05 – Puertas que unen y separan




·
El camino abandonaba la rivera del rio Níger en dirección al noroeste adentrándose en el desierto. Su trazado se borraba de trecho en trecho ocultándose tras aglomeraciones de polvo y arena lo que unido a la intensa luminosidad del desierto que impedía la formación de contrastes, hacía que todo se mezclara en una bruma amarillenta y seca.
Los dos viejos camiones Pegaso que seguían su ruta debían guiarse por el GPS para no perderse.

En el interior del primero, un par de musulmanes de chilaba, turbante y barba salvaje permanecían en silencio soportando el traqueteo y el calor con sumisa resignación. Pero en el segundo, uno de los ocupantes parecía muy inquieto.
–¿Seguro que nadie ha escapado nunca?
–No debemos hablar del asunto.
–Pero, ¿por qué?
–Nos escuchan, te lo aseguro.

El copiloto guardó un instante de silencio, pero sólo fue para poder preparar nuevos argumentos.
 –Pues para el camión y nos bajamos, afuera no nos escucharán.
–¡Cállate…!–El conductor manejaba el volante con rudeza, irritado por la temeridad de su compañero.

–Yo no quiero estar aquí y creo que tú tampoco. ¡Qué coño!¡Nadie quiere vivir así!.
El piloto resoplaba, sudando y mirándose constantemente las manos.
-Callate ya, capullo.
-Ahora es el momento de escapar, estamos a sólo dos kilómetros de Tombuctú, total, una hora andando.
–Pero… ¿no viste lo que le pasó a ese pobre?
–¡Bah! He visto trucos de película mucho más creíbles.
–Da igual lo que creas. Yo no pienso moverme de aquí, y además, tenemos una misión y pienso cumplirla.
–Pues yo quiero dejarlo, ahora.
El conductor detuvo el camión de un frenazo levantando una nube de polvo amarillento que los engulló.
–¡Lárgate… tú sabrás!
–¿No vienes conmigo?
–No. – La caja de cambios protestó con un desagradable rugido cuando metió la primera. –¡Lárgate!
El copiloto, extrañado, abrió su puerta y se bajó del camión.
–Échame una botella de agua.
–No la vas a necesitar, pero toma.
La botella cayó a unos metros del borde del camino. Cerró la puerta y mientras caminaba para recogerla sintió cómo la ardiente arena abrasaba sus pies semidesnudos. También notó un desvaído que le obligó a detenerse, de inmediato llegaron los mareos, no podía mantenerse de pié. Cayó de rodillas. Un desasosegante calor empezó a recorrerle todo el cuerpo. Sentía que se ahogaba.
–¡Es… espera!– tosió sin aire.–¡No estoy bien!
–Vuelve. Ahora. ¡Rápido!– Gritó su compañero desde la cabina sujetando el embrague.
Logró oír sus palabras a través de un zumbido irritante.
Con un considerable esfuerzo se pudo poner de pié y empezó a desandar el corto trayecto que les separaba. Todo fue aclarándose, el zumbido desapareció, el pulso volvió a la normalidad y sólo un ligero temblor se apreciaba en sus manos cubiertas aun de palpitantes líneas azules cuando tomó la manilla de la puerta y la abrió.
–¿Qué… qué me pasa?
–Han sido ellos. No nos permiten desobedecer. Anda, sube y pongámonos de nuevo en marcha.
Cerró la puerta tras de sí y el camión dio un tirón mientras aceleraba para recuperar el tiempo perdido. Ninguno de los dos volvió a abrir la boca.

