Sayonara



Casa de los padres de Hinata. En algún lugar al norte de Hokkaido.

                Alguien dijo: “Si no es mala, no es noticia”.
                Es posible.
                El caso es que si bien los niños no saben distinguir la realidad de la ficción y, cuando ven una película, se creen que lo que pasa en ellas es cierto, los adultos tampoco hemos aprendido mucho: Mientras devoramos un suculento entrecot nos entretenemos viendo cómo se masacran dos bandos enfrentados en una guerra retransmitida en directo como si se tratase de una ficción.
                O quizá sí.
                Quizá sí hemos aprendido a desarrollar una malla de indiferencia que nos protege y nos impide sentir el terror y el dolor que escupen los telediarios.
                En casa de Hinata, la televisión mostraba nuevamente la tragedia humana mientras Diego Palmero, vestido con un chándal nike que le quedaba ridículamente pequeño, devoraba arroz bajo la atenta mirada de sus anfitriones.
                -¿Es de su agrado?- decía en inglés el joven padre de Hinata.
                No hacía ni dos horas, Hinata, un niño japonés con más cabeza que Doraemon, le había descubierto medio desnudo, metido en agua caliente y rodeado de macacos de cara roja. El chiquillo se había reído lo suyo, pero su padre, un joven al que la cabeza se le iba quedando normal, le había llevado ropa y le había traído a su pequeña casa de madera, junto a su joven esposa y su hijo.
                Orgulloso por ser el descubridor de tan extraño y divertido espécimen, Hinata miraba a Diego Palmero, el marinero de Chiclana superviviente de un naufragio, un internamiento en un psiquiátrico militar, un secuestro y, probablemente la muerte; como si estuviese memorizando todos y cada uno de sus rasgos: cara reseca, nariz prominente, ojos saltones y pelo salvaje. Además, como llevaba una buena barba de tres días tenía toda la pinta de un náufrago.
                -Muy bueno, muy bueno.- contestó con la boca llena de arroz.
                La droga que le habían suministrado en dosis de caballo unas horas antes en los laboratorios subterráneos de Himitachi le había dado una energía y soltura tipo Steven Seagal, pero, pasados sus efectos, lo que le quedaba era un hambre tipo Hommer.
                Los padres de Hinata sólo tenían para servirle arroz, y Diego se lo estaba comiendo como si se lo fuesen a quitar sin dejar de mirar la tele.
                La presentadora del telediario nipón hablaba en japonés, claro, lo que sonaba como si diera los resultados de la quiniela hípica. Pero las imágenes que se mostraban detrás de ella eran de una crueldad sobrecogedora: Decenas de cuerpos cortados por la mitad, limpiamente, con sus tripas desparramadas sobre charcos de sangre. Había sobre todo ancianos en lo que parecía una aldea de jubilados, aunque no faltaban algunos jóvenes. El matrimonio y su hijo no prestaban atención a las noticias porque tenían su propia actualidad.
                -¿Dónde es eso?- preguntó dejando escapar parte de la comida.
                El padre miró la televisión y esperó unos segundos antes de contestar.
                -Hachijo-Jima… La isla de Hachijo, en el sur, lejos de aquí.- dijo como si la distancia hiciera el hecho menos terrible.
                -Yo sé quién lo ha hecho.
                El japonés y su esposa se miraron. La chica le comentó algo y él volvió a dirigirse en inglés al hambriento náufrago.
                -¿Está seguro?
                -Si, ha sido…- buscó una palabra inglesa que no sonara infantil, pero no la encontró- Ha sido un monstruo. Un monstruo del mar.
                La boca del pequeño Hinata se abrió casi tanto como sus ojos, de forma que entre la boca, los ojos y la cabeza no había duda: era Doraemon.
                -Umi no kaiju!
                -Soto de asobu ni iku.- Le ordenó su padre.
                -Tsuneni onaji!- Dijo el chico mientras se levantaba y se marchaba hacia afuera con un mal disimulado enfado. Justo cuando iba a cerrar la puerta, se volvió y le preguntó a Diego en perfecto inglés: -¿Es como una tortuga?
                - Hinata, shio!- Gritó su padre. El chico pegó un respingo y salió rápidamente, sin ganas de tentar la suerte.
                -Disculpe a mi hijo. Es un maleducado.
                -Dígale que no, que no es como una tortuga.
                -Quizá debería decir lo que sabe a la policía.
                -No me creen.
