Atunero Alakama
Fosa de Japón, a 300 millas de la costa
02:17 am
En
la negrura impenetrable de la noche apenas se vislumbraban las luces de abordo.
Los relámpagos mostraban, cual fotogramas de una película censurada, cómo el
barco era la pelota en un pingpong de olas de más de veinte metros.
-¡Merda
de de Mar!- dijo el contramaestre Sardiñeira entrando en el puente.
La pequeña
bandeja que portaba se balanceaba en su mano derramando el contenido del tazón del
capitán sin que el contramaestre pudiese evitarlo.
-¡Capitán.
Su café!- Gritó Sardiñeira para imponerse al rugido del exterior.
El
capitán echó un rápido vistazo a su hombre sin soltar el timón.
-¡Ostias Manel! ¡Vaya mierda que me traes, es todo
agua!
-Pidió
café y traigo café, y agua también, naturalmente,
¡cómo no llueve!- Qué raro hablan los gallegos, pensó el capitán, sin ánimo de
quejarse.
La
inmensa cortina de agua llenaba el lugar reservado para la atmósfera hasta
convertir todo en agua. Agua arriba y abajo y en medio, un puñado de hombres
encerrados en una jaula de metal con toneladas de atún rojo que ya apestaban a
sushi.
La
escasa visibilidad exterior era aún más intensa desde dentro del puente.
A
pesar de tener apagadas las luces de la cabina que quedaba así sólo iluminada
por las pantallas y esferas electrónicas, el capitán no alcanzaba a ver más que
la propia cubierta del atunero y algunos reflejos de las luces del puente sobre
olas tan cercanas que no dejaban margen de maniobra.
Los
relámpagos no ayudaban, más bien al contrario, porque lo que mostraban era un mar embravecido, poderoso y aterrador. Sólo
la habilidad y el coraje del capitán y el piloto salvaban a todos de un
naufragio seguro. La tripulación, acostumbrada a estas noches de temporal, sabía
que estaba en buenas manos.
- Jon, coge esto un rato. Me
duelen los brazos.
El
piloto se levantó de su asiento y aseguró el timón antes de que el capitán lo
soltara. Éste, una vez libre, agarró su café aguado con las dos manos y pegó un
gran sorbo mientras iba echando un rápido vistazo a los indicadores.
-¿Nos
queda mucho para Sendai?- dijo deteniéndose junto a la ventana de babor.
-Nos
queda toda la noche y toda la tormenta- contestó el piloto de forma rutinaria. Ninguno de los tres tenía el más mínimo
interés en conversar. Conversar es para gente ociosa. Cuando uno se enfrenta a
una tormenta como aquella las preocupaciones por el porvenir no pasan del
próximo minuto, lo demás es pura especulación. Y no tenían tiempo ni ganas de
especular.
Pero
no todos los tripulantes del Alakama estaban tan ocupados. Tres cubiertas más
abajo cuatro marineros compartían un narguile cuyo humo inundaba el
compartimento. Diego observaba entre brumas a sus tres compañeros tailandeses
con la hipersensibilidad que dan los narcóticos.
Sus
extrañas caras sonrientes de color cetrino, sus cuerpos enjutos y fibrosos, sus
dientes desordenados y sucios, sus bocas sin labios que no paraban de moverse y
el sonido metálico de su jerga incomprensible.
Igual
estaban riéndose de su nariz, o estaban hablando de sexo, o de comida. Los
tailandeses siempre hablan de comida. Comida. Tenía hambre, y el intenso olor a
pescado que venía de las bodegas empezaba a hacerle cosquillas en la nariz. Se
levantó tambaleándose a la par que el propio camarote.
-¿Dónde
va el seniol Chiclana?
-Voy
a que me dé el aire. Estoy mu…- giró un dedo a la altura de la sien-… colgao.
-Pues
llévate ésta- dijo otro de los orientales echándose mano al paquete. Los
amarillos rieron.
-¡Vete
al carajo!- y salió dando tumbos al pasillo.
-¡Eh
tú, Chiclana!- gritó el cocinero desde su camastro- ¿Queda un poco de eso que estáis
fumando?
