Scream



Explanada de carga del mercado de Tsukiji. 8:00 p.m.


                El chirrido de la criatura no permitía razonar ni comunicarse a quien lo escuchaba, como Watanabe, Yuuto y el comisario Gallardo que se habían quedado congelados viendo como aquella horrenda bestia, una especie de gambón gigantesco, devoraba sin parar a decenas de personas utilizando una eficiente y mortal conjunción de pinzas de distintos tamaños que se iban intercambiando las víctimas mientras las acercaban hasta su boca.
                Los desgraciados atrapados en la calle comprobaban horrorizados cómo inexorablemente terminaban siendo triturados por turnos en una muela circular y pestilente sin otra posibilidad que gritar hasta la extenuación.
                Ese trabajo exterminador parecía no entretener a Ebirah, como la llamaba Yuuto, que debía tener otros planes. Después de haber destrozado el mercado de Tsukiji  se dirigía  hacia el centro de la capital caminando sobre sus numerosas patas que elevaban su cuerpo a considerable altura permitiéndole transitar sin llegar a rozar los típicos edificios de tres plantas de Tokio.

               -Gallardo jikko!

                El comisario no necesitó traducción. Las pinzas atrapahombres se acercaban retorciéndose sin descanso bajo el cuerpo segmentado de Ebirah. Tetsu y Yuuto intentaban tirar de él en alguna dirección. Gallardo no se lo pensó y emprendió una frenética carrera al lado de sus colegas. Las pisadas de la criatura sonaban como un redoble de tambor desacompasado, parecía que cada una de ellas iba a su ritmo.
                Mientras corría, Watanabe pensaba que en realidad la criatura no movía sus extremidades, sino que eran éstas las que de forma automática ejecutaban su trabajo. Por eso un cerebro probablemente rudimentario tendría suficiente tiempo como para planear una estrategia, aunque fuese simple, y esa estrategia parecía tener que ver con las pequeñas criaturas verdosas que se habían distribuido por toda la capital desde ese mercado. El monstruo pensaba vengar el exterminio de su prole con otro exterminio, el de los tokiotas.

                -¿Dónde vamos?- Gritó sin aliento el español.
                -Hay que esconderse de las pinzas.
                -Querrás decir del monstruo.
                -No… el monstruo no está preocupado por nosotros. Las pinzas sí.

                Gallardo se giró y creyó comprobar, sin poder fijar la vista, que las pinzas se movían como péndulos, como el bastón de un ciego esperando encontrar un obstáculo.

                -¡Dios mío… es una máquina de comer!
                -Aita doa ga arimasu!- gritó Yuuto.

                Los tres giraron en la dirección en la que el policía señalaba. Era la casetilla de cristal del control de acceso al mercado. Estaba abandonada pero abierta. Gallardo quiso decir que no era buena idea, que aquello era extremadamente pequeño y frágil, pero las vellosidades de las pinzas parecían ir rozándole la espalda.
                En tropel, los tres policías se metieron en la estrecha cabina apartando sillas y archivadores para hacerse hueco, Watanabe, el último, se giró intentando cerrar la puerta. Una de las pinzas chocó con el hueco e intentó seguirles. Watanabe le dio una patada lo suficientemente fuerte como para que la extremidad se retrajese lo necesario y poder cerrar la puerta justo antes de que intentara volver a colarse.
                Una de las vellosidades, una especie de vara o fusta con la que las pinzas parecían reconocer sus objetivos, quedó atrapada. La cabina se cimbreó mientras la pinza intentaba liberarse. La sombra de Ebirah pasaba en esos momentos sobre ellos oscureciendo aún más la escasa luz del crepúsculo.
                Otra pinza vino en ayuda de su “hermana” en apuros. Se rozaba por la cabina intentando reconocer el objeto ignorante del nutritivo contenido que encerraba. En el estrecho espacio de la garita, los tres policías miraban aterrorizados los intentos de las extremidades por zafarse. La pinza asistente pareció coger carrera alejándose de la caseta para romper el obstáculo que atrapaba a su colega, pero el monstruo continuaba andando y ya no tenían tiempo.
                La pinza presa, arrastrada por el cuerpo de Ebirah, tiró con fuerza de la casetilla arrancándola de cuajo del suelo y llevándosela tras ella con los tres policías agolpados contra el techo como tres gallinas en una cesta.
                El movimiento y el peso de la cabina fueron demasiado para la frágil estructura de la vellosidad atrapada que terminó rompiéndose haciendo que aquella se precipitara contra el suelo desde más de cinco metros de altura. La casetilla se hizo añicos y los tres policías rodaron entre los cristales y las últimas patas de la bestia.
                Aturdidos y heridos, los tres hombres se fueron levantando uno a uno mientras la bestia ya se adentraba en el inmenso núcleo urbano que empezaba a iluminarse de farolas y ventanas. Aun con la poca luz y la distancia se podía ver cómo las pinzas no paraban de subir y bajar.

