Muelles de Tsukiji, Tokio. 7:00 am.
El
monstruo caminaba entre las calles de la ciudad disparando fuego a través de
sus enormes fauces armadas de varias
filas de dientes. Algunos edificios habían prendido en llamas y sus moradores,
probablemente, estarían friéndose como pajaritos. El engendro, mezcla entre
dinosaurio y gorila, parecía que nos miraba con sus ojos inyectados en sangre
como asegurándonos que seríamos las próximas víctimas. Las garras, preparadas
para asestar el siguiente golpe en lo que sin duda era el día del Juicio Final.
Un trapo sucio cayó de repente sobre el rostro de la
bestia y empezó a quitarle la roña. El marinero se afanaba por dejar limpia la
amura de babor del barco y su mal pintada imagen de Gojira, que le daba nombre.
-¡Tamoya! ¡Deja eso, hombre, que no hay tiempo!
-Déjeme jefe, es sólo un momento. Este bicho nos trae
suerte.
El capitán del pesquero ayudaba a repartir el hielo
entre los compartimentos de la bodega del barco moviendo de vez en cuando la
tolva de carga de la cercana factoría mientras que otros marineros, en el
interior, lo iban distribuyendo con grandes rastrillos de madera por el fondo
de los contenedores de pescado. Todos tenían mucho trabajo, pero el capitán tenía
otras cosas que hacer y le desesperaba la manía supersticiosa de su tripulación
con la caricatura de la proa.
-¡Tamoya… venga para acá, es una orden!
El marinero se incorporó sobre la barandilla de la
que colgaba y volvió la cabeza hacia la popa. No maldijo, es lo que hubiese
faltado para terminar de asegurar que los demonios les tuvieran en cuenta, pero
tuvo que dejar la pintada del casco a medio limpiar, un mal augurio.
Un churrete descuidado dejó a Gojira con el ceño
fruncido como avisando de que ese aseo a medias no le había gustado nada.
-Ya voy, capitán, ya voy…- dijo corriendo hacia el
castillete de popa.
-De acuerdo. Sigue distribuyendo tú el hielo, yo
tengo cosas que hacer en la comandancia para que podamos zarpar cuanto antes.
-A sus órdenes, señor.
Tamoya empezó a trabajar olvidando todo lo demás.
En la bahía de Tokio, una lengua de mar de diez por
cincuenta kilómetros, se encuentran, además del puerto principal, otros cinco
puertos mayores y un número indeterminado de pantalanes, canales, muelles, esclusas y rías
que dan cobijo a bases militares, puertos deportivos, pesqueros y de mercancías
que a su vez cobijan a una infinidad de barcas, barcazas, buques,
transatlánticos, yates, portacontenedores y cualquier cosa de cualquier tamaño
que flotara y navegara.
Para
moverse por ese pequeño universo había que someterse al estrecho control de la
autoridad de la bahía que controlaba miles de movimientos por minuto. El
capitán sabía que era imposible zarpar “improvisadamente”. Debía ponerse en
marcha ya si quería conseguir encajar su singladura en ese apretado programa.
Lejos del mar, aunque sin salir de esa inmensa megalópolis
que es Tokio, el agente Watanabe entraba en la comisaría del Midtown con la
intención de servir de traductor de un estúpido español que se había metido
donde no le llamaban.
-Agente Watanabe.- dijo a la chica del mostrador.
-Espere un segundo, señor, ahora mismo vienen a
recogerlo.
Tetsu se giró y empezó a pasear por el vestíbulo.
Aquella era la primera comisaría en la que trabajó, hacía apenas seis meses,
cuando era un novato y tenía que ir con un agente veterano que se comportaba como
si fuese su padre. Ahora, trasladado a las afueras, podía gozar de un estatus superior,
aunque el trabajo era indudablemente más aburrido que aquí, en el centro
histórico de la capital. Sólo sus conocimientos de castellano le permitían de
vez en cuando tocar asuntos más comprometidos.
De todas formas, tenía el propósito de ventilar el
asunto rápidamente para volver a buscar el barco que pescó aquellas criaturas.
La fantasía se mezclaba con las leyendas de su abuelo y las noticias tremendas
que no paraban de producirse. El joven policía tenía claro una cosa: algo iba a
pasar más pronto que tarde, si no es que estaban pasando ya, ahora, en ese
mismo momento.
-Agente Watanabe.
-Si, capitán.- Se inclinó juntando los zapatos y las
manos a los costados en un gesto automático pero perfectamente medido.
-Acompáñeme mientras le pongo en antecedentes.
El agente se colocó junto al capitán aunque un paso
por detrás, como mandaba el protocolo.