-¡Claro…!-
tosió sin fuerzas -¡Esos cabrones tienen kilos de esa mierda!- se detuvo de
mala manera en el dintel del camarote.- ¿Y a ti te queda algo de comida?
-La
cocina está cerrada- contestó levantándose- Tendrás que esperar al desayuno.
Empujados
el uno contra el otro, el marinero y el cocinero lograron cruzar sus destinos.
Diego abrió la escotilla para salir, cayéndose de culo en un brusco vuelco de
la nave. Tuvo que agarrarse a los asideros de las paredes para ponerse de pié.
Luchaba además contra el agua que entraba
a cubos desde el exterior. Eso era lo que quería ahora, refrescarse, despejarse.
Salió
a la cubierta sin cerrar la escotilla.
En
el puente, el capitán vio al marinero dando camballadas por el costado del
barco.
-¡Me
cago en la ostia! ¿Quién es el tontolaba ese?
En
cubierta, Diego, agradecía el frío y la lluvia sobre su cara. De pronto se
detuvo y comenzó a mirar hacia el oscuro océano y lo que vio lo dejó alucinado.
“¡Ostias
qué guaaaapo!”: Miles de puntos verdes, débilmente luminosos, tapizaban las el oleaje
moviéndose como un enorme tejido de lentejuelas ondeando al viento.
-“¡CHICLANA,
carallo, vuelve al interior, que te vas a caer al mar!”- Rugió Sardiñeira por
la megafonía del puente.
Un
fogonazo mostró una enorme ola a punto de barrer la cubierta. De forma
instintiva, Diego se agarró con fuerza a los asideros de la borda justo antes de
ser golpeado en el pecho por toneladas de agua. Desde el puente vieron cómo la
figura del alucinado marinero era engullida por la ola al pasar sobre el barco.
El
capitán maldijo en todos los idiomas conocidos sin apartar la mirada, a la
espera de que el agua abandonara el buque para comprobar si el de Chiclana
seguía en su sitio o había sido sacado de este mundo. Afortunadamente, seguía
en su sitio.
-“¡CHICLANA!
¡Que no tengo ganas de decirle a tu novia que has desaparecido, potrorik, vuelve al interior!”
El
vozarrón del capitán, ampliado por la megafonía, luchaba con éxito desigual
contra el fragor de la tormenta, pero se le entendía casi todo.
Sin
embargo el marinero, con un cebollón del siete por la mezcla de hachís, alcohol
y aquello que fumaban los tailandeses, no le escuchaba en absoluto. Bajó la
vista y vio cómo sobre la cubierta había quedado una miríada de pequeñas líneas
luminiscentes. Se soltó de la barandilla y se agachó para comprobar qué era
aquello que apenas unos segundos antes tapizaba las aguas.
Un
flash iluminó el barco.
-Sardiñeira,
ve a por ese cabrón, que cuando lo pille se va a enterar.
-Señor,
yo también tengo novia.
El
capitán emitió un gruñido y volvió a coger el micrófono con rabia.
-“¡Chiclana!
No lo digo más. ¡Como te caigas al mar te va a recoger la puta de te parió!”
Nombrar
a la madre siempre funcionaba, pero no en este caso. El marinero, de rodillas,
tomaba del suelo una de las criaturas que aleteaban agonizantes sobre la chapa
mojada del barco.
-“Coño.
Qué bonito. Tienen luz, y son como…”
No
le dio tiempo a terminar su pensamiento cuando otra enorme ola engulló al
Alakama haciéndolo desaparecer durante unos segundos. El capitán miraba con el
corazón detenido, asaltado por una mezcla de miedo, rabia e impotencia. Cuando
el agua despejó la cubierta el marinero ya no estaba.
-¡Madarikatua!-Tomó
el micrófono-“¡Hombre al agua!¡Hombre al agua!”
Mientras
el piloto detenía las máquinas y el barco dejaba lentamente de avanzar, de los
costados del puente empezaron a salir hombres de amarillo agarrándose a donde
podían y mirando hacia todas partes.
