07 - En ausencia de Dios


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Cuarenta y ocho horas de vuelo, de esperas interminables, férreos controles aduaneros, transbordos y un ascenso constante del calor parecían haber llegado a su fin cuando la avioneta que les llevó desde Yuba al campamento de Jamam tomaba tierra rebotando sobre el piso pedregoso de una rústica pista de aterrizaje hasta detenerse junto a un grupo de niños que contemplaban la maniobra con emoción.

El campamento de Jamam, en Sudán del Sur, es un inmenso conglomerado de cabañas, chozas, tiendas de lona, depósitos y chabolos del más variado origen que controla el tránsito de refugiados proveniente de Sudán y lo distribuye por otros campamentos cercanos a la vez que establece un control sanitario para evitar epidemias.
La sequedad del ambiente parece haberle hecho olvidar que un mes atrás fue arrasado por tremendas crecidas estacionales del río Nilo que dejaron muertos, enfermedades y descontrol.
En esas circunstancias, los voluntarios de las organizaciones de ayuda sólo pueden ocuparse de los más débiles: los ancianos y los niños. Ahora parecía que la cosa se estabilizaba: Las plantas potabilizadoras funcionaban a pleno rendimiento facilitando agua bebible a una inmensa marea humana que no cesaba de huir del conflictivo norte y los recursos, siempre insuficientes, llegaban con cierta regularidad.

Las primeras impresiones sensoriales asaltaron a los recién llegados nada más abrirse la puerta de la cabina: El fuerte olor, el calor insoportable, la llamativa presencia de los voluntarios: unos cuantos blancos que se movían con determinación entre una multitud negra errante y la aglomeración de curiosos entorno al aparato.
Josephine se bajó primera de la avioneta saltando sobre la pista de tierra mientras gritaba algo que parecía querer decir “alejaros, por favor”. Sin mover los pies del suelo, metió la cabeza en el interior de la avioneta para dar las últimas instrucciones.
-Recordad: no os separéis de mí, no os entretengáis con nadie y, muy importante, no deis nada a nadie ni dejéis que nadie se acerque a vuestros equipajes.
Miró a Jean-Baptiste, que era el siguiente en salir. El rostro del francés revelaba absoluta desolación ante lo que le esperaba, una impotencia para la que no servían las credenciales falsas que le había conseguido el marido de Fernanda.
-Ánimo chicos, recordad, no venís a sufrir sino a ayudar.-La joven monja volvió a coger el brazo hipermusculado del francés sujetándolo con fuerza. Acercó su rostro de ébano a la pálida tez del chico para susurrarle.-Si te dejas conmover no podrás hacer tu trabajo.
Inesperadamente, remató el consejo con un beso en los labios y se hizo a un lado para que saliera.
- Adelante. Seguidme sin deteneros.

A dos mil kilómetros hacia el norte, siguiendo el curso del alto Nilo desde Yuba, se encuentra la frontera entre Sudán y Egipto. Un poco antes, los dos camiones de esclavos se detuvieron a orillas del río.
-¿Aquí era donde debería estar la barcaza?
-Sin duda, ¿ves allí?
El copiloto miró a lo lejos, entrecerrando los ojos para enfocar mejor y compensar la intensa e hiriente luz del medio día.
-Si, es Wadi Halfá, no hay duda. Bueno, pues a esperar.-Dijo descorriendo la lona que les separaba de su carga.
Los detenidos estaban tirados por el suelo, dormidos como corderos.
-¡Por Dios!-dijo volviendo a echar la lona.-¡Huelen peor que el culo de un camello!
-Es verdad. Abramos las puertas, a ver si ventilamos.
Era difícil, no soplaba a esta hora ni una brizna de aire, aunque fuera caliente.
-Ha sido buena idea esta del agua. Cuando se les pasan los efectos del somnífero y despiertan tienen tanta sed que vuelven a beber y se vuelven a dormir. No tenemos que preocuparnos por volver a drogarles. Lo hacen ellos solos. Lo malo es que no tienen tiempo ni para hacer sus cosas.
El piloto no habló. Recordaba aún su llegada al macizo de Mahattat, sometido a golpes y torturas. La idea de llevarlos drogados fue de uno de los tipos blancos que les habían capturado, cerca de Abbu Simbel, se quejaba de sobreesfuerzo, el muy hijo de puta. Ahora era él el que ayudaba a traer más desgraciados allí.
Una profunda desesperación se apoderó de su alma.
-¿Quieres un poco?-El copiloto le ofrecía agua.
Miró a su compañero. El intento de fuga en Mali, y sus incipientes aunque terribles efectos fueron suficientes para convertirle en un fiel aliado de la organización. “Mejor no pensar”, comentó.
Efectivamente, se dijo, mejor no pensar. Cogió la botella y se echó un trago bien largo.
-Mira, pero si está ahí. –dijo el otro saltando del vehículo. -¡Eh…!¡Eh…! Estamos aquí-
En la orilla, del mismo color que el desierto, que el agua del Nilo, que el cielo; un árabe dormitaba sobre una barcaza grande y plana.
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El maniobra de embarque apenas fue percibida en la parte de atrás, donde, tirados entre los cuerpos de sus compañeros, Shalif y Obama parecían dormidos, aunque en realidad estaban delirando.
Habían estado aprovechando las paradas para mear de los de delante para robarles un poco de agua. Pero en el desierto se mea muy poco, y ahora llevaban casi un día sin beber. Casi no podían mantenerse conscientes, de forma que, en cierto sentido, también ellos iban drogados.
Obama soñaba que era un ídolo del fútbol, un tipo elegante, rodeado de guapas modelos, deportivos y fans que le miraban con adoración. Allí estaba, el entrenador del Barcelona, ¿cómo se llamaba? Daba igual. Lo felicitaba, le decía que era el nuevo Mesi, el nuevo Maradona del Barça. Sus hijos también estaban allí. Vestidos como occidentales, limpios y bien alimentados. Su esposa, una rubia del este, lo miraba con cara de ángel.
-Tú… negro… despierta.
-¿Eh…? ¿Qué pasa?
-Creo que estamos en un barco, navegamos por un río. Sobre el agua.
-¿Agua?
-Espera, se han bajado del camión, cojamos agua.
Como dos desesperados reptaron por encima de los cuerpos de sus compañeros hasta llegar a la cortina de lona. La abrieron con cuidado. Allí estaban, delante del camión, sobre la cubierta, hablando con el barquero. Tenían sendas botellas de agua.
-¡Mierda…!-Rebuscó con las manos atadas por el asiento corrido del camión.-Ya no les queda más que el agua que llevan encima.
Shalif se volvió a su esquina.
-Eso quiere decir que estamos a punto de llegar.- Se asomó por la parte trasera y miró la estela de agua marrón que iba levantando la hélice.
-¿Sabes nadar?
-No lo sé,-respondió pasando sobre los otros,-no  he tenido nunca la oportunidad.
-Da igual. Estamos esposados.-Shalif se dejó caer sobre su charco de orines.