Shalif sintió como algo duro aunque ligero le golpeaba en el pecho. Se despertó. La garganta le arañaba, la lengua era como un estropajo y los labios cuarteados le quemaban. Miró alrededor. Estaba en un lugar oscuro de proporciones desconocidas sentado sobre un suelo arenoso.
–Es hora de despertar.– Dijo una voz juvenil en algún sitio.
–¿Dónde estamos?
–No lo sé. Quizá cerca de Tombuctú, pero cuando llegamos no estaba en condiciones de mirar nada. Toma, bebe un poco.
Un cuenco de barro salió de la nada y se puso justo delante de su nariz. El olor del agua fresca le hizo reaccionar y cogerla. Se la llevó a los labios y bebió casi todo de un solo trago. El líquido, al pasar por su garganta, apagó un instante el fuego que le quemaba.
–¿Quién eres?–Dijo al cabo de un rato.
–Mi nombre es Obama.
No contestó.
–No ese Obama que piensas.–Sonó una carcajada casi infantil.
–Estaba pensando en un amigo de la infancia. Soy de aquí cerca, de Diré.
–Yo soy de más al sur,  Safané, cerca de Ouagadougou. ¿Sabes dónde digo?
–Naturalmente. Eres extranjero. Y probablemente jarratín.
El rostro de un muchacho de aproximadamente unos veinte años se mostró a escasos centímetros del suyo. Su blanca sonrisa, con algunos huecos, parecía flotar en la oscuridad.
–Creo que sí, que soy negro.–Volvió a reír.
–¿Qué hacemos aquí?–Respondió dejando el cuenco al lado.
El rostro se había vuelto a perder en la oscuridad.
–No lo sé. ¿También fuiste arrojado desde los helicópteros?
–¿Helicópteros? No recuerdo demasiado de las últimas horas.
–¡Cómo vas acordarte! Estábamos drogados. Toma, nos han echado un trozo de pan, come, igual no lo vuelves a hacer en tu vida.
Tanteando en el aire en dirección a la voz logró dar con el chusco. Lo cogió y empezó a comerlo a pequeños bocados; aún no tenía demasiada saliva y le dolía tragar.
–Creo que nos han tomado como esclavos.
–¿Esclavos?
–Sí, tu pueblo lleva siglos comerciando con esclavos.
–Eso es una leyenda.
El sonido de unos pasos que se acercaban les hizo guardar silencio. El sonido de unos goznes y un rectángulo en la pared se hizo luz deslumbrándolos.
–Aquí hay dos.
–¡A ver… poneros de pie!
Cuando Shalif intentó obedecer la orden le fallaron las fuerzas y volvió a caer en el suelo. Obama parecía más entero y se volvió para ayudarle.
–¡Levanta!–gritaron desde la puerta.

Poco a poco se iban acostumbrando a la nueva luminosidad. Shalif observó de reojo a su compañero. Efectivamente era un negro de unos veinte años, casi su misma edad, aunque él era blanco. El que gritaba parecía de origen bereber, por el acento.
Su padre solía regañarle diciéndo que los bereberes no son gente de fiar cuando, de niño, le veía correr detrás de las caravanas de camellos que entraban y salían de la ciudad; pero a él le encantaba ver las mercancías, los trueques y regateos que se producían a su alrededor.
–¿Tienes algún problema de salud?– dijo el otro, un anciano con acento local.
–No, estoy cansado, simplemente.
–Son jóvenes y sanos, ya le he dicho.– Explicó el bereber.
Shalif tomó fuerzas para aprovechar la ocasión y obtener cierto privilegio.
–Yo soy de aquí al lado. Si me liberáis, te podríamos dar a una de mis hermanas, y a ti viejo un par de cabras.
–¡Seguro que tus hermanas y las cabras huelen igual!
Los de la puerta rieron cerrándola y se alejaron, volviéndoles a dejar a oscuras y en silencio.
–Parece que el rescate de tu familia no les parece atractivo.
Shalif no contestó. Durante un buen rato solo se escucharon los lejanos murmullos del exterior. Obama volvió a hablar.
–Tú eres el que se escapó con las botellas de agua y el mapa. Te he reconocido cuando abrieron la puerta.
De nuevo silencio.
–Te entiendo, no tenías la mente despejada.
Shalif no tenía el más mínimo remordimiento y el último comentario del negro le llevó a la conclusión de que su compañero de celda era un tarado.
–Cuando éstos nos descubrieron sólo nos llevaron a los hombres jóvenes. Dejaron abandonados a las mujeres, los niños y los mayores. Probablemente ya estarán muertos.
–¿Me quieres conmover?
–No, sólo te estoy contando porqué creo que nos han tomado como esclavos.
–No hace falta que nos tomen como esclavos. Nosotros mismos estábamos dispuestos a ser esclavos en Europa a cambio de un poco de comida.
–Oh, bueno. Yo no tenía pensado eso. Juego bien al fútbol y quería ser como… Kanouté.
–Kanouté es de Mali, como yo.
–Pero es negro, como yo.
–Eres un iluso.
Se hizo un silencio que las palabras suaves y bien moduladas de Obama rompieron casi sin querer.
–Probablemente. Para ser esclavo no me hubiera movido de mi casa.
–Y además eres tonto.
–Desde luego no soy tan listo como tú. Estabas dispuesto a ser un esclavo y mírate: lo has conseguido.
–¡Vete a la mierda!

