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Cuando una persona es convocada a colaborar en un sitio
cuyo nombre es tan pretencioso como el de Centro Nacional de Inteligencia tiene
ganas de contarlo a los cuatro vientos. Pero hete aquí que el susodicho CNI es
una casa de espías, y eso no se va contando por ahí.
El coronel Calatrava fue uno de ellos.
No era mal investigador, y en Afganistán destacó como un
hábil localizador de talibanes, lo que le valió una cierta reputación de tipo
sagaz. En realidad era un tipo sagaz que había hecho pasar su condición sexual
absolutamente inadvertida en un mundo terriblemente andrófobo, a pesar de estar
formado casi en su totalidad por hombres que menospreciaban a las mujeres. ¡Qué
cosas!
Su fama de tipo listo llegó más allá de las fronteras de
Afganistán y de su propio país y casi a la vez recibió dos ofertas: pertenecer
al CNI y a una extraña organización cuyos fines no estaban claros aunque sí su
oferta económica.
Y como cuando uno es realmente listo lo es principalmente
para uno mismo, Calatrava se apuntó a los dos bandos.
Así que de la noche a la mañana, pasó de ser un aguerrido
coronel del ejército a ser un agente doble, asunto que le pegaba mucho, porque
doblez no le faltaba.
Y fue en los primeros meses de esa doble militancia
cuando conoció a La Peligro, de la que me van a permitir no hacer ningún
comentario.
Apareció ante él vestida de policía en un aeropuerto
presa del pánico y Calatrava sucumbió a sus más bajos instintos. Digo bajos
porque estaban a la altura de su entrepierna, líbreme Dios de calificarlos
moralmente.
Pero la vida te da sorpresas y La Peligro también estaba
en tránsito hacia una vida distinta, de forma que en poco tiempo alcanzó su
propio grado de doblez.
Y ambos, coronel–espía–agente–del–mal y travestido–prostituta–agente–del–bien
contrajeron matrimonio al amparo de una ley perversa que permitía a la gente
estar con quien quisiera. ¡Lo que hay que ver!
Y en ese doble ir y venir que tienen los agentes dobles,
Calatrava y La Peligro se hallaron de “viaje de negocios–turismo” en Dubái, la
excéntrica capital de los Emiratos Árabes.
Como decía la vieja canción bereber:
¿Se querían?
Bueno, digamos mejor
que se deseaban y
obtenían,
porque amor, lo
que se dice amor,
allí, no había.
Ver a dos agentes dobles haciendo lo imposible por
abandonarse el uno al otro para ir a dedicarse a sus asuntos es un asunto que
les voy a ahorrar.
El caso es que a las nueve de la mañana, hora local,
Calatrava ya había salido para lo suyo y La Peligro ya había encargado un burka
fresquito para pasar inadvertida por
las aparentemente occidentalizadas calles de Dubái.
Se han dicho muchas cosas del burka, casi todas malas,
sin embargo es una prenda inigualable para pasar inadvertida, especialmente si
eres un travelo de más de cien kilos de peso. La pena es que no funciona en todas
partes. Aquí sí. ¡Qué cosas!
La Peligro, mirando en su extensión la prenda femenina
que casi ocupaba toda la cama, cogió el teléfono y marcó un largo número.
Esperó a que descolgaran y habló susurrando.
–Divina a Fontana, Divina a Fontana, me reciben.
“¿Quién coño es divina?”
Se oyó por el auricular.
–¡Hijo, Gallardo, que tieso eres…!¿Quién va a ser divina?
Pues yo…
“Y Fontana será De la Fuente. ¿No?”
–Evidentemente.– Respondió poniendo el altavoz y dejando el
móvil sobre la mesita de noche.
“Y eso te lo ha enseñado Montilla, el de la centralita.”
–No, se lo he escuchado decir, ya sabes, desde mi casa.
Como ahora lo oigo todo, todo y todo.
“¡Lo que nos hacía falta… más gente hablando en clave
montillana!”
–Bueno, a lo que íbamos, que me desconcentras. ¿Me
recibís?
–¡Claro que te recibimos. Nos has llamado por teléfono!
–Uf… Es imposible trabajar de espía contigo, qué tieso,
hijo, qué tieso.
··
A Gallardo le irritaba sobre manera la alegría con que La
Peligro asumió su papel: “La Mata–Hari del Siglo XXI”, solía llamarse. Le parecía
a él que aquel divertimento iba en contra de la seriedad del cometido, pero,
como ya le advirtiera Antonia López, “Son tantas las puñaladas que te da la
vida que nunca viene mal un poquito de cachondeo”.
“¿Tienes el burka?”
–Me lo acabo de poner. Me falta la capucha, o como quiera
que se llame esto.
El travelo se miraba en el espejo que cubría una de las
paredes de la habitación como si estuviera preparándose para una cena de gala.
–Ahora mismo parezco Demis Roussos pero sin barba.
“Póntela, no te olvides del auricular, tienes que estar
cerca del sitio al que ha ido tu marido y ya son casi las nueve.” Sonó la voz
de De la Fuente.