-Hace un par de días, unas señoritas denunciaron lo
que les pareció un secuestro en un local de ensayo de un grupo español de
flamenco, a pocas manzanas de aquí. Al parecer, un grupo de hombres se llevaron
a dos sujetos inconscientes. Cuando nos acercamos al lugar, encontramos restos
de sangre y masa encefálica y mucha agua en el suelo y los muebles. Entendimos
que uno de los secuestrados había muerto o estaba gravemente herido, aunque del
otro nada se sabía.
Los dos agentes giraron por un pasillo y comenzaron a
descender por unas estrechas escaleras.
-Puestos en contacto con otros miembros del grupo de
flamenco hemos identificado a las víctimas: el director del grupo y una
cantante invitada recién llegada desde España. No tenemos noticia de ninguno de
los dos.
Al final de la escalera, una pequeña mesita alojaba a
un agente de vigilancia ante una reja que cerraba un triste pasillo lleno de
puertas de chapa. El capitán se detuvo para terminar la conversación.
-Esta madrugada, un extranjero ha preguntado en el Ritz-Carlton
por la mujer desaparecida. El conserje de noche le dio la tarjeta del
propietario del espectáculo flamenco en la que aparecían las direcciones del teatro,
en el centro comercial de Shinjuku y la del lugar de los hechos. El chico no
tardó en darse cuenta de que aquello no era normal y nos llamó, pero ya íbamos
tarde.
Watanabe intentaba seguir la historia del capitán sin
dejar de pensar en lo importante: las criaturas verdosas del mercado.
-Nos pusimos en marcha y nos dirigimos al centro
comercial pero cuando estábamos de camino, recibimos una nueva llamada de las
vecinas, así que cambiamos de dirección y fuimos al local de ensayo. A pesar de
nuestra inexcusable torpeza, logramos pillarle
infraganti, rebuscando entre las pruebas.
El guarda del pasillo de los calabozos aparentaba no
prestar atención, pero sin duda, no perdía detalle.
-De lo poco que hemos podido enterarnos parecería que
el individuo es policía español, aunque yo no me fio. Por eso le hemos traído
aquí. Debe interrogarlo y sacarle el máximo de información posible.
-De acuerdo. Preferiría interrogarle a solas. ¿Es
seguro?
-Sí. Parece un hombre pacífico y además está
esposado. De todas formas este agente estará al otro lado de la puerta, por si
necesita algo.
El de la mesita le abrió la cancela y lo condujo
hasta una de las puertas de chapa. La abrió y le dejó entrar. El agente se
quedó de pié mirando al detenido.
-Buenos días señor.- dijo Tetsu en perfecto
castellano.
-¡Por fin…! ¡Deben dejarme salir, esto es un error!
-No debe temer nada. Si es un error, saldrá. Pero
comprenderá que tenemos que cerciorarnos, ¿no? Usted es policía.
-Comisario.
Watanabe pensó un segundo para cuadrar el grado de
comisario a su equivalente en Japón.
-De acuerdo, ¿me dice su nombre?- tomó asiento.
Gallardo le dio su nombre, apellidos, número de
placa, cargo, destino, todos los datos que recordaba. El agente parecía
memorizarlo todo, o quizá, sólo le había preguntado su nombre para poder
dirigirse a él y lo demás le importaba un rábano.
-Me pude decir a qué ha venido a nuestro país.
-He venido a buscar a una compatriota: Antonia López.
-Algún motivo en particular.
-No.- Gallardo guardó un significativo
silencio.-Simplemente estaba preocupado, somos viejos conocidos.
-¿Cómo de preocupado?
Gallardo miró extrañado al agente como si no
entendiese la pregunta.
-Entenderá que no es normal volar desde España para
ver a alguien sólo porque se está preocupado.
-Digamos que tenía ciertas evidencias de que le podría
haber ocurrido algo malo.
-Hábleme de esas evidencias.- Gallardo se estaba
poniendo nervioso.
-Es… difícil de explicar.
-Inténtelo.
La actitud del japonés era desconcertante. Por un
lado parecía cercano, amable, por otro era distante y frío. El japonés era un
buen interrogador y él se estaba comportando como un quinqui de barriada, de
eso no cabía duda. Si estuviese en el pellejo del japonés directamente le
consideraría sospechoso de la muerte del mismísimo Kagemusha.
Gallardo agachó la mirada y empezó a sopesar opciones.
No tenía muchas, teniendo en cuenta que le habían pillado en el escenario de un
crimen, tocando las manchas de sangre del suelo, después de haber abierto un
precinto policial.
Miró al japonés.
Tenía cara de niño, aunque probablemente era por su
piel tersa propia de los orientales, pero su mirada parecía de alguien astuto e
inteligente.