-Un momento.- Obama se detuvo en el centro de la masa de cuerpos y se puso a buscar algo a su alrededor. Se acercó a uno de ellos. Vestía una chilaba que un tiempo fue blanca, ahora apestaba a mierda y sudor. Tiró del cordón de la cintura. Tiró con toda la fuerza, aunque era bien poca.
-Ayúdame Shalif.
-¿Qué quieres hacer?
-Coger el cordón de éste, he tenido una idea.
Entre los dos zombis lograron rasgar la raída chilaba y sacar el cordón que servía para cerrarla. Debía medir un par de metros.
-Necesitamos otro. Mira, aquél.
Volvieron a repetir la operación. Esta vez con más dificultad, probablemente porque pensaron que ya sabían hacerlo. Finalmente se encontraron con dos cuerdas delgadas que Obama ató una después de la otra.
-¿Y ahora qué?
-Dame una de esas botellas… no esa no, está sucia, aquella de la banqueta.
Shalif, obedeciendo como un tonto, le entregó la botella de plástico. El negro ató un nudo doble al gañote y tiró fuerte para comprobar que no se soltaba. Luego, caminando de rodillas, se acercó a la lona de la parte trasera y la descorrió un poco.
La intensa luz le cegó. Tardó unos segundos en acostumbrarse, mientras veía como el blanco iba tomando distintas gradaciones del ocre.
-Ahora sé lo que quieres. ¡Venga, lánzala!
El negro se volvió.
-Átame el otro extremo a la muñeca, no quiero perderla.
El árabe se zafó de un par de cuerpos que le impedían ponerse en la posición adecuada e hizo lo que le pidió su compañero. Comprobaron la firmeza del lazo y tiró la botella por la borda. Ésta botó en la cubierta de madera y terminó por caer pero no llegó a rozar el río, quedando a medio metro del agua.
-La cuerda es muy corta. Es imposible.
-Tiene que faltarle muy poco. Agárrame fuerte y deja que me acerque.
-Nos van a ver. En cualquier momento pueden volver.
-Da igual. Hazlo.
Shalif pasó las piernas del negro entre sus brazos esposados y le agarró por los muslos mientras este sacaba medio cuerpo del camión. Conforme se estiraba, la botella se iba acercando a la estela de agua lodosa.
-Un poco más.-gritó a media voz. El ruido del motor ocultaba el trajín de los dos esclavos, por ahora.
Shalif clavó las rodillas contra la portezuela del remolque levantándose para ayudarle a estirarse aún más. Le dolían los brazos y las piernas, la cara a escasos milímetros del apestoso culo de Obama, que como todos, se lo había estado haciendo donde podía. Realmente le entraban ganas de soltarle y dejarle ahogarse, pero la idea de volver a beber era mucho más poderosa que el desprecio ancestral de los blancos de Tombuctú hacia los negros del sur.
Un fuerte tirón y los dos cayeron hacia atrás.

