Mercado de Tsukiji, Tokio. 5:30 a.m.
Una fina y suave nevada primaveral caía sobre la
ciudad dormida. En los últimos meses el clima andaba algo alterado: el
invierno había sido excepcionalmente cálido, la primavera, inusualmente seca, y
ahora casi en la entrada del verano, un frente frío proveniente del círculo polar había hecho
entrada trayendo consigo un tiempo casi invernal.
Aquella madrugada el mercado bullía de operarios,
comerciantes y pescadores como todas las mañanas, aunque ese día un gran
revuelo iba de boca en boca. Los conductores de las cientos de carretillas
transportadoras que llevaban y traían las miles de cajas de pescado que
consumiría Tokio también llevaban hoy mensajes. Las
noticias corrían junto con el pescado de un rincón a otro.
A pesar de todo, como hacía más de cincuenta años,
Haruto llenaba las cajas de poliespán con el hielo picado que vomitaba una
vieja y ruidosa máquina de posguerra, cargaba el hielo en su carretilla de mano
y lo repartía por los distintos talleres que preparaban el pescado recién
traído del mar.
Hacía frío pero aún así, el hielo era
fundamental para la conservación del pescado el tiempo necesario hasta su consumo. Para alguien que come el pescado crudo, la frescura era primordial.
El nieto de Haruto trabajaba en uno de esos talleres
de preparación de la mercancía. Ahora estaba ayudando a cortar un enorme atún
rojo que acaba de llegar de la isla de Hokkaido. Su jefe y él seguían una
meticulosa ceremonia que se efectuaba con unos cuchillos largos y finos como catanas.
-¿Quieres un cigarrillo, abuelo?
-Guárdamelo para luego. Aún queda mucho trabajo.
Para prepararlo, tomaban el cuerpo del atún, sin cola
ni cabeza, y lo cortaban a lo largo con mucho cuidado siguiendo las líneas de
los cartílagos. Luego sacaban los lomos enteros y los disponían sobre bandejas
llenas con el hielo que había traído el viejo.
Los operarios de carretillas eléctricas, más jóvenes,
colocaban las cajas de atún cortado una encima de otra y las distribuían por
los puestos de la zona pública del mercado.
Porque la gente normal no solía visitar los talleres,
más incómodos y propios para la compra al por mayor. Gustaban de pasear por el
mercado público, lleno de género fresco, alguno incluso vivo, nadando aún en
peceras especiales. Haruto no solía visitar la zona exterior porque el llevar
hielo de la máquina a los talleres ya le suponía demasiado esfuerzo para su
edad.
-¿Has visitado el taller de Kaito?- Preguntó el
operario de otro taller mientras le ayudaba a descargar hielo sobre un montón
de meros que aún coleaban.
-No. No suelo ir por ahí, es muy impertinente.
-Pues acércate, si puedes.
-¿Qué me voy a encontrar?
-Tú acércate.
-¿Tiene algo que ver con la explosión en la isla de
Hokkaido?
-No… que va. Acércate, hombre. Es muy interesante.
-Luego. Si me queda tiempo.
-¿Quieres un cigarrillo para el camino?
-No. No quiero tabaco. ¡No se qué pasa hoy que todo
el mundo quiere que fume!
-Es que estás muy viejo y queremos que dejes tu
puesto libre.
-Cuando yo deje mi puesto tú estarás como yo ahora.
-¡Larga vida a Haruto!
-Muérete.
Haruto cogió su carretilla llena de cajas vacías y
volvió a salir del mercado buscando la máquina picahielo. Sus casi setenta años
parecían no pesarle aunque ya no le permitían ponerse derecho: caminaba siempre
como si estuviese acarreando hielo. Tuvo que salir al exterior donde el frío le hizo
estremecerse de nuevo.
En otra parte de la ciudad, las puertas del hotel
Carlton empezaron a girar. Gallardo se envolvió en su gabardina y miró a
derecha e izquierda en busca de un taxi. Un vehículo aparcado justo al
principio de la manzana le hizo señas con las luces y se puso en marcha.
