Centro de Tokio
10:15 pm
Mientras
los policías se concentraban en el barrio más comercial de Tokio creando
pasillos para evacuar a todas las personas que trabajaban o vivían en dirección
a la estación de Shinjuku y desde allí alejarlas del peligro mediante decenas
de trenes, la bestia marina, a la que todo el Mundo ya conocía como Ebirah por
su semejanza a uno de los acérrimos enemigos de Godzilla, destrozaba el elitista
Roppong merendándose de camino a todo lo que se movía.
Los
helicópteros de la policía tenían que evitar chocar con los de las
televisiones, las cuales se estaban forrando a base de vender la señal a medio
mundo. Un espectáculo que en esos momentos competía duramente con la
retransmisión de la Eurocopa. O veías una cosa o veías la otra. No había lugar
para nada más.
Bueno, si, estaba La 2 donde daban el programa “Cultura
para todos”.
Esa
estrategia militar de dejar llegar al enemigo hasta un lugar acotado para luego
echarse encima de él con el Fuego Divino implicaba abandonar otros escenarios a
su suerte. Una decisión difícil que a los militares les costaba bastante poco
tomar. En esta ocasión el premio le había tocado al Roppong y sus hasta ahora acomodados habitantes.
Y
como cuando se trata de un monstruo gigante que ataca Tokio lo suyo es ir
destruyendo edificios, Ebirah no defraudaba. La torre de comunicaciones
SkyTree, recién inaugurada con sus más de seiscientos orgullosos metros, yacía
doblada como una horquilla del pelo sobre los escombros del centro comercial
anexo dejando sin comunicaciones a la NHK, lo que de paso había disparado la
audiencia de la ANN. Un festín para la cadena y para Ebirah, que tuvo que
entretenerse un poco para limpiar el
colmado de japoneses que huían cargados con bolsas de Dolce & Gabbana.
Por
otra parte, centenares de tanques se dirigían alegremente a los aledaños de Shinjuku
para crear el pasillo de emboscada. Y digo alegremente porque si hay algo que
le guste más a un niño que una pistola, es una “pistola grande”, o sea, un
tanque.
Los
ciudadanos del Roppong huían como podían, abandonados por las autoridades, y se
refugiaban en portales, restaurantes, cabinas de teléfono, marquesinas de
autobús y callejones. Ebirah, o mejor dicho, su sistema de alimentación, iba dando
cuenta de ellos con la eficiencia de las SS. Un cámara de la ANN mostraba a un
grupo de personas dentro de un Dunkin’ Donuts que, agazapados tras el mostrador
y a oscuras, escuchaban aterrorizados como se aproximaba la bestia.
Mientras
todo esto sucedía, además del seguimiento por el aire y el acosamiento por
tierra, el crustáceo gigante era seguido por una figura negra, rotunda y tetuda
que saltaba de azotea en azotea: La Ninja de los Peines, que llevaba un buen
rato en que sólo se le ocurría pensar “Joder,
¡qué bicho!”.
“Ya
está bien, Paco, ya nos hemos enterado, es un pedazo de bicho”. Protestaba
Antonia López a la voz de su compañero de cuerpo Paco el Camboyano.
Antonia
López, a los mandos de la Ninja,
intentaba ver cómo meterle mano a aquello sin perder de vista las patas, las
pinzas grandes, las medianas, las pequeñas… toda una infraestructura diabólica
de tal envergadura que era difícil de abarcar incluso para ella. “Joder, ¡qué
bicho!”
Los
helicópteros revoloteaban a cierta distancia, la suficiente para no caer en el
radio de acción de la bestia, aunque su número variaba al cambiar
constantemente de localización para poder sacar planos cada vez más
sorprendentes para la audiencia.
Para
los cámaras de a pie, la dirección de la ANN había puesto sobre la mesa una
suculenta prima para aquellos que tuviesen más tiempo de emisión en directo,
para lo cual, algunos descerebrados se acercaban más de lo aconsejable al lugar
de los hechos.
De
pronto, un nuevo sonido llamó la atención de Antonia. Un traqueteo de
helicóptero de frecuencia mucho más grave se fijó a unos diez metros sobre su
cabeza. La Ninja se ocultó entre dos torres de refrigeración mientras dos pares
de soldados pertrechados para el Fin del Mundo descendían colgando de cables
hasta la azotea del pequeño edificio de al lado.
