09 - En las montañas de la perdición



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Mientras los satélites de las grandes potencias barren aburridos el monótono fondo amarillento del Sahara, permiten a sus operadores tomarse el tiempo necesario para comer, charlar o fumarse un cigarro en las escaleras de incendios de los cuarteles generales del espionaje mundial.
Así, los dos viejos camiones que apenas se distinguían de la tierra reseca del camino, pasaron desapercibidos cuando iniciaron su último tramo de un viaje que llevaba a hombres valientes y esperanzados hacia su ruina definitiva.

Tras cruzar el Nilo en una barcaza, los dos vehículos dejaron Wadi-Halfá a su izquierda y tomaron el camino hacia el sur-este adentrándose en el desierto nubio, lo que los alejaba del río y de la frontera norte de Sudán.
Para la antigua Kemet, 3000 años antes de Cristo,  Nubia era Tai-Seiti: la tierra de la “gente del arco”. Un lugar difícil de conquistar. Sin embargo, para los antiguos egipcios no había empresa grande ni imposible y Nubia fue conquistada.
Llegaron muchos faraones después de Dyer, el conquistador, que construyeron palacios, templos y ciudades convirtiéndola en una provincia más del reino. Pero Egipto cayó, las civilizaciones se fueron sucediendo una tras otra, sepultándose unas a otras y, hoy en día, la que fuera el bastión meridional de la cultura egipcia se encuentra repartida entre Sudán, Egipto y Etiopía y en ella sólo quedan desiertos de dunas y una cadena montañosa que los lugareños llaman Jabal al-Bahr al-Ahmar.

Su propio nombre estremece, recordándoles que no es conveniente adentrarse en ellas so pena de ser asaltados por sus moradores, las terribles tribus Jabal, la “gente del arco”. Por eso, los escasos intercambios comerciales que se producen entre Sudan y el Mar Rojo, evitan atravesarlas. Podría considerarse este territorio como uno de los pocos sitios donde el tiempo ha guardado sus tesoros desde la época de los faraones a salvo de la avaricia de los hombres.

Hasta ahora.

Los dos camiones parecían ignorar los peligros que implicaba adentrarse en las montañas de Jabal al-Bahr al-Ahmar y, tras unos kilómetros de pista de tierra, empezaron a ascender buscando desfiladeros por los que colarse en el interior del macizo montañoso.
-¿Seguro que vamos bien?
-La ruta ha sido programada por ellos.

Los dos tripulantes de la cabina del camión quedaron en silencio.

 En la parte de atrás, un grupo de desgraciados, adormecidos por alguna droga que bebían junto con el agua, se balanceaban inconscientes zarandeados por el vaivén del camión e ignorantes de que la vida que habían conocido iba a terminar para siempre. Aunque no todos estaban drogados: Shalif y Obama miraban con discreción hacia el camino que iban dejando cuando vieron aparecer un helicóptero en el horizonte.
-¿Y eso?
-No sé. Igual cerca de aquí hay una ciudad.
El helicóptero les rebasó casi a ras de suelo levantando una nube de arena que les hizo toser.
Los de las cabinas vieron cómo les rebasaba en dirección al mismo macizo montañoso. No comentaron nada, a pesar de lo excepcional de la visita.

En el centro de una peña rocosa con forma de herradura, alguien había instalado una enorme estructura de red que, vista desde el espacio, reproducía de forma creíble un suelo pedregoso. Ocultaba, sin embargo, unas instalaciones militares de proporciones faraónicas en lo que, en un tiempo, fuera un santuario al dios Horus, el dios halcón. Una estatua suya, de más de doce metros, aún presidía el recinto a pesar de que habían transcurrido tres milenios desde que el último golpe de cincel la dejara tal y como estaba.