–Ya les he dicho que esto es innecesario, le oigo
respirar a kilómetros.
“Da igual. No quiero que haya dudas sobre lo que oyes”
–Esa es otra, efectivamente, como dijo la Antonia,
comprendo lo que se habla en cualquier idioma, pero no sé a qué se refieren, y
eso me pone enferrrma.
–Para eso estamos nosotros. Esto es un trabajo de equipo:
Tú te pones cerca, nos dices lo que han dicho y nosotros lo interpretamos.
Gallardo, a miles de kilómetros de distancia, escuchaba
la conversación a través de un altavoz mientras permanecía de pié ante una
enorme pizarra blanca, rotulador en ristre, dispuesto a hacer un esquema de todo
lo que pasara.
“Joder coño… Esto es como ir de penitente en la Macarena
pero con una gafas de cuadritos. Pobres moras, lo que tienen que aguantar.”
La voz de La Peligro sonaba rotunda, cercana, mientras en
el segundo sótano, Pepo cuidaba de la calidad y la exactitud de las
comunicaciones. No estaba sólo, le ayudaba una nube de frikis lejanos que,
seguramente, se divertían de lo lindo.
De repente, se abrió la puerta de la sala donde De la
Fuente y Gallardo habían establecido el Cuartel General de la Alianza Inverosímil, como le gustaba
llamarla al Notario.
–Señor comisario, la señorita Antonia está a punto de
salir.
–Gracias, Fernanda.– Soltó el rotulador sobre el soporte
y se dirigió hacia la salida mirando a De la Fuente, que le hizo un gesto de
complicidad.
–Bueno, repasemos lo que vas a hacer ahora…– se quedó
hablando el excomisario.
Gallardo salió por la puerta y apareció en el pequeño
patio interior de la Fundación, donde
Antonia repasaba algunas cosas
mentalmente junto a su maletón de artista.
–Mucho equipaje, ¿no crees?
–¿Eh…? Ah, Gallardo.– Miró la
maleta.– Es lo mínimo que deben llevar dos personas que suelen quemar su ropa al más mínimo inconveniente.
–¿Ya te marchas?
–Sí. El avión sale a las 7,
hay que estar mucho antes en el aeropuerto, ya sabes.
–Lo decía porque parece que no
te ibas a despedir.
–Tranquilo, Gallardo, que no
me voy a la guerra.– Antonia contestaba a Gallardo siempre como si estuviese
enfadada, al contrario que al resto.
–Quizá sí. Quizá te vayas a la
guerra.
Antonia se le quedó mirando
sorprendida.
–¿Te preocupas por mí?
–No, solo es que…– Gallardo
miró a Fernanda que le sonreía para darle ánimos. Por fin se decidió a
continuar.–Algún día tendríamos que hablar con más tiempo.
Antonia empezó a caminar hacia
la puerta tirando del maletón.
–Algún día. Ahora tengo prisa.
Fernanda, siempre al quite, ya
abría la puerta para dejar pasar a la cantaora. Le hizo un gesto imperceptible
al comisario, que recompuso el tipo inmediatamente.
–Bueno, pues buena suerte. Y
mucho cuidado.
–Que tengan cuidado ellos.
–Eso, señorita, así se habla.
Ambas mujeres se dieron un
beso de despedida. Antonia se perdió camino de La Alameda mientras la puerta se
cerraba.
–Muy bien, señor comisario, ¡muy
bien! Usted siga así y más pronto que tarde la señorita se fijará en usted.
–Esto no es una telenovela,
Fernanda.
–Porque usted no quiere señor
comisario, porque a mí se me ocurren muchos finales felices. Ande, entre en la
sala que esa señora del burka va a volver loco al pobre De la Fuente.
“Joder, si es que me voy a matar… entre que no veo y que
voy en babuchas, esto es la muerte a pellizcos.”
De la Fuente se volvió con cara de desconsuelo hacia el
comisario que intervino desde la puerta: –Peligro, ya está bien, sabemos que no
es cómodo, pero es importante que cumplas tu misión.
–Bueno, quejarse es gratis.–Dijo saliendo del ascensor.
El vestíbulo del Address Downtown era lujoso hasta
empalagar, como todo en Dubai, donde se notaba de forma clara el origen humilde
de sus ciudadanos, enriquecidos a partir de la crisis del petróleo de los
setenta y con tanto dinero en circulación que no sabían en qué gastarlo. Una
pena, porque a menos de mil kilómetros había mucho sitio.
La manaza del travelo golpeó el clásico timbre de la
recepción. “¡TIN, TIN…!”
Un tropel de conserjes se volvió hacia el mostrador.
–¿Alguien habla en cristiano?
Uno de ellos, vestido con el clásico thobe blanco
inmaculado local, se aproximó a la señora gorda vestida con un piadoso burka de color celeste claro.
–Yo hablo español, si es a lo que se refiere.
–Necesito un taxi.
