del perímetro de campo. Los dos equipos están preparados
en sus rediles a la espera de que empiece la demostración.
-¿Son los mejores?
-No, por supuesto. He pensado que es una pena perder a
los mejores en una demostración. Hemos buscado a los más agresivos.
-Perfecto. En eso estamos de acuerdo. Bueno, pues ahora a
esperar a que Al Galeb esté preparado. Puede retirarse.
La pequeña doctora saludó con una seca inclinación de
cabeza y se dirigió a la puerta para salir.
-Por cierto… me han dicho que viene un nuevo grupo.
-Sí,- se giró,- son veinticinco. Están drogados y
probablemente sucios. No sé si será buen momento.
-No sé por qué no habría de serlo. Nuestro cliente debería conocer todas nuestras
actividades.
-¿Todas?
-Ya me entiende. Todas aquellas que pueda conocer. ¿No le
parece?
-De acuerdo. Había pensado tenerlos fuera durante el
tiempo de la demostración, pero si no es necesario, mejor.
-Por cierto, Al Galeb me ha preguntado cómo se llamaba esto.
-¿Se lo ha dicho?
-Por supuesto que no.
Sin más reverencias, Manuela esperó a que se abriera la
puerta y se marchó dejando a solas a Hideiki.
Por el desfiladero por el que acababa de pasar el veloz
helicóptero aparecieron los dos camiones de esclavos. Las paredes devolvían el
rugido de los cansados motores de gasoil obligando a los muyahidines a gritar.
-Pues ya hemos llegado… tengo ganas de darme una ducha y
descansar un poco.
-Es cierto. Además esa sensación que te queda…
-Es una droga, como las otras. Cuando hacemos las cosas
bien nos premian con unas horas de satisfacción.
Cada vez que surgía la conversación sobre en qué se
habían convertido sus vidas, una profunda tristeza nublaba la mirada del
conductor. No, no era una buena cosa, pero al menos, no era lo peor.
-Tendremos que descargar primero a éstos.
-Espero que podamos entrar con los camiones hasta la
entrada a las celdas, estando como están deben pesar como fardos.
Tras una curva, apareció ante ellos la espectacular
estructura montañosa hendida por una uve que contenía el campo de entrenamiento
de las milicias. Un muro de cuatro metros les cerraba el paso obligándoles a
detener los camiones.
Esperaron unos segundos hasta que una parte del muro se
movió hacia abajo desapareciendo en el suelo. El camino quedaba expedito. La
radio crujió y una voz en árabe empezó a dar órdenes.
-Entrad y pegaros a la pared de la derecha. Seguid por
ella hasta el punto R3. Allí os estarán esperando.
-Bueno, pues… vamos para adentro.
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