                El matrimonio estaba sentado frente a él, de espaldas a la televisión. Diego no sabría decir si sus anfitriones le creían o no, es difícil saber lo que piensa un japonés porque parecen estar sospechando. Pero en este caso Diego creyó entender que querían escuchar su historia.
                -No sé hablar inglés. Mucho inglés.- Se excusó.
                -Está bien, inténtelo.
                -Yo soy marinero. Pesco atún. Soy español.
                Poco a poco. A trompicones, con frases cortas como los indios de las películas, Diego fue contando lo sucedido en los últimos días. El joven le interrumpía de vez en cuando para aclarar algún dato increíble o confuso. La esposa parecía no tener nada que decir, pero no perdía ni una sola coma de la conversación.
                - Kami to enpitsu o motte.- Le dijo al fin el marido. La chica se levantó y se metió tras un biombo. Diego pensó: “Ahora era cuando ella llamaba a los tipos del laboratorio subterráneo y estos vienen con la enana y una enorme jeringuilla para llevarme y hacerme guarreridas”. Intentó levantarse para evitarlo, pero la entrepierna del chándal le aprisionó un huevo.
                -¡Me cago en tó!- dijo dejándose caer sobre el suelo.
                La chica volvió a aparecer con un cuaderno y un lápiz. Los puso delante de su marido y volvió a ponerse sobre sus rodillas, junto a la pequeña mesita donde los cuencos de arroz ya habían volado.
                -¿Puedes pintar al monstruo?
                -Si, claro-.
                Diego cogió el lápiz y empezó a garabatear sobre el papel. El matrimonio no pudo evitar girar las cabezas para ir viendo desde el principio lo que el Chiclana les intentaba mostrar. La enorme cabeza de Hinata asomaba por una de las ventanas como el sol naciente.                Por fin terminó y giró el papel. Los dos jóvenes se quedaron callados mirando lo que el marinero había dibujado.
                -Ebinokyodaina.- Dijo el marido casi en un susurro.
                -Ebinokyodaina.- Respondió la chica poniéndose en pie aterrorizada.
                -¿Me creen?
                El matrimonio se miró sorprendido un instante para luego romper a reír a carcajadas.
                - Ebinokyodaina …!
                -¿Qué coño es eso?
                El japonés intentó ponerse serio para explicárselo.
                -Uminokaiju… un monstruo marino de                 los comics… por eso nos reímos.
                -¡Pero es cierto, tienen que creerme…!
                Pero el mal ya estaba hecho, la madre había cogido el dibujo y salía para enseñárselo a Hinata. Las risas de la madre y el hijo se escuchaban desde el interior.
                -Sois todos unos cretinos- protestó Diego en español  mientras intentaba desencajarse el huevo de la costura del chándal. Estaba claro que nadie lo creería nunca.
                El sonido de un helicóptero en vuelo rasante se impuso a las carcajadas un segundo.
                -Himitachi.- dijo el joven corriendo hacia la ventana.
                -¿Himitachi? ¿Otro monstruo?
                -No. Es la empresa de los laboratorios. El helicóptero es de ellos.
                El helicóptero pasó sobre la pequeña casita de madera a escasos metros de las cabezas de Hinata y su madre, luego giró a la derecha elevándose para salvar un pequeño bosque medio oculto por los vapores de los lagos volcánicos donde los macacos de cara roja le observaron al pasar desde el agua.
                Atravesó un pequeño promontorio y apareció en un amplio valle en cuyo centro, marcado por la encrucijada de cuatro pequeñas carreteras, se encontraba un edificio en forma de estrella de cuatro puntas: Los laboratorios Himitachi.
                En uno de los vértices interiores, una pequeña pista hexagonal con una hache pintada en blanco marcaba el lugar de aterrizaje rodeada por un grupo de hombres de pantalones negros y camisas blancas.
                -Aquí H1, voy a aterrizar.- dijo el piloto del helicóptero sin esperar respuesta. La radio chasqueó.-H1, de acuerdo.
                Un par de ambulancias se acercaba por uno de los caminos del complejo en dirección al punto de aterrizaje. El fuerte empuje del aire del helicóptero hizo ondear las estrechas corbatas de los operarios que le esperaban en el momento en que el aparato se posó impetuosamente. Un par de individuos se apearon casi sin esperar a que terminara la maniobra.
                El doctor Toojo Hideiki se separó del grupo de espectadores y se acercó a ellos.
                -¿Está bien?- gritó para imponerse al ruido infernal de las palas.
                -Está fría, como era de esperar.
