06-La Fuerza más Potente del Mundo

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Mientras seguía a prudente distancia al camarero, Rshwan Al Galeb, un pijo qatarí de unos treinta y pocos años vestido con un traje oscuro impecable, con manos de manicura perfecta y barba corta, igualmente esculpida, observaba sorprendido el interior del restaurante La Cantina.
A pesar de su ubicación, en plena zona industrial de Ginebra, el ambiente no parecía el de un restaurante de trabajadores: Era tranquilo y distinguido, acogedor, Iluminado con discreción y perfumado de un discreto y estimulante olor a carne asada.

La clientela, distribuida con equilibrio por sus mesas, certificaba que al lado no se encontraba la factoría de Opel, atiborrada de hombres pringosos y cansados, sino la de Rolex, donde relojeros finos, después de montar un par de joyas de valor surrealista, se permitían el lujo de almorzar algo caro y apetitoso a cargo de la firma que procuraba así hacer creer a sus empleados que eran algo especial, no como la chusma de una fábrica de coches.

Para Rshwan no dejaban de ser trabajadores, pero al menos, no se sentiría como un pura sangre en el establo de una granja.
Un japonés, también trajeado, se levantó cuando le vio acercarse.

Era un cincuentón delgado, de pómulos salientes y ojos pequeños tras un par de anteojos redondos, pelo corto y negro, aunque ya le clareaban las sienes, y cuerpo contenido en longitud y movimientos. Hizo un ojigi keirei, de unos treinta grados de inclinación, que el árabe supo interpretar como el típico saludo entre hombres que van a entablar una negociación. Le devolvió el saludo inclinándose también, aunque no tanto, como era propio a la posición del cliente.

–Señor Riswan Al Galeb, es un placer conocerle.
–El placer es mío, doctor Hideiki.– Rshwan no intentó corregirle la pronunciación.
Mientras el camarero le apartaba la silla, el árabe tomó asiento sin dejar de sonreír, observando cómo su compañero de mesa hacía lo mismo.
–El señor va a tomar algo de aperitivo.
–Si, por favor, póngame un Dry Martini.–Respondió tras observar que el japonés también tomaba algo.
El camarero le entregó una carta que parecía haber salido de la nada y se marchó haciendo un gesto de sumisión.
–Por un momento temí que hubiese una mujer a la mesa.
–Oh, no se preocupe, en estas negociaciones no nos permitimos el más mínimo fallo de protocolo. Manuela Klein es mi… secretaria, por eso la mesa está a su nombre.

Mientras los dos hombres empezaban una charla intrascendente sobre la oferta de la carta, bajo la mesa, un pequeño dispositivo inalámbrico recogía todas sus palabras transmitiéndolas al fondo del salón, donde una pequeña y desmelenada Manuela, daba cuenta de una frugal ensalada de endibias con queso azul regada con agua Evian. En su oído, las palabras de Toojo Hideiki sonaron como un insulto, pero en su rostro no hubo reflejo alguno. Aquella mañana ya habían discutido sobre la necesidad o no de que ella escuchara la conversación. Tuvo auténticas dificultades para traducir el sentido de la frase “cuatro ojos ven más que dos”, pero al final consiguió permiso para colocar el micródono bajo la mesa.

En otro extremo del salón, Tetsu Watanabe tomaba sólo agua sin perder puntada de la charla de negocios. Aunque en su caso, era gracias a una pequeña aplicación de Pepo que estaba trabajando ocultamente en el móvil de su nuevo jefe, Hideiki. Aquella misma mañana se había presentado como el chófer de la empresa de alquiler de automóviles para ejecutivos. Unas credenciales falsas le avalaban. Su condición de japonés, junto con sus muy correctas formas, terminaron de convencer al doctor Hideiki que para nada sospechaba de la estrecha vigilancia.

A miles de kilómetros de distancia también escuchaban la conversación el inspector Gallardo y el Coordinador de la Fundación de Antonia López, Juan Carlos De la Fuente. La voz metálica del traductor simultáneo se superponía a la del camarero.

–Han decidido ya lo que van a tomar los señores.– dijo en un inglés con fuerte acento francés.
–Sí.–Se adelantó Al Galeb tras una breve mirada de cortesía.–Tomaré un entrecot poco hecho.
–¿Y el señor?
–Probaré el salteado de setas.
El camarero tomó las cartas.
–¿De beber?
–Si me lo permite…–Volvió a adelantarse el árabe.–Traiga una botella de Côte de Nuits.
–¿1995 o 2003?
–La primera.
El camarero si giró hacia el japonés.
–Para mí, traiga agua.

Tanta cháchara había abierto el apetito a Pepo, que devoraba unos ganchitos al queso sin dejar de comprobar los parámetros de la escucha en su desastrosa sala de control, en el segundo sótano de la sede de la fundación en La Alameda.