Le merecía confianza, aunque eso bien podría ser un
truco de interrogatorio. Típico aquí y en Japón. Tomó una decisión arriesgada
confiando en su intuición y en que su reputación le respaldaría. Y por supuesto
en que tenía una enorme mano señalándole “Culpable… Culpable…”
-Esto es largo de contar.
-Tenemos tiempo, ¿no cree?
-Está bien. Voy a ser totalmente sincero, espero que
lo tome en cuenta.
-Es lo mínimo que puedo hacer.
-Las cosas que le voy a contar son increíbles. Algunas
las podrá verificar a través de Interpol o incluso buscando en la prensa de mi
país, algunas simplemente tendrá que creerlas.
-Bien.- Por fin, sacó un pequeño bloc y un lápiz de
su bolsillo y los puso sobre la mesa que los separaba.- Le ruego que me indique
qué cosas puedo verificar y qué cosas debo creer sin más.
Watanabe no estaba dispuesto a marearse. ¡Qué cabrón!
Gallardo empezó a desgranar su relato empezando por
su llegada a la ciudad donde de madrugada habían ocurrido hechos insólitos.
Desde el principio Tetsu empezó a mostrar interés por
los extremos más exóticos de la historia, aunque lo intentaba disimular; el
comisario, zorro viejo, creyó ver credulidad en su actitud lo que hizo que no
omitiera prácticamente ningún detalle.
El japonés le dejaba hablar aunque, de vez en cuando,
le interrumpía preguntando algo que ya sabía pero con algún cambio
imperceptible, otra típica estrategia de interrogador: confundir al reo.
Gallardo volvía una y otra vez sobre su versión original, sin alterar ni una
coma, sin adornar ningún detalle, intentando ser absolutamente objetivo.
Mientras el japonés se iba empapando de las historias
de El Penumbra y la Ninja de los Peines, en la entrada de la bahía de Tokio,
uno de los operadores de sonar de la Base de las Fuerzas de Autodefensa
japonesas de Miura levantó la mano llamando la atención de su suboficial.
-Qué ocurre, soldado.
-Mire esto teniente. No parece un submarino, ni una
ballena, pero se acerca a la bahía. Puede que sea un animal, pero la textura
que devuelve la señal del sonar parece dura, como si fuese metal. Quizá sea un
tipo de embarcación desconocida.
Efectivamente. La aburrida y rutinaria guardia de
sonar se había vuelto interesante de repente. Una enorme mancha en forma de
huso cambiaba de posición en dirección a la entrada de la bahía a cada barrida del
dispositivo.
-Ha intentado contactar con él.
-En todas las frecuencias, o no puede o no quiere
contestar.
-¿A qué distancia está?
-Una milla, pero se mueve con lentitud, puede estar
entrando en cuatro o cinco minutos.
El suboficial pulsó un par de botones en un walky
inalámbrico que llevaba en el cinturón y empezó a hablar por el micrófono que
apenas le sobresalía de la oreja mirando hacia una barandilla que circundaba la
sala. Un oficial se asomó y le saludó.
-Capitán. Hemos detectado la proximidad a la bahía de un intruso
submarino de gran envergadura. No es un objeto o animal conocido. No
podemos contactar con él.
El capitán de la base iba a formular alguna pregunta
típica de jefe cuando un soldado se acercó con un teléfono en la mano. –Es el
comandante de la base norteamericana de Yokohama.
El capitán pegó un suspiro y tomó el aparato
inalámbrico.
-Sí. Si comandante, lo hemos visto. No, no tiene nada
que ver con nosotros. Nosotros también hemos intentado contactar con él sin
ningún éxito.
En el transcurso de una pausa, mientras el capitán
escuchaba, su rictus fue cambiando de la preocupación al miedo.
-¿A qué se refiere con Alerta Roja…?
Otra pausa, más preocupación.
-¿Corea del Norte? ¿Está seguro? De acuerdo, de
acuerdo.
El oficial le entregó el teléfono al soldado.
-Póngame con el Secretario del Ministro de Defensa
por la línea de emergencia, urgente. Y active la alerta máxima.
En el Cuartel General del Ministerio una luz roja se
encendió en el intercomunicador de la mesa del secretario del ministro, alguien
pulsó el botón y contestó.
-Secretaría del Ministerio de Defensa.
-Señor secretario, debo de informarle que las fuerzas
aliadas han activado la alerta roja por intruso potencialmente letal en la
bahía de Tokio.
El secretario abrió un pequeño cajón debajo del
escritorio con un teclado especial sin expresar la más mínima inquietud.
-Suministre su clave de autenticación.
-Alfa Hotel Seven Kilo Tango Nine Tango Oscar.
El funcionario tecleó las letras y el nombre del
capitán apareció en verde en una pequeña pantalla de diodos.