El helicóptero volaba entre las paredes rocosas del estrecho desfiladero pilotado con pericia mientras en su interior, el qatarí Rshwan Al Galeb miraba con aprensión el rápido paso de la roca a tan solo unos metros de su cara.
-¿Estamos seguros?
El japonés Toojo Hideiki le tranquilizó.
-No debe preocuparse. He hecho este mismo recorrido decenas de veces. Puede confiar en el piloto.
Al Galeb no respondió, pero se le notaba algo intranquilo. Toojo recordó la primera vez que hizo ese trayecto y sonrió mirando hacia otro lado. De repente se encontró con los ojos de Tetsu Watanabe y retiró la mira. No era normal que el señor retirara la mirada al vasallo, y debía contener ese impulso cobarde que sólo le asaltaba ante el joven.

··

Pero Toojo había visto actuar a Watanabe. O mejor dicho, no lo había llegado a ver.
En Ginebra, al salir del restaurante y dirigirse al hotel su coche fue bloqueado por un camión en medio de la carretera y cuatro matones estuvieron a punto de acabar con él, la doctora Klein y el propio conductor del coche. Pero de forma que aún no era capaz de explicar, Watanabe se fue deshaciendo de ellos uno tras otro, mientras él era incapaz de abrir los ojos.
Una demostración de fuerza, habilidad y pericia que Hideiki no tuvo más remedio que reconocer, así que, en contra de la opinión de la malvada Manuela Klein, o quizá para llevarle la contraria, el chico cambió de profesión: de conductor a guardaespaldas.
Ahora, al sentirse tan inferior a él, dudaba de haber tomado una buena decisión.

Delante, Junto al piloto y el copiloto, en una banqueta plegable, iba su socia y enemiga, fuera de la vista del musulmán. Le había insistido en que aquél chico tenía algo raro y estaba pensando que quizá fuera así.
Manuela tampoco iba demasiado relajada, porque desde su perspectiva frontal, el recorrido era aún más emocionante. El único que iba absolutamente relajado era Watanabe.

Por fin, tras un giro extremadamente cerrado, apareció ante todos ellos la boca de las instalaciones, una abertura en uve que daba entrada a la planicie de herradura. El aparato maniobró deteniendo su avance para entrar bajo la enorme cubierta de camuflaje con cuidadosa precisión.

La cubierta, a más de cincuenta metros de altura, dejaba pasar la suficiente luz como para que la vida en las instalaciones, al menos de día, no precisase de iluminación artificial. Una pequeña pista hexagonal en el centro de la planicie, convenientemente balizada, fue el punto de aterrizaje del aparato. Los motores permanecieron encendidos justo hasta que tomó tierra, para luego dejar paso a un silencio sólo interrumpido por el sonido de las palas y algunos gritos del personal que se acercaba para recibir a los que acababan de llegar.

-¿Ve, Riswan, estamos sanos y salvos?
-Perfecto. Así es como nos gusta estar.
La puerta se descorrió y el japonés hizo un gesto a su invitado para que saliese primero.
Desde el centro, las instalaciones de aquella organización de nombre desconocido impresionaban. Watanabe hizo unos rápidos cálculos: cincuenta o sesenta metros de altura, kilómetro largo de profundidad y unos cuatrocientos metros de lado a lado en su parte más ancha. Al Galeb observaba las paredes de roca y cómo estaban horadadas de tramo en tramo por pórticos trapezoidales, indudablemente egipcios, lo que suponía que la propia roca había sido cavada para dar acogida a distintas estancias sacerdotales y administrativas en la época en que aquello fue construido.
La gigantesca estatua de Horus observaba severa desde el fondo el ir y venir de musulmanes, correctamente vestidos y armados. Algún que otro occidental observaba también el enorme espacio diáfano desde unas cabinas que, a modo de garitas, se distribuían por todo el perímetro a unos cinco o seis metros de altura, lo que daba a toda la instalación un cierto aspecto carcelario.

