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Una de las ventajas de vivir en un planeta esférico
es que tenemos gravedad. Si viviésemos sobre una torta de cemento armado quizá deberíamos
sujetarnos al suelo con ganchos o velcros, por no hablar de las dificultades
que tendríamos para retener una atmósfera medianamente respirable.
Otra de las características de los planetas esféricos
que giran alrededor de una estrella y además sobre sí mismos es que en unos
lugares del planeta es de día mientras que en el extremo opuesto es de noche.
Como los seres vivos solemos deambular, y medrar, con
luz diurna mayormente y nos es imposible estar despiertos demasiado tiempo
seguido, el mundo tiene una suerte de “pico de actividad” rotatorio que
coincide con la parte iluminada.
Esto lo puede apreciar perfectamente cualquier ser
inteligente que observe la Tierra desde el espacio exterior. Pero por si acaso
llegasen demasiado impetuosos, recuerden señores alienígenas: para dar caña,
mejor por la parte oscura del planeta, donde sus habitantes estarán dormidos o
muy cansados, o de copas, que a los efectos de defensa planetaria viene a ser lo
mismo.
A falta de alguien que nos joda las noches, nos
bastamos nosotros mismos para hacerlo. Y créanme que lo hacemos bien.
En la Alameda, lo tertulianos del Ok-Corral iban
despejando el local, a punto de cerrar. Uno de ellos había salido antes de lo
normal y esperaba en un banco frente a la comisaría de policía sin perder de
vista el único despacho iluminado de la primera planta.
El comisario Gallardo, cansado de toda la jornada,
terminaba de recoger su mesa. Miró su reloj: las doce menos cuarto.
“Hora de irse.” Pensó mientras echaba mano de su
gabardina.
Se volvió un segundo por si se dejaba algo detrás y
salió del despacho cerrando la puerta. En el corredor, algunos policías,
algunos detenidos, algunas putas, ningún alienígena. Lo habitual.
-Hasta mañana Márquez.
-Hasta mañana comisario. Que descanse.
-Gracias.
Salió por el vestíbulo, ahora desierto, y cruzó el
umbral de la puerta.
Bajaba los escalones hasta la plaza cuando el hombre
del banco se levantó, cerró su novela de Marcial Lafuente y se la guardó en el
bolsillo mientras se acercaba.
-Trabaja muy duro, señor comisario.
-¿Perdón?
-Oh, lo siento. No sé si me reconoce.
-Sí, por supuesto, es usted un cliente habitual del
bar de la esquina.- Gallardo era bastante tímido. Al cabo de unos segundos,
logró proseguir.- No crea que todo es trabajo. Prefiero estar aquí a estar en
casa, sin nada que hacer.
-¿Me permite que le acompañe? Querría hablar de un
asunto con usted.
No es normal que alguien se “apunte” a pasear con un
policía, aunque después de algunos meses en la Alameda, Gallardo ya no sabía
exactamente qué era “lo normal”.
-¿No preferiría hablar conmigo mañana, en mi
despacho?
-Mejor se lo comento cuanto antes. Puede que le
interese.
El comisario se detuvo. El Notario también.
-¿Es urgente?
-Podría serlo.
Ardía en deseos de saber de qué se trataba, así que
decidió no dar más coba. Volvieron a caminar.
-Bien. Cuénteme.
-Usted pregunta de vez en cuando por Antonia López.
Un resquemor le pellizcó en la boca del estómago.
-¿Sabe usted algo de ella? ¿Le ocurre algo?
-Supongo que sabrá que está en Japón, de gira, con el
guitarrista Paco el Camboyano.
-Si, eso me ha contado el chico francés que sirve las
mesas en el bar.
-¿Sabe cómo consiguió el contrato?
Gallardo no quería desvelar el alcance de sus
conocimientos. Empezó a titubear.
-El chico me dijo que se lo buscó su amiga, esa
señora… ¿Cómo le llamáis?
-La Peligro.
El mundo estaba boca abajo, o de lado, “¡La Peligro
una señora!”, pensó el notario.
-Eso. Parece que ya no vive por aquí.
-No. Se casó con Carlos Calatrava y vive con él en
Madrid.