-Un momento mientras comunico con el señor ministro para
recibir órdenes. Puede tardar algunos minutos. No se retire.
Mientras decía esto había introducido una llave electrónica en el teléfono. Pulsó el botón de llamada en espera y otro con las
dos letras Dai-jin.
A miles de kilómetros, en el Royal Opera House de
Londres, el ministro de defensa japonés, acompañado de sus colegas de Italia y
Canadá contemplaba la representación de Madama Butterfly de Puccini desde uno
de los palcos cuando su móvil empezó a vibrar. El ministro cogió el teléfono y
miró la pantalla.
-Disculpen, señores, parece que tendré que contestar.-
Se levantó y salió avergonzado al pasillo. El ministro italiano no pudo evitar
ver cómo el Secretario de Defensa de los Estados Unidos, en el palco de
enfrente, también salía con el teléfono en la oreja.
-Creo que algo pasa.- le dijo al canadiense. Su
teléfono empezó a vibrar. Algunas personas del público podían ver cómo los
ministros de defensa de medio mundo, reunidos por la cumbre de la NATO, iban
desapareciendo uno a uno. El corredor que unía el primer nivel de palcos se
llenó de hombres serios y taciturnos teléfono en ristre.
El ministro nipón descolgó mientras caminaba hacia
las escaleras de acceso, seguido más o menos de cerca por los demás. Todos
hablando. Todos preocupados.
-Hi.
-Señor, disculpe que le moleste.- contestó su
secretario.
El ministro escuchaba lo que le hablaban mientras se
acercaba a escasos pasos de su colega americano que, probablemente, escuchaba el
mismo mensaje desde su departamento. Ambos se miraban asintiendo.
-De acuerdo. Pónganse bajo las órdenes del mando
aliado. Manténgame informado.
-Qué casualidad.- Dijo el americano colgando.- En
plena cumbre de la NATO.
-Quizá no, quizá no sea una casualidad.- Contestó intrigante
el ministro británico.
El japonés parecía seriamente preocupado.
-¿Qué hacemos?
-Dejemos a los chicos trabajar. Volvamos a
dentro.-Aconsejó el ministro canadiense mostrándole el camino hacia el palco a
su colega.
-Tiene razón ministro. - Dijo el español.-Nosotros
en estos casos lo único que hacemos es estorbar.
Al
volver a la sala, el segundo acto acababa de comenzar. Suzuki intenta convencer
a Cio-Cio-San de que su amado ya no volverá, pero Butterfly no la escucha, más
bien al contrario, intenta tranquilizarla cantándole esperanzada:
Un bel dì, vedremo
Levarsi un fil di fumo
Sull'estremo confin del mare…
Una
lágrima rodó por la mejilla del italiano.
-Y eso es todo, agente. Puede confirmar lo que le he
dicho.
Watanabe no daba crédito. Desde lo del tsunami y lo
de Fukushima tenía la sensación de que todo estaba alterado, de que algo maligno
acechaba. No sabía cómo encajar ese relato en sus temores, pero le sonaba
creíble.
Creíble como el extraño relato de monstruos del
náufrago.
Creíble como las extrañas criaturas luminiscentes.
Creíble que una extraña súper heroína estuviese allí,
una Ninja, esperando para luchar contra las
fuerzas destructivas de una naturaleza furibunda. Se escucharon pasos en el
corredor.
-Deberá permanecer aquí mientras compruebo esto, le
ruego que nos disculpe.
-No se preocupe, le entiendo perfectamente.
La puerta de chapa se abrió sin que Tetsu se hubiese
levantado.
-Han activado las sirenas. Se teme un ataque aéreo.
Deben permanecer aquí.- dijo el agente desde el dintel.
-¿Ataque aéreo? ¿Qué clase de ataque?
-No lo sabemos. Pero debe ser serio porque nos han
puesto bajo las órdenes del Mando Aliado.
Gallardo notó la preocupación de los japoneses.
-¿Qué ocurre agente?
-Han activado la alerta de bombardeo, mucho me temo
que no sea un simulacro.
-¿Bombardeo… quién puede bombardear Tokio?- Digo el
español intentando levantarse en vano.
-Siempre se sospecha de Corea del Norte. Estamos a
tiro de misil y ellos están en manos de un dictador desesperado.
-¿Qué clase de misil?
-¿Qué clase cree usted que puede ser?
Gallardo se dejó caer. “Antonia”
Las calles de Tokio se convirtieron en un ir y venir
de ciudadanos en orden hacia las bocas del metro y los refugios antisísmicos.
Los policías coordinaban el movimiento con flema británica y disciplina alemana.
Las sirenas chillaban temerosas, una voz grabada graznaba órdenes apremiantes.
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