-Quédate aquí. Ahora vuelvo.- Ordenó Hideiki a su guardaespaldas.
Mientras el qatarí y su anfitrión se alejaban para recrearse en las proporciones de aquello, la doctora Klein abandonaba la pista por el lado contrario rodeada de un grupo de hombres que parecían atosigarla con recados y preguntas. Ella no volvió la vista atrás, caminando a paso ligero hasta perderse en uno de los pórticos de la pared derecha con su séquito de fieles servidores.

-Impresionante. ¿Lo encontraron tal cual o han tenido que restaurarlo?
-Sólo tuvimos que retirar algunas toneladas de arena. Aquí dónde lo ve, fue construido aproximadamente entre 1500 y 1400 antes de Cristo. El desierto ha hecho todo el trabajo de conservación.
-Los egipcios,- Al Galeb se detuvo y apuntilló.-Los antiguos egipcios, hacían buenas construcciones, no cabe duda.
-Efectivamente. Acompáñeme, por favor, le enseñaré el lugar donde se alojará durante su visita.
Los dos hombres parecían, como el resto del personal, minúsculas hormigas en comparación con las proporciones de lo que les rodeaba. Caminaban con rapidez, conscientes de la distancia que les separaba de una construcción moderna formada por cubos blancos con aspecto de habitáculos que se erigía en el lado izquierdo de la planicie.

-El lugar es lo suficientemente amplio para nuestras actividades, lo suficientemente protegido para una fácil defensa y lo suficientemente alejado para pasar inadvertido.
-Sin duda. ¿Cómo lo descubrieron? Nunca había leído nada sobre un templo egipcio tan al sur.
-Fue en una de las expediciones enviadas por Rommel, durante la Segunda Guerra Mundial. Buscaban una salida al Mar Rojo y se toparon con esto. Desgraciadamente la documentación permaneció perdida en un mar de papeles hasta que uno de nuestros agentes la encontró en Berlín, hace cinco años.
-Pero no la dieron a conocer.
-Naturalmente. Desde un primer momento vimos las cualidades geoestratégicas del lugar.- Se detuvo antes de empezar a subir por una escalera metálica.-Tenga cuidado con los escalones, esto no es el Ritz.
El árabe subió hasta un voladizo que comunicaba la segunda fila de cubículos.
-No hace falta que lo jure.
-Aquí es. Un momento por favor.
Toojo esperó a que la puerta “le reconociera”. Se oyó un zumbido y se abrió.

···
-Usted primero.
Al Galeb entró con timidez en una pequeña habitación en penumbra. Un segundo después pudo comprobar que allí sólo había una cama, un escritorio abatible y otra puerta, probablemente la de un cuarto de aseo.
-¡Uf…!- Dijo deteniéndose ante lo que veía.-¡Menos mal que no voy a estar demasiado tiempo!
-Lujo militar, ya me entiende. Le damos unos minutos para acomodarse y, si lo desea, asearse, y cuando esté listo nos llama pulsando en ese intercomunicador de ahí, vendrán a recogerle en un vehículo eléctrico.
Toojo hizo ademán de irse.
-Un momento, Hideiki. ¿Tiene nombre?
-¿Qué?
-Este lugar. ¿Tiene nombre?
-No.
Toojo cerró la puerta y bajó rápidamente las escaleras para cruzar con determinación hacia el pórtico donde minutos antes desapareció Manuela. Un vehículo parecido a los de los campos de golf le alcanzó a medio camino. Watanabe ya iba montado. El conductor se detuvo.
-Lo siento, señor. Está a punto de llegar un nuevo contingente y hay un poco de alboroto.
Hideiki tomó asiento e hizo un gesto con la cabeza en dirección a su guardaespaldas, que no pronunció palabra alguna. El coche se puso en marcha.
-Cuando lleguemos al otro extremo, acompáñele y asígnele una cama. Estaremos un par de días por aquí.
-A sus órdenes, señor.
-Usted tiene aproximadamente una hora. Después de eso, esté atento a mi llamada.
-A sus órdenes.- Contestó Watanabe mientras hacía algunos cálculos. Con una hora tenía más que de sobra.