                -Bájenla de inmediato, estaremos esperándola en el quirófano.
                Una extraña camilla, con un sarcófago de acero sobre ella, apareció por el portón. Los hombres de tierra se esforzaron en ayudar para bajarla y empujarla en pos del doctor que ya se perdía por las puertas del edificio. Otro cuerpo, este envuelto en lona como si fuese un maniquí, también fue desembarcado aunque su destino era bien otro.
                En el interior del quirófano varias personas con bata, gorrito y mascarilla vieron cómo entraba Hideiki apañándose su vestimenta. Una de ellas se adelantó a recibirle. Era claramente la doctora Manuela Klein, enana entre los enanos.
                -Ya la traen, aún está fría.
                -Hay que darse prisa.
                En el centro del quirófano, un tanque de nitrógeno líquido humeaba dejando caer sus pesados vapores por los costados. Colgando de un raíl en el techo, un extraño instrumento, como un robot invertido y rodeado de brazos finos y afilados, se posicionaba cerca del lugar de operación.
                -Todos a sus puestos.
                Los individuos se situaron detrás de los pequeños atriles dispuestos alrededor del centro de la sala mientras las puertas del quirófano se abrían para dejar paso a la camilla con el sarcófago.
                Nada más dejarla en su lugar, el robot armado del techo se situó sobre ella y empezó a desembalar su cargamento con sus múltiples brazos.
                Allí estaba, desnuda y morada de frío, Antonia López.
                Dos brazos más fuertes se despegaron del artilugio del techo, asieron el cuerpo de la cantaora mutante por las axilas y la levantaron como si fuese una marioneta. Un fino vapor surgió de las miles de rendijas que tapizaban la colchoneta de la camilla.
                Lenta pero firmemente, el autómata la fue trasladando hacia el tanque de gas licuado ante la atenta mirada de los médicos y enfermeros. Cuando el cuerpo estuvo en posición, justo encima del helado líquido, los brazos auxiliares del dispositivo robot empezaron a tomar sondas y sensores de una consola cercana y a conectárselos en los lugares apropiados.
                Las pantallas de los atriles parpadearon. La doctora Klein, junto al doctor Hideiki, empezó a observar los valores que devolvían. Una voz metálica e impersonal se oyó en todo el quirófano.
                -“Pulso: 12 pulsaciones por minuto. Inestable.”
                -“Temperatura: 7 grados. Subiendo.”
                -“Actividad cerebral: Inapreciable.”
                El robot conectó una mascarilla con tubos a la cara de Antonia con la delicadeza de una auténtica enfermera.
                -Bien. Todo preparado.- Dijo la doctora.-Procedamos.
                El robot fue extendiendo sus brazos para ir metiendo el cuerpo inerte en el tanque de nitrógeno. Nada más tocar los pies, una fina escarcha se encaramó por su piel como una enredadera. El chasquido del hielo helaba la sangre.
                “Antonia. ¿Qué está pasando?”
                “No tengo ni idea. Lo último que recuerdo es un disparo, el coriano cayendo y un frío intenso que me helaba la sangre. No tuve tiempo de más.”
                “Entonces, ¿otra vez estamos pillados?”
                “No tengo ni idea… ¿Tú ves algo?”
                “Nada. Ni oigo nada.”
                “Pues estamos jodidos.”
                “¡Vaya una mierda de superhéroe,” dijo Paco enfadado.”Cada dos por tres estamos payá.”
                Antonia intentaba encontrar la forma de percibir el exterior, o de comunicarse con el cuerpo de la criatura, pero no la encontraba.
                “¿Sabes qué te digo?”
                “¿Qué Paco?”
                “Que qué se puede esperar de un superhéroe español. O no nos funciona una cosa o se nos jode otra. ¡Así no hay quien luche contra el mal!”
                -“Pulso: 10. Bajando.”
                -“Temperatura: 2 grados. Bajando.”
                -“Actividad cerebral: Sin lecturas.”
                El cuerpo se fue sumergiendo en el tanque de nitrógeno hasta desaparecer. El robot retiró los brazos que se había helado como un grifo de Cruzcampo y los volvió a recoger en su propia estructura. Los brazos más finos desplegaron múltiples estiletes. Pequeñas sierras rotatorias empezaron a chirriar conforme se acercaban al líquido.
                “Si cuando te quedaste fría eras Antonia, aún podemos tirar de la Ninja.”
                “Eso es lo que estoy intentando… pero no sé cómo.”