··
En peores circunstancias se encontraban Obama y Shalif.
Los habían maniatado y cargado en un par de camiones que se dirigían ahora, bajo un sol abrasador, por un camino polvoriento hacia el sudeste, en dirección al Níger, de vuelta a su lugar de procedencia. Entre los pies de los retenidos, esclavos según Obama, una sucia caja contenía un gran número de botellines de plástico con agua. No era Evian, evidentemente. Uno de los tipos de enfrente, un negro zaíno achaparrado, probablemente del golfo de guinea, agarró una botella con ambas manos y la destapó, bebiéndosela casi de un trago.
–Deberíamos controlar el consumo. No sabemos cuánto tiempo va a durar esto.
–Cállate y no te metas donde no te llaman.

Obama miró a Shalif y le hizo un gesto de extrañeza que no obtuvo respuesta.

Al cabo del rato, el guineano se movía al ritmo del traqueteo del camión, profundamente dormido. Otros estaban igual que él o daban cabezadas, incapaces de permanecer despiertos.
Shalif dio un codazo a su compañero.
–Dame una botella, tengo la boca seca.
Obama se separó de él y de su otro compañero, que dormía plácidamente contra su hombro, y se agachó para cogerla. El durmiente, falto de apoyo, cayó como un fardo hasta dar un cabezazo en el hombro a Shalif.
–¡Eh…!– Protestó dándole una bofetada en la cara.–¡Échate para allá, negro apestoso!
Pero el individuo no reaccionó.
Obama se terminó de levantar dejándole todo su sitio. Como pudo, se acercó a la caja de botellas y tomó una.
–Ya tiene que estar cansado, ¡menuda torta!–Dijo ofreciéndole la botella.–Ayúdame a quitarlo de en medio.
Con la ayuda de Shalif, Obama consiguió liberar su asiento en la banqueta de madera que recorría el flanco del camión. El tipo volvió a caer sobre su hombro y siguió durmiendo sin inmutarse. A Obama no pareció importarle.
Mientras, Shalif había abierto la botella y estaba volcándola sobre su boca cuando una mano negra se la tapó.
–¡Pero…!– El agua salpicó en todas direcciones. Shalif puso la botella de pie de forma instintiva.–¿Se puede saber qué coño haces?
–No bebas. Mírales. –El árabe miró al interior oscuro del camión mientras su compañero le aclaraba las ideas. –Están dormidos. Todos. Parecen inconscientes.
–Hace mucho calor.
–Yo creo que es el agua.
–¡Mierda!–Reconoció el árabe tirando el botellín al camino.–¡Lo que nos hacía falta!
–Quizá sea mejor dormir, no sé. Pero algo me dice que quizá despiertos tengamos alguna opción.
–Es posible.–Shalif miró hacia la botella que se ocultaba tras la nube de polvo que levantaba el camión. Todo era amarillo, luminoso y extremadamente seco.
–Aunque no sé a dónde podríamos ir.
–Esperemos.
–¿Sin beber?
–Mi abuelo decía: “Mientras hay sabana, hay caza.”
–¿Dónde está la sabana?
Los dos camiones continuaron la ruta perdiéndose entre la calima.

En La Cantina, la luz era mucho más suave, lo que daba a los platos que servía el camarero un aspecto más apetitoso. El chico, consciente de que los comensales habían interrumpido su conversación a su llegada, intentó acortar la ceremonia de apertura de la botella de Borgoña, la cata del cliente y el primer servicio, alejándose casi de inmediato tras una breve reverencia.

–Desde luego, lo de Asilah no puede considerarse un éxito, aunque tenemos que decir en nuestra defensa que concurrieron circunstancias inesperadas.
–¿Qué clase de circunstancias?
–No podemos asegurarlo aún, estamos investigando el caso. Recuerde que no hay ningún testigo fiable. Pero le tenemos preparada una demostración que no le dejará ni el más mínimo resquicio de duda.
–¿Otro atentado?
–No. Eso hoy en día lo hace cualquiera.
–Si no concurren circunstancias inesperadas. –Hideiki obvió el sarcasmo.
–Estoy hablando de visitar centro de adiestramiento de nuestras milicias.