-“¡Por
estribor, ha tenido que caer por estribor!”- contestó el capitán a los gestos
de desconcierto. Uno de los marineros señaló a un punto en la negrura y el contramaestre
encendió potentes focos hacia ese lugar.
-La
mierda que cagué. Ahí está el cabrón.
-“¡Esta
ahí! ¿Le veis?”
Mientras
los hombres de estribor anudaban diligentes un cabo a uno de los salvavidas, el
piloto maniobraba el buque para que diera vueltas alrededor del náufrago. En un
segundo el salvavidas volaba hacia él. Un nuevo flash y una enorme ola pasó por
encima del atunero.
Diego
conseguía a duras penas mantenerse a flote, rodeado por miles de pequeñas criaturas
luminosas que “curioseaban” a su alrededor, pero ya no estaba alucinado. Estaba
acojonado. Vio como caía cerca de él el salvavidas e intentó alcanzarlo con todas sus fuerzas cuando
la ola también le alcanzó arrastrándolo hacia abajo en un torbellino de espuma
y fuerzas contrapuestas. Abrió los ojos desconcertado por el repentino silencio;
había perdido el sentido de la orientación y no sabía en qué dirección nadar. Debía
esperar unos segundos hasta recuperarlo o podría cometer el error de ir en la
dirección equivocada.
Algo
rozó sus botas. Algo duro, como una roca. Era imposible, estaban a kilómetros
del fondo marino, pero instintivamente aprovechó ese inesperado punto de apoyo
y se empujó hacia arriba logrando por fin sacar la cabeza y respirar una
bocanada de aire. Ahora podía pensar con claridad.
Buscó
nerviosamente la forma redondeada y fluorescente del salvavidas. Lo vio. Apenas
estaba a unos veinte metros cuando comenzó a bracear con todas sus fuerzas.
Las
luces del atunero le servían de punto de referencia y, aunque lejanos, los
gritos de ánimo de sus compañeros le ayudaban más que los biris a Kanouté. Un
último esfuerzo y consiguió agarrarlo.
Se
deslizó por debajo y sacó medio cuerpo por el interior, agarrándose luego a él como
lo haría un niño en su primera clase de natación. Una ovación recorrió la
cubierta.
-“Bien…
tirad del cabo. Chiclana, agárrate fuerte”- gritó la megafonía del barco.
Los
del puente respiraron por primera vez desde hacía un buen rato, tranquilizados
por lo que parecía una situación controlada. El piloto volvió a mirar las
pantallas e indicadores pero no pudo retomar su rutina, algo llamó su atención
en una de ellas.
-¡Capitán.
Mire al sonar!
El
capitán apartó la mirada de las tareas de salvamento y se volvió hacia el
piloto. Tuvo que acercarse mucho porque no entendía lo que veía.
-¿¡Qué
demonios…!?
-Parece
un submarino. Está justo debajo de nosotros.
-Los
submarinos no se acercan tanto a los barcos, puede ser un banco de peces, pero
parece muy compacto. Enciende
el sonar de alta resolución.
El
piloto levantó una pequeña tapa de plástico y pulsó un interruptor. Un intenso,
grave y prolongado pulso sonoro hizo estremecerse al buque: “Boooonggg”
El
de Chiclana notó como las vibraciones de baja frecuencia se abrían paso entre
las aguas alcanzándole como una descarga eléctrica. Las pequeñas criaturas
luminosas se agruparon de golpe formando una masa compacta para hundirse inmediatamente
en la profundidad.
En
la pantalla del sonar, la imagen se volvió más nítida, casi fotográfica. Y lo
que mostró dejó estupefactos a los tres marinos.
-¿¡Pero
que carallo es eso!?
-Se
mueve, se retuerce, es… es extraño. Pero es un único objeto, no un banco, y no
parece un submarino ni un cetáceo.
-¿No,
más bien parece una enorme…?- “Boooonggg”, otro pulso del sonar tapó las
palabras del contramaestre.
-No
puede ser. Tiene que haber un error.