                Mientras esto sucedía en las inmediaciones del puerto, al norte de la ciudad, una pequeña avioneta naranja sobrevolaba las primeras urbanizaciones de la metrópoli.

                -Tendrías que buscar un sitio ya, no se ve ni un carajo.
                -Tu no, yo sí.

                “Me cago en los muertos de la tía esta… ya me está tocando las pelotas”. Pensó Diego, harto de la autosuficiencia de la piloto del caza Mitsubishi Zero que los transportaba.

                -De todas formas, veo algo que no me gusta nada.
                -¡Ay, madre!
                -Parece que hay explosiones en la ciudad. Algo pasa. Vamos a aterrizar ahí abajo.
                -¿Dónde?
                -Parece un descampado o un aparcamiento, hay algunos coches pero veo hueco suficiente.

                El avión dio una primera pasada a baja altura, durante la cual, Antonia calculó el ángulo de entrada y el trayecto para aterrizar.

                -Hay cables.
                -¿Cables… qué quieres decir?- Diego no sabía de qué hablaba, pero lo peor es que no sabía sobre qué volaban, embutido sobre una pequeña banqueta de madera tras el asiento de Antonia.
                -Cables de teléfono. Todo está cubierto por un enorme tendido telefónico.
                -¿Y podrás aterrizar?
                -No tenemos otra opción. Todo está lleno de cables.- El avión dio un giro cerrado haciendo que el marinero se pegase un fuerte golpe contra el cristal de la cabina y empezó a descender pegando un súbito escalón hacia abajo que lo dejó a no más de cinco metros sobre el suelo e hizo que el estómago de Diego se le pegase a la garganta.

                -¡Quilla, que nos vamos a matar!

                Un fuerte impacto indicó el momento en que las ruedas del tren de aterrizaje tocaron la gravilla del parking. El avión empezó a rodar con velocidad decreciente mientras los coches aparcados pasaban bajo las alas a milímetros. Diego hacía tiempo que había cerrado los ojos. Por fin cesó todo movimiento y el motor tosió dos veces y se paró.

                -¡Justo, nos hemos quedado sin combustible!

                Sin perder ni un segundo, Antonia descorrió la cubierta de la cabina hacia atrás y de un salto se puso de pie sobre las alas.

                -¿Necesitas ayuda?
                -No, creo que podré salir, aunque tengo las piernas dorm…-
                ¡Blumf!.. un fogonazo iluminó el escampado.
                -¿Qué ha sido eso?

                Pero ya Diego estaba solo: Antonia había desaparecido.

                Al otro extremo de la bahía, en la península de Yokohama, el centro de control de la base americana de Yokosuka servía de improvisado cuartel general de las fuerzas defensivas. El capitán de la base de Miura se había acercado allí junto con la bióloga marina Akemi Sasaki que observaba al coronel explicando el operativo militar sobre la capital.

                -Las unidades blindadas ciento doce y ciento catorce se dirigen hacia Ginsha y Akasaka para impedir la fuga de la bestia hacia el norte y de camino, proteger el palacio del emperador. Por el sur, desde aquí,- señaló la ubicación donde estaban ellos,- se están aproximando las unidades doscientos uno y dos que se apostarán al norte de Shinagawa y Shibuya respectivamente.

                La mano del coronel se acercó al centro del mapa.
                -Intentamos dejar Shinguku despejado de civiles para dejarle una vía de escape hacia el noroeste. Aquí, en Nakano, le esperará la unidad de élite uno-cuatro, especializada en sabotajes. Un destacamento de Seals está a punto de salir para lanzarse en paracaídas sobre Roppong, donde el monstruo debería estar haciendo su entrada en estos momentos. El sargento McMeat los comandará.
                Los reunidos miraron al sargento que permanecía de pie, apoyado contra la pared del fondo. Tenía cara de hijo de puta, pero quizá en estos momentos, lo que Tokio necesitaba era un hijo de puta que estuviese de su parte.

                -El sargento agradecería que la doctora Sasaki le diese una información resumida sobre la anatomía del monstruo.
                Sasaki se levantó y se colocó delante de la pantalla donde el mapa de Tokio fue sustituido por una foto de una gamba. La doctora se inclinó levemente y se puso a hablar en perfecto inglés.
                -Bien señores, sargento. Aaquí tienen lo más parecido al monstruo con el que van a vérselas. Una gamba.
                Un murmullo se levantó en la sala.
                -Una gamba de ciento cincuenta metros de largo.- El silencio volvió.
                La doctora empezó a recorrer la fisonomía del crustáceo mientras relataba lo que veían.
                -El cuerpo del monstruo tiene todas sus funciones vitales concentradas aquí, en la cabeza, pero como habrán podido comprobar, la coraza que la protege es extremadamente resistente a disparos, impactos de misil y obuses. Digamos que si la gamba ha crecido casi un dos mil por cien, el grosor de su coraza también.
                Otra vez un murmullo. El sargento miraba con aparente desinterés, como pensando “A mí con cáscaras de gambas”, pero en realidad estaba descartando estrategias a gran velocidad.