·· 
La destartalada kashbah donde se hallaban encerrados Shalif y Obama estaba situada efectivamente a las afueras de Tombuctú, en el camino del sur. A medio día ya salía la caravana de bereberes de nuevo en dirección a la ciudad, camino del desierto.
Portaban mercancías en grandes cajones que cargaban algunas bestias, probablemente como pago en especies por la entrega de los hombres.
Por el otro camino, al sureste, un par de viejos camiones militares se dirigían hacia la antigua fortaleza de adobe, vigilados por el viejo  desde una de las torres.
Cuando estavieron lo suficientemente cerca, el viejo empezó a bajar con dificultad por una escalera casi borrada hasta llegar a un pequeño y polvoriento patio rodeado de pequeños cubículos de barro y paja. Con paso débil, se acercó al portón de entrada y empezó a retirar los travesaños que lo bloqueaban. Sonó un claxon: –¡Abre ya, viejo, tenemos prisa!
–Mi cabeza quiere correr, pero mis piernas y mis manos no.

El último travesaño cayó a un lado y el portón cedió quedando entreabierto. Un par de muyahidines  entraron con sus kalashnikov colgando del hombro.
–¿Cuántos esta vez?
–Veintitrés, pero son de lo mejor, fuertes y vigorosos.
–Eso lo decidiremos nosotros, ahora apártate, no vaya a ser que te atropellen.
El viejo se retiró agachando la cabeza.

A miles de kilómetros de allí, alguien buscaba otra puerta.
S'il vous plaît, la porte d’embarquement à khartoum?
–Passerelle au terminal deux, aux fond.–El agente del aeropuerto Charles De Gaulle señaló a su espalda sin levantar la cabeza.
–Merci beaucoup.

Jean–Baptiste no paraba de recordar el momento en el que el marido de Fernanda le entregó el billete y los documentos de colaborador con Médicos sin Frontera, probablemente falso. Buscó una explicación en los ojos de Antonia López, y la obtuvo.
–¿No querías aventuras? Te puedo asegurar que tendrás aventuras.
Y allí estaba, en París. Sin haber salido del aeropuerto para saludar siquiera a sus amigos, esperando para embarcar hacia Jartum, la capital de Sudan, en un trabajo de colaborador falso de una ONG. Las manos le sudaban y el corazón le pedía abandonar todo aquel rollo de superheroínas, lucha contra el Mal y demás chorradas. Total, con su nuevo cuerpo, podía llevarse de calle a todas las chichas de liceo de la ciudad.
Pero mientras pensaba esto, seguía caminando hacia la terminal dos, cargado con una mochila con más chismes que una tienda del Coronel Tapioca y menos ganas de volar que una tortuga.