-Algo he oído decir.- Mintió. En realidad, Gallardo
tenía “fichados” todos los movimientos de La Peligro, Calatrava, Jean Baptiste,
Manolo, el Notario y un gran número de clientes del bar y putas de los
alrededores. Pero eso, además de ser ilegal, era vergonzoso, pues desvelaba un
inconfesable interés por todo lo que rodeaba a Antonia López.
Por saber, sabía que Calatrava, el agente del CNI que
más empeño puso en retirarle del caso de El Penumbra, también estaba en Japón.
Curiosamente. Y que en el CNI no sabían nada. Al menos un amigo suyo que
trabajaba allí no supo encontrar ninguna noticia sobre él, pero como le dijo,
eso era lo normal en “La Casa”.
-Tengo alguna información que pudiera interesarle.
-¿A mí, o a la policía?
-A ambos.
Gallardo volvió a detenerse. Miró al Notario de hito
en hito. Era un tipo extraño, enjuto, desaliñado. Triste. Sabía ciertas cosas
de su pasado que explicaban el apodo, pero no de su actual empleo: lector de
novelas baratas. Volvió a emprender la marcha, el Notario le siguió.
-Siga contando. Recuerde que soy policía antes que
otra cosa. Tenga cuidado con lo que afirma.
-Se cómo es usted. Su fama le precede.
En la Alameda, como en la política, la frase: “su
fama le precede”, puede ser un insulto tremendo. A Gallardo no le molestó, más
bien lo contrario.
-Venga por aquí, tengo que comprar tabaco.- Gallardo
se dirigió a un pequeño bar de borrachines y futbol donde sabía que había una
máquina expendedora. El notario continuó hablando intentando seguir la larga
zancada del comisario.
-Este medio día, La Peligro hablaba con una de sus
amigas, ahora tiene muchas, y le contaba por qué le buscó el contrato a Antonia
y Paco.
-Bueno, según creo, fue por hacerle un favor, por su
vieja amistad
-La Peligro nunca ha sido amiga de Antonia. Conocida
si, amiga, no. Y no tan conocida como para acordarse de ella y buscarle trabajo
en Japón.
Gallardo tenía entendido que había sido gracias a un
vecino de Calatrava, que se dedicaba al negocio, pero no quiso decir nada más.
-¿No estará haciendo conjeturas?
-Digamos que son verdades observables.
-Bueno. Y cómo consiguió el contrato.
En el bar, dos clientes medio beodos y el camarero
observaban aterrorizados en la televisión unos cuerpos cortados por la mitad en
medio de una aldea. Un letrero rezaba “Inexplicable matanza en Japón”. Ni el
notario ni el comisario se percataron de las imágenes, absortos en su
conversación.
-Fue idea de Calatrava. Un día apareció con un
japonés para cenar y sacó la conversación. La Peligro insistió en que Antonia y
Paco no daban la talla, que no valían para actuar y mucho menos para actuar en
ningún sitio respetable.
-Vaya. No es lo que diría una amiga.- Dijo el
comisario rebuscando monedas en su cartera frente a la máquina de tabaco.
-Efectivamente. Pero, como ella misma contó,
Calatrava insistió tanto que no tuvo más remedio que acceder. Luego se montó el
teatro de que había sido idea suya y todo eso.
La máquina le facilitó el tabaco. Gallardo buscaba
cuál era el problema que había visto el Notario en ese cambio de escenario,
creía intuirlo, pero le faltaban piezas. Se puso un pitillo en la boca y salió
del local seguido de José Antonio. En la televisión, Pedro Piqueras parecía
sufrir un ataque de ansiedad, probablemente por la falta de calificativos
catastróficos para definir la matanza.
-¿Y por qué cree usted que se sinceró este medio día
en el bar?
-Porque tiene dudas.
-Dudas sobre qué.
-Dudas de las verdaderas intenciones de su marido.
Gallardo continuaba perdido. Tenía ganas de coger al
Notario por las solapas y gritarle “¡Cuéntalo ya, carajo!”. Sin embargo
continuó con su papel de policía seco y respetuoso y encendió el cigarrillo.
-¿Tiene motivos para dudar de su marido?- Una espesa
humareda salió de su boca junto con sus palabras.
-Sí. Según explicaba a su “amiga”, a ella le parece
que trabaja para dos sitios distintos.
Las orejas del comisario parecieron crecer.
-¿Para dos sitios?¿Qué dos sitios?¿Cómo podía
saberlo?