Al Galeb levantó por primera vez la mirada del plato y fijó los ojos en los del japonés.
–Mis patronos no están interesados en eso. Sólo quieren “intervenciones” puntuales. Digamos que del estilo de lo del 9–11.
–Un hecho impactante, desde luego. Sin embargo, como ya le he comentado, esa operación ha tenido un gran coste para sus patronos, creo que no hace falta que me explique.
–No. Ya conozco su definición de victoria pírrica. Sin embargo, esa operación movilizó al Islam como ninguna otra. Necesitamos más energía para la Yihad.
–Toda acción conlleva una reacción.
–Hay que conseguir que la primera arroye a la segunda.
–Pues piense en lo que le voy a decir. Si analiza al enemigo, verá que su punto débil no está en su territorio, sino fuera.
–¿Qué quiere decir?
–Todos los portaaviones, todos los tanques, los satélites, las bombas, los drones… no les sirven de nada.
–¿Usted cree? A mis patronos les encantaría tener de esos juguetes y, de hecho, me consta que trabajan para tenerlos.
–Ya, y cometen un error.
Al Galeb saboreo un instante la carne jugosa en su boca antes de tragarla con deleite. Luego, recomponiendo el tipo dijo.
–Un error.
–Si piensan que esas son las armas definitivas, el auténtico martillo de Dios, están equivocados.
–¿Por qué?
–Todo termina siendo inútil cuando lo que falla es la infantería, la ocupación del territorio. Estados Unidos es un país muy mediático, democrático, como les gusta presumir. Sus gobernantes no son capaces de dirigir a su gente hacia el sacrificio si no es mediante esas operaciones y aparatos espectaculares. Luego empiezan a llegar los ataúdes y el entusiasmo belicista se termina.
–Ese problema no lo tendríamos nosotros.
–Ustedes también sufren revueltas y revoluciones.
–Instigadas por ellos y el sionismo.
–Naturalmente. Yo le propongo algo definitivo, un arma que acabará con el Imperio y el poder de Sión.
–Milicias, ¡qué novedad!–Volvió a mirar el plato para continuar comiendo, dando a entender que había perdido el interés por la conversación.
–Milicias movidas no por la paga, ni por la posibilidad de una vida eterna entre vírgenes.
–¡Tenga cuidado!– Al Galeb soltó los cubiertos y miró con furia a su interlocutor.–¡No menosprecie el poder de Dios!
–No.– Toojo se removió incómodo.–No quería decir eso.–Tosió simulando que algo se le había atragantado, necesitaba tiempo para retomar la iniciativa. Bebió agua.

···
En la sala donde Gallardo y De la Fuente escuchaban la conversación con un sonido nítido como si sucediera en la habitación de al lado nadie parpadeaba, aunque Gallardo no paraba de tomar frenéticas notas sobre unos papeles desordenados de la mesa, sacando conclusiones que en otro tiempo le hubieran llevado días.

De la Fuente tomó el micrófono y se dirigió a Tetsu, que escuchaba aparentemente ajeno.
–Watanabe, escúcheme: si esto se jode perderemos mucho tiempo. Tienes que pensar en algo, hay que “distraer” al moro para que olvide su indignación y darle tiempo a Hideiki para pensar algo.
Tetsu se preparó para acelerar el movimiento y provocar la caída de un par de platos que llamase la atención de Al Galeb, aunque aún prefería esperar unos segundos para ver si su compatriota podía lograrlo por sus propios medios.
                                 
La conversación también tenía en vilo a Manuela Klein, que veía cómo el inútil de Hideiki, según su opinión, estaba a punto de joderla. Su mente empezó a gestar todo un abanico de explicaciones para dejar al japonés en evidencia delante de sus jefes, no había que perder ninguna ocasión para eliminar estorbos. Pero cuando ya acariciaba la tan ansiada victoria, la voz de Toojo volvió a resonar en sus auriculares.

–Quería decir, es decir. –Carraspeó.–¿Cuántos hombres realmente creyentes ha encontrado en su vida? Me refiero a creyentes de verdad, no de los que dicen ser creyentes.
El japonés se estaba metiendo en terreno resbaladizo. El propio Al Galeb no era realmente creyente, acomodado desde hacía años al estilo occidental, rodeado de vírgenes y lujos en esta vida, sin necesidad de morirse antes. Quizá no fuera muy receptivo al argumento.

Tetsu empezaba a ponerse tenso, preparado para saltar a hipervelocidad. Al Galeb habló en el auricular de su móvil.

–Sigo sin entenderle.
Toojo miró desesperado hacia abajo.
–¿Cuántas personas de las que conoce serían capaces de morir siguiendo ciegamente las órdenes de sus patronos?

El árabe, terminada la carne, se limpió la boca con la servilleta y tomó la copa de Borgoña acercándosela a los labios.
–Tenemos suficientes tropas.
–¿Cómo en Irak o Afganistán?
–¿A dónde quiere llegar?
Tetsu se volvió a sentar.
–Le estoy ofreciendo hombres absolutamente sumisos, preparados, eficaces, reutilizables, serenos y mortales. Sin inseguridades, sin fanatismos, bajo un control absoluto.
–¿Y qué les ha prometido?
–No les he prometido nada. No se mueven por ambición, o deseo. Ni por amor a un ideal o a Dios. Los mueve la fuerza más potente del mundo.
–¿Y qué fuerza es esa?
–El Miedo.

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