-Buenas noches- dijo Gallardo al entrar. Tomó
asiento, cerró la puerta y sacó una pequeña cartulina que entregó al conductor.
El taxista le sonrió y el vehículo
empezó a moverse.
Las calles estaban solitarias excepto por algún
vehículo comercial o de servicio público. Las escasas luces de las ventanas en
la cercanía contrastaban con la miríada de puntos en los edificios lejanos, la
gente se estaba ya preparando para empezar un día de trabajo.
Aquella ciudad tan grande era inabarcable con la
mirada lo que le hacía parecer aún más pequeño y desvalido, sin embargo, en su
lista de preocupaciones esa era una de las últimas. Lo importante ahora era
saber dónde podía encontrar a Antonia López.
Todavía no se había acostumbrado al horario local,
así que, para él, era por la tarde.
Nada más llegar a la ciudad había ido al
hotel donde el notario le había dicho que se hospedaba Antonia, después de
mucha cháchara sobre el doble trabajo de Calatrava, los miedos de La Peligro y
la constancia de que Antonia había dejado de dar señales de vida. Casi sin
pensarlo se había plantado allí, siguiendo ese tic de intuición que siempre le
había dado buen resultado. Pero
Antonia no estaba.
Sonó su móvil.
-Dígame.
-¿Dónde coño estás?
-De la Fuente. Buenos días, o lo que sea que sea
allí.
-¿Dónde estás?
-No te enfades, ya soy mayorcito. Estoy en…- dudó un segundo.-Estoy
en Tokio.
-¿Y qué puñetas haces ahí?
-Es muy largo de contar, digamos que estoy de
vacaciones.
-Ya me lo ha contado todo Sonseca, sólo quería
escucharlo con tus propias palabras.
-Entonces, ya sabes lo que hago aquí.
-¿Es que no eres capaz de olvidar a esa mujer?
-No es una mujer. Al menos no es una mujer
cualquiera. Y no es lo que crees.
-Desde luego, hay que estar muy colgado para irse a
la otra punta del mundo por lo que yo creo. Bueno, cuéntame que has encontrado.
-Pues nada. He sabido que Antonia López salió hace un
par de días con un tal Antonio Japón y desde entonces no ha vuelto.
-¿Y qué piensas hacer?
-El tal Japón dejó una tarjeta en la recepción.
Regenta un tablao flamenco y en la tarjeta vienen dos direcciones, a ver si soy
capaz de averiguar algo en alguna de las dos.
-¡Tú y tus “faltas leves”! Recuerda que en Japón eres
un ciudadano normal. Peor aún, eres un extranjero. No puedes ir por ahí
buscando pistas. Deberías hablar con la policía.
-¿Hablar? No tengo ni idea de inglés ni por supuesto
de japonés… no sé como comunicarme. No entiendo nada de nada, todo está en
chino.
-Pues déjalo. No puedes solucionar todas las cosas
que pasan en el mundo.
Gallardo estuvo a punto de contestarle “¿por qué no?”,
pero se calló, en su lugar prefirió dejar la conversación.
-Amigo, creo que hemos llegado. Luego te llamo.
-Oye… oye…- El comisario apagó el teléfono y lo guardó en el
bolsillo de la gabardina. El taxi transitaba por una autopista elevada entre
pequeños rascacielos. Las luces de las calles se perdían en un horizonte con miles
de ventanitas iluminadas, como si navegaran en un mar de estrellas. Miró su
reloj: las cinco y media de la madrugada, hora local.
En el mercado, mientras Haruto esperaba a que la
chirriante máquina escupiera el hielo picado, un viejo amigo se puso detrás de
él a esperar su turno.
-¿Has pasado por donde Kaito?
-No… no he pasado. ¿Qué le ocurre?
-A él nada. Está encantado, creo que hoy terminará
pronto.
-¿No tiene material?
-Sí. Y mucho, pero hoy le han sonreído sus dioses.
Todo el mundo quiere lo que vende Kaito.
El anciano cargó su última caja y se apartó para que
su amigo se pudiera colocar en el sitio correcto. Sin detenerse, se encaminó
hacia la zona de talleres murmurando.