-¡Descended
hasta el nivel de calle y permanecer agrupados!
El
sargento McMeat enganchó un garfio en un saliente de la estructura y probó su
resistencia tirando sin miramientos, luego, liándoselo a la cintura, se dejó caer
por la pared en tres saltos hasta llegar al suelo. Sus hombres le siguieron como
arañas en una alacena.
“¿Y
estos pavos, dónde creen que van?”, pensó Antonia asomándose al borde del
edificio.
Los cuatro
marines de élite se desengancharon de sus respectivos cables mientras el
helicóptero se alejaba hacia el sur. La Ninja descendió para observarlos de
cerca a una velocidad que parecía haber detenido el tiempo congelando el
movimiento de los soldados. Los examinó de cerca.
Llevaban
equipo de visión nocturna, dos portaban lanzagranadas y uno una mochila con munición. McMeat
llevaba sólo una pequeña mochila rígida. Todos iban equipados con un M14 y
adornados con un par de cananas de balas al más puro estilo Rambo. Parecía que,
así, no podrían correr demasiado, pero Antonia sabía que estas malas bestias
solían cargar como mulas y, después de echar un último vistazo, se ocultó en un
recodo umbrío de la calle y detuvo su movimiento hiperrápido: Los Seals
empezaron a moverse como si a la realidad le hubiesen quitado el pause.
-Tu,
Assface vas a ser el primero, luego
irás tú, Balls, nosotros dos correremos
tras de vosotros. No podemos acercarnos pero sí dispararle a las pinzas para cubriros.
Tú te colocas justo debajo de la boca y disparas una de estas…- McMeat sostuvo
una granada pesada como un melón,- si lo consigues, hoy comeremos marisco, si
no, entras tú e intentas lo mismo.
“Comeremos
marisco nosotros y todo Tokio”, dijo Paco sabiendo ya que su “jefa”, Antonia
López, estaba dispuesta a darles una oportunidad a los no mutantes para solucionar sus asuntos.
Los
soldados empezaron a correr en formación, como en Quántico, pero rápidamente
fueron poniéndose en fila detrás de Assface,
un afroamericano feo de cojones, como era de esperar. Balls,
haciendo honor a su apodo, corría como si llevase algo entre las piernas que no
le dejase caminar mientras el constante chirrido de la bestia se sobreponía a los
gritos sordos de sus víctimas que vistos a través del dispositivo de visión
nocturna parecían secundarios de una película muda de serie B.
Al salir
de un callejón, el primer marine tuvo que frenar en seco para evitar chocar con
una de las patas, pero inmediatamente, ésta se volvió a levantar yendo a apoyarse
sobre uno de los tejados cercanos mientras la siguiente venía a ocupar su
lugar. Ese relevo fue aprovechado por los Seals para entrar en la calle y
situarse justo bajo la cola de Ebirah. Las pinzas alimentadoras primarias no
daban a basto extrayendo tiernos ciudadanos de ventanas, coches y portales y
subiéndolos al grupo de pinzas secundarias que se movían como las manos de un
avariento judío.
Si
el chirrido del monstruo era estremecedor, los golpes graves de sus patas al
andar dejaban la sangre helada, sobre todo si estabas entre ellas. Assface, demostrando que todos los
esfuerzos de sus instructores y los impuestos de sus conciudadanos no habían
sido en vano, desenganchó el lanzagranadas del soporte, a su espalda, y se lo
colocó sobre el hombro. Cogió aliento y, gritando como un energúmeno, emprendió
una rápida carrera que le hizo entrar bajo la influencia de las pinzas
atrapahombres. Sus compañeros corrieron tras él clavándose en el suelo justo en
el borde de ese perímetro mortal y, apostando sus rifles contra su costado,
empezaron a disparar contra las pinzas.
La
mayoría de las balas se perdían, pero las que conseguían impactar rebotaban
inútilmente. Las pinzas no se daban por aludidas continuando con su trabajo de
proporcionar alimento al monstruo.
Assface estaba ahora justo debajo de la
boca de Ebirah con una rodilla en tierra, apuntando el lanzagranadas hacia la
fétida cabeza de la bestia. Desde su posición, la boca del bicho parecía como
un túnel rodeado de siniestros brazos móviles de distinto tamaño. Una de las
pinzas medianas se dirigía hacia él de forma involuntaria.
-¡Assface, cuidado!- Gritó Balls por el intercomunicador.
El
marine sabía que sólo le quedaba afinar la puntería, apretar el gatillo y todo
abría acabado, así que hizo caso omiso de la advertencia. Pero para
tranquilidad de sus compañeros, la pinza cambió de trayectoria esquivando
fortuitamente al marine que se movió para afianzar su posición antes de
disparar.
Por
desgracia, ese movimiento le hizo rozar uno de los filamentos táctiles de la
pinza en retirada que, alertada, hizo un rápido cambio de dirección y tocó su
espalda. Un par de golpes y los filamentos saborearon
su sudoroso cuello.
-Toca,
toca… Que te voy a meter un pepino en toda la b…
No
tuvo tiempo de terminar la frase. Con un movimiento instantáneo, el marine fue izado
por el pie haciendo que el disparo de la granada saliese en dirección
equivocada.
El
impacto reventó las lunas del Dukin’ Donuts
haciéndola saltar en mil pedazos e incendiando el interior. Cuatro o cinco
personas salieron corriendo en todas direcciones ardiendo como fantoches de
feria. Assface ya estaba en poder de
las pinzas secundarias.
Su
compañero Balls soltó el lanzagranadas y se colocó justo debajo de la boca
apuntándola con su M14.
-¡Suéltalo
grandísima hija de puta!- gritó empezando a disparar descontroladamente.
Los
disparos salían rechazados por la fuerte coraza de los alrededores de la boca
sin provocar daño alguno en la criatura. En cambio, Assface fue asaeteado mil
veces, perdiendo la vida justo antes de perderla.
Los
dientes quitinosos, advertidos del peligro, formaron un cierre hermético en un
acto reflejo de autoprotección. Las pinzas secundarias soltaron su carga y se
plegaron sobre la boca. El cadáver de Assface
cayó desde más de quince metros sobre el asfalto, junto a Balls.
-¡Deberaux!...
gritó McMeat. El cuerpo rebotó contra la calle y quedó fracturado, como un
muñeco roto. Balls, atónito, se le quedó mirando.
Las
pinzas secundarias y la boca se volvieron a abrir. La deglución se reanudó empezando
por el propio Balls que fue elevado sin que tuviera opción de defenderse. Otra
pinza recogió el cadáver de Assface.
-¡Maldita
cabrona!- Gritó el último de los marines.
-Tranquilo
Proper, pasamos al plan B. ¡Cúbreme!
Los
marines trotaron entre las patas del monstruo y se colocaron junto al
antepenúltimo segmento de cola. McMeat se despojó del armamento y se cambió la
mochila para ajustársela al pecho. Su compañero no le perdía de vista mientras
evitaba que nada le distrajera. El
sargento sacó una extraña pistola de uno de los costados de la mochila, apunto
al costado de Ebirah y disparó. Un disco atado a un fino cable salió disparado
para chocar sobre la coraza del monstruo. El disco se adhirió, el cable quedó
flojo y ambos marines empezaron a correr a la par que la criatura. McMeat
miraba su reloj: “Treinta segundos”.
Mientras
corrían, evitando tirar del cable, una sustancia especial empezó a soldar el
disco a la superficie de la cola, en medio minuto, el disco formaba un todo con
la quitina del crustáceo gigante. El marine se despidió de su compañero y algo
mecánico tensó el cable a la mochila elevándolo con fuerza.
-¡Hasta
pronto, sargento!- saludó el marine en tierra llevándose la mano a la frente.
-¡Hasta
luego, Proper. Nos vemos en la base!
Ebirah
seguía su ritmo constante hacia el
noroeste, siguiendo la calle por el centro sin dejar de atender a los flancos
pero ahora llevaba un pasajero que corría con destreza justo por su lomo, un
lugar inaccesible para las pinzas del propio monstruo que, aparentemente,
ignoraba la presencia del marine. Pero eso era sólo en apariencia.
Cuando
ya estaba casi a punto de llegar a la cabeza, las placas sobre las que corría
McMeat sufrieron un espasmo que le hicieron perder el equilibrio, resbalando
sobre el costado en dirección a una muerte segura.
“Bueno,
está claro que tendré que actuar ya o estos pobres van a acabar hechos
salmorejo.” La Ninja activó su hipervelocidad y el cuerpo del marine quedó
suspendido justo cuando iba a caer. La figura de negro se situó junto a una de
las patas de la criatura.
“Espero
que hayas cenado ligero, porque vas a morir.” Pensó mientras intentaba clavar
sus uñas en el fuerte blindaje cálcico de la extremidad. Pero las uñas apenas
arañaban la superficie.
“¡Coño,
si que eres dura!”
“
Creo que más que gamba vas a resultar cigala.” Dijo el Paco.
La
Ninja, cuando alteraba su relación don el Tiempo perdía bastante fuerza.
Antonia sabía eso, pero no obstante, la coraza de Ebirah era realmente
resistente.
Con
agilidad trepó por la pata hasta colocarse justo debajo de la cola. Ahora
intentaba arrancar las placas que cubrían la parte inferior, pero toda su
fuerza era insuficiente.
Sin
perder un segundo se trasladó justo entre las pinzas secundarias y asomó la
cabeza dentro de la boca. Cientos de piezas puntiagudas formaban la corona de
masticación, donde aún quedaba una bota del Cuerpo Nacional de Marines. Intentó
meter la mano para arrancar algo del interior. Una de las piezas le desgarró
parte del polímero que la recubría.
“¡Mierda!
Esto es más complicado de lo que creía.”
Una
sensación de urgencia la empezaba a inquietar. No podía estar mucho tiempo así,
debía descansar si no quería caer exhausta. Como una mosca se desplazo reptando
por la coraza de la cabeza hasta situarse encima justo de ella. Allí estaba
McMeat, apenas a doce metros, haciendo equilibrios sobre un pie. Corrió hacia
él, lo agarró de la pierna y le hizo aproximarse. El marine se movía como un muñeco
en un tanque de gelatina. La Ninja lo agarró y lo trasladó junto al inicio de
la cresta de la cabeza. Luego lo tumbó moviendo sus brazos para que agarraran
el saliente. Comprobó su estabilidad, se descolgó por el costado y luego por
una de las pinzas primarias hasta quedar a cuatro metros sobre la calle. Pegó
un salto y se escondió de nuevo entre las calles. La realidad volvió a moverse
y el monstruo continuó caminando. McMeat tenía cerrado los ojos sabiendo que había
llegado su hora, pero tuvo que abrirlos.
-¡Qué
coño… ¿cómo estoy aquí?!
“Última
oportunidad, amigo.”
Como
buen marine, el sargento no perdió demasiado tiempo en responder cuestiones
filosóficas y volvió a ponerse en pié. Caminaba ahora a lo largo de la cresta
de salientes afilados de la cabeza hacia el espacio que había justo entre los
ojos, nos enormes e inexpresivas bolas formadas por miles de pequeños espejos
negros. Cuando alcanzó su posición, se agachó agarrando con una pierna uno de
los salientes y, descolgando la mochila, sacó una especie de fiambrera y la
fijó a la coraza de Ebirah. Pulsó un botón y un reloj digital empezó a realizar
una cuenta atrás; 9:59:99
McMeat
corrió hacia la parte trasera sin perder de vista los edificios aledaños hasta
encontrar el lugar preciso, una pequeña terraza. Pegó un salto y se dejó caer
rodando sobre un trozo de césped artificial. Su trabajo había concluido, ahora
debía abandonar la zona cuanto antes, así que sin perder tiempo empezó a
descender saltando de tejado en tejado.
“¿Qué
ha hecho el cabrón este… qué le ha puesto?”
“No
se Paco, pero tiene que ser muy gordo porque el hijo de puta ha salido pitando”
“DEBES
DESACTIVAR EL ARTEFACTO”
“¿Has
dicho eso tu, Paco?”
“Sabes
que no… tiene que ser… ESO”
IMAGEN: Metachaos (AlessandroBavari)
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