Êtes–vous Jean–Baptiste Legrand ?
Se volvió sorprendido.
Delante de él estaban un par de embriagadores ojos verdes engarzados en el rostro negro azabache de una muchacha. La chica, vestida con una vistosa bata multicolor, lo miraba sonriente. Algo en su interior le decía que podía confiar en ella. Continuaron hablando en francés.
–Sí, soy yo… ¿y tú te llamas?–dijo devolviéndole la sonrisa.
–Me llamo Josephine, ¿eres el nuevo de MSF?
–Me temo que sí. ¿Tú también?
–No. Me temo que no. En realidad soy misionera.
–¿Eres monja? Quiero decir, ¿religiosa?
La cara de decepción de Jean–Baptiste era evidente. Aunque no había pasado ni minuto, ya tenía un esbozo de plan que ahora parecía venirse a pique.
–¡Oh! También me temo que sí. Pero a donde vamos ese aspecto de ser monja que te atribula es lo de menos. En realidad lo peligroso es ser cristiano.
–Ya, lo lamento. Yo en realidad no soy ni cristiano ni nada. Vamos, que soy agnóstico.
–Eso es lo que tú crees. Pero ¿qué creerán los sudaneses?
–¡Vaya, me estás asustando!
–Perdona. No era mi intención. ¿Te he dicho ya que me llamo Josephine?
–Si.– Bajó la voz y susurró a su oído.–Y que eres monja.
Los dos rieron, aunque a Jotabé le duró poco la alegría, asustado de tanta novedad. La chica se agarró de su brazo como si fuera su novia y le dijo con voz arrulladora.
–No te agobies. Donde vamos la gente está deseando vernos. Y cuando vuelvas serás otro hombre. Un hombre mejor.
–¿Nos esperan?–Se cortó en seco.–¡Ah, si… los de MSF!
–Es difícil, pero te aseguro que muy gratificante.
–¿Y tú de dónde eres?
–De allí. De Sudán. Vengo a recogeros.
–¡Pero bueno! Ni que fuésemos niños.
–A don…– Josephine cortó su argumento. Un hombre, delante de ellos, les miraba de vez en cuando con cierta irritación.
–Es para que os sintáis mejor.– Le susurró.
–¿Y por qué no me han dicho nada de ti?
–No estaban seguros de que las autoridades comunitarias me dejasen venir. Afortunadamente, aunque no me han dejado salir de la zona internacional, he podido alcanzarte. Y aún hay más gente, por ahí delante, tú eres el último.
–¿No estarás aquí para que no nos escapemos?
La joven monja sonrió con coquetería.–Por supuesto.
Volvieron a reír.

···
Cualquiera que los viera pasar en dirección a la puerta de embarque pensaría que eran una pareja interracial, probablemente estudiantes, que volvían al país de ella para ver a su familia. Josephine era muy estilizada y marcaba su figura incluso a pesar de la amplia túnica africana de chillones amarillos, rojos, verdes y negros, gracias a un contoneo elegante, impropio de una religiosa. Además coqueteaba con el francés con soltura.
Jean–Baptiste, pelirrojo, blanco como la leche, parecía tener un conflicto interior, dudando entre olvidarse de Josephine como mujer o no hacerlo. Casi sin darse cuenta, atravesaron la puerta del avión para Jartum.

No muy lejos de allí, en términos globales, un taxi doblaba la esquina del concesionario de Citroën adentrándose en la zona industrial de Ginebra.
–¿Viene de Arabia Saudí?–Preguntó el conductor en árabe.
–En realidad soy de Qatar, pero llevo muchos años aquí.–Contestó el pasajero en francés, evitando demasiada familiaridad con el taxista. –¿Queda mucho?
El automóvil se detuvo a un lado del asfalto.
–No. Es aquí.–El taxista hizo un gesto displicente hacia la derecha. En medio de las naves, como si hubiese caído del cielo, había un chalet de madera, con flores en los balcones y un letrero que rezaba “La Cantina Chez Marco”.
–Perfecto, ¿Cuánto le debo?
–Diecinueve con veinte.
–No tengo francos suizos, ¿Será suficiente con esto?– dijo mostrándole un billete de cincuenta euros.
El taxista, como todos los taxistas del mundo, se hizo el tonto.
–No sé, no sé a cuánto está el cambio.
–Yo sí. Creo que será suficiente. – Dijo dejándole caer el billete sobre el asiento del copiloto y saliendo sin esperar respuesta.
El conductor guardó el billete en el bolsillo de su camisa y le observó mientras se acercaba al restaurante. Odiaba a estos musulmanes renegados que olvidaban sus raíces y se volvían más materialistas que los propios occidentales. Sus hijos iban camino de eso, lo que le ponía enfermo. Éste, probablemente, venía a hacer negocios con los de Rolex, la gran factoría que llenaba toda la calle. Sonrió.
“Y pensar que aún hay gente que cree que todos los musulmanes somos iguales.”
Arrancó el coche y se perdió entre las calles.

Tras la puerta del restaurante había un joven de estúpida sonrisa.
–Buenas tardes, ¿el señor tiene reserva?
–Creo que sí.
–¿A nombre de quién?
– Manuela Klein.

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