-Pues me alegro mucho. Cuanto antes se vaya antes
volverán los buenos espíritus.
El caso es que el rumor sobre la expectación en torno
al taller de Kaito luchaba con la noticia sobre una posible explosión atómica
en la isla de Hokkaido.
En el pequeño
y familiar mundo del mercado, la primera era mucho más importante. De hecho había
llegado a la zona pública, escasa aún de compradores. Sólo un par de policías,
probablemente salientes de turno, se paseaban ojeando la escasa mercancía expuesta.
-Mira esas lubinas, ¿compramos un par?
-No tengo ganas de pescado. Estoy cansado de pescado.
-Entonces qué hacemos aquí.
-Nada, sólo estamos paseando. Si llego demasiado
temprano a casa tendré que luchar para dormirme con el ruido de mi mujer y mi
hija al levantarse. Si aparezco un poco después todo estará más tranquilo.
-Es usted listo, agente especial Watanabe.
-¡Déjate de bromas y pasea, o compra algo, tacaño!
Los policías se acercaban a los grandes tanques de
agua llenos de peces vivos algunos de los cuales saltaban con fuerza intentando
escapar. Los tenderos les daban en los morros para devolverlos a su sitio,
pero ya se sabe, un pez tiene memoria de pez y una y otra vez probaban suerte.
-¿Qué traes ahí?- dijo el dueño de un puesto al conductor
de una carretilla que pasaba lentamente por delante suyo.
-Es lo último del taller de Kaito. ¿Quieres verlo?
-¿A cuánto está?- dijo echando un vistazo por encima.
-Por ser para ti, doscientos cincuenta mil.
-¿Estás loco?
El chico de la carretilla se encogió de hombros y
aceleró de nuevo.
-No hay problema, de aquí al final de la calle me las
habrán quitado de las manos.
-¡Está bien..! Deja una caja. Tendré que venderlas
muy caras, porque a ese precio...
-Haz una cosa. Ponlas en aquella pecera y apágales la
luz.
-¡Entonces no venderé ni una!
-Hazme caso, hombre. Las venderás todas de forma
inmediata.
El tendero, un robusto japonés lleno de agua y
escamas con una ancha venda blanca en la frente para el sudor parecía más bien
un kamikaze. Tomó un fajo de billetes de un bolsillo del delantal y contó unos
cuantos.
-Ahí tienes. Échalas en la pecera, anda, a ver si
tienes razón.
-Verás que sí.
El chico se apeó de la carretilla, contó el dinero y
se lo guardó. Luego cogió una caja en la que su carga saltaba de pura vida y la
volcó en la pecera. El dueño del puesto activó el circuito de oxigenación y
apagó las luces. Decenas de pequeñas criaturas verdes brujuleaban en la tenue
oscuridad del agua.
-¡Por mi suegra!- Exclamó el tendero.-Son como los hotaruika
pero en verde.
-¿Qué te parece? Verás cómo se te pone el puesto. Y
además están buenísimas, yo las he probado. Coge una.
El tendero metió su enorme manaza en el agua y, en un
par de intentos, cogió una de las criaturas que se retorció entre sus dedos.
Con un firme giro de muñeca le arrancó la cabeza, luego se metió el cuerpo convulso
en la boca y empezó a masticarlo como si fuese una golosina. La boca le salivaba
mientras emitía gruñidos de satisfacción. Cuando la carne habían sido triturada
y tragada y había relamido todo el jugo, el tendero escupió a un lado los
restos.
-¡Um…! Si que está buena, si… ¡Dame otra caja!
-Esta segunda vale doscientos mil.
-¡Serás ladrón!
Yuuto, el compañero de Tetsu Watanabe, observaba divertido la escena de mercado. Era un espectáculo único. Al menos eso creía él,
que no había salido de Tokio en su vida. Sin embargo, Watanabe se había quedado
embobado mirando la piscina de pequeñas criaturas verdosas.
-Estos tíos son unos delincuentes…je, je. Cualquiera
se atreve a negociar con ellos.
-Perdona.- Interrumpió Tetsu sin prestar atención a
su compañero.-¿Sabe dónde las han pescado?
