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Mientras seguía a prudente distancia al camarero, Rshwan
Al Galeb, un pijo qatarí de unos treinta y pocos años vestido con un traje
oscuro impecable, con manos de manicura perfecta y barba corta, igualmente
esculpida, observaba sorprendido el interior del restaurante La Cantina.
A pesar de su ubicación, en plena zona industrial de
Ginebra, el ambiente no parecía el de un restaurante de trabajadores: Era
tranquilo y distinguido, acogedor, Iluminado con discreción y perfumado de un
discreto y estimulante olor a carne asada.
La clientela, distribuida con equilibrio por sus mesas,
certificaba que al lado no se encontraba la factoría de Opel, atiborrada de
hombres pringosos y cansados, sino la de Rolex, donde relojeros finos, después
de montar un par de joyas de valor surrealista, se permitían el lujo de
almorzar algo caro y apetitoso a cargo de la firma que procuraba así hacer
creer a sus empleados que eran algo especial, no como la chusma de una fábrica
de coches.
Para Rshwan no dejaban de ser trabajadores, pero al
menos, no se sentiría como un pura sangre en el establo de una granja.
Un japonés, también trajeado, se levantó cuando le vio
acercarse.
Era un cincuentón delgado, de pómulos salientes y ojos
pequeños tras un par de anteojos redondos, pelo corto y negro, aunque ya le
clareaban las sienes, y cuerpo contenido en longitud y movimientos. Hizo un ojigi keirei, de unos treinta grados de
inclinación, que el árabe supo interpretar como el típico saludo entre hombres
que van a entablar una negociación. Le devolvió el saludo inclinándose también,
aunque no tanto, como era propio a la posición del cliente.
–Señor Riswan Al Galeb, es un placer conocerle.
–El placer es mío, doctor Hideiki.– Rshwan no intentó
corregirle la pronunciación.
Mientras el camarero le apartaba la silla, el árabe tomó
asiento sin dejar de sonreír, observando cómo su compañero de mesa hacía lo mismo.
–El señor va a tomar algo de aperitivo.
–Si, por favor, póngame un Dry Martini.–Respondió tras
observar que el japonés también tomaba algo.
El camarero le entregó una carta que parecía haber salido
de la nada y se marchó haciendo un gesto de sumisión.
–Por un momento temí que hubiese una mujer a la mesa.
–Oh, no se preocupe, en estas negociaciones no nos
permitimos el más mínimo fallo de protocolo. Manuela Klein es mi… secretaria,
por eso la mesa está a su nombre.
Mientras los dos hombres empezaban una charla
intrascendente sobre la oferta de la carta, bajo la mesa, un pequeño
dispositivo inalámbrico recogía todas sus palabras transmitiéndolas al fondo
del salón, donde una pequeña y desmelenada Manuela, daba cuenta de una frugal
ensalada de endibias con queso azul regada con agua Evian. En su oído, las
palabras de Toojo Hideiki sonaron como un insulto, pero en su rostro no hubo
reflejo alguno. Aquella mañana ya habían discutido sobre la necesidad o no de
que ella escuchara la conversación. Tuvo auténticas dificultades para traducir
el sentido de la frase “cuatro ojos ven más que dos”, pero al final consiguió permiso
para colocar el micródono bajo la mesa.
En otro extremo del salón, Tetsu Watanabe tomaba sólo
agua sin perder puntada de la charla de negocios. Aunque en su caso, era
gracias a una pequeña aplicación de Pepo que estaba trabajando ocultamente en
el móvil de su nuevo jefe, Hideiki. Aquella misma mañana se había presentado
como el chófer de la empresa de alquiler de automóviles para ejecutivos. Unas
credenciales falsas le avalaban. Su condición de japonés, junto con sus muy
correctas formas, terminaron de convencer al doctor Hideiki que para nada
sospechaba de la estrecha vigilancia.
A miles de kilómetros de distancia también escuchaban la
conversación el inspector Gallardo y el Coordinador de la Fundación de Antonia
López, Juan Carlos De la Fuente. La voz metálica del traductor simultáneo se
superponía a la del camarero.
–Han decidido ya lo que van a tomar los señores.– dijo en
un inglés con fuerte acento francés.
–Sí.–Se adelantó Al Galeb tras una breve mirada de
cortesía.–Tomaré un entrecot poco hecho.
–¿Y el señor?
–Probaré el salteado de setas.
El camarero tomó las cartas.
–¿De beber?
–Si me lo permite…–Volvió a adelantarse el árabe.–Traiga
una botella de Côte de Nuits.
–¿1995 o 2003?
–La primera.
El camarero si giró hacia el japonés.
–Para mí, traiga agua.
Tanta cháchara había abierto el apetito a Pepo, que
devoraba unos ganchitos al queso sin dejar de comprobar los parámetros de la
escucha en su desastrosa sala de control, en el segundo sótano de la sede de la
fundación en La Alameda.