-Tranquilo, comisario. Todo a su tiempo. A mí también
me entró mucha curiosidad. Parece ser que cuando le llamaban había dos tipos de
llamadas. Unas, que atendía en su casa, con discreción pero sin ocultarse, y
otras, que atendía siempre en su despacho, a solas.
-Bueno, es un agente del CNI, ¿qué quiere, que ponga
el manos libres? Además, eso bien podría ser un asunto de cuernos.
-Eso pensó ella, así que le puso un detective.
-¿¡Un detective a un agente del CNI!? – Gallardo
miraba sorprendido a su flaco interlocutor. -¡Nadie osaría hacer ese trabajo,
se jugaría su futuro, su libertad y sabe Dios si su vida!
-Si fuese un detective privado de verdad, quizá, pero
La Peligro le puso un detective chino.
-¿Chino? ¿Se refiere a un agente de los Servicios
Secretos Chinos?
-¡No, por favor! A un detective privado chino.
Gallardo volvió a detenerse. Ya no fumaba. No tenía
palabras.
-¿Sorprendido?- El notario parecía disfrutar de haber
captado su atención.-Están por todas partes, ¿verdad?
El comisario volvió a fumar.
-Lo siento. Esta conversación es absurda. ¡Un
detective chino! Si quiere puede poner una denuncia mañana. Debo irme.- Y
apretó el paso en dirección a su casa.
-¿No quiere saber lo que averiguó?
Gallardo sí quería saber lo que averiguó. Se detuvo
de nuevo.
-Le doy cinco minutos, ni uno más.
En ese mismo instante, pero en la otra parte del
globo, apenas acababa de amanecer. Diego Palmero, adormilado dentro de una
balsa de agua confortablemente cálida empezó a incomodarse. Notaba como delicados
gusanillos le acariciaban la cabeza. Abrió los ojos.
Una neblina ascendente le saturaba las fosas nasales.
El calor y la dulce elasticidad del agua le habían ayudado a pasar el subidón
de Pentotadine. Ahora podía ver cómo un grupo de pequeños monos de caras
enrojecidas se agolpaban a su alrededor mojados como fetos.
Le miraban absortos mientras le espulgaban el cuero
cabelludo.
-¡Eh!- gritó, sin saber muy bien porqué. -¡Qué coño!
Los monos se alejaron un poco, esperando quizá a que
volviera a ser el mismo de antes para volver a acercarse.
-¿Qué pasa… dónde estoy?
A fuerza de moverse, los monos no tuvieron más
remedio que alejarse de él, aunque lo hacían a regañadientes. Diego les
gustaba.
Se puso de pié. Fuera del agua hacía mucho frío. Su mojada
bata de hospital sólo le ayudaba a helarse mucho más deprisa de lo habitual. Se
volvió a meter en el agua caliente.
“¿Dónde
estoy?” Se preguntaba mientras los monos se volvían a acercar poco a poco.
Diego, y los monos, estaban en una especie de charca
de agua caliente rodeada de rocas y nieve. Un tenue vapor proveniente del agua
les rodeaba volviendo difuso lo que parecía ser un arroyo o rio de montaña
rodeado de plantas. Las más cercanas permanecían verdes mientras que las que se
confundían en la niebla más bien se asemejaban a ramas retorcidas y secas.
-Ji, ji, ji…
Diego se volvió, buscando el origen de la risa
infantil.
-Min'na, doko ni iru no?
Era la voz de un hombre. Diego se escondió entre las
rocas más cercanas. Los monos, más listos, se fueron nadando hacia el centro de
la charca.
- Chichioya, otoko wa soko.
Volvió a oír la voz infantil.
Diego notó como alguien se acercaba. Intentó
esconderse más, pero se dio un golpe con un saliente.
-¡Me cago en….!- se le escapó.
Por encima de su cabeza apareció el rostro de un
joven a escasos veinte centímetros. Diego se metió bajo el agua. Aún así
escuchó hablar a su descubridor.
- Koko de eta hoho?... – el japonés pensó un instante
antes de volver a hablar.- What are you doing?
Las palabras en inglés le
resultaron familiares, de hecho le resultaron comprensibles. Sacó la cabeza y
miró mejor a su interlocutor: era un hombre de unos treinta años, con cara de
buena persona. Desde luego no parecía ser uno de los hijos de puta que le
habían raptado, aunque sin duda era japonés. Buscó algo que decir en inglés,
por fin, lo encontró:
-I’m lost.