–Por supuesto, señora, en seguida. Puede sentarse en
aquél salón hasta que llegue.
El lugar hacia el que señalaba el conserje, casi
escondido detrás de un biombo, parecía especialmente destinado a las mujeres,
ausentes en lo que la escasa vista de La Peligro alcanzaba.
–A ver si encuentras un furgón para la gorda– Murmuró en
árabe a un chico que atendía el teléfono.
“Hijo de puta… ¡ya te cogeré yo a ti, morito venido a más!”,
pensó La Peligro, maniobrando para pasar al salón de mujeres sin tirar el
biombo.
···
Mientras, en La Alameda, De la Fuente empezó a teclear en
el ordenador.
–Voy a llamar a Jotabé. Allí deben ser las siete de la mañana. Hora de
emprender el camino.
Sonó el tono de llamada. Una, dos, tres veces.
“Haló?”
–¿Jotabé?
“Hola…” Hubo una pausa. “¿Ya es la hoga?”
–Si… debes partir hacia el norte. ¿Has descansado bien?
“Bueno, digamos que el gato que he dogmido ha sido
bueno.”
–Bien, pues date prisa, debes abandonar el campamento
antes de que empiece a llenarse de cooperantes.
“¿Cómo voy a ig?”
–Debes caminar hacia el este.– Los policías miraban un
mapa en pantalla que el excomisario señalaba con el dedo.–Te encontrarás con un
rio. Es el Nilo. Una barcaza te estará esperando.
“Me gustaguía despedigme de alguien.”
Gallardo le hizo señas a De la Fuente.
–Me indican que no deberías. Nadie debe saber a dónde
vas.
“Pego…” Otra pausa. “Está bien… Aunque no es coggecto
igse sin más.”
–No se trata de ser educado sino de mantenerse con vida.
–Está bien. Os llamagué cuando esté en el bagco.– Y
colgó.
Con torpeza se puso los calzoncillos y una camiseta.
Metió con descuido las pocas cosas que estaban fuera de su mochila y salió al
exterior de la tienda. La luz del alba se asomaba por el horizonte tiñendo de
naranja el campamento, aún dormido. Se puso los pantalones y las botas y se
echó la mochila a la espalda.
Antes de ponerse en marcha aún tuvo tiempo para mirar a
las tiendas vecinas. Una de ellas sería la de Josephine. Tuvo una idea.
Cogió un trozo de papel de su mochila y escribió una
pequeña nota a lápiz que dejó caer dentro de la tienda: “Pour Josephine: Je reviens bientôt. Jean–Baptiste.» Y empezó a caminar
hacia el amanecer.
–¡Que le he dicho que no me siento ahí, coño, que no me
da la gana!
–Perdone señora, le repito que el vestíbulo está
reservado para los hombres o mujeres de paso.
–¡Putas…!
–¿Perdón, cómo dice?
–¡Putas…! En mi país, las mujeres de paso son las putas.
–No me va a dejar más remedio que llamar a Seguridad.
–Por mí como si invocas al espíritu del Santo Mahoma.
Aquello resultó tremendamente ofensivo para el conserje,
que ya no dudó en tomar una decisión definitiva.
De la Fuente y Gallardo no daban crédito. Pese a sus
intentos de detenerla, La Peligro se había empeñado en sentarse en el vestíbulo
del hotel y por mucho que le gritaban, ella no hacía caso.
–Ahora deberíamos llamar a Antonia y preguntarle si sigue
pensando que fichar a La Peligro es una buena idea.
–No seas tocapelotas Gallardo. Esto se nos ha ido de las
manos a nosotros.– Tecleo algo en el ordenador. La cara demacrada pero feliz de
Pepo apareció en una ventana.
–¿Qué ocurre De la Fuente?
–A La Peligro se le ha ido la olla… no tendrás una forma
de… no sé…
–¿Darle una descarga eléctrica?
–¡Eso, eso. Una descarga!
–Gallardo, por favor…
–Le puedo enviar un sonido agudo insoportable, pero eso
hará que se quite el auricular.
–¡Para lo que escucha!
Un par de matones de grueso bigote entraron en el
vestíbulo.
–Es esa gorda blasfema… quítenla de en medio, los
clientes ya están presentando quejas.
–A sus órdenes.
En un par de zancadas, los dos hombres, como dos
castillos, se echaron encima de la gorda. Hubo un intento de agarrarla, pero La
Peligro tenía mucho peligro y en un par de manotazos se los quitó de encima.
–¡Mierda…!– De la Fuente parecía pensar a toda velocidad.–Como
se resista puede salir gravemente herida… rápido, Pepo, ese chirrido… ¡ya!
–A sus órdenes, comandante.
La mano de pepo tecleó un breve comando en el ordenador y
un agudo zumbido trepanó la sesera del travelo que cayó doblado de dolor sobre
una preciosa e inmaculada alfombra persa, momento que aprovecharon los dos
guardias para inmovilizarla.
–¿Y ahora qué?
–No lo sé, Gallardo. Tendremos que pensar en algo.
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