··
En peores circunstancias se encontraban Obama y Shalif.
Los habían maniatado y cargado en un par de camiones que
se dirigían ahora, bajo un sol abrasador, por un camino polvoriento hacia el
sudeste, en dirección al Níger, de vuelta a su lugar de procedencia. Entre los
pies de los retenidos, esclavos según Obama, una sucia caja contenía un gran
número de botellines de plástico con agua. No era Evian, evidentemente. Uno de
los tipos de enfrente, un negro zaíno achaparrado, probablemente del golfo de
guinea, agarró una botella con ambas manos y la destapó, bebiéndosela casi de
un trago.
–Deberíamos controlar el consumo. No sabemos cuánto
tiempo va a durar esto.
–Cállate y no te metas donde no te llaman.
Obama miró a Shalif y le hizo un gesto de extrañeza que
no obtuvo respuesta.
Al cabo del rato, el guineano se movía al ritmo del traqueteo
del camión, profundamente dormido. Otros estaban igual que él o daban
cabezadas, incapaces de permanecer despiertos.
Shalif dio un codazo a su compañero.
–Dame una botella, tengo la boca seca.
Obama se separó de él y de su otro compañero, que dormía
plácidamente contra su hombro, y se agachó para cogerla. El durmiente, falto de
apoyo, cayó como un fardo hasta dar un cabezazo en el hombro a Shalif.
–¡Eh…!– Protestó dándole una bofetada en la cara.–¡Échate
para allá, negro apestoso!
Pero el individuo no reaccionó.
Obama se terminó de levantar dejándole todo su sitio. Como
pudo, se acercó a la caja de botellas y tomó una.
–Ya tiene que estar cansado, ¡menuda torta!–Dijo
ofreciéndole la botella.–Ayúdame a quitarlo de en medio.
Con la ayuda de Shalif, Obama consiguió liberar su asiento
en la banqueta de madera que recorría el flanco del camión. El tipo volvió a
caer sobre su hombro y siguió durmiendo sin inmutarse. A Obama no pareció
importarle.
Mientras, Shalif había abierto la botella y estaba
volcándola sobre su boca cuando una mano negra se la tapó.
–¡Pero…!– El agua salpicó en todas direcciones. Shalif
puso la botella de pie de forma instintiva.–¿Se puede saber qué coño haces?
–No bebas. Mírales. –El árabe miró al interior oscuro del
camión mientras su compañero le aclaraba las ideas. –Están dormidos. Todos.
Parecen inconscientes.
–Hace mucho calor.
–Yo creo que es el agua.
–¡Mierda!–Reconoció el árabe tirando el botellín al
camino.–¡Lo que nos hacía falta!
–Quizá sea mejor dormir, no sé. Pero algo me dice que
quizá despiertos tengamos alguna opción.
–Es posible.–Shalif miró hacia la botella que se ocultaba
tras la nube de polvo que levantaba el camión. Todo era amarillo, luminoso y
extremadamente seco.
–Aunque no sé a dónde podríamos ir.
–Esperemos.
–¿Sin beber?
–Mi abuelo decía: “Mientras hay sabana, hay caza.”
–¿Dónde está la sabana?
Los dos camiones continuaron la ruta perdiéndose entre la
calima.
En La Cantina, la luz era mucho más suave, lo que daba a
los platos que servía el camarero un aspecto más apetitoso. El chico,
consciente de que los comensales habían interrumpido su conversación a su
llegada, intentó acortar la ceremonia de apertura de la botella de Borgoña, la
cata del cliente y el primer servicio, alejándose casi de inmediato tras una
breve reverencia.
–Desde luego, lo de Asilah no puede considerarse un
éxito, aunque tenemos que decir en nuestra defensa que concurrieron
circunstancias inesperadas.
–¿Qué clase de circunstancias?
–No podemos asegurarlo aún, estamos investigando el caso.
Recuerde que no hay ningún testigo fiable. Pero le tenemos preparada una
demostración que no le dejará ni el más mínimo resquicio de duda.
–¿Otro atentado?
–No. Eso hoy en día lo hace cualquiera.
–Si no concurren
circunstancias inesperadas. –Hideiki obvió el sarcasmo.
–Estoy hablando de visitar centro de adiestramiento de
nuestras milicias.
Al Galeb levantó por primera vez la mirada del plato y
fijó los ojos en los del japonés.
–Mis patronos no están interesados en eso. Sólo quieren
“intervenciones” puntuales. Digamos que del estilo de lo del 9–11.
–Un hecho impactante, desde luego. Sin embargo, como ya
le he comentado, esa operación ha tenido un gran coste para sus patronos, creo que no hace falta que
me explique.
–No. Ya conozco su definición de victoria pírrica. Sin
embargo, esa operación movilizó al Islam como ninguna otra. Necesitamos más
energía para la Yihad.
–Toda acción conlleva una reacción.