Ajena a la dulce y húmeda existencia de los macacos
de cara roja, la capital nipona empezaba un día más a moverse.
Aunque pueda uno imaginar sus dimensiones, lo que no
se puede esperar es que sus cuarenta millones de personas ocupen absolutamente
todo el espacio de la urbe como piezas de un Tetris mal jugado.
Coches, balcones, puentes, edificios públicos, casitas
de una planta, niños, bicicletas,
parques, pasos elevados, museos, supermercados, trenes... Todo, absolutamente
todo encajado en una urbanización caótica, improvisada, agobiante.
-Ahora entiendo porqué a los japoneses no les gusta rozarse.
-¿A sí…?- Antonio Japón conducía a la cantaora con
determinación por un intrincado trazado de callejuelas.-A ver, cuéntame.
-Porque no tienen espacio, esto es un amasijo de
ladrillos. Es como Fuengirola pero a lo
bestia. Yo misma me estoy empezando a agobiar un poquito.
-No te agobies, mujer. Todo es acostumbrarse. Ya casi
hemos llegado al local de ensayo, está ahí, en esa puerta de chapa.
-¿Es un garaje?¿Ensayamos en un garaje, como lo
Beatles?
-Si, un garaje para un par de coches. Un lujo en esta
ciudad abigarrada.
El contratista miró de soslayo a la cantaora e
intentó cambiar de conversación.
-¿Sabías que los ciudadanos de Tokio no pueden
comprarse un coche si no justifican dónde lo van a aparcar?
-Eso no estaría mal en cualquier parte de mundo.
-Sí…- Antonio de agachó para abrir el portalón del
garaje.-Estos tíos son muy cuadriculados, más que los alemanes, creo…- La
puerta de chapa rugió al perderse en el techo.
El ruido hizo asomarse a un par de vecinas dos
plantas más arriba. Antonia las observó. Estaban peinándose, tarea inútil para mujeres
que llevan el “alisado japonés” de serie.
-Aún
es temprano.- El de Coria miró su reloj- Son las ocho menos cuarto.
Aprovecharemos para arreglar esto un poco. A ver, ¿me ayudas?
Antonia esperó a distinguir mejor lo que había dentro
del garaje: cajas de madera formando un pequeño semicírculo, guitarras,
timbales, un violón enorme…
-¿Eso qué es?
-Es una viola de gamba.
“¿De gamba…? Yo diría que más bien es de bogavante.”
-¿Y tocáis con eso?
-¡Es una de nuestras estrellas! Flamenco fusión…
verás cuando la escuches.
Antonia no dijo nada. Ella, a pesar de los cambios,
seguía siendo muy de la guitarra y nada más.
Mientras los flamencos apañaban el local para dejarlo
más habitable, un coche negro se detenía en uno de los escasos huecos que había
en la callejuela.
Al instante, cinco tipos vestidos de negro y con cara
de haber desayunado zumo de limón, se apearon. Maldisimulaban las pistoleras que
asomaban por la abertura de sus chaquetas. Uno de ellos hablaba por un “manos
libres”.
-Hemos llegado, sólo están ellos dos.
Esperó la respuesta.
-Bien. Corto.
A una seña suya, los hombres se separaron en dos
grupos a ambos lados de la calle. El tipo del teléfono se adelantó solo
llegando a la altura de la entrada del garage un poco antes que el resto. Miró
discretamente a los dos artistas e hizo un gesto de asentimiento sin detenerse.
Los hombres se detuvieron dos metros antes de la
puerta. El tipo del teléfono apareció de nuevo por el lado contrario. Se detuvo
en el dintel de la puerta.
-¿Antonia López?- dijo sin ningún tipo de acento.
Antonia se giró como un rayo. El resto de los matones
empezó a cubrir de uno en uno el hueco de calle que se veía desde el garaje
cerrando toda posibilidad de salida.
La bailaora percibió una fuerte señal de alarma y empezó
a calentarse, ya me entienden.
-¿Quién pregunta por ella?- Dijo el coriano en
japonés. Fue lo último que dijo. Un disparo seco y sordo le impactó entre las
cejas. El empresario cayó fulminado.
1 comentario:
Los primeros párrafos con los que empiezan los capítulos están bordados.
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