-No tengo ni idea. Pregunte adentro, en el taller de
Kaito.
El agente se dirigió sin pensarlo a los grandes
portalones que separaban una zona de la otra seguido por su atónito compañero.
-¡Eh…!¿Qué pasa, a dónde vamos?
En el Midtown, el taxi giró y se metió por una
estrecha callejuela entre dos filas de pequeños bloques de tres plantas. El
conductor miraba con detenimiento los números de la calle sin perder de vista
la pantalla del G.P.S. Por fin, el aparato emitió un mensaje en japonés y el
taxista detuvo el vehículo.
-Kore ga adoresudesu.- Gallardo miró el taxímetro.
Marcaba una barbaridad de ceros, pero los Yenes valían igual que las antiguas
pesetas, una mierda.
-Bien, gracias…- Gallardo entregó el importe al
taxista depositándolo en una bandeja que había en la mampara de separación y
abrió la puerta. Sabía que ninguno de los dos entendía al otro, pero en estas circunstancias,
no hacía falta nada más.
-¿Puede esperar un momento?
El taxista inclinó la cabeza y sonrió.
Gallardo se volvió hacia el edificio que
supuestamente era una de las direcciones de la tarjeta. El ruido del coche al
salir le hizo volverse.
-¡Eh, espere!- Intentó correr detrás del vehículo, pero
no tuvo éxito. El taxista había girado a la izquierda y le había perdido de
vista. Debía haber gesticulado algo para que el le entendiese, pero el
comisario no era mucho de gesticular. Decidió dejar el problema del transporte
para después y se volvió de nuevo al edificio.
Un gran portalón de chapa cerraba lo que parecía un
taller o un garaje. Un pequeño trozo de papel en el suelo le llamó la atención.
Se agachó. La escasa luz de la calle no le dejaba ver bien, pero parecía un
precinto. Un precinto minúsculo. Rebuscó en el bolsillo de la gabardina y sacó
un mechero.
El precinto era de la policía, al menos ponía la
palabra “POLICE” junto a un montón de signos indescifrables. No podía saber
más. Siguió con el mechero reconociendo el portalón y se percató de que éste no
llegaba al suelo. Con suerte estaría abierto y, como no lo veía nadie, quizá
podría terminar de abrirlo y mirar dentro. No lo dudó, tiró con fuerza de él hacia arriba.
El ruido en el silencio de la madrugada fue
estruendoso. El garaje quedó a la vista. Gallardo miró un momento hacia derecha
e izquierda para comprobar que la calle estaba desierta y entró.
Dos plantas más arriba, dos chicas observaban la
escena desde una ventana. Una de ellas tenía un teléfono en la oreja.
- Keisatsu?
Watanabe tropezó con la carretilla del viejo Haruto
cuando entraba en la zona de talleres provocando que parte de las cajas saliera
despedida esparciendo el hielo por el suelo mojado. El anciano empezó a
inclinarse pidiendo disculpas aunque en realidad estaba acordándose de la madre
del policía.
-No se preocupe. Por favor, me podría indicar dónde
está el taller de Kaito.
El viejo mientras recogía el hielo no pudo reprimir
una sonrisa perversa: “Lo sabía, sabía que esto iba a acabar mal.”
-Yo le acompaño agente, yo le acompaño.- dijo
inclinándose aún más de lo que ya estaba.
Caminaron esquivando mostradores, cajas de pescado,
cabezas de atún, tripas y personas en pos de Haruto que se movía con la
carretilla como si fuese un niño con avión de juguete hasta que llegaron a un
pequeño tumulto de hombres trajeados y sorprendentemente
pulcros.
-Está ahí, detrás de todos esos compradores.
Sin pensárselo dos veces, Tetsu empezó a empujar a la
distinguida clientela con sus manos enguantadas. La multitud , al ver su uniforme, no
dudaba en abrirle paso así que en un segundo estaba cara a cara con un satisfecho
pescadero detrás de un montón impresionante de criaturas verdosas y vivaces.
-¿Puede decirme dónde se han pescado?
-Todo esto es legal, señor. Puedo enseñarle los papeles de
compra y las facturas.