–Hay que conseguir que la primera arroye a la segunda.
–Pues piense en lo que le voy a decir. Si analiza al enemigo, verá que su punto débil no está
en su territorio, sino fuera.
–¿Qué quiere decir?
–Todos los portaaviones, todos los tanques, los
satélites, las bombas, los drones… no les sirven de nada.
–¿Usted cree? A mis patronos les encantaría tener de esos
juguetes y, de hecho, me consta que trabajan para tenerlos.
–Ya, y cometen un error.
Al Galeb saboreo un instante la carne jugosa en su boca
antes de tragarla con deleite. Luego, recomponiendo el tipo dijo.
–Un error.
–Si piensan que esas son las armas definitivas, el
auténtico martillo de Dios, están equivocados.
–¿Por qué?
–Todo termina siendo inútil cuando lo que falla es la
infantería, la ocupación del territorio. Estados Unidos es un país muy
mediático, democrático, como les gusta presumir. Sus gobernantes no son capaces
de dirigir a su gente hacia el sacrificio si no es mediante esas operaciones y
aparatos espectaculares. Luego empiezan a llegar los ataúdes y el entusiasmo
belicista se termina.
–Ese problema no lo tendríamos nosotros.
–Ustedes también sufren revueltas y revoluciones.
–Instigadas por ellos y el sionismo.
–Naturalmente. Yo le propongo algo definitivo, un arma
que acabará con el Imperio y el poder de Sión.
–Milicias, ¡qué novedad!–Volvió a mirar el plato para
continuar comiendo, dando a entender que había perdido el interés por la
conversación.
–Milicias movidas no por la paga, ni por la posibilidad
de una vida eterna entre vírgenes.
–¡Tenga cuidado!– Al Galeb soltó los cubiertos y miró con
furia a su interlocutor.–¡No menosprecie el poder de Dios!
–No.– Toojo se removió incómodo.–No quería decir eso.–Tosió
simulando que algo se le había atragantado, necesitaba tiempo para retomar la
iniciativa. Bebió agua.
···
En la sala donde Gallardo y De la Fuente escuchaban la
conversación con un sonido nítido como si sucediera en la habitación de al lado
nadie parpadeaba, aunque Gallardo no paraba de tomar frenéticas notas sobre
unos papeles desordenados de la mesa, sacando conclusiones que en otro tiempo
le hubieran llevado días.
De la Fuente tomó el micrófono y se dirigió a Tetsu, que
escuchaba aparentemente ajeno.
–Watanabe, escúcheme: si esto se jode perderemos mucho
tiempo. Tienes que pensar en algo, hay que “distraer” al moro para que olvide
su indignación y darle tiempo a Hideiki para pensar algo.
Tetsu se preparó para acelerar el movimiento y provocar
la caída de un par de platos que llamase la atención de Al Galeb, aunque aún
prefería esperar unos segundos para ver si su compatriota podía lograrlo por
sus propios medios.
La conversación también tenía en vilo a Manuela Klein,
que veía cómo el inútil de Hideiki, según su opinión, estaba a punto de joderla.
Su mente empezó a gestar todo un abanico de explicaciones para dejar al japonés
en evidencia delante de sus jefes, no había que perder ninguna ocasión para
eliminar estorbos. Pero cuando ya acariciaba la tan ansiada victoria, la voz de
Toojo volvió a resonar en sus auriculares.
–Quería decir, es decir. –Carraspeó.–¿Cuántos hombres
realmente creyentes ha encontrado en su vida? Me refiero a creyentes de verdad,
no de los que dicen ser creyentes.
El japonés se estaba metiendo en terreno resbaladizo. El
propio Al Galeb no era realmente creyente, acomodado desde hacía años al estilo
occidental, rodeado de vírgenes y lujos en esta vida, sin necesidad de morirse
antes. Quizá no fuera muy receptivo al argumento.
Tetsu empezaba a ponerse tenso, preparado para saltar a
hipervelocidad. Al Galeb habló en el auricular de su móvil.
–Sigo sin entenderle.
Toojo miró desesperado hacia abajo.
–¿Cuántas personas de las que conoce serían capaces de
morir siguiendo ciegamente las órdenes de sus patronos?
El árabe, terminada la carne, se limpió la boca con la
servilleta y tomó la copa de Borgoña acercándosela a los labios.
–Tenemos suficientes tropas.
–¿Cómo en Irak o Afganistán?
–¿A dónde quiere llegar?
Tetsu se volvió a sentar.
–Le estoy ofreciendo hombres absolutamente sumisos,
preparados, eficaces, reutilizables, serenos y mortales. Sin inseguridades, sin
fanatismos, bajo un control absoluto.
–¿Y qué les ha prometido?
–No les he prometido nada. No se mueven por ambición, o
deseo. Ni por amor a un ideal o a Dios. Los mueve la fuerza más potente del
mundo.
–¿Y qué fuerza es esa?
–El Miedo.
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