                -Por lo tanto deberíamos descartar un ataque de fuerza bruta que pudiera resultar en un auténtico baño de sangre civil.
                Los militares se miraron sorprendidos.
                -Le rogaría, doctora- interrumpió el coronel- que se limitara a describir la anatomía del bicho y nos deje a los militares la selección del armamento.
                La doctora carraspeó avergonzada y prosiguió con la descripción.

                -Una veintena de patas mantiene en movimiento a la bestia. Son igualmente fuertes y su destrucción podría servir para inmovilizar al animal, aunque yo calculo que tendrían que inutilizar al menos una docena de ellas.
                -¿Podríamos fijar cargas en las patas y detonarlas a distancia?- dijo uno de los militares desde alguna esquina.
                -Tendrían que fijarlas aquí.- La doctora señaló la primera articulación junto al cuerpo.- Pero para eso, sus hombres tendrían que reptar por una estructura móvil de dieciséis metros de alto, algo que entiendo puede ser muy difícil.- Miró al coronel como cediéndole la palabra. El militar no abrió la boca.

                -Sin embargo, el movimiento y la altura de la pata no es lo más complicado.- Mientras decía esto, Sasaki movía la mano hacia la base de la cabeza.
                -De aquí parten ocho pinzas de más de veinticinco metros de largo que se mueven en todas las direcciones posibles. Son las pinzas alimentadoras primarias. Con ellas, la bestia es capaz de recoger alimentos en cincuenta metros a la redonda, lo que pondría a sus hombres en graves aprietos.
                -Podríamos dejarle comida, para entretenerlas mientras los chicos ponen las cargas.
                -Hemos observado cómo funcionan: la pinza larga recoge el alimento del suelo y lo lleva a esta corona de pinzas pequeñas que rodean a la boca entregándoselo y  volviendo de nuevo a seguir buscando más comida… no es fácil distraer este sistema de alimentación extremadamente rápido.

                La bióloga colocó ambas manos delante de la cabeza del crustáceo formando con su sombra lo que parecía ser la cabeza de un perro.
                -Pero, además, esta aberración de la naturaleza consta de dos enormes pinzas de más de cuarenta metros de largo con una fuerza que calculamos en 200 kilogramos por centímetro cuadrado, una auténtica demoledora  de edificios.

                -De acuerdo, ese bicho es tremendo, pero ¿podría decirnos si tenemos alguna posibilidad?- El sargento estaba deseando enfrentarse con el monstruo.
                -El único punto débil está aquí.- Señaló al centro de la corona de pinzas menores.- La boca.
                Estas palabras tuvieron un efecto estimulante en el Seal, que se alejó de la pared y se acercó para ver mejor.
                -Está permanentemente abierta, triturando los alimentos que le facilitan las pinzas de su alrededor. Un disparo a su interior conseguiría entrar dentro de la coraza y reventarle la cabeza desde dentro.
                “Reventarle la cabeza”, eso sonaba a música celestial en los oídos de McMeat.
                -Bien, pues nos llevaremos lanzagranadas.
                -Recuerden que las pinzas alimentadora primarias intentarán coger a sus hombres antes incluso de que puedan clavar la rodilla en el suelo.
                -No se preocupe por nosotros, señorita, sabremos cuidarnos.
                “Eso espero”. Pensó Sasaki mientras volvía a inclinarse.

                En la explanada de carga del Tsukiji, Gallardo, Yuuto y Watanabe intentaban retomar aliento mientras se sacaban los miles de cristales que les decoraban todo el cuerpo. El chirrido de la criatura se alejaba con ella dejando que el resto de los sonidos volvieran a ser audibles, como el de la radio patrulla.

                -Repito. A todas las unidades, deber dirigirse al sureste de Shijuku, hay que evacuarlo inmediatamente, Ebirah se dirige hacia allí. Repito. A todos los hombres y mujeres que me escuchen…
                -Vamos hacia allá, está claro que han decidido entregarle el Midtown.

                Los tres policías olvidaron sus curas y se dirigieron al coche con el propósito de atender la llamada y salir en dirección a la capital. Una figura negra les observaba desde encima de los restos del mercado.
                “Gallardo… ¿hasta aquí he de verte?”


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