En la sala de control, probablemente uno de los silos de cereal del antiguo santuario, una estructura metálica que llegaba hasta el techo, a unos doce metros, albergaba máquinas, pantallas, tableros de conexión y unas veinticinco o treinta personas, todos occidentales, que se movían o trabajaban sin prestar atención a nada más. En el suelo, una gran mesa formada por varias pantallas planas unidas, proyectaba imágenes reales combinadas con paneles de control y gráficos bajo la atenta mirada de Manuela y cuatro personas más, tres hombres y una mujer con aspecto de modelo ucraniana.

-¡Ah…! Ya está aquí. ¿Cómo está nuestro invitado?
-Impresionado. Esperemos que todo vaya bien y obtengamos el beneplácito. Acompáñeme a mi despacho, tenemos que hablar.
Manuela hizo un gesto a sus compañeros y se separó del grupo para seguir al japonés, que salió de la sala y se metió por una pequeña puerta automática. La puerta se cerró tras la doctora.

-¿Cómo van los preparativos?
-Los hombres están retirando el helicóptero del centro y levantando las vallas del perímetro de campo. Los dos equipos están preparados en sus rediles a la espera de que empiece la demostración.
-¿Son los mejores?
-No, por supuesto. He pensado que es una pena perder a los mejores en una demostración. Hemos buscado a los más agresivos.
-Perfecto. En eso estamos de acuerdo. Bueno, pues ahora a esperar a que Al Galeb esté preparado. Puede retirarse.

La pequeña doctora saludó con una seca inclinación de cabeza y se dirigió a la puerta para salir.
-Por cierto… me han dicho que viene un nuevo grupo.
-Sí,- se giró,- son veinticinco. Están drogados y probablemente sucios. No sé si será buen momento.
-No sé por qué no habría de serlo. Nuestro cliente debería conocer todas nuestras actividades.
-¿Todas?
-Ya me entiende. Todas aquellas que pueda conocer. ¿No le parece?
-De acuerdo. Había pensado tenerlos fuera durante el tiempo de la demostración, pero si no es necesario, mejor.
-Por cierto, Al Galeb me ha preguntado cómo se llamaba esto.
-¿Se lo ha dicho?
-Por supuesto que no.
Sin más reverencias, Manuela esperó a que se abriera la puerta y se marchó dejando a solas a Hideiki.

Por el desfiladero por el que acababa de pasar el veloz helicóptero aparecieron los dos camiones de esclavos. Las paredes devolvían el rugido de los cansados motores de gasoil obligando a los muyahidines a gritar.
-Pues ya hemos llegado… tengo ganas de darme una ducha y descansar un poco.
-Es cierto. Además esa sensación que te queda…
-Es una droga, como las otras. Cuando hacemos las cosas bien nos premian con unas horas de satisfacción.

Cada vez que surgía la conversación sobre en qué se habían convertido sus vidas, una profunda tristeza nublaba la mirada del conductor. No, no era una buena cosa, pero al menos, no era lo peor.
-Tendremos que descargar primero a éstos.
-Espero que podamos entrar con los camiones hasta la entrada a las celdas, estando como están deben pesar como fardos.
Tras una curva, apareció ante ellos la espectacular estructura montañosa hendida por una uve que contenía el campo de entrenamiento de las milicias. Un muro de cuatro metros les cerraba el paso obligándoles a detener los camiones.
Esperaron unos segundos hasta que una parte del muro se movió hacia abajo desapareciendo en el suelo. El camino quedaba expedito. La radio crujió y una voz en árabe empezó a dar órdenes.
-Entrad y pegaros a la pared de la derecha. Seguid por ella hasta el punto R3. Allí os estarán esperando.
-Bueno, pues… vamos para adentro.

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