Los
marineros tiraban con fuerza del cabo que arrastraba a Diego. Éste, agotado,
intentaba no soltarse del salvavidas. Parecía que tirar de un solo hombre era tarea
sencilla, pero en un mar con semejante oleaje todas las fuerzas eran pocas.
Además, había que estar luchando por no caer ni perder de vista las embestidas de
las olas.
“Boooonggg”.
Ahora, más cerca, las ondas alcanzaron a Diego con más intensidad. Le daban
náuseas porque en realidad lo que se escuchaba era una parte ínfima del sonido real,
muy por debajo del umbral auditivo del Hombre. De repente, otra vez esa cosa
dura rozó sus botas, se movía con rapidez y firmeza. No era una roca,
evidentemente, era algo vivo, y grande. El miedo le hizo encoger las piernas.
“Venga, venga, venga….” Imploraba mientras él también jalaba de la cuerda.
-“¡Terminad
rápido…!¡Hay que irse de aquí inmediatamente!”- El capitán había leído sus
pensamientos, debían irse ya.
Pero
una enorme pared de agua barrió de nuevo la cubierta del barco obligando a los
marineros a soltar el cabo y a agarrarse como podían a los salientes de la
borda. El cabo volvió a quedar flojo. Cuando el agua bajó hasta la cintura,
algunos valientes ya tiraban de nuevo, intentando recuperar el tiempo perdido.
“Booooonnnggg”.
Diego
no perdía de vista las luces del atunero y fue entonces cuando un relámpago
iluminó todo el mar mostrándole una escena aterradora. Una enorme figura se
erguía por encima del barco. No era una ola, era algo que su mente no encajaba
en aquél lugar, algo terrorífico.
La
boca del marinero se quedó abierta, como las del capitán, el contramaestre y el
piloto. Un desgarrador chirrido hendió la noche helando la sangre de los
marineros de cubierta.
-¡Cabrones!-
dijo el cocinero sin soltar el cabo mientras contemplaba aquella abominación-
¿Qué clase de mierda fumáis vosotros?
El
relámpago duró el suficiente tiempo para que pudieran comprobar lo que se les
venía encima: Una estructura articulada, cartilaginosa, del tamaño de un ferrocarril,
se precipitaba contra el atunero a una velocidad endiablada.
Con
un gigantesco mazazo, cayó sobre la cubierta del Alakama partiéndolo en dos
como a un huevo. El mar recogió con gusto la devolución de toneladas de atún desde
interior. Los tripulantes fueron lanzados hacia todas partes, golpeándose
contra mamparos, mástiles o barandillas, algunos cayeron al mar, inconscientes,
otros quedaron malheridos o muertos. Pero el peor parado era el propio barco,
sentenciado de muerte en un segundo.
Se iba
a pique a tal velocidad que era imposible escapar de él. Excepto por el atún, se
hundía con todos sus ocupantes. A modo de estertor, emitió medio “Boooonnk” entrecortado
y en un instante, sólo el mástil de radio del puente era visible sobre el mar,
desapareciendo de forma vertiginosa.
Algunas
cajas, algún chubasquero, atunes muertos, nada más quedaba flotando mientras el
barco bajaba hacia su destino final a más de 10.000 metros de profundidad.
Diego,
bajo el agua, también era arrastrado hasta las profundidades por el cabo que le
ataba al Alakama. Sin perder un segundo, con la destreza que da la experiencia
y la velocidad que da el pánico, desanudó la cuerda y se liberó empezando a
bucear inmediatamente hacia la superficie, luchando contra el remolino que dejaba
el atunero en su frenética singladura submarina.
Por
fin alcanzó la superficie; las aguas seguían con su sube y baja agotador y
Diego
pudo recuperar el aliento.
La
oscuridad era total. No había rastro de sus compañeros. Solo un aguacero feroz
y los relámpagos. El Chiclana estaba absolutamente solo.
Como
un cohete, una pelota amarilla con una luz intermitente salió disparada desde
el mar para caer a pocos metros. Diego nadó hacia ella y la abrazó como a una
madre. Era una radiobaliza. Su única oportunidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario