Cemetery Junction



 
Metropolitan Express Way No. 4 (Shinjuku, Tokio)
11:45 pm

 
                Apoyado sobre un pilar del viaducto de la autopista elevada número 4, Gallardo observaba el quehacer de los agentes de la policía metropolitana de Tokio.
Llegaron apenas hacía media hora y no se habían terminado de bajar del coche patrulla cuando Tetsu y Yuuto ya se estaban poniendo un par de inmaculados guantes blancos que parecían llevar en el interior del uniforme.
                -¿Eso para qué es?
                -Probablemente tendremos que empujar a la gente, no es correcto tocar a un desconocido directamente. Debemos usar guantes.
                Y el español comprobó cómo empujaban a la gente. Desde luego, a excepción de los guantes, funcionaban igual que si estuviesen arreando ganado.
Los ciudadanos que huían mostraban un terror inusitado pero poco creíble: sus caras eran de sorpresa, de asombro, de susto, pero no de pánico o terror. Sus gestos eran como imitaciones de gestos reales, como si estuviesen interpretando un papel en un teatro Kabuki o se tratase del público de Oliver y Benji esperando el desenlace de un eterno penalti.
                La policía extraía gente del distrito de Roppong y las reconducían bajo el viaducto en dirección a la estación ferroviaria de Shinjuku para ponerlas a salvo en uno de los cientos de convoyes que partían hacia el norte, pero muy bien podrían haberlos llevado al matadero: como corderos sin cerebro, los ciudadanos seguían las indicaciones y empujones de los agentes sin mudar su rostro de asombro.
                Un helicóptero de la televisión les alumbró con un impertinente proyector que obligó a Gallardo a alejarse inútilmente del pilar. Al cámara le tuvo que sorprender ver a un tipo occidental, alto, con gabardina, moviéndose en pleno éxodo y le siguió aún unos segundos hasta que el comisario se ocultó entre un par de camiones aparcados.
                La televisión sólo concede oportunidades fugaces y el helicóptero cambió rápidamente de objetivo sobrevolando el viaducto para seguir a la marea humana que huía por entre las calles.
                Algo vibró en el pecho del español. El teléfono. Ya no recordaba la última vez que lo había usado.
                -¿Si?
                -Te acabo de ver en la televisión… ¿Qué cojones haces en medio del follón, cómo es que aún no te has largado?
                -Hola, De la Fuente, ¿por qué no me preguntas cómo estoy?
                -Ya veo cómo estás, escabulléndote entre los coches. ¿Tienes pistas de Antonia?
                -Es muy largo de contar, pero me temo que la hayan secuestrado.
                -¡¿Secuestrado?! ¡Joder Gallardo, llevo llamándote todo el día…! ¿Por qué no pides ayuda?
                -La policía metropolitana está buscándola, digamos que estamos colaborando.
                -Ya, si, en  japonés…
                -Afortunadamente hay un agente que habla español mejor que tú y que yo.
                -Pues te aviso: por lo que veo en televisión, el monstruo está muy cerca de vosotros, al otro lado de lo que parece ser un parque o jardín grande.
                -Ya, si se le escucha. El agente que me cust… que me acompaña está ayudando a evacuar a la gente.
                -Pues deberías decirle adiós y largarte con ellos… mira… ahí está el monstruo. ¡Dios, es inmenso!
                -Bueno, no me cuentes cosas que ya sé. Además esto te va a costar un huevo.
                -¡Gallardo…! ¡No te lo vas a creer!
                -¿Qué?
                -Hay una persona sobre el lomo del bicho, es… es…
                -¿Quién?
                -Es la Ninja… ¡Dios mío…! ¡Es la Ninja!
                Gallardo se quedó boquiabierto.
                -¿Estás seguro?
                -Seguro no puede estar nadie, la imagen se mueve mucho y está granulada, pero podría poner las dos manos sobre el fuego… es la Ninja.
                -Ok. Te dejo.
                -¡Gallard….- El comisario cortó la comunicación y apagó el teléfono. Luego, cruzó la calle y se metió entre el gentío elevando la cabeza sobre la multitud en busca del agente Watanabe.
                -¡Tetsu… Tetsu!- gritó al policía que sudaba como un verraco empujando a la masa hacia una de las calles del Shinjuku. Gallardo iba pegando empujones sin miramientos, lo que provocaba no pocos gestos de desagrado. Por fin llegó a la altura del policía.
                -Tetsu, tengo que hablar con usted.
                -Estoy muy ocupado, ¿no lo ve? ¿Es urgente?
                -Creo que sí.
                Watanabe se separó un momento del redil y se enjugó el sudor de la frente con la manga de la cazadora. Los agentes de ambos lados se encargaron de ocupar su espacio para evitar que nadie corriera en la dirección equivocada.
                -¡Ufff! De todas formas, necesito descansar un rato. ¿Qué ocurre, señor Gallardo?
                -Me han llamado de España, están viendo todo esto por televisión.
                -Un espectáculo, supongo.- dijo enrojeciendo.
                -Supongo. Pero me han comentado algo que quizá le pueda interesar.
                El japonés se echó sobre el capó de un vehículo que parecía abandonado.
                -Han visto a la Ninja.
                -¿La Ninja?
                -Sí. ¿No recuerda la historia que le conté?
                -Claro que la recuerdo, y sé a qué se refiere… pero no entiendo qué podemos hacer nosotros si han visto a la Ninja en su ciudad.
                -No lo entiende. No la han visto en mi ciudad, sino en la suya, aquí, en Tokio, corriendo por encima de Ebirah.
                El japonés se incorporó y, por un momento, pareció ir a tocar a Gallardo, pero se contuvo.
                -¿Está seguro?
                -¿Por qué no vamos a comprobarlo?
                -¡Imposible…!¿No ve cómo está esto…? Aquí hago falta.
                -¿Y no tendrían que adentrarse por ahí y decirle a la gente en qué dirección correr?
                Tetsu se quedó mirándolo fijamente.
                -¿A eso es a lo que se refería cuando hablaba de tomar mis propias decisiones?
                -Por ejemplo.
                El policía se separó de Gallardo dejándolo con la palabra en la boca para volver al grupo de contención.
                -¡Si no me acompaña, iré yo solo!
                Watanabe se giró un segundo e hizo un imperceptible ojigi que dejó totalmente descolocado al español: “Y eso que significa, ¿Qué te den por culo?”
                Gallardo no se entretuvo y tomó la decisión que le quemaba desde hacía un rato. Con disimulo pero sin pestañear se alejó del viaducto y se dirigió hacia el Rappong en dirección contraria a la riada humana que se iba agolpando bajo el viaducto. Fue acelerando el paso hasta iniciar una carrera sin freno y adentrarse en el “parque”. Era sencillo buscar a la bestia, su chirrido la delataba.
                Pero el parque no resultó tal. Más bien parecía ser un cementerio. Entre los árboles, los pequeños estanques, los puentes y las interminables filas de lápidas, la oscuridad era casi total, sólo el resplandor anaranjado de las luces de Tokio iluminaban de sepia un paisaje absolutamente monocromático y oscuro. De vez en cuando se encontraba con alguien que al verle caminar en dirección contraria se quedaba bloqueado.
                -¡Por allí!- decía en español señalando hacia donde venía. Los japoneses dudaban un segundo y continuaban su carrera, quizá no entendieran a Gallardo, pero el insoportable chirrido de Ebirah era muy claro.
                Alguien se le acercó por detrás, una figura oscura que corría hacia él.
                -¡Por allí, vuelva hacia atrás!
                -¿Por qué no hace usted lo mismo?
                Era Watanabe.
                -Le repito que no voy a volver… tengo que ver a la Ninja, no sé si se lo he dicho, pero creo que Antonia López, la secuestrada, y ella son la misma persona.
                El japonés ya estaba a su altura acompasando el paso.
                -No vengo a convencerle, vengo a acompañarle, no es muy tranquilizador caminar sólo por el cementerio de Aoyama; hay historias muy escalofriantes sobre él.
                -Para escalofríos estamos… por cierto ¿Le han dado permiso?
                -Digamos que me han dado permiso para capturarle, aunque creo que por ahora no le he encontrado.
                -Esto me suena… siempre terminan mandando a alguien para detenerme pero nunca me detiene.
                -Será su karma.
                -Será, amigo, será…
                Watanabe no lo sabía, pero Gallardo acababa de incluirlo en un círculo muy pequeño.
                Mientras los dos policías caminaban a cierto ritmo por entre las estelas funerarias buscando a la bestia de la que todos intentaban escapar, Ebirah llegaba al Instituto Nacional de Policía,  que separaba las glamurosas calles del Rappong del camposanto. Algunos agentes y estudiantes disparaban contra la inmensa mole quitinosa del monstruo sin que éste dejase de dar cuenta de ellos uno a uno.
                Sobre su cabeza, una figura oscura intentaba arrancar con una mano un artefacto que tenía adherido  mientras se sujetaba con la otra. El contador corría por centésimas de segundo: 5:34:12.
                “No sé qué me pasa, no puedo despegarlo”
                “Quizá sería mejor pararlo, ¿no nos podemos comunicar con los cajeros?”
                Paco tenía razón, la sustancia que unía al artefacto y la coraza del monstruo había conseguido disolver la quitina y unir en una sola pieza ambos materiales. Para quitarlo tendría que romper la coraza y ya sabía que no lo podía hacer, incluso ahora que se movía a velocidad normal. Pero sí podía intentar “entender” el circuito que controlaba el artefacto, de un tamaño ridículo para ser tan peligroso como parecía deducirse de las palabras que habían escuchado apenas hacía cinco minutos: “Tienes que desactivar el artefacto.”
                La Ninja se puso boca abajo para situar la cara justo en frente del reloj digital que corría frenético hasta el cero. El ojo izquierdo de Ebirah era un globo de facetas como espejos negros a su derecha, pero el monstruo parecía no verle porque en su constante caminar hacia el noroeste, su mayor preocupación era no dejar nada vivo por el camino.
                “Vamos a ver…”
                De pronto los circuitos, puertas, registros de memoria, condensadores y válvulas electrónicas aparecieron en su mente como un plano perfectamente entendible. Allí estaba el contador, que se movía por impulsos eléctricos ultra rápidos. Veía cómo palpitaba miles de veces antes de que un exasperantemente lento dígito de centésimas de segundo cambiara de un número al anterior. Allí estaba el circuito comparador, que millones de veces por segundo preguntaba si se había llegado al fatídico cero.
                Un poco más a la derecha, el disyuntor que cerraría el circuito de activación. Ahí no podía tocar, haría explotar el artefacto antes de finalizar la cuenta atrás. Volvió atrás. El circuito comparador. Comparaba el reloj con un registro de memoria lleno de ceros. Los cambió por unos. El reloj nunca llegaría a ese número, el circuito nunca se cerraría y el artefacto no explotaría.
                “Perfecto…  Y ahora ¿Qué cojones hago contigo, bogavante espacial?”
                “No lo sé, pero sea lo que sea, será una pena… menudo salpicón de marisco podríamos montar con este bicho en ese parque.”
                “Un momento… ¿Qué has dicho?”
                “Que de este bicho saldría un buen salpicón de marisco.”
                “¿Y qué hay que hacer con el marisco antes de echarlo en un salpicón?”
Mientras La Ninja se dedicaba a la charla menudilla consigo misma (o mismo), un par de figuras salían del parque y se quedaban clavadas viendo la impresionante silueta de Ebirah pasando por encima del Museo Nacional de Arte.
-¡Mira…Allí arriba! ¿La ves?
-Sin duda es alguien, pero… no acierto a distinguir. Sea lo que sea demuestra gran valentía.
“No, se… ¿cortarlo?” Contestó Paco.
“Antes…”
“¿Pescarlo?”
“Después…”

               

Imagen: Shinjuku à noite(yunphoto.net)           

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