La botella de agua, llena de limo arenoso, entró jalada por la cuerda y les sobrevoló en dirección a la cabina. Shalif pensó que todo había sido en vano cuando vio salir la pierna de su compañero disparada hacia arriba, de espaldas, hasta que el talón de su pie tocó la botella haciéndola cambiar de dirección y dejándola caer sobre sus manos. Los movimientos fueron tan rápidos que prácticamente no se habían perdido más que unas cuantas gotas.
-¡Buen taconazo!
-Ya te dije.-Se incorporó como pudo sin descuidar su preciada carga.-El fútbol se me da bien.-
Se llevó la botella de barro a la boca y bebió con ganas.
-Déjame a mí… déjame…
-Tranquilo, amigo,-la botella estaba justo a la mitad.-Yo no soy como tú. Toma, termínatela.
El árabe se tragó lo suyo y tiró la botella vacía a un lado.
-¡Ag… está asquerosa!
-Bueno, además de beber hemos comido algo.-El negro río.
Hacía dos días que no escuchaba esa risa casi infantil. Cómo podía reír. Cómo podía ser tan iluso. Un pensamiento se hizo fuerte en la retorcida mente de Shalif: Debía alejarse de él en cuanto pudiera, pensó, aquél negro estúpido era de la clase de tarados a los que pegan un tiro en la frente a la primera de cambio.
 ···
Aquella noche, Jean-Baptiste estaba roto. Había perdido la cuenta de las veces que había tomado la temperatura a los tripulantes de los innumerables camiones de refugiados que llegaron, había perdido la cuenta de los análisis de orina que había realizado, ayudado por unas pequeñas tiras de papel secante, había perdido la cuenta de las veces que había buscado pústulas en las gargantas de hombres, mujeres, niños y ancianos. Y ahora, camino de su tienda de campaña, dentro del recinto cerrado de MSF, sólo pensaba en dormir.
Abrió la lona y se arrastró a su interior, extenuado. Intentó mover la mochila para hacerse hueco, pero pesaba demasiado para su cansado cuerpo, se le cayó y rodó de mala manera hasta quedar aprisionada por la tela de la tienda. Un teléfono cayó de un bolsillo.
-Jodeg…-dijo en español, acordándose de la Ninja y el resto de la “pandilla”.-Ni siquiega he tenido tiempo paga llamag.
Con torpeza cogió el aparato y se dejó caer de espaldas. Miró la pantalla luminiscente: marcaba las 2 de la madrugada hora local. Durante un segundo pensó a quién podía llamar, pero sus dedos ya había elegido el número de Paco el Camboyano.
Tardó un buen rato en conectar, pero por fin sonó la voz del guitarrista.
-Dime, chaval, ¿cómo te va de “médico sin froteras”?
-Estoy muegto, Paco. Solo te llamo paga que sepas que estoy bien, muegto, pego bien.
-Bueno, mañana hablamos, anda, descansa.
-¿Y pog ahí, cómo va la cosa?
-Todo va según los planes de De la Fuente. Mañana te dará instrucciones. Tendrás que salir de ahí temprano y moverte hacia el norte, pero para eso tienes que estar descansado.
-De acuegdo. Dale gecuegdos a la gente.
-De tu parte, supermán.
El francés colgó y dejó caer el móvil en alguna parte. De pronto, reparó en una figura a contra luz que se recortaba en la entrada de la tienda.
-¿Quién es?-Dijo en francés.
-No sabía que tenías un móvil de satélite. Si se enteran los otros no van a parar de pedírtelo.
Era Josephine. No la había visto en todo el día, desde que lo dejara en el puesto de control, hacía una eternidad.
-¿Puedo entrar?
De pronto recordó el beso que le dio en la avioneta.
Encogió las piernas para dejarle paso.
-Por supuesto. Entra. Estaba pensando en ti.-mintió.
La chica se agachó y se colocó a un lado, entre la mochila y él. Los dos estaban muy pegados, sus rostros casi se tocaban.
-Me han dicho que has trabajado mucho.
-No lo recuerdo, estoy tan cansado.
Rieron brevemente.
-Sabía que eras un buen fichaje.
La mano de Josephine le acarició con suavidad el rostro. Él la agarró suavemente por la cintura.
-¿Crees que esto está bien?
-Yo sí,-Respondió ella con seguridad.-¿Y tú?
No respondió. Acercó sus labios y empezó a besarla con fuerza. El cansancio se había disipado definitivamente y, a pesar de la estrechez, lograron quitarse la ropa el uno al otro sin dejar de besarse y tocarse por todo el cuerpo como dos posesos.

Aquella noche pasó demasiado rápido, como corren los momentos en los que realmente se es feliz.

Despuntando las primeras luces, Josphine salió de la tienda a medio vestir mientras Jotabé dormía como un tronco. Ella lo miró desde fuera, sonrió dulcemente y echó la lona.

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