-No es eso, sólo quiero saber dónde las han pescado.
-No lo sé.- dijo volviéndose para gritar como un
auténtico pescadero de mercado-¡Narita! ¡Narita!
Un chico surgió como un teleñeco de debajo de las
cajas, justo al lado del tendero.
-Estoy aquí, jefe, no tiene porqué chillar.
-El agente quiere saber dónde se pescó esto.
-Eso es un secreto, señor. Ningún pescador cuenta de
dónde trae sus capturas.
-¿Ni a la policía?- Intervino el agente.
-Puede, pero tendrá que preguntárselo al capitán del Gojira.
-¿Sabes en qué muelle está atracado?
-Suelen hacerlo en el 11 o el 12, pero igual ya han
zarpado. Tenían prisa por capturar más.
Sin esperar a que terminara la frase, Watanabe se
giró y empezó a caminar rápidamente en dirección a la salida
del aparcamiento seguido de Yuuto.
-Pero… ¿Me puedes decir qué pasa?
-No lo sé. Es una intuición. ¿Te acuerdas del
náufrago español del hospital siquiátrico de Yokosuma?
-Si, el que raptaron.
-Hablaba de un monstruo marino.
-Si, si… estaba algo colgado, ¿no?
Los policías caminaban, casi corrían, entre
operarios, carretillas y cajas de pescado empujando involuntariamente a todo el
que se les cruzaba.
-Pues habló de esas cosas verdes, parecía que
acompañaban al monstruo cuando les atacó.
-¡Por los espíritus de mis antepasados! ¿Crees que la
historia que contó el náufrago es cierta?
-No lo sé.- Salían del mercado- Pero saber dónde las
han capturado puede ser interesante. Los policías se detuvieron a ambos lados del coche
patrulla, mirándose por encima del techo.
-Espero no tener problemas con el jefe, sabes que no
le gustan las cosas que se salen de lo normal.
-Eso que hemos visto en el mercado no es normal.
Entraron en el coche. Yuuto arrancó el motor y empezó
a maniobrar para salir del aparcamiento cuando la radio del coche chasqueó.
-Tetsu Watanabe, agente Tetsu Watanabe, estás en
línea.
El policía cogió el micrófono.
-Aquí Watanabe.
-¡Vaya hombre, por fin! ¡Hemos llamado a tu casa y no
habías llegado aún! ¿Dónde te metes?
-Estábamos terminando la ronda.
-El jefe te está buscando.
Los dos agentes se miraron.
-¿Qué ocurre?
-Hay un detenido, estaba en el garaje ese donde encontramos restos de sangre,
rebuscaba entre las cosas. Es muy sospechoso, pero no sabe hablar más que español. Vente para acá inmediatamente.
-¡Otro español!- se quejó Yuuto.- ¡Parece que nos
estén invadiendo!
-Pues vamos para allá. ¡Mierda! El Gojira terminará
zarpando y nosotros con un estúpido occidental intentando no se qué.
El pequeño coche patrulla encendió las luces del
techo y empezó a acelerar para incorporarse a la vía rápida que, por encima de
las calles, le llevaría hacia la comisaría. Decenas de camiones salían con él y con su verdosa carga para repartirla por los pequeños mercados de toda la capital.
A casi dos mil kilómetros al norte, los padres de Hinata
y Diego Palmero cerraban las ventanas de la cabaña para aislarse del exterior,
donde una nevada gris-negruzca empezaba a dejar rastros en las calles.
-¿Qué hacemos?
-Son instrucciones de las autoridades. Alerta
nuclear. Hay que quedarse en casa y esperar a que nos avisen para salir.
Diego iba a preguntar si habría suficiente arroz pero
unos golpes en la puerta le interrumpieron. Todos se miraron.
-Doa?- dijo Hinata, ahora, absolutamente obediente.
El padre hizo un gesto y se acercó a la puerta.
- Daredesuka?
-Por… favor… déjenme entrar…
Los padres de Hinata miraron a Diego.
-Es español, no hay duda- dijo el Chiclana,- Quiere …-
hizo un gesto con la mano.
-Quiere entrar-Terminó la frase el japonés.
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