                “Recuerda que es la ira la que la activa.”
                “Ya, pero es que ahora no me sale cabrearme.”
                “Pues espera que te voy a ayudar.”
                “¿Y cómo vas a hacerlo…?”
                En la pantalla de Manuela se podía ver, además de las lecturas, el rostro de la cantaora con la mascarilla y la goma de suministro de oxígeno. De pronto el ojo de la mujer pareció moverse.
                -¡Se ha movido…!- gritó uno de los médicos.
                -Es imposible. No tiene actividad cerebral, no tiene pulso, no está viva.
                -¡Se ha movido…!- grito otro de los médicos.
                Manuela detuvo el robot-médico y se separó de su consola para acercarse al tanque de líquido.
                -No puede moverse. Nada puede moverse dentro de nitrógeno a 200 grados bajo cero. Estáis alucinando. ¿Veis? Está tiesa.
                El vapor que salía del tanque era ahora más abundante que antes de introducir el cuerpo. Como la niebla de un pantano inundaba todo el suelo del quirófano.
                -“Temperatura 10 grados y subiendo.”
                -“Pulso 20 y subiendo.”
                -“Actividad cerebral: 10 por ciento.”
                -¡No puede ser!- Gritó la doctora mirando al doctor Hideiki.-Doctor, no puede ser.
                -“Situación de riesgo. El sistema abortará la operación en diez segundos.”
                -¡Inyecten más nitrógeno líquido!
                El tanque de operaciones empezó a burbujear.
                “Situación de riesgo. El sistema abortará la operación en cinco segundos.”
                -¡La temperatura sigue subiendo, el nitrógeno no sirve para nada!       
                El doctor pulsó algunos botones en la consola y las luces se volvieron rojas. Una sirena de alerta empezó a sonar mientras todos corrían hacia la salida.
                El robot del techo replegó sus pequeños y precisos brazos de cirujano y desenfundó cuatro cañones de obús de 25 milímetros que dirigió hacia la piscina de nitrógeno mientras dos enormes compuertas de acero se cerraban sobre ella convirtiendo lo que antes era un tanque de operaciones en un cofre de alta seguridad. El vapor inundaba ya toda la sala. La voz automática sonó mezclada con la machacona señal de alarma.
                -“Temperatura 60 grados y subiendo.”
                -“Pulso 150 y subiendo.”
                -“Actividad cerebral: 110 por ciento.”
                Grandes puertas de acero cerraron el quirófano. Las luces se apagaron. Sólo un haz láser que brotaba del robot del techo barría el vapor que lo llenaba en busca de algún objeto móvil al que pegarle un par de tiros mientras el burbujeo del nitrógeno evaporándose de forma masiva ensordecía el sonido de la alarma.
                A varios metros de allí, en un bunker especial, Hideiky, la doctora Klein y el resto del personal médico se despojaban de su vestimenta médica observando en unas pantallas un mar de vapor con destellos rojos.
                -¡Esto es una mierda!- gritaba el doctor.
                -Se han acumulado una serie de hechos imprevistos.- Intentaba excusarse la doctora Klein.
                -Has perdido al sujeto uno. Y ahora esto… ¡Mierda!
                El bunker empezó a vibrar. Imperceptiblemente al principio, luego más y más.
                -¿Qué pasa ahora?¿Un terremoto?
                -Creo que no, señor.- contestó Toojo.-Creo que proviene del quirófano.
                “Alerta estructural. Alerta estructural. Abandonen las instalaciones y diríjanse a los refugios antisísmicos.”
                -¿Estamos seguros aquí?- Manuela intentaba pronunciar las palabras sin parecer un chiquillo en una montaña rusa.
                -Sin duda…- dijo el doctor. “Otra cosa es que podamos salir algún día…”
                Los pasillos de las instalaciones subterráneas, ahora iluminados en rojo, se llenaron de japoneses corriendo hacia las escaleras de emergencia. La insistente voz de alarma les impelía a ello.
                En uno de los corredores, ahora desierto, la puerta blindada del quirófano dejaba escapar una fina nube de vapor.
                Desde la pequeña casita de madera, los padres de Hinata, el chico y el Chiclana sintieron un fuerte estruendo: Ka-Boom!
                -¡Me cago en panete!- dijo Diego dando un respingo-¿Qué cojones ha sido eso?
                Corrieron hacia el exterior. Detrás del grupo de arboles, a unos dos kilómetros, un enorme hongo ascendía lentamente ocultando la luz del sol.

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